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Authors: José Milla y Vidaurre

La hija del Adelantado (24 page)

BOOK: La hija del Adelantado
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servicios tan importante el uno como el otro había prestado Robledo en poco tiempo a Agustina Córdova, no obstante lo cual y la asiduidad con que el Secretario hacía la corte a la viuda, se mostraba ésta más y más insensible al afecto de don Diego. Desesperábase éste, sin encontrar arbitrio para vencer la resistencia de la dama, que sin obtener una negativa formal, lo alentaba un día con esperanzas que al día siguiente se veían frustradas, para renacer de nuevo y quedar destruidas más tarde.

Muchos días habían pasado desde la noche en que la astucia y diligencia de Robledo salvaron a Agustina de ser conducida a la cárcel, en virtud del mandamiento de prisión obtenido por Pedro Rodríguez. El Secretario estaba ocupado en su escritorio, registrando diferentes papeles importantes, y por vigésima vez quizá tropezó con un paquete atado con una cinta verde, cuyo rótulo era el siguiente: Memoria sobre el bebedizo. Siempre que encontraba aquel escrito, desde que lo tomó en la papelera del difunto médico Peraza, el Secretario lo arrojaba a un lado con desprecio, figurándose contendría algunas observaciones sobre una medicina cualquiera. Aquel día, cansado de estar viendo aquel legajo inútil a su juicio, creyó oportuno arrojarlo al fuego, e iba a poner por obra aquella determinación, cuando la vista del paquete mismo le trajo a la memoria las palabras del herbolario al recomendar a Agustina lo recogiese en su gabinete. Dijo que constaba en aquel escrito la razón por qué la bebida que contenía la redoma no había producido sus naturales efectos en don Pedro de Portocarrero. Aquel recuerdo bastó para que Robledo desistiese del propósito de arrojar al fuego el paquete, y para que más bien lo desenvolviese y se pusiera a leerlo, como lo hizo, con la mayor atención.

A medida que iba don Diego avanzando en la lectura de la Memoria del doctor Peraza, redoblaba el interés con que devoraba aquellas páginas. Estaba consignada en ellas la historia de la muchacha, que habiendo tomado la bebida, se sintió súbitamente poseída de un entrañable amor por el hombre a quien antes detestaba; la manera de confeccionar el filtro y de administrarlo, y por último, lo sucedido con Portocarrero; asegurando el médico que la circunstancia del relicario y la cortedad de la dosis habían sido las únicas causas de que no produjese en aquel caballero el efecto deseado.

Una idea atravesó la imaginación de don Diego. «La fortuna, dijo para sí, me ha hecho dueño de este maravilloso secreto. ¿Por qué no habré de aprovecharlo? Esa bebida hará que Agustina me ame; en ese milagroso filtro está mi vida, mi felicidad; bendita sea la casualidad que me lo ha proporcionado». Desde aquel instante, Robledo no tuvo otro pensamiento que el de hacer tomar el bebedizo a la viuda del Capitán Francisco Cava. Para llevar a cabo su proyecto, Robledo manifestó a Agustina el deseo de cenar una vez en su compañía, a lo que accedió la viuda con buena voluntad.

Llegó la noche señalada por la viuda para la cena solicitada por el Secretario. Esa noche fue la del 28 de agosto, cumpleaños de la dama. Don Diego se mostraba más apasionado que nunca; Agustina, complaciente como pocas veces, encendía la hoguera que abrazaba el corazón de aquel. Margarita se esmeró en aquella ocasión, y tanto los manjares como los vinos dejaban poco que desear. A las nueve se habían puesto a la mesa la dama y el caballero. Eran las once y no pensaban aún en levantarse. Las libaciones menudeaban y el licor hacía su efecto natural en los cerebros y en los corazones. La conversación era festiva y animada, y poco a poco fue rodando hasta parar en la aventura del anciano Rodríguez.

—¿Sabéis, Agustina, dijo Robledo, llenando el vaso de su amiga, que aquella noche apenas vi el papel que el viejo marrullero os obligó a firmar? ¿Qué era lo que decía?

—Lo que decía ese papel, don Diego, contestó la viuda, después de haber apurado el vaso, era que yo había calumniado a Portocarrero, con no sé qué historia de un relicario perdido, y que suponen robó el difunto médico Peraza.

—En efecto, replicó Robledo, recuerdo que había algo de eso en el escrito. Me alegraría de leerlo ahora que podemos hacerlo con tranquilidad, pirtiéndonos un poco a costa de ese pobre diablo, a quien no valieron sus mañas con nosotros. Id, Agustina, si no os es molesto, y traed ese papel.

La viuda no quería desprenderse del documento que Rodríguez le había hecho firmar. Así, oyó de mala gana la proposición de Robledo de ir a buscar el papel. Levantose, pasó a su dormitorio e hizo como que registraba un pequeño escritorio que tenía cerca de su cama. Don Diego, al pedir a Agustina que fuese a traer el escrito, no tenía otro objeto, como se habrá comprendido fácilmente, que el de alejarla por un momento del corredor. Cuando el Secretario se encontró solo, llenó de vino hasta la mitad el vaso de Agustina, sacó la redoma que contenía el bebedizo, y recordando que Peraza aseguraba que no había surtido efecto en Portocarrero por la cortedad de la dosis, vertió en el mismo vaso una cantidad del veneno licor cuatro o cinco veces mayor que la que se había suministrado a don Pedro. Hecho esto, con lo que el crédulo Secretario esperaba obtener sin la menor duda, el amor de Agustina, aguardó muy tranquilo que esta volviese con el escrito o sin él, pues, no tenía empeño en verlo.

Poco tardó la viuda en presentarse en el comedor, y volviendo a tomar su puesto en la mesa, frente a su cortejo, dijo a este:

—Inútilmente he buscado por todas partes el escrito; no he podido dar con él. ¿Si habrá ido a parar a vuestros bolsillos, señor don Diego, como sucedió la vez pasada? No lo extrañaría yo, pues he venido a persuadirme de que sois un poco brujo y que para vos no hay imposibles.

—Agustina, contestó el Secretario, procurando hacer lo más amable que le era posible su torvo aspecto. Bien sabéis que hay algo que es, o ha sido hasta ahora, por lo menos, imposible para mí; y es el que me améis.

—¿Y quién os ha dicho que no os amo, don Diego?

—Vuestros hechos, que no están acordes con las palabras lisonjeras que han pronunciado muchas veces vuestros labios. Sois ingrata conmigo, Agustina, que os amo con toda la vehemencia de que es capaz un corazón como el mío.

—Os he dicho, replicó la viuda, que deseaba experimentar la sinceridad de vuestro afecto Y que algún día podría convenceros de que no soy insensible a él.

—Pero ese día ha ido alejándose más y más, a medida que ha ido creciendo la pasión que habéis sabido inspirarme. Son las doce, Agustina, y debo volver a mi casa. Apuremos, pues, este último vaso, por que vea yo pronto realizadas mis más halagüeñas esperanzas.

Al decir esto, Robledo levantó en alto el vaso. Agustina tomó el suyo, y dirigiendo al enamorado don Diego una sonrisa y una mirada llenas de coquetería, apuró el licor emponzoñado. Al separar el vaso de sus labios, la pobre mujer hizo un gesto de disgusto, y dijo:

—¡Qué sabor tan extraño ha tomado este vino, don Diego!

—No siento nada, contestó Robledo. Es el mismo que hemos estado bebiendo. Quizá estáis fatigada y os ha caído mal. Voy a retirarme, para que descanséis.

Dicho esto, el Secretario se despidió, tomando entre sus manos la de Agustina, que estaba fría como un mármol. La viuda permaneció cual si estuviese clavada en su silla, sin fuerzas para levantarse a despedir a don Diego.

No se alarmó este con aquellas circunstancias, que atribuyó a un efecto sencillo y natural del milagroso licor que debía obrar tan completa revolución en su querida. Retirose, pues, lleno de esperanzas y con la convicción de que desde el día siguiente comenzaría a advertir los prodigiosos resultados del bebedizo.

La imaginación de Robledo vagó aquella noche, durante el sueño, de ilusión en ilusión, presentándosele la imagen encantadora de Agustina, con la mirada y la sonrisa que le dirigiera al apurar el vaso que contenía el milagroso filtro.

A las cinco de la mañana, recios aldabonazos en la puerta de la casa del Secretario despertaron a la servidumbre. Llamaban a don Diego con la mayor urgencia de parte de Agustina Córdova. Vistiose Robledo a toda prisa y se dirigió a casa de la viuda, muy ajeno de imaginar el motivo de tan urgente llamamiento, a una hora tan inoportuna. Halló abierta la puerta de la calle, y sin haber encontrado persona alguna, llegó hasta la sala. Hemos dicho ya que esta pieza comunicaba con el dormitorio de la viuda. Don Diego vio, con la mayor sorpresa, a un religioso de la orden de San Francisco, que con la cabeza inclinada sobre el pecho, y como abrumado por graves pensamientos, salía a la alcoba.

—Entrad, señor, dijo el religioso a Robledo; ella os aguarda.

Un vago presentimiento de lo que pasaba oprimió el corazón del Secretario. Diríase que la muerte, al acercarse al lecho de Agustina, había agitado, al pasar, su ala sombría sobre la frente de don Diego.

En efecto; desde el instante en que este había salido de casa de la viuda, el tósigo comenzó a producir sus naturales resultados. Con mucha dificultad pudo arrastrarse la infeliz hasta su cama, donde se arrojó, vestida como estaba. Un fuego devorador quemaba sus entrañas. Sobrevino después un adormecimiento profundo, con sudor frío y movimientos convulsivos. El principio vital se iba extinguiendo poco a poco. Llamose a un facultativo, que no pudo desconocer en la enfermedad los síntomas de un envenenamiento. Sin embargo, dijo que nada podía hacer la ciencia, pues ignorándose la naturaleza del veneno, era difícil aplicar algún antídoto eficaz. El médico se limitó, pues, a decir que llamasen sin pérdida de tiempo a un sacerdote y se retiró, anunciando que no quedaban a Agustina más que unas pocas horas de vida. No tardó en presentarse un religioso del vecino convento de San Francisco, que oyó la confesión de la viuda y le administró la extremaunción. Agustina, después de haberse confesado, hizo un esfuerzo extraordinario y se levantó de la cama, dirigiéndose a la papelera que estaba en la alcoba. Abrió un secreto y sacó un papel doblado, que entregó al religioso, suplicándole encarecidamente lo pusiese, luego que ella expirara, en manos de la persona que ya le había nombrado. Ofreciolo el religioso, y después la viuda dijo que llamasen inmediatamente a don Diego de Robledo.

En el momento en que éste apareció en la sala, salía el buen eclesiástico, según hemos dicho antes. Al verlo, un frío mortal circuló por las venas del Secretario. Invitado a entrar a la alcoba, hízolo inmediatamente; aproximose a la cama, y retrocedió algunos pasos. Agustina, vestida aún con el traje elegante y poco modesto que ostentaba algunas horas antes, cuando llena de vida y gracia desplegaba ante su cortejo todos los recursos de la más refinada coquetería, yacía tendida en el lecho, lívida y convulsa, con la muerte pintada en el semblante. Don Diego quedó petrificado a la vista de semejante espectáculo.

—Acercaos, dijo Agustina, con voz apenas perceptible.

Acercose Robledo temblando, y tuvo que inclinarse sobre el lecho, para oír las palabras que la moribunda tenía que decirle; tan débil y próxima a extinguirse estaba ya su voz.

—Me habéis envenenado, dijo Agustina; que Dios os perdone, como yo os perdono... Os pido una gracia... concedédmela, en desagravio del mal que me habéis hecho... Haced poner en libertad... al anciano, Pedro Rodrí...

La infeliz señora no pudo terminar. Un espantoso delirio se apoderó de su imaginación. Abrió desmesuradamente los ojos, revolviendo la negra y dilatada pupila en la córnea, de un color blanco, mate y apagado. La voz recobró algún vigor y comenzó a pronunciar palabras vagas y entrecortadas: «El veneno —Robledo— como el Capitán, como mi esposo, envenenada como él... ¡Oh! la muerte, la muerte... abre los brazos para recibirme... ¡Ah!» dijo, dando un grito, agudo y desgarrador, ¡y expiró!

Robledo no pudo resistir espectáculo tan espantoso y cayó desmayado. Cuando volvió en sí se incorporó, dirigió involuntariamente una mirada al lecho. Encontró los ojos, aún abiertos, del cadáver, que parecían clavados en él, y salió precipitadamente de la habitación, procurando ahogar los sordos gemidos que se escapaban de su pecho. Don Diego se encerró en su casa, presa de una violenta calentura.

Como una hora después de la muerte de Agustina Córdova, a eso de las siete, un religioso de la Orden San Francisco se presentaba a la puerta del Palacio del Gobernador y solicitaba un momento de audiencia de la hija del Adelantado, para quien llevaba, dijo, un mensaje importante. Era aquel sacerdote uno de esos hombres casi pinizados por la penitencia y por la vida contemplativa. La grave austeridad de su rostro estaba templada por el suave reflejo de ese fuego santo que se llama la caridad, que cuando, escondido en el fondo del corazón, irradia sobre la frente de un mortal, hace de este más que un ángel, lo hace la imagen viva del Salvador del mundo. El apostólico varón fue introducido en el gabinete de doña Leonor, que se presentó un momento después, suplicando al padre perdonase haberlo hecho aguardar.

—Padre mío, añadió la joven señora; dícenme que me traéis un mensaje, ¿puedo saber de quién y cuál es?

—Hija mía, contestó el religioso con esa amable y respetuosa familiaridad que sientan tan bien en boca de un anciano y de un ministro de Dios; vengo, efectivamente, por un mensaje para vos, de parte de una persona que, en el momento en que os hablo ha comparecido ya ante el Supremo Juez.

Doña Leonor hizo un movimiento que denotaba la sorpresa y el espanto que le causaban aquellas palabras, y dijo:

—Ignoro de quién habláis, y vuestras expresiones me hacen temblar por la existencia de alguna de las personas que me son queridas.

—No hija mía, tranquilizaos, respondió el anciano; no es alguno de vuestros deudos o amigos el que me envía. Es una desgraciada mujer que os ha engañado, y que en su lecho de muerte, me ha encomendado os pida la perdonéis, como la he perdonado yo, en nombre de Aquel que ha de perdonarnos a todos en su infinita misericordia. Agustina Córdova, la viuda del Capitán Francisco Cava, a muerto hace una hora.

Doña Leonor hizo una exclamación de asombro, y el religioso continuó:

—Arrepentida del mal que os hizo, y purificada por la penitencia, Agustina me ha encomendado, además, hija mía, ponga en vuestras manos este papel.

Diciendo esto, el anciano sacó del seno el escrito que poco antes de morir le había entregado Agustina y lo presentó a doña Leonor, que lo tomó y lo recorrió rápidamente. Era el papel que había redactado Pedro Rodríguez, que firmó la viuda y que volvió a poder de esta de la manera que saben nuestros lectores.

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