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Authors: José Milla y Vidaurre

La hija del Adelantado (10 page)

BOOK: La hija del Adelantado
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—No me habléis de vuestros bebistrajos, que los detesto; no sirven para nada.

Herido en su amor propio el interlocutor de la viuda, se medio levantó del sillón, y dijo con impaciencia:

—¡Mis bebistrajos no sirven para nada! ¡Y sois vos la que así habla! Vamos Agustina, que sois ingrata o desmemoriada. Ninguno mejor que la viuda del Capitán Cava puede dar fe de la virtud de las medicinas del médico herbolario Juan de Peraza.

Al escuchar aquellas palabras, cuyo oculto sentido no era sin duda un enigma para Agustina, esta perdió el color y cubriéndose el rostro con ambas manos, dijo en voz ahogada:

—¡Oh! para eso no niego la eficacia de vuestras yerbas, don Juan. Pero por Dios no hablemos ahora de esto; y perdonad si en la situación en que me hallo, he herido vuestro amor propio. Sé que sois un sabio, por tal os tiene la ciudad y a mí menos que a cualquiera me correspondía poner en duda vuestra consumada habilidad.

Aquellas palabras apaciguaron al irritable médico, botánico, o lo que fuese, y cambiando de estilo, dijo a Agustina:

—Pero ¿estáis cierta de lo que me decís?

—Tan cierta, contestó la viuda, como que me lo ha referido el Secretario del Gobernador, Diego Robledo, que acaba de salir de aquí, habiéndome pedido una entrevista por medio del mayordomo, a quien, como sabéis, conozco tiempo hace.

Peraza volvió a alargar las piernas y apoyó de nuevo la cabeza en el respaldo del sillón, sin decir palabra, como reflexionando. La viuda, entonces, se puso a contarle, punto por punto, la anécdota del torneo y la conversación entre doña Leonor y el Adelantado, tal cual se la había referido el Secretario. Como la historia fuese un poco larga y el viajero estaba fatigado, habiendo caminado todo el día y parte de la noche, insensiblemente se fue quedando dormido, lo que no advirtió Agustina, sino cuando percibió la respiración agitada del herbolario.

—¿Me oís, don Juan?, preguntó con mal humor, y como no recibiese respuesta alguna, se levantó con impaciencia, y echando una mirada de desprecio al dormido, tomó la vela y se retiró a su alcoba, que cerró por dentro, dejando al don Juan solo y en la obscuridad.

Aprovecharemos la ocasión para dar a nuestros lectores alguna noticia del extraño personaje que dormía a pierna suelta en la sala de la viuda del Capitán Francisco Cava.

Juan Peraza, o de Peraza, como se hacía llamar después, era hijo de un pobre pechero de la ciudad de Baeza. Habiendo descubierto, en su juventud temprana cierta aptitud para las letras, fue colocado como aprendiz o practicante en casa de un médico, que lo inició a medias en el secreto de la poca ciencia que poseía. Peraza tuvo la fortuna de que dos o tres enfermos se restableciesen cuando él los estaba asistiendo, lo que le dio gran reputación y no poco dinero. Contentísimo de haber abrazado «una arte tan dichosa como la medicina, cuyas faltas cubre la tierra» según se expresa el cronista Remesal, adelantaba diariamente en honra y en provecho, cuando ocurrió un suceso que cortó la carrera y las esperanzas del famoso médico. Sucedió que un día vio Peraza en la iglesia a una joven de muy gallarda presencia, y tan bella como recatada. Enamorose de ella perdidamente el buen Galeno, y averiguada la condición de los padres de la dama, supo, no sin desconsuelo, que eran de linaje, y tan altivos como nobles. Aguijoneado por la pasión, el hijo del pechero rondó la calle de la dama, le dio músicas, siguiola por todas partes y habiéndose decidido al fin a pedir por esposa a la bella doña Juana, (que así se llamaba la joven) recibió, como debía esperarse, la más insultante repulsa. Publicose el lance en la ciudad, y el pobre Peraza, corrido y amilanado, dispuso expatriarse llevando en el fondo de su lacerado corazón una mezcla extraña de amor y de odio hacia la que era causa inocente de su desventura. Pasó a Cádiz, en ocasión en que un navío se aprestaba a darse a la vela con dirección a las Indias. Tomó pasaje, con otros muchos que deseaban, como él, aunque por persos motivos, abandonar la tierra natal y correr en busca de aventuras. Desembarcó en Cuba, o Fernandina, como entonces se decía; de allá pasó a las costas de Honduras y luego a Guatemala, en donde se estableció con el título de médico o cirujano, diciendo que era graduado por Salamanca, aunque nadie vio jamas sus diplomas.

Estudió con ardor y dedicose con particularidad a la observación de las propiedades de los vegetales. Recorrió las montañas, hizo conocimiento con los indios, y de ellos aprendió el uso de diferentes yerbas medicinales, que aplicaba con más o menos éxito. Pronto voló el nombre del «herbolario», como lo llamaban, en alas de la fama; y curando a unos pocos y matando a los más, llegó a hacerse de gran reputación y hombre de influencia en la ciudad.

Un día de tantos fue llamado para asistir al Capitán Francisco Cava, que estaba enfermo, aunque no de peligro, y que vivía ya con su esposa, con quien estaba medio reconciliado. Acudió el doctor y quiso la desgracia que los ojos de Agustina le hiciesen a él un daño más positivo que el que padecía el desventurado esposo de aquella mujer. Dirigió tan hábilmente la curación del paciente, que a los ocho días estaba enterrado, y la señora, dueña de su persona y de su voluntad. Continuaron por algún tiempo las relaciones del herbolario y de la viuda, hasta que, cansados ella y él, se separaron, aunque continuaron en buena amistad; viéndose frecuentemente; pero con cierto misterio, porque un rumor de esos que no se sabe de donde salen, había propalado entre el vulgo algunas especies algo extrañas, respecto a la muerte del Capitán. Verdad es que la generalidad no le dio crédito, y el doctor continuó imperturbable en su oficio.

Poseído de una codicia insaciable, su principal afán era adquirir dinero, no perdonando medio al efecto, por reprobado que fuese. Un día necesitó el auxilio de su arte el Veedor Gonzalo Ronquillo y tuvo la buena dicha de acertar con la curación, lo cual hizo se estrechase la amistad entre aquellos dos sujetos, llamados a entenderse. Ronquillo descubrió sus proyectos al herbolario y lo inició en los planes que se tramaban contra el Adelantado. Peraza meditó detenidamente, estuvo durante algunos días calculando si convendría más a sus intereses el papel de delator, que el de cómplice en la trama; y por último, se decidió a tomar parte con los conspiradores. Su profesión le proporcionaba grandes facilidades para ayudar a estos, y su talento y travesura fueron haciendo que adquiriese una influencia, tanto más eficaz, cuanto era más disimulada y poco advertida, aun por los mismos sobre quienes se ejercía. Llegó a hacerse, pues, el alma de las intrigas que se tramaban contra el Gobernador. Más adelante tendremos ocasión de ver hasta dónde llegaba la audacia de los planes de aquel aventurero.

Agustina estaba iniciada en una parte de ellos. Peraza conocía el espíritu mañoso y artero de aquella mujer, y no vaciló en darle conocimiento de algunos de sus proyectos, si bien cuidó de no revelarle la extensión de sus miras. Ligados íntimamente por un crimen, estaban interesados en conservar buena amistad, esperando el uno y la otra sacar partido de aquella relación, en una circunstancia dada.

Tal era el ínpetu que, rendido por una larga excursión, que él decía haber tenido por único objeto herborizar en las montañas, dormía en la sala de Agustina Córdova. Entretanto, la viuda, presa de la más violenta agitación, ocasionada por la revelación que acababa de hacerle el Secretario del Gobernador, pasó la noche delirando, revolviendo en su imaginación exaltada los proyectos más estrafalarios.

Acababa de amanecer cuando despertó Peraza, incorporose, y buscando su precioso saco de cuero, que contenía plantas y flores, salió sin hacer ruido. En el patio estaba atado su caballo, montó y se dirigió a su casa. Para llegar a ésta, partiendo de la de Agustina, era preciso pasar a la espalda del palacio del Gobernador, delante de las ventanas que daban al volcán. Los rayos del sol bañaban ya la elevada cresta de las montañas. El horizonte se iluminaba poco a poco y la pálida luz de las estrellas desaparecía, como se secan las lágrimas en las mejillas de una mujer hermosa, cuando la alegría sucede repentinamente a la aflicción. El valle permanecía aún en la oscuridad; y los árboles, el río y la pradera, dibujaban sus dudosos contornos, e iban tomando forma y colorido, como en el breve instante en que la naturaleza salió de las sombras del caos, a la voz poderosa del Criador.

Indiferente ante el espectáculo grandioso del universo que despierta, el médico seguía su camino, paso a paso, preocupado con las ideas, de orden muy perso, que agitaban su imaginación. Levantó la cabeza, distraído, y volvió los ojos casualmente al palacio del Adelantado. En aquel momento abriose una ventana del segundo piso. Una mano blanca y delicada corrió la cortina y apareció una joven, vestida con un ligero traje de mañana, y sobre cuyos hombros caía, destrenzado, un largo y sedoso cabello castaño. Peraza detuvo involuntariamente su caballo, y después de haber observado a la joven, durante dos minutos, lanzó un grito e inclinó la cabeza sobre el pecho. Cuando alzó otra vez los ojos, después de un breve instante y buscó ansioso a la encantadora maga, la joven había desaparecido, la ventana estaba cerrada y el médico ni aun pudo determinar en cual de las varias que tenía en aquella parte el edificio, había aparecido la fantástica figura que despertaba en su alma los más punzantes y dolorosos recuerdos. Dudaba si era sueño o realidad lo que acababa de ver, y no creía el testimonio de sus propios sentidos. Sin embargo, aquella figura estaba trazada en caracteres de fuego en el corazón del desdichado, y la indefinible sensación que experimentó, al ver a aquella mujer, no le dejaba lugar a la más ligera duda. Buscando con ojos extraviados la misteriosa ventana, Peraza permaneció un rato, repitiendo en voz ahogada y doliente: «Ella es, ella es; doña Juana; el destino implacable vuelve a arrojarla en mi camino»; y dos lágrimas, ardientes como lava volcánica, rodaron por sus mejillas.

El médico, siguió su marcha, profundamente abatido; se encerró en su casa y permaneció dos o tres horas entregado a sus cavilaciones. No acertaba a comprender cómo se hallaba en Guatemala y en el Palacio del Gobernador, aquella misma doña Juana a quien él había conocido en Baeza, seis años antes y de quien no volvió a oír hablar jamás después de su salida de España.

Él ignoraba, por supuesto, que la joven había obtenido una colocación en la corte, como dama de la Reina; y que muertos sus padres, y habiendo conocido íntimamente a doña Beatriz y doña Leonor, resolvió, por instancias de estas, venir a Guatemala.

Si algún resto de duda podía quedar aún en el ánimo de Peraza, no tardó en disiparse don Gonzalo Ronquillo, ansiosísimo de conferenciar con su amigo y confidente, había acudido varias veces a casa del médico a ver si estaba ya de vuelta. Aquella mañana ocurrió temprano, y habiéndosele dicho que don Juan estaba en su gabinete, se dirigió apresuradamente a aquella pieza y entró sin anunciarse. El gabinete del médico—cirujano—herbolario era pequeño y se veía completamente ocupado con redomas y vasijas de diferentes tamaños, que servían para la preparación de las medicinas, pues él mismo componía las pócimas que administraba a sus enfermos. Veíanse también en las mesas y pendientes de las paredes plantas y flores, calaveras y otros huesos de hombres y de bestias, pieles de fieras y esqueletos de aves. Un estante con libros completaba el ajuar de aquel santuario de la ciencia, en el que no penetraban los profanos, estando abierta la entrada únicamente a los amigos íntimos como el Veedor.

—Al fin estáis de vuelta, dijo don Gonzalo, estrechando la mano a su amigo, sin advertir el abatimiento de éste, preocupado él mismo con sus ideas. Sucesos muy importantes han ocurrido durante vuestra ausencia.

—Sí, contestó Peraza, sé que el Adelantado esta de vuelta y que ha tomado nuevamente la vara de la gobernación.

—Nuestros esfuerzos han sido inútiles, dijo Ronquillo con mal humor; ese hombre tiene algún demonio familiar que lo ayuda y hace que todo le salga bien.

Enseguida el Veedor refirió a su amigo los principales acontecimientos de aquellos días, sin exceptuar el lance del torneo, el descubrimiento de los amores de doña Leonor y Portocarrero, callando únicamente, por prudencia, lo que había de ridículo y deshonroso para él en aquellos sucesos.

—¿Decís, preguntó Peraza, que han venido varias señoras de Castilla en compañía de doña Beatriz?

—Sí, contestó don Gonzalo; unas veinte, que forman la corte de esa mujer, que se cree ya una Reina.

—¿Y podríais decirme los nombres de algunas de esas damas? dijo el médico, dominado exclusivamente por una sola idea.

—¿Y qué interés podéis tener en eso?, preguntó Ronquillo, extrañando la pregunta de don Juan. Sé, añadió que la principal de ellas, así por su clase, como por la confianza que lo dispensan en Palacio, es una doña Juana de Artiaga, que se dice natural de Baeza; las otras...

—Basta ya, interrumpió el médico; es inútil me digáis los nombres de las demás; y guardó silencio, mostrando la más viva agitación.

Ronquillo, que ignoraba la historia de Peraza, no acertó a comprender por qué aquel nombre producía semejante sensación en el ánimo de su amigo. El médico, después de un momento de silencio, dijo:

—Don Gonzalo, no extrañéis la importancia que doy al nombre de esa dama. Es un secreto de mi juventud, que acaso podré revelaros algún día.

El orgulloso pechero no quería mostrar su herida a aquel hidalgo; conociendo que, por más que estuviesen unidos en intereses, las preocupaciones de que participaba Ronquillo, como cualquier otro caballero de su clase, harían que calificase desfavorablemente el atrevimiento con que se había lanzado a solicitar la mano de una dama de encumbrado linaje. Encerrose, pues, en la más absoluta reserva, y sabiendo ya respecto a la joven que había visto pocas horas antes cuanto le importaba saber, procuró dominar su emoción, e hizo a Ronquillo una relación detallada de la excursión que acababa de practicar y cuyo objeto aparente había sido recoger plantas medicinales en las montañas.

Capítulo IX
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