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Authors: José Milla y Vidaurre

La hija del Adelantado (11 page)

BOOK: La hija del Adelantado
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ODO
camina perfectamente, dijo el médico; he recorrido los pueblos; me he avocado con los principales caciques y arden en deseos de venganza. Puede contarse con unos cincuenta mil, no lo dudéis, don Gonzalo, la sublevación será mucho más formidable que la del año 26.

—Muy bien, don Juan, contestó Ronquillo; ya que tan desgraciados hemos sido en la ciudad, preciso es fiar únicamente en lo que pueda venir de fuera. Es necesario incendiar el país, promover una sublevación general y acabar una vez por todas con nuestros enemigos. Castellanos, Ovalle, Zorrilla y los demás están prontos y todos tienen la mayor confianza en el éxito de los proyectos que hemos combinado.

—Quizá no está distante la hora en que han de verse realizados. Entretanto, decidme don Gonzalo, ¿cómo sigue el enfermo Nada podemos hacer mientras no se restablezca.

—Según se me ha dicho, contestó Ronquillo, el mal ha presentado en los últimos días síntomas algo alarmantes. Está muy abatido, tiene frecuentemente calentura y se lo han escuchado algunas expresiones inconexas.

—¿En castellano?, preguntó Peraza algo alarmado.

—No, don Juan, contestó el Veedor; tranquilizaos, en esos accesos de delirio, el Rey, por fortuna, usa únicamente de su propio idioma; y sabéis que podemos contar con la fidelidad y la reserva de su guardián.

—Bien, replicó el médico; pero es necesario procurar que desaparezca ese síntoma peligroso. Creo que he encontrado un seguro específico para la enfermedad de ese desgraciado, cuya causa principal es, a no dudarlo, la larga prisión que ha sufrido. Su compañero debe a su juventud únicamente el no estar en la misma situación. Hoy iré a verlos. Entretanto, vos anunciad mi regreso a los amigos, informadlos de lo que os he referido acerca de mi excursión y que todos estén prontos al primer aviso.

—Lo haré como decís, contestó don Gonzalo; y despidiéndose de Peraza, se marchó a buscar a los demás conspiradores.

El médico, luego que estuvo solo, volvió a entregarse a sus cavilaciones. Seguro ya de que era doña Juana de Artiaga la joven a quien había visto al amanecer en una ventana del Palacio del Gobernador, se abrió de nuevo la mortal herida que el tiempo y la ausencia no habían podido cicatrizar. Don Juan era hombre de pasiones violentas, y el amor desgraciado que concibió por aquella dama, había sido el primero y el último a que dio entrada su corazón, pues no merecía un nombre semejante el pasajero capricho que concibió por Agustina Córdova. Peraza se encontraba a la sazón en situación bien diferente de aquella en que estaba en Baeza, cuando solicitó la mano de doña Juana. Su reputación de sabio médico era grande y poseía además una fortuna algo considerable. Sin embargo, era bastante sagaz para comprender que aquellas ventajas no alcanzaban a allanar el verdadero y poderoso obstáculo que se levantaba como una montaña entre él y el objeto de su amor: la diferencia del linaje. Fijándose en esta consideración, don Juan sentía rebozar en su alma el más acerbo despecho; y su odio contra las clases elevadas que gobernaban la naciente colonia cobraba nuevo impulso. Así, el amor fue a alentar los rencores de que el médico se sentía poseído; y la presencia de doña Juana, lejos de cambiar la corriente de las ideas que lo dominaban, lo hizo desear aún más vivamente la ejecución de los osados proyectos que su espíritu audaz había madurado.

Repasaba con orgullo y complacencia en su imaginación las probabilidades con que creía contar; y tomando sus ilusiones por realidades, como sucede frequentemente a los hombres que se encuentran en la posición en que se hallaba Peraza, contaba con la corteza de ejecutar sus planes, que llevarían su nombre en alas de la fama, del otro lado de los mares. Dos golpes dados en la puerta del gabinete, interrumpieron aquellas graves meditaciones.

—¿Quién es?, dijo don Juan, con mal humor.

—Soy yo; abrid, contestó una voz de mujer, bien conocida del médico, que se levantó, y abriendo la puerta, hizo entrar a Agustina Córdova, que iba rebozada en un manto negro.

—Anoche, dijo la dama, tuvisteis la poca cortesanía de dormiros mientras os refería yo los acontecimientos que se han verificado en la ciudad durante vuestra ausencia.

—Perdonadme, Agustina, respondió don Juan. Me sentía fatigado; y a pesar del interés que me inspiraba la relación que me hacíais, la naturaleza pudo más que mi deseo de escucharos. Creo recordar que me dijisteis haberse descubierto que la hija del Adelantado amaba a Portocarrero.

—Así es, don Juan, dijo Agustina. Robledo me ha hecho la relación de lo que pasó en el torneo con que la ciudad festejó al Gobernador y de una conversación que él mismo escuchó, en la cual doña Leonor defendió con decisión y audacia los intereses de Portocarrero.

—Estoy instruido de todo, replicó Peraza. Don Gonzalo acaba de salir de aquí y me ha asegurado que vuestro antiguo amante está profundamente apasionado de doña Leonor, que corresponde a ese afecto con toda su alma. Creo, pues, Agustina, que debéis procurar olvidar a ese hombre, por vuestra propia tranquilidad.

—¡Olvidar! exclamó la viuda, ¡olvidar decís! Aconsejad, don Juan, al impetuoso torrente que se despeña entre las rocas, que detenga su precipitado curso; aconsejad al fuego, que incendia en el otoño las áridas campiñas, que detenga su abrasadora corriente; eso es más fácil que no el que deje yo de amar a ese hombre. Vos, don Juan, podéis hablar de olvido, porque jamás habéis amado verdaderamente.

El pobre médico sintió que aquellas palabras atravesaban su corazón como un agudo dardo. Sin acordarse de que a él mismo le era imposible olvidar, había dado aquel consejo a su amiga, con esa ligereza indiferente a que somos los hombres tan propensos, en nuestro egoísmo. Así, comprendiendo la situación del alma lacerada de aquella mujer, por la observación de su propio espíritu, guardó silencio como avergonzado, y después de un momento, dijo:

—Tenéis razón, Agustina. Es imposible olvidar cuando se ha amado una vez con todas las fuerzas del alma. ¿Pero qué hacer? ¿Habéis encontrado vos algún medio para que nos ame quien nos rehúsa ingratamente su afecto? Si lo sabéis decídmelo, por Dios.

—Sí, don Juan, contestó Agustina, sin comprender el alcance de la respuesta del infeliz doctor. Creo que hay un medio único y eficaz y que ese lo poseéis vos.

—¡Yo! exclamó Peraza asombrado. ¡Yo sé el secreto para hacerse uno amar! ¿Habéis perdido el juicio, Agustina; o se ha exacerbado la fiebre que os agitaba anoche?

—No, don Juan, replicó la viuda, en tono firme y tranquilo. Estoy en pleno uso de mi razón y os digo que vos podéis hacer que Portocarrero vuelva a amarme.

—Explicaos contestó impaciente el médico.

—¿No sabéis, dijo Agustina en voz baja, que entre las virtudes que la naturaleza ha querido conceder a ciertos vegetales, es la más rara y preciosa la de inspirar el amor o el odio?

El buen doctor quedó pasmado al escuchar aquella pregunta. Sin la suficiente ilustración para sobreponerse a una creencia general en el siglo en que vivía, y más preocupado que otro cualquiera respecto a la eficacia de sus plantas, la observación de la viuda fue para él un rayo de luz que descubrió a su imaginación un mundo desconocido de ilusiones realizadas y de esperanzas satisfechas. Ocupado exclusivamente de su amor a doña Juana, acogió con delirio la idea de Agustina, y mostrando una alegría extraordinaria, exclamó:

—¡Válame Dios y como no había yo pensado en eso, amiga mía! Gracias, mil gracias por vuestra feliz inspiración. ¡Oh! ¡las plantas!¡las plantas! Ellas son todo, lo pueden todo, y nada hay que resista a su benéfica influencia. Sí, añadió entusiasmándose cada vez más; en el zumo bienhechor de esos benditos vegetales, encontraremos lo que deseamos; la vida, la felicidad y la recompensa de tantos años de humillación y de inauditos sufrimientos.

—Sí, don Juan, dijo Agustina, ignorando siempre que las palabras del médico encerraban un doble significado: todo eso deberé a vuestra admirable ciencia; estudiad, interrogad a la naturaleza y no descanséis hasta encontrar esa preciosa yerba.

—Júroos que así lo haré, contestó Peraza, o he de ser muy desgraciado, o antes de ocho días la habré adquirido ese tesoro.

Agustina se despidió del doctor, que volvió a quedarse entregado a sus reflexiones, aunque reanimado con la idea de proporcionarse la yerba poderosa por medio de la cual se haría amar de doña Juana. Propúsose, desde luego, hacer el experimento en Portocarrero, y cuando estuviese ya seguro del éxito, emplear el maravilloso secreto en la consecución del objeto de sus más ardientes aspiraciones.

Bajó uno tras otro los libros que formaban su pequeña biblioteca; leyó y releyó; examinó su colección de plantas y flores, y después de más de una hora de minucioso examen, arrojó despechado los volúmenes y los vegetales, diciendo entre dientes:

—Nada, absolutamente nada. Estos libros no responden a mi ansiedad y estos miserables yerbajos permanecen tan mudos como ellos. ¡Oh! Yo arrancaré a la naturaleza avara sus secretos; lucharé con ella y mi perseverancia triunfará. Sí, doña Juana, añadió en tono grave y amenazador; el hombre a quien desdeñasteis por humilde y oscuro, se levantará hasta vuestra altura por medio de la ciencia, y cuando ayudado por ella, hubiere yo doblegado vuestra altiva cerviz, comprenderéis que no debisteis despreciar al hijo del pechero. Paciencia y estudio; esta será en adelante mi pisa.

Dicho esto, volvió a colocar sus tomos en la estantería; acondicionó las plantas cuidadosamente en los puntos que antes ocupaban y salió del gabinete, que cerró con dos vueltas de llave. Pasó a su dormitorio y cambió de traje, dejando el de camino y vistiendo un sayo de seda amarillo, gregüescos de igual tela y color, medias color de carne, capa escarlata, sombrero con plumas de variados matices y espada con empuñadura adornada con piedras. En aquel arreo, más chillante que vistoso, salió a la calle el médico herbolario, y tuvo que detenerse a cada paso con diferentes personas que lo saludaban cariñosamente y le daban la bienvenida, preguntándole nuevas de su expedición. El popular doctor correspondía a aquellas demostraciones de afecto y refería algunas generalidades acerca de la supuesta excursión científica que había hecho en las montañas.

Desembarazado al fin de los importunos, Peraza se dirigió a las Casas consistoriales; subió del primero al segundo piso; llegó a una puerta, en donde estaba situado un arcabucero que montaba la guardia, y siguiendo por una estrecha y tortuosa escalera, llegó a una especie de torre que formaba el tercer piso y constaba de dos piezas, comunicadas por medio de una puerta. En la que daba a la escalera estaba otro centinela, que lo mismo que el primero, retiró su arcabuz para dar paso al médico, como quienes tenían ya costumbre de franquearle la entrada.

Dos hombres estaban en aquella pieza. El uno, anciano como de sesenta años, sentado en el suelo, apoyaba la cabeza sobre sus rodillas; el otro, joven como de treinta años contemplaba con aire melancólico, por una ventana con fuertes rejas de hierro, que daba luz a la habitación, la elevada cresta de los volcanes. Ambos volvieron la cabeza al oír que entraba alguno. El anciano parecía quebrantado por la adversidad; el joven, por el contrario, dejaba ver en su semblante los rasgos característicos de una indómita energía. Eran los reyes de los Kachiqueles y los quichees, Sinacam y Sequechul, que sufrían, por espacio de trece años ya, una prisión que, muy dura al principio, había ido aliviándose poco a poco, aunque sin abandonar las precauciones que corresponde observar respecto a prisioneros de importancia.

Como es bien sabido y consta por la historia, aquellos dos monarcas tomaron una parte activa en la sublevación casi general del año 1526, que llegó a poner en serio peligro la recién fundada capital de los españoles. Fue necesario un vigoroso esfuerzo para reducir a los rebeldes que peleaban en número considerable, y aunque sin disciplina ni conocimiento alguno del arte militar, con el valor de la desesperación.

Alvarado, que había salido de Guatemala en Febrero de aquel año, con dirección a Honduras, sabedor de que Hernán Cortés estaba en Trujillo, llegó a la Choluteca, en donde se encontró con los Capitanes Bernal Díaz del Castillo, Luis Marín y otros, quienes le informaron de que Cortés se había embarcado para regresar a México. Volvió el Gobernador, y se encontró las provincias que acababa de dejar pacíficas y sometidas a los españoles, en completa insurrección. Con un puñado de hombres, decididos y valerosos, atravesó el país desde S. Miguel, pasando por S. Salvador y siguiendo el camino de Jalpatagua hasta llegar a las inmediaciones de Guatemala, después de haber sostenido muy recios combates con los sublevados. Encontrose en los llanos de Canales un formidable ejército de indios rebeldes, de los cacicazgos de Petapa, Pinula, Guaymango, Jumay y otros, como también a los súbditos de los Reyes de los kachiqueles, y quichees que estaban fortificados en el valle de Panchoy, en el mismo sitio que hoy ocupa la Antigua Guatemala. Alvarado tenía urgencia de partir para México, debiendo después pasar a España, con el fin de sincerarse de graves cargos que se le habían hecho; y deseando dejar reducido el país a la obediencia de los españoles, convidó con la paz a Sinacam y a Sequechul. Rehusaron estos todo avenimiento, y Alvarado emprendió su marcha, dejando al frente de las tropas a don Pedro de Portocarrero, con el carácter de Teniente General.

Organizó éste con la mayor actividad su pequeño ejército, compuesto de españoles y de algunos indios de los pocos que habían permanecido fieles, y abrió la campaña por el mes de Agosto de aquel año. Sinacam y Sequechul, no considerándose sin duda muy seguros en los puntos que ocupaban, se retiraron con los kachiqueles y quichees hacia Quezaltenango y se fortificaron en el volcán. Entretanto los sublevados de Sacatepequez continuaron defendiendo aquella provincia con denuedo y decisión. Portocarrero arrolló en poco tiempo a los enemigos que acampaban en las inmediaciones de Guatemala. Vencidos los de Sacatepequez, el Teniente General resolvió combatir con las fuerzas de los dos monarcas y dispuso su ejército, compuesto de 215 españoles armados de escopetas y ballestas, 108 de caballería, 120 tlaxcaltecas, 250 mejicanos y 4 cañones. Esa pequeña fuerza se disminuyó, habiendo tenido que dejar 120 infantes en Chimaltenango, para sujetar a los sublevados de aquel pueblo, y el resto continuó su marcha. Quezaltenango, que permanecía fiel, engrosó el ejército con 2000 flecheros. Tuvieron algunas escaramuzas con pequeñas partidas que los hostilizaban en el tránsito, y ya cerca de Quezaltenango, fueron asaltados de improviso por diez mil indios, que los atacaron con el mayor denuedo. La pericia y la serenidad de Portocarrero salvaron a los tercios españoles en aquel lance. Tomó sus disposiciones con acierto, sujetando sus movimientos a lo que exigía la configuración del terreno; y después de tres horas de encarnizada lucha, arrolló los indios, que se replegaron al volcán, en donde, como hemos dicho, estaban fortificados con una multitud innumerable de guerreros, los Reyes Sinacam y Sequechul. Reforzado el ejército español con más gente de Quezaltenango y con los soldados que había sido preciso dejar atrás y que se incorporaron luego, Portocarrero embistió con denuedo los atrincheramientos y formando al derredor del volcán una figura triangular, fue subiendo la montaña, bajo una lluvia de flechas, piedras y otros proyectiles que arrojaban los indios. Al fin llegaron los españoles a la eminencia, quedando muertos muchos de los valerosos guerreros kachiqueles y quichees, escapando otros y rindiéndose los demás, entre estos últimos los dos monarcas. Alcanzose aquella señalada victoria el día 22 de Noviembre de 1526, y con ella quedó definitivamente establecida la dominación española en estas provincias. El Teniente General regresó a Guatemala con los prisioneros, encerrándose en la torre de las Casas consistoriales, bajo segura custodia, a Sinacam y a Sequechul.

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