La hija del Adelantado (14 page)

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Authors: José Milla y Vidaurre

BOOK: La hija del Adelantado
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Desesperado el médico, fuese a casa de Agustina Córdova y le refirió lo que pasaba. Esta, después de haber reflexionado un momento, dijo al doctor le entregase el relicario y que quizá por medio de aquella alhaja ella lograría lo que no había podido obtenerse antes. Peraza, sin hacer mucho caso de la idea de la viuda, no encontró el menor inconveniente en poner en sus manos aquel dije, para él enteramente inútil, y le dio el Agnus de que había despojado a Portocarrero.

Antes de decir lo que hizo Agustina Córdova de aquella reliquia, debemos volver un poco atrás en nuestra relación, a fin de que el lector pueda seguir mas fácilmente el curso de esta historia.

Hemos dicho ya cómo el Secretario del Gobernador Diego Robledo, había arreglado el viejo proceso entablado por el Capitán Francisco Cava contra su mujer, sustrayendo las declaraciones favorables a Portocarrero y agregando otras falsas, en que hacía aparecer a este en relaciones con aquella dama, durante su matrimonio. A pesar de la prohibición expresa de don Francisco de la Cueva, que rechazó con indignación la idea de aquel fraude, Robledo trató de llevar a cabo la ejecución de su propósito, atento únicamente a la consecución de su propósito, y sin escrúpulo alguno respecto a los medios. Pero ocurrió alguna cosa que el maligno Secretario no había previsto y que fue a hacer de aquel proceso una arma enteramente inútil en sus manos.

Robledo volvió una vez y otra a casa de Agustina, y sucedió que insensiblemente fue sintiéndose atraído por aquella peligrosa viuda, que desde la primera visita, había hecho cierta impresión en el espíritu inflamable del Secretario. Conversando con ella, pasábansele las horas y olvidaba frecuentemente los amores de Portocarrero y doña Leonor, tema favorito, al principio, de sus pláticas. Agustina conoció desde luego el efecto que causaron sus gracias en el corazón de don Diego, y desplegó todos los recursos de la más refinada coquetería, con el Secretario del Gobernador, ya por un instinto de su índole perversa, ya por cálculo, visto el provecho que podía sacar de un galán tan importante como Robledo. Cuando este entró en cuentas consigo mismo, después de haber hecho cuatro o cinco visitas a la viuda, encontrose, o creyó encontrarse seriamente enamorado. Por desgracia, el físico de don Diego corría parejas con su parte moral. Así, los obsequios de aquel hombre tan poco favorecido por la naturaleza, si bien recibidos con agrado, estaban muy lejos de causar la menor impresión en la viuda, que, alentando pérfidamente la pasión del Secretario, no olvidaba un momento a Portocarrero, ni pensaba en otra cosa, que en realizar sus planes de desbaratar los amores de don Pedro y de la hija del Adelantado. El odio de Robledo a aquel caballero, había aumentado con el estímulo poderoso de los celos, pues al través de la coquetería de la viuda, traslucía su decidida inclinación a don Pedro. Sin embargo de ese mortal aborrecimiento, no le era ya posible poner en práctica la idea de hacer un uso cualquiera del proceso, pues para ello habría sido indispensable comprometer a Agustina, cosa que esta no le habría perdonado jamás. Así, aquella pasión fue a echar por tierra sus planes y lo obligó a no pensar en aquel recurso, buscando otros arbitrios para favorecer los designios de don Francisco de la Cueva.

En esa situación, algo complicada ya, estaban las cosas cuando Agustina Córdova pidió al doctor Peraza el relicario de Portocarrero. Informada de la impresión que había causado al enfermo la pérdida de aquella alhaja, el instinto femenino hizo concebir la sospecha de que el Agnus podría ser un presente de doña Leonor, cuando don Pedro mostraba tal afección por él. Entonces formó un proyecto atrevido, y sin dar cuenta de él a su amigo Peraza, resolvió ponerlo inmediatamente en práctica. Hizo llamar al mayordomo del Gobernador, su antiguo conocido, y le manifestó el más vivo deseo de hablar con su sobrina, Melchora Suárez, la camarera de doña Leonor. El mayordomo condujo a su sobrina a casa de la viuda, y encerrándose ambas un largo rato, combinaron, o mejor dicho, recibió Melchora instrucciones detalladas de lo que debía hacer. Concertose que la camarera pediría con instancia a su señora una audiencia para una viuda joven y desgraciada, que reclamaba el amparo, de la hija del Gobernador e iba a ponerse bajo su protección.

Doña Leonor no conocía a Agustina, ni había oído hablar de ella jamás, lo cual facilitaba la realización del plan de esta. Melchora aprendió perfectamente el papel que debía representar, y sin pérdida de tiempo, comenzó a ejecutarlo. Dijo a su señora la pretensión de la viuda, que deseaba recurrir a su poderoso valimiento y quejarse de una injusticia de que era víctima, pidiéndole un momento de conversación para referirle su cuita. La generosa joven, aunque afligida con las noticias que recibía del estado de la salud de Portocarrero, no tuvo valor para negar lo que se le pedía en nombre de una infeliz y ofreció recibirla. Melchora hizo avisar inmediatamente a Agustina, diciéndole que la presentaría a doña Leonor el día señalado por ésta para la entrevista. Lo que pasó en ella, lo verá el lector en el capítulo siguiente.

Capítulo XII

ISTIOSE
Agustina Córdova con la modestia y sencillez que correspondía al papel que iba a representar, y cubriéndose el rostro con un velo negro, se dirigió, acompañada de Melchora Suárez, a las habitaciones de doña Leonor.

—Señora, dijo la camarera, aquí tenéis a la desgraciada viuda que solicita protección, según me ha dicho. Yo ignoro sus desventuras; sé tan solo que es mujer bien nacida y desdichada, y creo que esos títulos le aseguran desde luego el amparo de vuestra generosidad. Ella misma os dirá el favor que implora de vos. Diciendo esto, Melchora hizo una profunda reverencia y se retiró.

Agustina levantó el velo que cubría su rostro, y la hija del Adelantado quedó sorprendida de la hermosura y graciosa modestia de la viuda. Quiso ésta arrodillarse, pero doña Leonor no lo permitió y, abrazándola con bondad, le dijo:

—Hablad, señora, con entera confianza; abridme vuestro corazón, si algo puedo hacer para aliviar vuestras penas, contad conmigo. Como sé lo que son sufrimientos, encontraréis en mí toda la simpatía que inspira la desgracia de las almas compasivas.

—Noble y bondadosa señora, dijo Agustina; veo que la fama, pregonera de vuestras virtudes, no dice lo bastante de la generosidad de vuestros sentimientos. La acogida que hacéis a esta infeliz, la anima y alienta, y usando de la libertad que me concedéis, os suplico me permitáis referiros mi triste historia en todos sus detalles.

—Decid, contestó doña Leonor, que ya os escucho con el más vivo interés; y señalando un sillón a la viuda, ocupó otro que estaba enfrente.

—Mi nombre, dijo ésta, es Agustina Córdova; nombre que pienso no habrá llegado hasta ahora a vuestros oídos. Vine muy joven a las Indias, en compañía de un tío anciano que deseaba probar fortuna en estos reinos. Desgraciadamente, aquel hombre, que después de Dios, era mi único apoyo en este mundo, no pudo resistir lo recio del clima de las costas, donde nos establecimos, y murió a poco tiempo de nuestra llegada, dejándome sola y desamparada en tierra extraña.

Al decir aquellas palabras, la astuta viuda hizo como que enjugaba una lágrima, y luego prosiguió:

—Entonces yo era joven y las desventuras no habían marchitado mi rostro como hoy. Varios caballeros solicitaron mi mano; mi corazón prefirió al Capitán Francisco Cava, uno de los campeones que ayudaron a vuestro ilustre padre a ganar estos reinos.

—En efecto, dijo doña Leonor, he oído en otro tiempo hablar del Capitán Cava como de uno de los más fieles y valerosos tenientes de mi padre; mas cuando yo vine por primera vez a Guatemala, pienso que no estaba casado.

—No lo estaba ciertamente, contestó Agustina; estabais vos en México cuando vine a ser esposa del Capitán. El cielo no quiso que yo gozara por mucho tiempo la felicidad, a que sin duda no era acreedora; y a poco de estar casada, mi marido fue atacado de una calentura perniciosa, de la cual murió.

La viuda volvió a llorar; doña Leonor le dirigió algunas palabras de consuelo, y luego continuó:

—Viuda y joven, como había quedado, volví a encontrarme expuesta a las importunas solicitudes de algunos galanes; pero lleno siempre mi corazón con el recuerdo de mi difunto esposo, rehusé constantemente pasar a segundas nupcias. Contaba con que conservaría siempre mi tranquilidad y que viviría tan feliz como era posible en mi situación, con la mediana fortuna que me había dejado el Capitán; pero la suerte lo dispuso de otro modo. Un día acertó a verme en la iglesia un caballero de los principales entre los conquistadores, de familia ilustre, denodado cual ninguno, si se exceptúa a vuestro padre, y cuyo nombre se había hecho famoso en la guerra.

Doña Leonor comenzó desde aquel momento a escuchar con mayor atención la historia de la viuda, que parecía medir con sumo cuidado sus palabras.

—Ese caballero, prosiguió, que había sido Teniente General del Reino, en una de las ausencias del Gobernador, se me mostró vivamente apasionado y me juró amor eterno, pidiéndome con las mayores instancias, que consintiese en ser su esposa.

Un sudor frío corría por la frente pálida de doña Leonor. La viuda, que no parecía notar la impresión que causaban sus palabras a la hija del Adelantado, prosiguió su relación:

—No os ocultaré que mi corazón llegó al fin a interesarse por aquel caballero, digno en todos conceptos de mi amor; cedí a sus ruegos y le ofrecí ser su esposa. Ha pasado algún tiempo desde que contraje aquel compromiso y en todo él se ha mostrado tan ardiente y apasionado como al principio. Nuestras relaciones se hicieron públicas y mi nombre llegó a verse injustamente comprometido. Viendo esto, lo he instado a que apresuremos nuestro enlace, pero retarda el cumplimiento de sus juramentos, diciéndome que una señora muy principal, a quien no ha querido nombrarme, ha puesto los ojos en él; que por ciertas consideraciones, no puede desengañarla, y que aguarda que el tiempo y las solicitudes de otro pretendiente que tiene esa dama la harán desistir de su empeño.

Doña Leonor se estremeció de pies a cabeza, al escuchar lo que decía la viuda. Casi no le cabía ya la menor duda de la horrible verdad que un momento antes había comenzado a entrever. Sin fuerzas para decir una sola palabra, no interrumpió la relación de Agustina, que concluyó de esta manera:

—Hará apenas un mes que don Pedro de Portocarrero, pues éste es, señora, el nombre de mi prometido esposo, me ha jurado, por la centésima vez, que cumplirá su palabra como caballero, y para que ese juramento fuese más solemne, lo hizo sobre esta santa reliquia, que aquí veis, y que me entregó después, para que la conservase en prenda de su compromiso.

Al decir esto, Agustina sacó del seno el Agnus Dei que le había entregado el médico Peraza, y agregó:

—Mi solicitud, señora, es que inclinéis a vuestro ilustre padre, a que interponga su influencia, a fin de que se me cumpla lo ofrecido.

Doña Leonor, sin atender a las últimas palabras de la viuda, se levantó de su asiento y arrebató el Agnus Dei de manos de Agustina. Temblando como la hoja de árbol que agita el vendaval, examinó la reliquia, y cuando estuvo plenamente convencida de que era efectivamente la que ella había enviado a Portocarrero, lanzó un grito penetrante y cayó en el sillón sin conocimiento.

Agustina, obtenido ya su objeto, se precipitó fuera de la habitación y dijo a Melchora, que aguardaba en una pieza inmediata, acudiese en auxilio de su señora. La viuda volvió a cubrirse con su velo y salió del Palacio, en tanto que Melchora llamaba a las otras criadas de doña Leonor.

Cuando esta volvió en sí, lo primero que hizo fue dar orden de que avisaran a doña Juana, que acudió inmediatamente y se sorprendió mucho al ver la situación en que se hallaba su amiga. Doña Leonor dijo a sus criadas que se retirasen, y luego que estuvo sola con doña Juana, la hija del Adelantado dio rienda suelta a su dolor y su aflicción, refiriendo, entre sollozos y lágrimas, la conversación que acababa de tener con Agustina Córdova. Estupefacta doña Juana, apenas podía creer tanta perfidia, y sólo tocando con sus manos y viendo con sus ojos el relicario, se convencía de la traición de Portocarrero. En su inocente sencillez, las dos jóvenes ni sospecharon aún que todo aquello fuese una intriga pérfida. Una y otra creyeron sin reflexión la historia de la viuda, y resolvieron no decir a nadie una sola palabra de aquel incidente, proponiéndose la desgraciada y altiva doña Leonor devorar en silencio su pena y olvidar si le era posible, al ingrato Portocarrero. Su delicada organización no pudo resistir tan violentas emociones, y al caer la tarde, la infeliz doncella era presa de una aguda fiebre. El Adelantado, doña Beatriz y don Francisco de la Cueva, acudieron inmediatamente a la habitación de doña Leonor, y se dispuso llamar sin pérdida de tiempo al doctor Peraza que pasaba por ser el mejor médico de la ciudad. Acudió el herbolario, que ignoraba, como ya hemos dicho, el paso dado por Agustina. Después de haber examinado a la enferma, comprendió que el mal era de alguna gravedad. Administrole desde luego una copiosa sangría y prescribió el método que debía seguirse con la mayor exactitud. Doña Juana cuidó de mantenerse oculta tras la cortina de damasco que formaba el pabellón de la cama, y Peraza no pareció advertir su presencia en la habitación.

Siete días pasó la familia del Adelantado en la mayor angustia, pues doña Leonor se vio realmente a las puertas del sepulcro. Al séptimo, el mal hizo crisis y la naturaleza, ayudada por las medicinas, triunfó de la enfermedad. Durante aquella semana, la enferma cayó frecuentemente en el delirio; pero aunque nombró muchas veces a Portocarrero, no se le oyó una sola expresión de queja o de reproche. Así, el secreto de la verdadera causa de la dolencia continuó religiosamente guardado por las pocas personas que tenían conocimiento de él.

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