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Authors: José Milla y Vidaurre

La hija del Adelantado (25 page)

BOOK: La hija del Adelantado
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La joven, después de haber leído aquellas líneas, exclamó, levantando los ojos al cielo y juntando las manos:

—¡Bendito sea el Dios misericordioso que hace luzca al fin la verdad, libre de las sombras del engaño y asegura el triunfo de la inocencia!

—Y bendito, añadió con voz grave, cuando perdona al pecador arrepentido, que repara en cuanto le es posible el mal que ha podido causar.

—¡Sí, padre mío, dijo doña Leonor, bendito sea el Dios que perdona! Yo también, agregó, yo también perdono y deseo el eterno descanso a la que tuvo la desgracia de ofenderme.

Dicho esto, doña Leonor inclinó la cabeza ante el religioso, que levantando la mano derecha sobre la frente de la joven, pronunció estas pocas y expresivas palabras:

—Dios os bendiga, hija mía; y salió del Palacio del Gobernador.

Capítulo XXI

A
muerte de Agustina Córdova y la entrega del escrito de retractación que puso en manos de su confesor, tuvieron lugar, como ya lo dejamos indicado, en la mañana del 29 de agosto del año 1541. Pocas horas después, un acontecimiento extraordinario, aunque no enteramente inesperado, conmovió a los habitantes de la capital. Un correo de México atravesó la ciudad y se dirigió a la casa del Alcalde 1.º, Gonzalo Ortiz. Era un portapliegos que enviaba el Virrey, don Antonio de Mendoza, con cartas en que comunicaba de oficio la funesta noticia de la muerte del Adelantado.

Dijimos antes que no era inesperado aquel suceso, y fue así en efecto. Desde mediados de agosto se había esparcido, sin saberse cómo, la nueva de la terrible desgracia; pero no teniéndose un aviso cierto, no se le dio entero crédito, cuidándose de que no llegase el rumor a oídos de la esposa y de la hija de don Pedro. Las cartas del Virrey, dirigidas una al Ayuntamiento, otra al Teniente de Gobernador y otra al señor obispo Marroquín, confirmaron lo que la fama se había anticipado a pregonar, y produjeron en el vecindario grande alarma y consternación. El Alcalde hizo reunir el Cabildo, y en sesión secreta, se dio lectura al pliego del Virrey. Don Francisco de la Cueva y el señor Marroquín recibieron igualmente los que les estaban dirigidos, y ambos personajes quedaron abrumados bajo aquel golpe fatal. Armándose hasta donde les fue posible, de valor y de serenidad, encargáronse de la penosa comisión de anticipar el acontecimiento a la familia del Adelantado. Muy distante la desgraciada doña Beatriz de aguardar tan espantosa nueva, fueron inútiles las precauciones que su hermano y el venerable Prelado emplearon para prepararla. Las indicaciones vagas, al principio, y más significativas después, que se le hicieron, no fueron comprendidas, siendo necesario revelarle la catástrofe en toda su verdad. ¡Júzguese cuál sería el dolor de aquella infeliz señora, que amaba a su marido con idolatría! Diríase que había perdido el juicio, tal era su aflicción y los extremos que hacía. No fue menos viva la pena de doña Leonor, si bien su carácter no le inspiró las demostraciones que hizo la viuda del Adelantado. La joven, que acababa de probar la satisfacción más pura que en su vida había disfrutado, al ver en sus manos la prueba clara y convincente de la inocencia de su amante, comentaba con doña Juana la retractación de Agustina Córdova, y se disponía a enviar un mensaje a Portocarrero, pidiéndole le perdonase la injusticia con que lo había tratado. Su decidido empeño, desde que se retiró el buen religioso que le entregara el papel, era satisfacer a don Pedro y asegurarle su invariable afecto. La terrible nueva de que era portador el correo del Virrey de México, hizo lo olvidase todo, para pensar únicamente en llorar el fin prematuro y desgraciado de su padre.

El Ayuntamiento, terminada la sesión en que se dio lectura al pliego, mandó publicar oficialmente la noticia, y de acuerdo con el Teniente de Gobernador y con el Obispo, se ocupó desde luego en disponer las solemnes honras fúnebres del ilustre difunto. Los caballeros de la ciudad vistieron luto espontáneamente, y las campanas de las iglesias hicieron oír pronto sus lúgubres clamores. El sentimiento fue general. Alvarado era un hombre grande, a pesar de sus defectos, y el público hacía justicia a sus distinguidas cualidades.

Ocupáronse el 29 y el 30 en las disposiciones necesarias para los funerales, que debían durar nueve días. El 31 llamó la atención del vecindario el aspecto que presentaba el Palacio del Adelantado. Estaba todo pintado de negro, tanto por fuera como por dentro, habiéndose aprovechado un betún de aquel color, que dicen se encontraba en grande abundancia en las orillas del Almolonga. Las habitaciones estaban tapizadas y alfombradas con paños también negros, ofreciendo así el edificio todo un aspecto fúnebre, en armonía con el duelo que enlutaba el corazón de sus afligidos moradores.

El Prelado diocesano, que amaba al Adelantado con afecto profundo y sincero, quiso honrar su memoria, y a su ejemplo, el clero secular y regular, contribuyó a solemnizar sus funerales.

En tanto se verificaban estos, y pasada la primera impresión de sorpresa que causó la noticia cierta de la muerte de Alvarado, los ánimos comenzaron a agitarse, manifestándose las ambiciones que el decoro y debido miramiento a las circunstancias, habían tenido disimuladas durante los dos o tres primeros días. En las casas, en las calles y aun en los templos, durante los oficios fúnebres, no se hablaba de otra cosa que del nombramiento del sucesor de don Pedro, pidiéndose la ciudad en diferentes bandos. Y sin embargo, cualquiera disposición que al efecto se tomase no podría dejar de ser provisional, en tanto proveía el Rey la plaza vacante por la muerte del Adelantado. Mas como eso no tendría lugar en algún tiempo y como, por otra parte, el que fuese nombrado provisoriamente tendría mucho ganado para ser provisto en propiedad, ponían grande empeño en aquella elección, que correspondía al Ayuntamiento. Agitábanse los candidatos y redoblaban las intrigas en torno de los siete concejales de cuyos votos dependía la designación del Gobernador. Deseaba el empleo don Francisco de la Cueva, que parecía con mejores derechos que otros a obtenerlo, por la confianza que mereciera a su difunto hermano político, y contaba con el voto de algunos de los capitulares. Pretendíalo el Tesorero Castellanos, y no faltaban otros candidatos, con más o menos probabilidades de buen éxito.

El Secretario del Gobernador, Diego Robledo, a quien dejamos en nuestro último capítulo abrumado bajo el peso del homicidio que había cometido involuntariamente, a causa de la grande imprudencia con que empleó el filtro que encontró en el escritorio del herbolario, permanecía encerrado en su casa, impresionado vivamente por la muerte de Agustina, aunque sin parecer acordarse de la recomendación de ésta, de procurar la libertad de Pedro Rodríguez. Cuando Robledo tuvo conocimiento de la noticia comunicada por el Virrey de México, haciendo un grande esfuerzo sobre sí mismo, se levantó de la cama, y debilitado como estaba por la calentura, fue a conferenciar con el Teniente de Gobernador, cuyo partido abrazó desde luego con decisión, calculando ser el que mejor convenía a sus personales intereses. Avocose Robledo con los miembros del Ayuntamiento, y les hizo observar que don Antonio de Mendoza, en la carta en que participaba la desgraciada muerte del Adelantado, prevenía, en nombre del Rey, continuase en el mando de estas provincias el Licenciado de la Cueva, y que sería peligroso desairar aquella disposición del Virrey de Nueva España. Con ese y otros argumentos apoyó don Diego sus instancias, en tanto que los otros alegaban no estar en obligación de obedecer aquella orden, una vez que el Reino de Guatemala no dependía del Virreinato de México, y su Gobernador no había reconocido más superior que el Rey.

pididos así los pareceres de los funcionarios y de los simples caballeros, se acercaba el día de la elección, sin haberse logrado un advenimiento sobre aquel punto importante. Los del partido del Tesorero real amenazaban casi públicamente con trastornar el orden, si no era elegido el candidato que ellos deseaban, y los otros tomaban sus disposiciones para oponerse a aquellas tentativas. Uno de los más empeñados en la elección de Castellanos, era el Veedor Gonzalo Ronquillo, que tenía diferentes motivos para desear que el Tesorero tomase la vara de la Gobernación. La causa principal de aquel empeño era haber sabido el Veedor, de una manera cierta, aunque bajo mucha reserva, que estaba para fallarse el proceso por hechicería que se le instruyera por la denuncia de Pedro Rodríguez; proceso que había caminado con mucha lentitud, y al fin estaba al terminarse. Tenía don Gonzalo motivos fundados para temor que la resolución no le sería favorable, y así fiaba su salvación únicamente en el nombramiento de su amigo Castellanos, acusado de complicidad en el delito.

En esa situación comprometida se hallaban las cosas el día 8 de setiembre, víspera de la elección, cuando don Francisco de la Cueva pasó al Palacio del Adelantado, habiéndolo llamado con urgencia su hermana doña Beatriz. Estaba esta señora retraída en un aposento completamente obscuro, llorando día y noche la pérdida de su marido, sin admitir consuelo. Cuando se presentó don Francisco, hizo encendiesen una lámpara, y suplicó a las señoras que la acompañaban que se retirasen, teniendo que hablar a su hermano de asuntos graves y reservados. Luego que estuvieron solos, doña Beatriz enjugó las lágrimas que inundaban sus mejillas y dijo a don Francisco, después de haberlo hecho se sentase junto a ella:

—Se me ha dicho, hermano mío, que reina grande inquietud en la ciudad, con ocasión del nombramiento del Gobernador, que debe practicar mañana el Ayuntamiento. Vos sabréis lo que hay en esto.

—Sí, Beatriz, contestó el Licenciado, las opiniones están un poco pididas; los fieles amigos de vuestro esposo desean que yo conserve el gobierno, en tanto que sus antiguos émulos, implacables aún después la muerte del Adelantado, quisieran excluir a su familia de toda participación en el manejo de los negocios públicos.

—Ellos obran como quien son, contestó doña Beatriz, la culpa es de los que por miramientos indebidos han permitido a esos malos vasallos tener la osadía de conspirar contra la persona que representa aquí la autoridad del Rey. ¿Habéis olvidado las palabras que os dije el día en que llegamos a esta ciudad, con motivo de las intrigas que se tramaron en el Ayuntamiento para no dar posesión al Adelantado?

—No las recuerdo precisamente, replicó don Francisco, aunque no he olvidado que tuvisteis a mal la lenidad con que don Pedro trató a sus enemigos.

—Y esa lenidad es la que hoy nos perdería, a no estar yo de por medio.

El Licenciado oyó con alguna sorpresa aquellas palabras, y fingiendo no comprender bien su significación, dijo:

—Y bien, hermana mía, ¿cuál es vuestra opinión, qué haríais vos en mi lugar?

—Lo que yo haría en vuestro lugar, dijo doña Beatriz, es renunciar a toda idea de pretender la vara de la gobernación.

Pasmado quedó don Francisco al escuchar aquél consejo, tan diferente del que él aguardaba, y sonriendo ligeramente contestó:

—Y qué, ¿queréis que me niegue a las instancias de nuestros amigos, de la ciudad toda, que, con excepción de unos pocos intrigantes, me designa como sucesor natural del Adelantado? ¿Queréis que consienta yo en el nombramiento de Castellanos, o en el de cualquiera otro de estos hidalguillos ambiciosos, que lo primero que harán es usar del poder contra nosotros?

—¿Y quién os dice que consintáis en la elección del Tesorero real o de alguno otro de esos hombres , dijo doña Beatriz ¿No os ocurre que hay alguien que tiene más derecho que vos y ellos a ese nombramiento?

—A la verdad que no alcanzo... dijo don Francisco que en realidad no comprendió el pensamiento de la orgullosa viuda. Si no os explicáis mejor respecto a esa persona, no sé quién pueda pretender...

—¿Quién?, replicó doña Beatriz, yo, dando a la voz y al tono con que pronunció este pronombre personal, una expresión de altivez y de arrogancia, que dejó pasmado al bueno de don Francisco de la Cueva.

—¿Vos, hermana mía?, dijo el Licenciado con asombro, ¿vos habéis de ser nombrada Gobernadora?

—¿Y por qué no? replicó doña Beatriz; no será la primera persona de mi sexo que gobierne un reino.

—Ya, contestó don Francisco; bien sé que hay repetidos ejemplos en la historia, de mujeres que han empuñado las riendas del gobierno tan bien o mejor que muchos hombres; pero advertid que a esas mujeres las llamaba al mando supremo el derecho incontestable del nacimiento.

—Y a mí me llama el no menos sagrado del buen servicio de Dios, del Rey y el bien de los vasallos que Su Majestad tiene en estas provincias. Es necesaria, don Francisco, hacer ver a don Antonio de Mendoza que el Reino de Guatemala no depende más que del Soberano, y nada tienen que hacer con él los Virreyes de la Nueva España. Si a vos no os ha herido esa temeraria ingerencia que el Virrey pretende arrogarse, a mí sí, y no la consentiré. Así, dígoos que, no obstante la orden de aquel caballero, en que manda se os mantenga en la gobernación, yo debo ser nombrada.

—Pero, ¿y qué dirán los individuos del Ayuntamiento, cuando sepan vuestra extraña pretensión?

—La saben, hermano mío, y están decididos a nombrarme. El señor Obispo ha hablado a los Alcaldes y Regidores, y puedo aseguraros que la mayoría, por lo menos, votará por mí.

—¿Es decir que es este un asunto decidido?

—Decidido, contestó doña Beatriz.

—Paréceme, entonces, dijo con mal humor don Francisco, que podría haberse excusado esta larga y enojosa conversación. Y diciendo esto, se levantó y salió del Palacio, sin despedirse casi de doña Beatriz.

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