Así que la única manera de actuar era reconstruir todo el asunto, basándose en el testimonio de los testigos presenciales que había a mano. La policía se negaba a hacer comentarios al respecto, sobre todo a la prensa. El alguacil dijo que se reservaba «la verdad» para las investigaciones oficiales del
coroner.
Entretanto, aumentaban las pruebas de que Rubén Salazar había sido asesinado… deliberadamente o sin ningún motivo. El testimonio contrario a la policía más perjudicial procedía de Guillermo Restrepo, un periodista e informador de la KMEX-TV, de veintiocho años, que cubría el «motín» con Salazar aquella tarde y que había entrado con él en el Silver Dollar «a echar una meada y tomar una cerveza rápida antes de volver a los estudios para montar el reportaje». El testimonio de Restrepo bastaba para arrojar una sombra inquietante sobre la versión original de la policía. Pero cuando presentó
otros
dos testigos presenciales que explicaron exactamente la misma historia, el alguacil abandonó toda esperanza y encerró otra vez a sus guionistas en la pocilga.
Guillermo Restrepo es muy conocido en Los Angeles Este. Es una imagen familiar para todo chicano que tenga televisor. Restrepo es el rostro que ve el público en los noticiarios de la KMEX-TV… y hasta el 29 de agosto de 1970, Rubén Salazar era el hombre que estaba detrás de las noticias: el redactor.
Trabajaban bien juntos, y aquel sábado en que la «manifestación pacífica» de los chicanos se convirtió en un motín callejero tipo Watts, Salazar y Restrepo decidieron que quizás fuese prudente el que Restrepo (de origen colombiano) llevase a dos amigos suyos (colombianos también) como ayudantes y como guardaespaldas.
Eran Gustavo García, de treinta años, y Héctor Fabio Franco, también de treinta años. Los dos aparecen en la fotografía (tomada unos segundos antes de la muerte de Salazar) de un ayudante del alguacil que apunta con un arma a la puerta de entrada del Silver Dollar. García es el individuo que está justo frente al arma. Cuando tomaron la foto acababa de preguntarle al policía qué pasaba, y el policía se limitó a decirle que retrocediera hacía el interior del bar porque, si no, dispararían.
La oficina del alguacil no supo de esta foto hasta tres días después de que la hicieran (junto con unas doce más)
otros
dos testigos presenciales, que eran, además, casualmente, directores de
La Raza,
un periódico chicano militante que se autodenomina «La voz del barrio de Los Angeles Este». (En realidad, no es el único: los Boinas Marrones publican un tabloide mensual llamado
La Causa,
La Asociación Nacional de Estudiantes de Derecho La Raza, tiene su propio órgano mensual:
Justicia O!
El partido socialista de los trabajadores cubre el barrio con
The Militant
y la organización de derechos sociales de Los Angeles Este saca su propio tabloide:
La causa de los pobres.
También se publica
Con Safos,
una revista trimestral de arte y literatura chicanas).
Raúl Ruiz, profesor de estudios latinoamericanos de la universidad estatal del valle de San Fernando, de veintiocho años, fue quien tomó las fotos, Ruiz hacía de corresponsal de
La Raza
precisamente aquel día en que la concentración se convirtió en una guerra callejera con la policía. El y Joe Razo (estudiante de derecho de 33 años, y MA
[3]
en psicología) estaban siguiendo los acontecimientos por el Bulevar Whittier cuando vieron que un grupo de policías se disponía a asaltar el Silver Dollar.
Su versión de lo sucedido allí (junto con las fotografías de Ruiz) se publicó en
La Raza
tres días después de que la oficina del alguacil dijese que Salazar había muerto a más de un kilómetro de distancia, en Laguna Park, víctima de los pacos y/o «una bala perdida».
Lo de
La Raza
fue como una bomba. Las fotos no eran gran cosa individualmente, pero juntas y unidas al testimonio Ruiz/Razo mostraban que en la segunda versión (revisada), que habían dado de la muerte de Salazar, los policías seguían mintiendo.
El reportaje confirmaba además el testimonio Restrepo-García-Franco, que había desmoronado ya la versión original de la policía al demostrar, de modo irrebatible, que Rubén Salazar había sido asesinado por un ayudante del alguacil, en el café Silver Dollar. De
eso
estaban seguros, pero no sabían nada más. Se quedaron desconcertados, según dijeron, cuando aparecieron los policías apuntándoles y amenazándoles. Pero, de todos modos, decidieron largarse (por la puerta trasera, dado que los policías no les permitían hacerlo por la delantera) y fue entonces cuando empezó el tiroteo, menos de treinta segundos después de que García fuera fotografiado delante del cañón del fusil en la acera.
La debilidad del testimonio Restrepo-García-Franco era tan patente que ni siquiera a los polis podía pasarles desapercibida. Los testigos no sabían lo que había pasado
dentro
del Silver Dollar en el momento de la muerte de Salazar. No había manera de que pudieran haberse enterado de lo que pasaba
fuera,
o
por qué
empezaron a disparar los policías.
La explicación llegó casi instantáneamente de la oficina del alguacil: a través del teniente Hamilton, de nuevo. La policía había recibido un «informe anónimo», dijo, según el cual en el café Silver Dollar había «un hombre armado». Este era el meollo de su «causa probable», su razón para hacer lo que hicieron. Estas acciones, según Hamilton, consistieron en «el envío de varios hombres» para resolver el problema… y lo resolvieron situándose enfrente del Silver Dollar y lanzando un aviso con un altavoz diciendo a todos los que estaban dentro que salieran con las manos en alto.
No hubo respuesta alguna, dijo Hamilton, así que uno de los policías disparó dos proyectiles de gases lacrimógenos hacia el interior del bar, por la puerta de entrada. En ese momento, por la parte de atrás huyeron dos hombres y una mujer, y los policías que había apostados allí quitaron una pistola del calibre 7,65 a uno de los hombres. No le detuvieron (ni le interrogaron siquiera) y, en ese momento, un policía disparó dos proyectiles más de gases lacrimógenos por la puerta de entrada del local.
Tampoco en este caso hubo respuesta y, tras una espera de quince minutos, uno de los ayudantes más valerosos del alguacil se acercó y cerró la puerta de entrada de un diestro portazo…
sin entrar
añadió Hamilton. La única persona que realmente llegó a entrar en el bar, según la versión policial, fue Pete Hernández, el propietario, que apareció una media hora después del tiroteo y preguntó si podía entrar a coger su rifle.
¿Por qué no?, dijeron los polis. Así que Hernández fue por la
puerta trasera
y sacó su rifle del almacén de la parte de atrás… que quedaba a unos veinte metros de donde yacía el cadáver de Rubén Salazar entre una niebla de gas rancio.
Luego, en las dos horas siguientes, unas docenas de ayudantes del alguacil acordonaron la calle delante de la puerta principal del Silver Dollar. Esto lógicamente atrajo a muchos chicanos curiosos, no todos amistosos… a uno de los cuales (una chica de dieciocho años) le alcanzó la policía en una pierna con el mismo tipo de bazoka de proyectiles de gas que había destrozado la cabeza de Rubén Salazar.
Es una historia fascinante… y quizás lo más interesante del asunto sea que no tiene el menor sentido, ni siquiera para el individuo deseoso de aceptarlo como la verdad absoluta. Pero ¿quién podría creerlo? En fin, en medio de un motín terrible de un ghetto hostil con una población chicana superior al millón de personas, el departamento del Alguacil de Los Angeles había lanzado a las calles a todos los hombres disponibles en un vano intento de controlar los saqueos e incendios de las multitudes coléricas… y, pese a ello, cuando el motín estaba en su punto álgido, una docena de ayudantes del alguacil por lo menos, de la fuerza especial de élite, estaba disponible al instante para atender a un «informe anónimo» de que había «un hombre con un arma» oculto, por alguna razón, en un café razonablemente tranquilo que quedaba a más de diez manzanas de distancia del motín propiamente dicho.
Llegaron al lugar y se encontraron con varios hombres que intentaban escapar. Les amenazaron con matarles (pero no hicieron ninguna tentativa de detenerles ni de registrarles) y les obligaron a volver a entrar en el local. Luego, utilizaron un altavoz para advertir a todos los que estaban dentro que debían salir con las manos en alto. Luego, casi inmediatamente después del aviso, dispararon (por la puerta abierta del local y desde una distancia no superior a los tres metros) dos potentes proyectiles de gases lacrimógenos que se utilizaban «contra las barricadas», capaces de atravesar a cien metros una tabla de madera de pino de dos centímetros y medio. Luego, cuando un hombre que lleva una pistola automática intenta huir por la puerta trasera, le quitan el arma, y le dicen que desaparezca. Por último, después de lanzar otros dos proyectiles de gas por la puerta de entrada, cierran el local (sin entrar siquiera en él) y se quedan allí fuera durante las dos horas siguientes, bloqueando un importante paseo y atrayendo con ello a mucha gente. Al cabo de dos horas de esta locura «les llega el rumor» (de nuevo es una fuente anónima) de que podría haber un hombre herido en el bar que cerraron un par de horas antes. Así que «derriban la puerta» y encuentran el cadáver de un eminente periodista… «el único chicano de Los Angeles Este al que los polis temían de veras», según Acosta.
Aunque parezca increíble, el alguacil decidió aferrarse a esta historia… pese a que un número creciente de versiones de testigos presenciales contradecía la versión policial de la «causa probable». La policía afirma que acudió al café Silver Dollar para detener a aquel «hombre armado». Pero ocho días después de la muerte de Salazar seguían intentando localizar la fuente de aquella fatídica información.
Dos semanas después, durante las investigaciones del
coroner,
apareció misteriosamente el testigo clave del alguacil sobre este punto concreto. Era un individuo de cincuenta años llamado Manuel López que se responsabilizaba de la información y permanecía fiel a su versión de que había visto a dos hombres armados (uno con un revólver y otro con un rifle) que entraron en el Silver Dollar poco antes de la muerte de Salazar. López acudió rápidamente a los policías que estaban estacionados cerca, dijo, y éstos actuaron, aparcando un coche patrulla justo frente a la entrada del Silver Dollar, en la otra acera del paseo de tres carriles. Luego, los policías dieron dos avisos claros por un altavoz a los que estaban en el bar, conminándoles a «tirar las armas y salir con las manos en alto».
Luego, tras una espera de cinco o diez minutos, según López, dispararon contra el bar tres andanadas de gases lacrimógenos, y uno de los proyectiles rebotó en la puerta de entrada y dos entraron zumbando y atravesaron una cortina negra que colgaba a medio metro de la puerta, por dentro. Estaba demasiado oscuro para ver lo que pasaba en el bar, añadió López.
Según admitió él mismo en la investigación del
coroner,
la conducta de López en la tarde del sábado 29 de agosto fue un tanto singular. Cuando estalló el motín y la multitud empezó a saquear y quemar, el señor López se quitó la camisa, se atavió con un chaleco de cazador rojo fluorescente y se plantó en medio del Bulevar Whittier como policía voluntario. Desempeñó el papel con tanto celo y con tan fanática energía que al caer la noche era famoso. En el punto álgido de la violencia se le vio arrastrar un banco de autobús y colocarlo en medio del paseo para bloquear todo el tráfico y desviarlo por las calles laterales. También le vieron apartando a la gente de un almacén de muebles en llamas… y más tarde, cuando el motín parecía terminado, se le vio conduciendo a un grupo de ayudantes del alguacil hacia el café Silver Dollar.
Nadie puso en duda, pues, su afirmación de dos semanas después de que había estado presente en el lugar de los hechos. Su testimonio en la investigación del
coroner
parecía perfectamente lógico y tan documentado que no se podía entender muy bien cómo no había sido citado antes un testigo tan importante y extrovertido, o al menos mencionado, por las docenas de informadores, investigadores y mirones diversos con acceso al caso de Salazar. La oficina del alguacil no había mencionado siquiera el nombre de López, que podría haber librado a las autoridades de muchas angustias innecesarias. Hubiese bastado con
indicar
que se contaba con un testigo tan valioso como Manuel López. No se habían mostrado reacios a exhibir a sus otros dos testigos «favorables»… ninguno de los cuales había visto «hombres armados», aunque ambos respaldasen la versión de López sobre el tiroteo. O la respaldaron al menos hasta que la policía desempolvó al otro. Luego, los otros dos testigos se negaron a declarar en la investigación del
coroner
y uno de ellos admitió que su verdadero nombre era David Ross Ricci, aunque la policía en principio le había presentando como «Rick Ward».
La vista del caso Salazar se prolongó dieciséis días, y atrajo a grandes multitudes; hubo informaciones en directo por la televisión desde el principio al final. (En un raro ejemplo de unidad al margen de los beneficios, las siete emisoras locales de Televisión formaron una especie de equipo, asignándose la información de modo rotativo, de forma que los acontecimientos diarios iban apareciendo en canales distintos). La información del
Los Angeles Times,
obra de Paul Houston y de Dave Smith, fue tan completa y en ocasiones tan llena de pasión personal que el archivo Smith/Houston parece una novela-reportaje meticulosamente detallada. Si se leen aisladamente los artículos sólo son periodismo bueno. Pero como documento, ordenados cronológicamente, el conjunto es más que la suma de sus partes. El tema principal parece aflorar casi a regañadientes, cuando ambos periodistas se ven abocados a la evidente conclusión de que el alguacil, junto con sus ayudantes y todos sus aliados oficiales, han estado
mintiendo
todo el tiempo. Nunca se dice esto en concreto, pero las pruebas son abrumadoras.
La investigación de un
coroner
no es un juicio. Su objetivo es determinar las circunstancias que rodean la muerte de un individuo… no quién puede haberle matado ni por qué. Si las circunstancias indican juego sucio, el siguiente paso corresponde al fiscal del distrito. En California, el veredicto del
coroner
sólo puede tener dos formas concretas: la muerte fue «accidental», o fue «obra de otro». En el caso de Salazar, el alguacil y sus aliados
necesitaban
un veredicto de «muerte accidental». Cualquier otra cosa dejaría abierta la vía del proceso judicial: no sólo la posibilidad de que se procesase por asesinato u homicidio involuntario al ayudante del alguacil Tom Wilson, que admitió al fin haber disparado el arma mortal, sino también la amenaza de que la viuda de Salazar le pusiera un pleito al condado por negligencia y reclamase una indemnización de un millón de dólares.