En un país donde mandan los cerdos, todos los cerdos suben rápido… y los demás vamos jodidos, si no somos capaces de coordinar nuestras acciones: no necesariamente para Ganar, sino más que nada para no Perder del todo. Nos lo debemos a nosotros mismos, y a esa tullida imagen que tenemos de nosotros como algo mejor que una nación de ovejas aterradas… pero, sobre todo, se lo debemos a nuestros hijos, que tendrán que vivir con nuestra derrota y todas sus consecuencias a largo plazo. No quiero que mi hijo me pregunte, en 1984, por qué sus amigos me llaman «Buen Alemán». Y esto nos lleva a una última cuestión sobre
Miedo y asco en Las Vegas.
Yo le he llamado, no demasiado sarcásticamente, «vil epitafio a la Cultura de la Droga de los años sesenta»; y creo que lo es. Toda esta saga tortuosa es una especie de Tentativa Atávica, un viaje-sueño al pasado (sin embargo reciente) que sólo a medias saltó bien. Creo que ambos sabíamos, en todo momento, que corríamos un gran riesgo al hacer un viaje años-sesenta a Las Vegas en 1971… y que ninguno de los dos volvería a hacerlo nunca.
Así que extremamos las cosas al máximo y sobrevivimos… lo cual significa algo, imagino, aunque no mucho más que una buena aventura… y ahora, tras vivirla, escribirla y hacer un saludo a esa década que empezó tan arriba para tornarse luego tan brutalmente amarga, no veo que quede otra elección que ajustar bien las tuercas y lanzarse a hacer lo que hay que hacer. O eso, o no hacer nada en absoluto: recaer en lo del Buen Alemán, en el síndrome de la Oveja Aterrada, y yo, la verdad, no estoy dispuesto a ello. Al menos, por ahora.
Porque fue agradable divertirse y hacer locuras con una buena tarjeta de crédito, en una época en que era
posible
pirarse del todo en Las Vegas y que te pagasen luego por escribirlo todo en un libro… y pienso que yo quizás lo consiguiera, quizás lo conseguí, sí, bajo la presión del telégrafo y del plazo de entrega. Nadie se atreverá a admitir una conducta así en letra impresa si Nixon vuelve a ganar en el 72.
Esta vez, el Cerdo se dispone a hacer un ensayo serio. Cuatro años más de Nixon significan cuatro años más de John Mitchell… y otros cuatro años más de Mitchell significan otra década o más de fascismo burocrático que en 1976 estará ya tan atrincherado, que nadie se sentirá con ánimo para combatirlo. Para entonces, nos sentiremos demasiado viejos, demasiado cascados, y para entonces hasta el mito de la carretera habrá muerto… aunque no sea más que por falta de ejercicio. Ya no habrá anarquistas sorbedroga de ojos estrábicos conduciendo descapotables rojos fuego-manzana por el país si Nixon vuelve a ganar en el 72.
Ni siquiera habrá descapotables, y menos aún droga. Y encerrarán a todos los anarquistas en pocilgas de rehabilitación. El grupo de presión hotelero internacional obligará al Congreso a aprobar una ley por la que se imponga pena de muerte obligada a todo el que no pague la factura en un hotel… y la muerte será con castración y flagelación si tal hecho ocurre en Las Vegas. La única droga legal será la acupuntura china supervisada, en hospitales del gobierno y al precio de 200 dólares diarios… con Martha Mitchell como ministro de salud, educación y bienestar, instalada en un lujoso ático del Hospital Militar de Walter Reed.
Eso es lo que se puede decir, en fin, de la Carretera… y las últimas posibilidades de pirarse demencialmente en Las Vegas y vivir para contarlo. Pero quizás en el fondo no lo echemos de menos. Quizás, después de todo, el mejor camino en realidad sea el de la Ley y el Orden.
Sí… quizás así sea, y si así sucede… bueno, yo al menos sabré que estuve
allí,
hundido hasta el cuello en la locura, antes de que la cosa se acabara, y que llegué a sentirme tan alto y tan volado como debe sentirse una raya manta de dos toneladas cruzando a toda marcha la Bahía de Bengala.
Fue un buen viaje, y lo recomiendo encarecidamente… al menos a aquellos que puedan soportarlo. Y a aquellos que no pueden, o no quieren, no hay mucho más que decirles. No en este momento, y desde luego no puedo decirlo yo, ni tampoco Raoul Duke.
Miedo y asco en Las Vegas
señala el fin de una era… y ahora en esta fantástica mañana del verano indio, aquí, en las Montañas Rocosas quiero dejar esta ruidosa máquina negra y sentarme desnudo en el porche de mi casa un rato, a tomar el sol.
Inédito, hasta ahora.
El… Asesinato… y la Resurrección de Rubén Salazar por obra de la oficina del alguacil del condado de Los Angeles… Polarización salvaje y Fabricación de un Mártir… Malas Noticias para los mexicano-norteamericanos… Peores para los cerdos… Y ahora, el Nuevo Chicano… sobre una ola nueva y hosca… La ascensión de los Batos Locos… Poder Moreno y un puñado de rojitas… Política violenta en el Barrio… ¿De qué lado estás tú… hermano?… Ya no hay término medio… No hay sitio donde esconderse en el Bulevar… Ni refugio frente a los helicópteros… Ni esperanza en los tribunales… Ni paz con el Anglo… ni poder en ninguna parte… ni luz al final de este túnel…
Nada…
A la mañana le cuesta trabajo llegar al Hotel Ashmun; no es éste un sitio donde los clientes salten ansiosos de la cama a recibir al nuevo día, pero en esta mañana concreta, todos están despiertos al amanecer; hay golpes y gritos terribles en el pasillo, cerca de la habitación número 267. Un yonqui ha debido arrancar la manilla de la puerta del baño comunal, y ahora los otros no pueden entrar… así que intentan echar la puerta abajo a patadas. La voz del encargado temblequea histérica por encima del estruendo… «Vamos, muchachos… ¿me obligaréis a llamar al alguacil?». La respuesta llega dura y rápida: «¡Sucio cerdo gabacho! Si llamas al alguacil te corto el cuello». Y luego ruido de madera astillada, más gritos, rumor de pies que corren al otro lado de la puerta de esta habitación, la número 267.
La puerta está cerrada, gracias a Dios, pero ¿cómo puedes sentirte seguro por eso en un sitio como el Hotel Ashmun? Sobre todo una mañana como ésta, con una horda de yonquis salvajes inmovilizados en el pasillo del baño y sabiendo quizás que la número 267 es la única habitación próxima con baño privado. Es la mejor de la casa, 5,80 dólares por noche, y con cerradura nueva en la puerta. La vieja la habían arrancado hacía unas doce horas, justo antes de que yo me inscribiese.
El encargado insistió mucho en instalarme en esta habitación. Su llave no valía para la nueva cerradura.
—¡Santo Dios! —exclamó—. ¡Esta llave
tiene
que servir! Es una cerradura Yale recién puesta.
Decía esto contemplando lúgubremente la flamante llave que tenía en la mano.
—Sí —dije yo—. Pero la llave es para una cerradura
Webster.
—¡Dios mío! ¡Tiene usted
razón
! —exclamó.
Y se fue a toda prisa, dejándonos plantados allí en el pasillo con pedazos grandes de hielo en las manos.
—¿Qué le pasa a este tío? —pregunté—. Parece muy nervioso y no hace más que sudar y farfullar…
Benny Luna se echó a reír.
—¡Claro que está nervioso, hombre! ¿Crees que es
normal
en él dejar a cuatro chicanos asquerosos en su mejor habitación a las tres de la mañana, además con estos trozos de hielo y estas bolsas de cuero tan raras?
Benny Luna daba vueltas por el pasillo, muerto de risa.
—¡El tipo está como pirado, hombre! ¡No entiende lo que pasa!
—
Tres
chicanos —dijo Oscar—. Y un montañés.
—No le habrás dicho que soy escritor, ¿verdad? —pregunte.
Yo había visto que Oscar hablaba con el hombre (un individuo alto, de tipo germánico y aire derrotado), pero no había prestado mucha atención.
—No, pero él
me
reconoció —contestó Oscar—. Dijo «¿Es usted el abogado, verdad?», así que le dije: «Sí, soy yo, y quiero su mejor habitación para este gabacho amigo mío» —dijo esto con una mueca burlona y añadió luego—: Sí, sabe que pasa
algo,
pero no sabe exactamente de qué se trata. En este momento, estos tipos se asustan de
todo.
Todos los comerciantes del Bulevar Whittier están seguros de que viven en precario, así que se desmoronan en cuanto aparece el primer indicio de que ocurre algo raro. Así están las cosas desde lo de Salazar.
De pronto, el encargado/administrador/vigilante/etcétera dobló la esquina del pasillo con la llave correcta, y abrió la habitación. Era una habitación de ganador: un eco venido a menos de un lugar en que paré hace unos años en los barrios pobres de Lima, Perú. No logro recordar el nombre de aquel sitio, pero recuerdo que todas las llaves de las habitaciones estaban unidas a grandes bolas de madera, grandes como pomelos, demasiado para poder meterlas en el bolsillo. Pensé en sugerirle esto a nuestro hombre del hotel Ashmun, pero no esperó por la propina ni se quedó a charlar. Desapareció como un relámpago, dejándonos solos con el cuartillo de ron y sólo Dios sabe qué más… En fin, pusimos el hielo en un lavabo que había junto a la cama y lo picamos con un inmenso y ornado cuchillo. La única música era una cinta de
Let it bleed.
¿Qué mejor música para una cálida noche en el Bulevar Whittier en 1971? Últimamente, aquélla no había sido una calle pacífica. No fue pacífica
nunca,
en realidad. Whittier es para el gran
Barrio
chicano de Los Angeles Este lo que Sunset Strip para Hollywood. Allí es donde se desarrolla la vida de la calle: los bares, los golfos, el mercado de droga, las putas… y también los motines, barricadas, matanzas, gases, los sangrientos y esporádicos choques con el odiado enemigo común: los polis, los cerdos, el Hombre, ese ejército vestido de azul de terribles soldados gabachos de la oficina del alguacil de Los Angeles Este.
El Hotel Ashmun es un buen sitio para alojarse si uno quiere estar cerca de lo que pase en el Bulevar Whittier. La ventana de la habitación número 267 queda a unos 5 metros de la acera y sólo a unas manzanas al oeste del café Silver Dollar, una taberna indescriptible no muy distinta de las que existen en las proximidades. Hay una mesa de billar al fondo, la jarra de cerveza cuesta un dólar y la marchita camarera chicana juega a los dados con los clientes para que la máquina de discos siga funcionando. El que saca el número más bajo paga, y a nadie parece preocuparle quién selecciona la música.
Habíamos estado allí antes, cuando aún no pasaba gran cosa. Fue mi primera visita en seis meses, desde principios de setiembre, cuando el lugar aún estaba impregnado del gas CS y de barniz reciente. Pero ahora, seis meses después, el Silver Dollar se había ventilado muy bien. No había sangre en el suelo ni agujeros lúgubres en el techo. Lo único que me recordaba mi visita anterior era una cosa que colgaba de la caja registradora y en la que todos nos fijamos inmediatamente. Era una máscara negra de gas, que miraba ciegamente hacia fuera… bajo la máscara de gas había un letrero que decía con firme letra de imprenta: «En recuerdo del 29 de agosto de 1970.»
Nada más, ninguna explicación. No hacía falta explicación… al menos, para los que entraban a beber en el Silver Dollar. Los clientes son de la zona, chíchanos y gente del barrio… y todos saben perfectamente lo que pasó en el café Silver Dollar el 29 de agosto de 1970.
Fue el día en que Rubén Salazar, destacado columnista mexicano-norteamericano del
Times
de Los Angeles y jefe de noticias de la cadena de televisión bilingüe KMEX, entró y se sentó en un taburete cerca de la puerta y pidió una cerveza que nunca bebería. Porque, justo cuando la camarera empujaba aquella cerveza por la barra, un ayudante del alguacil del condado de Los Angeles, llamado Tom Wilsom, disparó una bomba de gases lacrimógenos por la puerta de entrada y le arrancó media cabeza a Rubén Salazar. Los demás clientes escaparon por la puerta trasera a una calleja, pero Salazar no pudo moverse de allí. Murió en el suelo, en una nube de gas… y cuando al fin sacaron su cuerpo, horas después, su nombre fue elevado al martirologio. En veinticuatro horas, la sola mención del nombre «Rubén Salazar» bastaba para provocar lágrimas y diatribas puño-cerrado, no sólo en el Bulevar Whittier, sino en toda la zona de Los Angeles Este.
Amas de casa de mediana edad que siempre se habían considerado «mexicano-norteamericanas» de status inferior, que sólo pretendían seguir tirando en un mundo gringo malévolo, en el que no tenían arte ni parte, se vieron de pronto gritando «Viva la Raza»
en público.
Y sus maridos (silenciosos empleados de Safeway y vendedores de artículos para el cuidado del jardín, los empleados más miserables y superfluos de la gran máquina económica gabacha) se ofrecían voluntarios para
testificar,
sí, para levantarse en el juicio, donde fuese, y autodenominarse chíchanos. El término «mexicano-norteamericano» pasó a ser rechazado de forma generalizada por todos, salvo por los viejos, los conservadores… y los ricos. Y, de pronto, vino a significar «tío Tom». O, en el argot de Los Angeles Este:
Tío Taco.
La diferencia entre un mexicano-norteamericano y un chicano era la diferencia que hay entre un moreno y un negro.
Todo esto ha sucedido de modo muy súbito. Demasiado para la mayoría de la gente. Una de las normas básicas de la política es que la Acción se aleja del centro. El centro del camino sólo es popular cuando no pasa nada. Y en Los Angeles Este no pasa nada políticamente desde hace más tiempo de lo que la gente pueda recordar. Hasta hace seis meses, todo aquel lugar era una tumba colorista, un gran barrio pobre lleno de ruidos y trabajo barato, a tiro de rifle del corazón del centro de Los Angeles. El barrio, como Watts, es, en realidad, parte del núcleo urbano, mientras que lugares como Hollywood y Santa Mónica, son entidades separadas. El café Silver Dollar queda a unos diez minutos en coche del ayuntamiento. El Sunset Strip está a unos treinta minutos de carrera por la autopista de Hollywood.
El Bulevar Whittier queda infernalmente lejos de Hollywood, en todos los sentidos. No existe la menor conexión psíquica. Después de una semana en las entrañas de Los Angeles Este, me sentía vagamente culpable por entrar en el bar del hotel Beverly Hills y pedir una copa… como si no perteneciese del todo a aquello, y todos los camareros lo supieran. Había estado allí antes, en circunstancias distintas, y me sentía la mar de cómodo… bueno, casi cómodo. No hay manera de… bueno, al diablo con eso. La cuestión es que por entonces me sentía
distinto.
Estaba orientado hacia un mundo completamente distinto… y que quedaba a veintitrés kilómetros de distancia.