Claro. Un hombre de tanta influencia debía tener relaciones por todo Méjico: policía, líneas aéreas, inmigración. Era una locura pensar que podíamos engañarle sin problemas. También debía controlar, sin duda, la delegación de Avis… y debía haberse puesto en movimiento en cuanto sus sicarios encontraron el jeep en el aparcamiento del aeropuerto con el parabrisas roto y una factura de once días sin pagar. Las líneas telefónicas sin duda habían estado tarareando a veinte mil pies por debajo nuestro todo el camino hasta Monterrey. Y ahora, cuando ya nos quedaban menos de diez minutos, se lanzaban sobre nosotros.
Me levanté y me eché al hombro la bolsa de playa justo en el momento en que la camarera traía el glaucoma de Bloor. Bloor la miró, luego cogió el vaso de la bandeja y se bebió aquello de un trago.
«Gracias, gracias»,
murmuró, entregándole un billete de cincuenta pesos. Ella se dispuso a darle el cambio, pero él hizo un gesto con la cabeza.
—
Nada, nada,
quédese el cambio —dijo.
Luego, señaló hacia la cocina.
—¿La puerta de atrás? —dijo con vehemencia—.
¿¡Salida!?
Señaló con un gesto el avión que quedaba a unos diez metros en la pista. Vi que algunos pasajeros empezaban ya a subir.
—¡Mucha prisa! —decía Bloor a la camarera—.
¡Importante!
Ella le miró desconcertada, y luego señaló la entrada principal del bar.
Bloor tartamudeó impotente un momento y luego empezó a gritar:
—¿Dónde está en este lugar la jodida
puerta trasera
? ¡Tenemos que coger ahora mismo ese avión!
Un chorro largamente esperado de adrenalina empezaba a despejar mi cabeza. Le agarré por el brazo y me lancé hacia la puerta principal.
—Vamos —dije—. Pasaremos corriendo por delante de esos cabrones.
Aún tenía el cerebro nublado, pero la adrenalina había activado un instinto básico de supervivencia. Nuestra última esperanza era correr como ratas desesperadas por la única abertura posible y esperar un milagro.
Mientras corríamos por el pasillo, saqué de mí bolsa de playa una de las tarjetas de PRENSA y se la di a Bloor.
—Tú enséñales esto cuando lleguemos a la puerta —dije, saltando a un lado para esquivar a un grupo de monjas que se interponían en nuestro camino.
—¡Pardonnez! —grité—. ¡Prensa! ¡Prensa! ¡Mucho importante!
Bloor captó la consigna cuando nos aproximábamos a la puerta, corriendo a toda pastilla y gritando incoherentemente en un farfullante español. La ventanilla de inmigración estaba justo al otro lado de las puertas de cristal que llevaban a la pista. La escalerilla del avión estaba aún llena de pasajeros, pero el reloj que había sobre la puerta marcaba exactamente las once y veinte, que era la hora de salida. Nuestra única esperanza era pasar como un rayo delante de los polis que había allí y llegar al avión y subir a bordo en el mismísimo instante en que la azafata cerrase la gran puerta plateada…
Tuvimos que aminorar la marcha cuando ya estábamos cerca de las puertas de cristal, agitando los billetes hacia los polis y gritando
«¡Prensa! ¡Prensa!»
a todos los que se nos ponían delante. Yo sudaba a mares por entonces, y los dos jadeábamos.
Un poli pequeño y musculoso de camisa blanca y gafas oscuras se nos plantó delante cuando cruzábamos la puerta.
—¿Señor Bloor? ¿Señor Thompson? —preguntó ásperamente. La voz de la condenación.
Frené vacilante y me desplomé contra la pared, pero las botas de suela de Bloor no se asentaron en el suelo de mármol y resbaló pasando ante mí a toda pastilla hasta chocar con una palmera enmacetada de unos tres metros, soltando el maletín y destrozando varias ramas a las que se agarró para no caerse.
—¿
Señor
Thompson? ¿
Señor
Bloor? —nuestro acusador tenía una mente de una sola vía. Uno de sus ayudantes había corrido a ayudar a levantarse a Bloor. Otro cogió su maletín del suelo y se lo entregó.
Yo estaba demasiado agotado, no podía hacer más que cabecear mansamente. El poli que había pronunciado nuestros nombres me cogió el billete que tenía en la mano y lo miró. Luego me lo devolvió enseguida.
—¡Aja! —dijo, con una mueca—. ¡
Señor
Thompson!
Luego miró a Bloor:
—Usted es el
señor
Bloor.
—¡Pues claro que sí! —gritó Bloor—. ¿Qué demonios pasa aquí? Esto es un abuso… ¿por qué tiene que echar tanta cera en estos suelos? ¡He estado a punto de matarme!
El poli volvió a sonreír. ¿Había un deje sádico en su sonrisa? No podía estar seguro. Pero ya no importaba. Nos habían agarrado. Por un instante, pensé en toda la gente que conocía que estaba detenida en Méjico; drogotas que se habían arriesgado demasiado, que no habían tenido cuidado suficiente. Encontraría amigos en la cárcel, desde luego; casi les oía ya lanzar sus alegres gritos de bienvenida cuando nos llevasen al patio y nos soltasen.
Esta escena pasó por mi cabeza en milésimas de segundo. Los gritos salvajes de Bloor aún flotaban en el aire cuando el policía empezó a empujarme por la puerta hacia el avión.
—¡Deprisa! ¡Deprisa! —decía… y detrás oí que su ayudante empujaba a Bloor.
—Teníamos miedo de que perdieran el avión —le decía—. Por eso les llamamos por los altavoces. Y sonreía ya claramente. —Casi pierden ustedes el avión.
Ya estábamos casi en San Antonio cuando por fin logré recuperar el control de mí mismo. La adrenalina aún bombeaba violenta ente en mi cabeza. El ácido, el trago y la fatiga habían quedado completamente neutralizados por la escena de la puerta. Tenía los nervios tan agarrotados, cuando el avión despegó, que tuve que pedir a la azafata dos whiskies con agua, que utilicé para tragar dos de las cuatro rojas que teníamos.
Bloor se tomó las otras dos, con la ayuda de dos bloody maries. Todavía le temblaban mucho las manos y tenía los ojos inyectados en sangre… pero, mientras iba volviendo a la vida, se puso a maldecir a «esos sucios cabrones con los altavoces», que le habían hecho aterrarse y deshacerse de toda la coca.
—¡Dios mío! —dijo, quedamente—. No puedes imaginarte lo horroroso que fue… yo estaba allí de pie orinando, con la polla en una mano y la cucharilla de coca en la otra (metiéndome el asunto en la nariz e intentando mear al mismo tiempo) cuando, de repente, explotó a mi alrededor. Tienen un altavoz allí en un rincón de los lavabos, y es todo de
azulejos.
Bebió un buen trago de su bloody mary.
—Mierda, casi me vuelvo loco. Fue como si alguien se hubiese puesto detrás de mí sin que me diera cuenta y me hubiese colocado un petardo en la espalda. Lo único que se me ocurrió fue deshacerme de inmediato de la coca. La tiré en uno de los inodoros y salí corriendo hacia el bar como un cabrón. Soltó una nerviosa carcajada y continuó:
—Ni siquiera me subí la cremallera de los pantalones; salí al pasillo con el pijo colgando por fuera.
Sonreí, recordando la sensación de desesperación casi apocalíptica que se apoderó de mí cuando oí la primera llamada.
—Qué raro —dije—. A mí nunca se me ocurrió siquiera deshacerme de las drogas. Yo pensaba en todas aquellas facturas del hotel y en aquel maldito jeep. Si nos llegan a enganchar por eso, unas cuantas píldoras no hubieran significado gran cosa.
Pareció cavilar un instante… luego habló, mirando fijamente al asiento de delante.
—Bueno… no sé tú… pero yo no creo que pudiese
soportar
otro susto como éste. He pasado unos noventa segundos de terror absoluto. Tenía la sensación de que mi vida había terminado. ¡Dios mío! Estar allí de pie meando con la cucharilla de coca en la nariz y oír de pronto mi nombre por aquel altavoz… —suspiró suavemente—. Ahora sé cómo debió sentirse Liddy cuando vio entrar corriendo a aquellos polis en Watergate… ver que se desmoronaba toda su vida, pasar de ser un pez gordo en la Casa Blanca a verse encerrado veinte años en la cárcel, todo en sesenta segundos…
—Que se vaya a la mierda Liddy —dije—. Eso no le habría pasado a un buen chico.
Solté una sonora carcajada y añadí:
—Liddy fue el cabrón que organizó la Operación Bloqueo… ¿te acuerdas?
Bloor asintió.
—¿Qué crees tú qué habría pasado si Gordon Liddy hubiese estado en la puerta cuando pasamos nosotros?
Sonrió, bebió un trago.
—Estaríamos en estos momentos en una cárcel mexicana —dijo—. Sólo una de estas pastillas —alcé una de las pastillas de ácido— habría bastado para lanzar a Liddy a un frenesí de odio. Nos habría hecho encerrar como sospechosos de todo, desde asalto a mano armada a contrabando de drogas.
El miró la pastilla que yo sostenía, luego estiró la mano para cogerla.
—Acabemos de una vez con ellas —dijo—. No puedo soportar estos nervios.
—Tienes razón —dije, buscando otra en el bolsillo—. Ya casi estamos en San Antonio.
Me tragué la píldora y le pedí otro whisky a la azafata.
—¿Ya está? —preguntó—. ¿No nos queda nada?
Asentí.
—Salvo la anfetamina.
—Deshazte de ella —dijo—. Ya estamos llegando.
—No te preocupes —contesté—. Este ácido empezará a hacer efecto justo cuando aterricemos. Debíamos pedir más bebida.
Me desabroché el cinturón y avancé por el pasillo hacia el lavabo, con el propósito de tirar la anfetamina por el inodoro… pero cuando entré, una vez cerrada la puerta, contemplé aquellas mariconas descansando tan pacíficamente allí en mí palma… diez cápsulas de anfetamina en polvo blanca pura y pensé: No, podríamos
necesitarlas,
si surge otra emergencia. Recordé la peligrosa letargia que se había apoderado de mí en Monterrey.
Luego, contemplé mis botas de baloncesto de lona blanca y vi lo bien que ajustaban las lengüetas debajo del cordón… allí había presión suficiente, pensé, y sitio suficiente para diez cápsulas… así que las metí allí todas y volví a mi asiento. Pensé que no tenía sentido decírselo a Bloor.
Él está
limpio, y, por tanto, es totalmente inocente. Pensé que decirle que llevaba todavía encima las cápsulas reduciría su capacidad de justa cólera… después de que hubiéramos cruzado tranquilamente la aduana, cuando nos arrastrásemos ciegos por el aeropuerto de San Antonio, me lo agradecería.
San Antonio fue coser y cantar, no hubo el menor problema… pese al hecho de que, prácticamente, nos caíamos del avión, ciegos otra vez, y que cuando cogimos nuestras maletas en la cinta transportadora camino del funcionario de aduanas, un negro altísimo, los dos nos reíamos como tontos del rastro de píldoras de anfetaminas naranja que íbamos dejando en el suelo del cobertizo de aduanas de tejado metálico. Yo estaba discutiendo con el agente cuánto debería pagar de impuestos por las dos botellas de tequila que llevaba cuando me di cuenta de que Bloor casi se caía de risa a mi lado. Acababa de pagar 5,88 dólares por su tequila, y estaba destornillándose mientras el agente discutía
mi
tarifa.
—¿Qué coño te pasa ahora? —le dije, volviendo la vista hacía él… Entonces me di cuenta de que estaba mirándome a los pies, y que le costaba tanto trabajo contener la risa que a duras penas mantenía el equilibrio.
Yo también miré y allí, como a quince centímetros de mí zapato derecho, había una cápsula de un color naranja brillante. Había otra en el felpudo negro de goma a unos sesenta centímetros detrás mío… y sesenta centímetros más lejos, otra. Parecían tan grandes como balones de fútbol.
Disparatado, pensé. Hemos ido dejando un rastro anfetamínico desde el avión hasta este aduanero de cara de escarabajo… que me entregaba en aquel instante el recibo de mi tasa por el licor. Lo acepté con una sonrisa que estaba desintegrándose ya en histeria cuando lo cogí de su mano. El miraba hoscamente a Bloor, que ya había perdido el control y seguía riéndose tirado en el suelo. El aduanero no podía entender de qué se reía Yail, porque quedaba entre nosotros la cinta transportadora… pero
yo
podía. Era otra de aquellas malditas bolas anaranjadas, que descansaba sobre la puntera blanca de lona de mi zapato. Me agaché con la mayor naturalidad posible y me la guardé en el bolsillo. El aduanero nos miraba con claro disgusto y nosotros cogimos las maletas y cruzamos las puertas giratorias de madera, y entramos en el vestíbulo del aeropuerto de San Antonio.
—¿Verdad que es increíble? —dijo Bloor—. ¡Ni siquiera nos abrió las maletas! ¡Por él, pudimos pasar con doscientas libras de heroína pura!
Dejé de reírme. Era verdad. Mi gran maleta (la de piel de elefante con cantoneras de bronce) aún estaba bien cerrada. No habían abierto ni una sola de nuestras maletas ni para una inspección protocolaria. Habíamos incluido las botellas de tequila en el impreso de declaración… y era todo lo que parecía interesarles.
—¡Dios mío! —decía Bloor—. Sí lo hubiésemos
sabido.
Sonreí, pero aún estaba muy nervioso. Había algo casi mágico en lo de dos carcajeantes y tambaleantes drogatas pasando por uno de los puntos más controlados del mapa aduanero sin que ni siquiera les abriesen las maletas. Era casi ofensivo. Cuanto más lo pensaba, más furioso me ponía… porque aquel negro de fríos ojos había acertado absolutamente. Nos había catalogado con una sola mirada. Casi podía oírle pensar: «¡Maldita sea! Mira estos dos blanquitos babeantes. Nadie que esté tan trompa puede ir en serio».
Y era verdad. Sólo pasamos con una cápsula de anfetaminas, y hasta esto fue un accidente. Así que, la verdad, se había ahorrado un montón de trabajo innecesario ignorando nuestro equipaje. Yo habría preferido no entender este embarazoso suceso tan claramente, porque me hundió en un ataque de depresión… a pesar del ácido, o, quizás, a causa de él.
El resto del viaje fue una pesadilla de disparates paranoides y de esa clase de pequeñas humillaciones que te persiguen varias semanas después. Cuando íbamos a mitad de camino, entre San Antonio y Denver, Bloor se asomó al pasillo y agarró por una pierna a una azafata haciéndola caer con una bandeja en la que llevaba veintiún vasos de vino, que se hicieron añicos a sus pies y alzaron furiosos comentarios entre los demás pasajeros de primera clase que habían pedido vino con el almuerzo.
—¡Eres un cochino drogadicto cabrón! —mascullé, procurando ignorarle en el estallido de indignación que nos rodeaba.
El hizo una mueca estúpida, ignorando los aullidos de la azafata y fijando en mí una mirada desvaída e incrédula que confirmó, definitivamente, mis convicciones de que nadie que tenga la más mínima inclinación latente a usar drogas debería intentar pasarlas por aduana. Nos sacaron prácticamente a empujones del avión en Denver, entre carcajadas y tumbos, en tan mal estado que apenas sí pudimos recoger el equipaje.