La gran caza del tiburón (20 page)

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Authors: Hunter S. Thompson

Tags: #Comunicación

BOOK: La gran caza del tiburón
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Esa imagen tenía que recordarme la de Killy, bajando por las lomas de Grenoble para ganar la primera, la segunda y la tercera de aquellas tres increíbles medallas de oro. Jean Claude había
estado allí:
había llegado hasta ese lugar señero y extraño donde sólo viven los tigres de las nieves; y ahora, con 26 años y más dólares de los que pueda gastar o contar, no hay nada que se iguale a esos picos que ya ha escalado. Ahora, todo es cuesta abajo para el esquiador más rico del mundo. Fue muy bueno (y muy afortunado) durante un tiempo por poder vivir en ese mundo gana-pierde, blanco-negro, triunfa-o-muere del superatleta televisivo internacional. Fue un maravilloso espectáculo mientras duró, y Killy hizo lo suyo mejor que nadie hiciera antes.

Pero ahora, sin nada que ganar, se encuentra al ras del suelo, como todo el mundo, absorbido en guerras extrañas e insensatas en territorios desconocidos; obsesionado por una sensación de vacío que no podrá aliviar nunca el dinero; burlado por las normas caramelo de algodón de un juego mezquino que aún le sobrecoge… encerrado en un estilo de vida dorado en el que ganar significa mantener cerrada la boca y recitar, a una señal, lo que otros han escrito. Este es el nuevo mundo de Jean-Claude Killy: un guapo muchacho francés de clase media que se entrenó duro y aprendió a esquiar tan bien que ahora su nombre es inmensamente vendible en la plaza del mercado de una economía-cultura demencialmente inflada que devora a sus héroes como salchichas y les honra más o menos al mismo nivel.

Su imagen de héroe televisivo probablemente le sorprenda más a él que al resto de nosotros. Nosotros aceptamos todos los héroes que nos ponen delante y no nos sentimos impulsados a despedazarlos. Killy parece entender eso también. Está aprovechándose de un ambiente-dinero que no existía antes y que quizás no vuelva a existir nunca… al menos durante su vida o la nuestra, y que puede que ni siquiera al año que viene exista ya.

Por otra parte, es injusto tacharle, pese a todo, de avaro insensible. Detrás de esa sonrisa nostálgica programada sospecho que hay algo emparentado con lo que Norman Mailer denominó una vez (hablando de James Jones) «un sentido animal de quién tiene el poder». Hay también un caviloso menosprecio por el sistema
norteamericano
que le ha hecho lo que es. Killy no entiende este país. Ni siquiera le gusta: pero no se plantea la menor duda respecto al papel que tiene que jugar en un mundo que está haciéndole rico.

El es la creación de su director, y si Mark McCormack desea que intervenga en una película de monstruos o apoye publicitariamente algún tipo de crema para la piel de la que nunca ha oído hablar… en fin, las cosas son así. Jean-Claude es buen soldado; acepta bien las órdenes y aprende deprisa. Subiría en el escalafón en cualquier ejército.

Killy reacciona. Su tarea no es pensar. Por eso resulta difícil honrarle por los rectos instintos que pueda aún cultivar en privado… mientras se burla de ellos en público por inmensas sumas de dinero. El eco del estilo Gatsby recuerda la verdad de que Jimmy Gatz no era en realidad más que un fullero rico y un vendedor de bebidas alcohólicas. Pero Killy no es Gatsby: es un francés joven e inteligente con un numerito completamente original… y una estructura pragmática de referencias que está mejor cimentada, sospecho, que la mía. Las cosas le van muy bien y no hay nada en su profunda y limitada experiencia que pueda permitirle entender cómo puedo yo contemplar su número y decir que me parece, a mí, un medio muy duro de ganar dinero… puede que el más duro.

Nota final del autor

OWL FARM

Inclúyase por favor esta cita al principio o al final del artículo de Killy. — Thompson.

«No hay eunuco que halague su propia bulla más vergonzosamente ni que busque por medios más infames estimular su hastiado apetito, para ganar algún favor, que el eunuco de la industria».

—La cita, tal como la tengo, se atribuye a un tal Billy Lee Burroughs… pero, si no me falla la memoria, creo que procede de las obras de K. Marx. De cualquier modo, puedo localizar su origen si es preciso…

Scanlan's Monihly,
vol. 1, núm. 1, marzo 1970

¿QUÉ LLEVO A HEMINGWAY A KETCHUM?

Ketchum, Idaho

«Aquel pobre viejo. Solía pasear por allí, por la carretera, al atardecer. Era tan frágil y estaba tan delgado y parecía tan viejo, que daba no sé qué verle allí. A mí siempre me daba miedo que le pillara un coche, y habría sido horrible que muriese así. Me daban ganas de salir y decirle que tuviera cuidado, y si hubiera sido otra persona lo habría hecho, pero con Hemingway era distinto».

El vecino se encogió de hombros y miró hacia la casa vacía de Ernest Hemingway, un chalet de aspecto acogedor, con un gran par de cuernos de alce en la entrada. Está edificado en una colina que mira hacia el río Big Wood, y, pasado el valle, a las montañas Sawtooth.

A kilómetro y medio, o así, en un pequeño cementerio del extremo norte del pueblo, está la sencilla tumba de Hemingway, bajo la sombra vespertina de Monte Baldy y las pistas de esquí de Sun Valley.

Más allá de Monte Baldy están los pastos altos de la Reserva Forestal del río Wood, donde pastan en verano miles de ovejas, que cuidan pastores vascos de los Pirineos. La tumba está cubierta de una gruesa capa de nieve todo el invierno, pero, en el verano, aparecen los turistas y se fotografían junto a ella. El verano pasado fue un problema porque la gente se llevaba la tierra a puñados como recuerdo.

Cuando la noticia de su muerte ocupó los titulares de los periódicos en 1961, no debí ser el único que se sorprendió más que por el suicidio por el hecho de que la noticia llegase fechada en Ketchum, Idaho. ¿Por qué vivía allí? ¿Cuándo había abandonado Cuba, donde casi todo el mundo le suponía luchando contra lo que él sabía que era su último plazo para lograr la Gran Novela tan prometida?

Los periódicos nunca respondieron a esas preguntas (al menos para mí), así que la semana pasada, con una sensación de curiosidad insatisfecha, subí por la larga y desolada carretera que lleva a Ketchum, por la cuenca que separa los valles del Magic y del río Wood, atravesando Shoshone y Bellevue y Hailey (pueblo natal de Ezra Pound) y pasando Jack's Rock Shop, en la 93, hasta llegar al propio Ketchum, que es un pueblo de 683 habitantes.

Cualquiera que se considere escritor, e incluso lector serio, ha de preguntarse, sin duda, qué podía tener este pueblecito remoto de Idaho para pulsar una fibra tan sensible en el escritor más famoso de Norteamérica. Había estado viviendo aquí esporádicamente desde 1938 y, por último, en 1960, compró una casa a la salida misma del pueblo y, no por azar, a diez minutos de coche de Sun Valley, que está tan cerca de Ketchum que, en realidad, son una misma cosa.

Las respuestas podrían ser aleccionadoras: no sólo como clave del propio Hemingway, sino por una cuestión que él se planteó a menudo, incluso en letra impresa. «No tenemos grandes escritores —le explica al austríaco en
Las verdes colinas de África
—. No sé qué les pasa a nuestros buenos escritores cuando llegan a cierta edad… Convertimos a nuestros escritores en algo muy raro, ¿sabes?… les destruimos de diversos modos». Pero ni el propio Hemingway pareció descubrir de qué modo estaban destruyéndole a él y, en consecuencia, nunca supo evitarlo.

Aún así, él sabía que algo malo les había pasado a él y a su obra, y, después de pasar unos días en Ketchum, tenías la sensación de que había venido aquí exactamente por esa razón. Pues fue aquí, en los años que precedieron y siguieron a la Segunda Guerra Mundial, a donde vino a cazar y a esquiar y a correrla por los bares locales, con Gary Cooper y Robert Taylor y todos los demás famosos que venían a Sun Valley cuando el lugar aún destacaba en el mapa de diversiones de la
cafe society.

Aquéllos eran «los buenos tiempos», y Hemingway jamás logró superar el hecho de que no persistieran. Estuvo aquí con su tercera esposa en 1947, pero luego se instaló en Cuba y no volvió hasta doce años después y ya era, entonces, un hombre distinto, con otra esposa, Mary, y una visión distinta del mundo, de un mundo que en tiempos había logrado «ver claro y como un todo».

Ketchum era quizás el único lugar de su mundo que no había cambiado radicalmente desde los buenos tiempos. Europa se había transformado por completo, África estaba iniciando una conmoción generalizada, y hasta Cuba, por último, estalló bajo sus pies como un volcán. Los educadores de Castro enseñaban que «Míster Way» había estado explotándoles, y, a su edad, no tenía humor ya para aguantar más hostilidad de la inevitable.

Sólo Ketchum parecía inmutable y fue aquí donde decidió atrincherarse. Pero también aquí hubo cambios: Sun Valley no era ya un refugio de invierno deslumbrante y lleno de celebridades para los ricos y para los famosos, sino sólo una buena estación de esquí más en una liga dura. «La gente aquí estaba acostumbrada a él —dice Chuck Atkinson, propietario de un motel de Ketchum—. No le molestaban y él lo agradecía. La época que más le gustaba era el otoño. Bajábamos a Shoshone al faisán o íbamos al río a los patos. Era un buen tirador, incluso al final, cuando estaba enfermo».

Hemingway tuvo pocos amigos en Ketchum. Chuck Atkinson fue uno, y cuando le vi una mañana en su casa, que queda en un alto dominando el pueblo, acababa de recibir un ejemplar de
Fiesta.
«Me lo mandó Mary desde Nueva York —explicó—. Leí una parte después del desayuno. Es bueno, parece más propio de él que otras cosas que escribió».

Otro de sus amigos fue Taylor «Rastro-de-oso» Williams, un guía veterano que murió el año pasado y fue enterrado junto al hombre que le dio el manuscrito original de
Por quién doblan las campanas.
Era «Rastro-de-oso» quien llevaba a Hemingway a las montañas tras el alce, el oso y el antílope en los tiempos en que «Papá» era aún un cazador de carne.

Como es natural, Hemíngway ha adquirido un buen puñado de amigos después de su muerte. «¿Está usted escribiendo un artículo sobre Ketchum? —me preguntó el encargado de un bar—. ¿Por qué no hace uno con toda la gente que conoció a Hemingway? A veces, tengo la sensación de que soy la única persona del pueblo que no le conocía».

Charley Masón, pianista itinerante, es una de las pocas personas que pasaron mucho tiempo con él, principalmente escuchando, porque «cuando Ernie llevaba unos tragos encima, podía pasarse horas explicando toda clase de historias. Era mejor que leer sus libros».

Conocí a Masón en el club Sawtooth, en la Calle Mayor, cuando entró a tomar un café. Ha dejado de beber últimamente y la gente que le conoce dice que parece diez años más joven. Mientras hablábamos, tuve la extraña sensación de que era una especie de creación de Hemingway, que se había escapado de uno de sus relatos cortos de la primera época.

«Era un gran bebedor —me dijo Masón con una risilla—. Recuerdo una vez en el Tramp [una taberna local], hace pocos años; estaba él con dos cubanos; uno era un negro enorme, un traficante de armas que conoció en la guerra española, y el otro, un hombrecito muy delicado, un neurocirujano de La Habana que tenía unas manos finas como las de un músico. Duró tres días la cosa. Estaban borrachos de vino y farfullaban en español, como revolucionarios. Una tarde que estaba yo allí, Hemingway sacó el mantel a cuadros de la mesa y él y el otro grande se turnaron mientras el médico hacía de toro. Ellos daban vueltas y meneaban el mantel… algo tremendo».

Otro día, al atardecer, en Sun Valley, Masón hizo un descanso y se sentó un rato a la mesa de Hemingway. En el curso de la conversación, le preguntó qué hacía falta «para entrar en la vida literaria, o en cualquier otro campo artístico, en realidad».

«Bueno —dijo Hemingway—. Yo sólo vivo de una cosa: de tener poder de convicción y de saber lo que hay que eliminar».

Esto mismo ya lo había dicho antes, pero si aún lo creía en el invierno de su vida, es ya otra cuestión. Hay bastantes pruebas de que no siempre estaba seguro de lo que había que eliminar, y muy pocas que demuestren que su poder de convicción sobreviviese a la guerra.

Ese poder de convicción es algo que a todo escritor le cuesta mantener, y sobre todo en cuanto toma conciencia de él. Fitzgerald se desmoronó cuando el mundo dejó de bailar al son de su música; la confianza de Faulkner se hundió cuando tuvo que enfrentarse a negros del siglo veinte, en vez de a los símbolos negros de sus libros; y cuando Dos Passos intentó cambiar sus convicciones perdió su poder.

Hoy tenemos a Mailer, a Johnes y a Styron, tres grandes escritores en potencia, atascados en lo que parece ser una crisis de valores, provocada, como la de Hemingway, por la naturaleza ruin de un mundo que no se está quieto el tiempo suficiente para que ellos lo vean bien como un todo.

No es sólo una crisis de escritores, pero ellos son las víctimas más patentes porque la función teórica del arte es poner orden en el caos, orden ya difícil de cumplir si el caos es estático, y tarea sobrehumana en una época en que el caos se está multiplicando.

Hemingway no era un político. A él no le interesaban los movimientos políticos, pero en sus obras abordaba las presiones y tensiones que pesaban sobre los individuos en un mundo que, antes de la Segunda Guerra Mundial, parecía muchísimo menos complicado de lo que lo ha sido a partir de entonces. Bien o mal, su gusto se inclinaba por las concepciones grandes y simples (aunque no fáciles): por blancos y negros, como si dijésemos, y no se sentía cómodo con la multitud de matices y tonos grises que parecen ser la ola del futuro.

No era la ola de Hemingway y volvió, en fin, a Ketchum, preguntándose sin cesar, dice Masón, por qué no le habrían matado años atrás en acción violenta, en alguna otra parte del globo.

Aquí, al menos, tenía montes y un buen río bajo su casa; podía vivir entre gente sencilla y no política y ver, cuando quisiese, a algunos de sus amigos famosos que aún subían hasta Sun Valley. Podía sentarse en el Tramp o el Alpíne o en el Club Sawtooth y hablar con hombres que pensaban de la vida lo mismo que él, aunque no supiesen explicarse tan bien. En esta atmósfera familiar creía poder librarse de las presiones de un mundo enloquecido y «escribir de verdad» sobre la vida como había hecho en el pasado.

Ketchum era el Big Two Hearted River de Hemingway, quien escribió su propio epitafio en el relato del mismo título, igual que escribió Scott Fitzgerald su epitafio en un libro titulado
El gran Gatsby.
Ninguno de los dos entendía las vibraciones de un mundo que les había derribado de sus tronos, pero Fitzgerald fue, de los dos, el que mostró más flexibilidad. Su inacabado
El último magnate
fue una tentativa sincera de captar la realidad y de atenerse a ella, por muy desagradable que le pudiera parecer.

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