Las Fuerzas Aéreas estiman mucho a la gente que «se ajusta al libro», y, de hecho, existe un libro (el llamado Manual técnico) sobre cada pieza del equipo que se utiliza, incluidos los aviones. Los pilotos de pruebas no pueden ajustarse «al libro», sin embargo, porque son, a todos los efectos prácticos, quienes lo escriben. «Nosotros llevamos el avión a sus límites absolutos —decía un joven comandante de Edwards—. Queremos saber exactamente cómo responde en todas las circunstancias posibles. Y luego lo explicamos, sobre el papel, para que otros pilotos sepan lo que puede esperarse de él».
Este comandante estaba allí de pie en la línea de vuelo, con un traje de vuelo naranja brillante, una prenda muy holgada de una sola pieza, lleno de bolsillos y cremalleras y solapas. Estos pilotos son gente de aire deportivo, que parecen vagamente un grupo de defensas de un equipo profesional de fútbol. La edad oscila entre treinta y pocos y cuarenta y muchos, con una media de treinta y siete o treinta y ocho. La edad media en la Escuela de Pilotos de Investigación Aeroespacial de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos de Edwards es de treinta años. No se acepta a nadie de más de treinta y dos; pocos pilotos de menos de veintinueve tienen suficiente experiencia de vuelo como para ingresar. De una lista de seiscientos a mil aspirantes que se presentan cada año, la escuela elige dos clases de dieciséis hombres cada una. Son raros los fracasos; el proceso de selección es tan riguroso que ningún candidato que parezca ni siquiera vagamente dudoso sobrevive a la selección final. Cuarenta y uno de los sesenta y tres astronautas del país se graduaron en la escuela de pilotos de pruebas, una versión militar de Cal Tech y del MIT. Es, en fin, él no va más en academias aeronáuticas.
Los pilotos de pruebas están embargados por una sensación de elitismo. Hay menos de cien en Edwards, y varios centenares más esparcidos en proyectos de pruebas por el país. Pero la capital de su mundo es Edwards. «Es como la Casa Blanca —dice el coronel Joseph Cotton, recientemente retirado—. Después de Edwards, la única dirección posible que puede seguir un piloto de pruebas es hacia abajo; cualquier otro puesto significa prácticamente bajar de categoría».
El coronel Cotton es el hombre que salvó uno de los XB-70 experimentales de 350 millones de dólares estableciendo un cortocircuito en la computadora con una presilla. El tren de aterrizaje del inmenso avión se había averiado, y resultaba imposible aterrizar. «Uno no puede discutir con una caja negra —decía el coronel—. Así que tuvimos que engañarla». Mientras el avión daba vueltas sobre la base y los ingenieros transmitían desde tierra cuidadosas instrucciones, Joe Cotton cogió una linterna y una presilla y se metió en el compartimento a oscuras del tren de aterrizaje para aplicar cirugía de urgencia al laberinto de cables y relevadores.
Y, aunque parezca increíble, la cosa resultó. Consiguió desconectar el circuito averiado de la cadena de mando, como si dijésemos, y engañar a la computadora para que bajase el tren de aterrizaje. El avión aterrizó con los frenos trabados y las ruedas ardiendo, pero sin ningún daño grave… y la «presilla de Joe Cotton» se convirtió de inmediato en leyenda.
Encontré al coronel Cotton en su nueva casa de Lancaster, paseando por su cuarto de estar mientras su esposa intentaba hacer una llamada a un piloto amigo cuyo hijo adolescente se había matado el día antes en un accidente de moto. El funeral se celebraba la tarde siguiente y toda la familia Cotton pensaba ir. (La línea de vuelo estuvo vacía al día siguiente. El único piloto que había en el edificio de pruebas era un inglés que estaba de visita. Todos los demás habían ido al funeral).
Joe Cotton tiene cuarenta y siete años y es uno de los últimos de la generación pre-computadora. De acuerdo con las normas actuales, ni siquiera habría conseguido ingresar para adiestrarse como piloto de pruebas. No es universitario graduado, y mucho menos especialista en cálculo superior con matrículas de honor en matemáticas y en ciencias. Pero los pilotos jóvenes de Edwards hablan de Joe Cotton como si fuera un mito. No es del todo real, según sus normas: es demasiado complejo, no es absolutamente predecible. En un simposium reciente de la Asociación de Pilotos de Pruebas Experimentales, el coronel Cotton apareció con un reloj de pulsera Ratón Mickey. A todos los demás pilotos les pareció «muy bueno»… pero ninguno de ellos corrió a comprarse un reloj igual.
Joe Cotton es un hombre frágil y muy amable, con un interés obsesivo por casi todo. Estuvimos hablando casi cinco horas. En una era de estereotipos, se las arregla para parecer una especie de hippie patriota y anarquista cristiano a la vez.
«La mayor virtud que puedes cultivar en un avión —dice—, es la virtud de la indulgencia». O: «Controlar un avión es como controlar tu vida, no quieres que vague por ahí, intentando caer en barrena y estrellarse…».
«Los vuelos de pruebas son una cosa estupenda… Ser piloto de pruebas en el desierto de Mojave, en Estados Unidos, es la máxima expresión de libertad que se me ocurre…». Y de pronto: «Retirarse de las Fuerzas Aéreas es como salir de una jaula…».
Siempre resulta un poco chocante encontrar una inteligencia original y sin grilletes, y ésta era precisamente la diferencia que había entre el coronel Joe Cotton y los jóvenes pilotos que conocí en la base. Las computadoras de las Fuerzas Aéreas han trabajado bien: han seleccionado especímenes casi perfectos. Y la ciencia aeronáutica se beneficiará, sin duda, de la definitiva perfección de la ecuación de la prueba de vuelo. Nuestros aviones serán más seguros y más eficaces, y puede que lleguemos a formar a todos nuestros pilotos en probetas.
Quizás esto sea para mejor. O quizás no. La última pregunta que le hice a Joe Cotton fue qué le parecía a él lo de la guerra de Vietnam, y concretamente las manifestaciones antibelicistas.
«Bueno —dijo—, siempre que veas que la gente se inquieta por la guerra, es buena señal. Yo he estado en las Fuerzas Aéreas como piloto casi toda mi vida, pero nunca se me ha ocurrido pensar que hubiese venido al mundo para matar gente. Lo más importante de esta vida es el que nos preocupemos los unos por los otros. Si perdemos eso, perdemos el derecho a vivir. Si se hubiese preocupado más gente en Alemania de lo que estaba haciendo Hitler… en fin». Hizo una pausa, dándose cuenta a medias (y no preocupándole mucho, al parecer) de que ya no hablaba como un coronel de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos recién retirado.
«Sabes —dijo por fin—, cuando vuelo sobre Los Angeles de noche, miro hacia abajo, todas esas luces… seis millones de personas hay allá abajo… tantos como mató Hitler…». Y cabeceó.
Salimos fuera y cuando Joe Cotton me dio las buenas noches, sonrió y me tendió la mano izquierda… recordando, no sé cómo, después de tanta charla divagatoria, que yo no podía utilizar la derecha.
La tarde siguiente, en el bar del club de oficiales, decidí plantear la misma pregunta sobre la guerra en una conversación amistosa con un joven piloto de pruebas de Virginia, que había pasado una temporada en Vietnam antes de que le destinasen a Edwards. «Bueno, yo ya no pienso lo mismo sobre la guerra —dijo—. Yo antes era muy partidario de la guerra, pero ahora no me interesa lo más mínimo, ya no es divertida, ahora que no podemos subir hasta el norte. Antes podías ver los objetivos, podías ver dónde dabas. Pero, demonios, abajo en el sur lo único que haces es volar siguiendo una ruta marcada y soltar las bombas entre las nubes. No te produce ninguna satisfacción». Se encogió de hombros y bebió otro sorbo, desechando la guerra como una especie de ecuación absurda, un problema insignificante que había dejado de ser digno de su talento.
Al cabo de una hora o así, cuando volvía en coche a Los Angeles, oí un parte de noticias por la radio: motines estudiantiles en Duke, Wisconsin, y Berkeley. Capa de petróleo en el Canal de Santa Bárbara. Juicios por el asesinato de Kennedy en Nueva Orleans y Los Angeles. Y de pronto, la Base Edwards de las Fuerzas Aéreas y aquel joven piloto de Virginia me parecieron a un millón de kilómetros de distancia. ¿A quién podía habérsele ocurrido, por ejemplo, que la guerra de Vietnam podría resolverse quitándoles la emoción a los bombardeos?
Pagean, setiembre 1969
Portavoz de los funcionarios de Orden Público
Lo mío son las armas. Nombradme una y la conozco seguro: armas cortas y largas, bombas, gas, fuego, cuchillos y todo lo demás. Hay muy poca gente en el mundo que sepa más que yo de armas. Soy especialista en demolición, balística, armas blancas, motores, animales: cualquier cosa capaz de hacer daño a hombres, animales o edificios. Es mi
profesión,
mi asunto, mí rollo, lo mío… mi maldita especialidad. Y por eso los directores de
Scanlan
me pidieron un comentario sobre una publicación llamada
El jefe de policía.
Me negué al principio… pero pronto me obligaron a cambiar de opinión diversas presiones. En mi decisión no influyó el dinero. Lo que me impulsó al final a hacerlo fue la creencia de que era un deber, de que era urgente incluso hacer oír mí voz. Soy, como dije, un profesional… y en este momento absurdo y desesperado de nuestra historia creo que hasta los profesionales deben hablar.
Yo amo a mi patria, lo confieso. Y también lamento, de veras, verme en esta posición… por una serie de razones, que no me importa enumerar:
1) Por una parte, la prensa solía tener la misma norma de no criticarse a nivel profesional, independientemente de lo que pensaran, o incluso de lo que
supieran.
En los buenos tiempos, un periodista protegía siempre a sus compañeros de profesión. No había manera de conseguir que aquellos tipos declararan contra un compañero. Era más difícil conseguir que lo hicieran que conseguir que los médicos declararan en contra de un colega en un pleito por tratamiento inadecuado, o conseguir que un poli declarara contra un compañero en un caso de «brutalidad policial».
2) El motivo de que yo sepa de cosas como «tratamiento inadecuado» y «brutalidad policial» es que fui, en otros tiempos, policía… jefe de policía, concretamente, en una ciudad pequeña que queda al este de Los Angeles. Y antes fui detective-jefe en Nevada; y antes simplemente poli en Oakland. Así que sé de qué hablo cuando digo que la mayoría de los «periodistas» son unos mierdas mentirosos. Nunca conocí a un reportero que pudiese
pronunciar
la palabra «corrupto» sin mearse por los pantalones de puro sentimiento de culpa.
3) La tercera razón de que me fastidie escribir este «artículo» es que yo tenía gran fe en la revista llamada
El jefe de policía.
La leía todos los meses de cabo a rabo, igual que algunas personas leen la Biblia, y
la ciudad pagaba mi suscripción.
Porque sabían que yo les era muy útil, y sabían que
El jefe de policía
me era muy útil a mí. Me gustaba
muchísimo
la maldita revista. Me
enseñaba
cosas. Me daba ventajas en el juego.
Pero ya no. Ahora todo es distinto… y no sólo para mí, además. Como respetado funcionario de la fuerza pública, que ha ejercido durante veinte años en el Oeste, y ahora como asesor de armas de un candidato político de Colorado, puedo decir por larga y terrible experiencia que
El jefe de policía
se ha convertido en una completa mierda. Como publicación, ya no me emociona, y como falso Portavoz del Cuerpo me pone malo de rabia. Una noche en Oakland, hace unos doce años, casi me vuelvo loco leyendo los anuncios… me fastidia admitir una cosa así, pero es verdad.
Recuerdo uno de Smith & Wesson cuando sacaron su revólver Magnum 44 de acción doble: 240 gramos de plomo caliente surgiendo de un tubo grande de tu mano a 365 metros por segundo… y superpreciso, hasta con blanco móvil.
Hasta entonces, estábamos todos convencidos de que el Magnum 357 era lo nunca visto. En los archivos del FBI hay pruebas de lo que podía hacer el 357: en un caso, dos agentes del FBI lanzaron fuego de persecución contra un coche lleno de sospechosos en fuga; un agente del coche perseguidor puso final a la caza de un solo disparo de su Magnum 357. La bala atravesó el maletero del coche que huía, luego el asiento de atrás, luego la parte superior del tronco de un pasajero del asiento de atrás, luego el asiento delantero, luego el cuello del conductor, luego el cuadro de mandos y, por último, se empotró en el bloque del motor. El 357 era un arma aterradora, francamente, que durante diez años sólo permitieron llevarla a los tiradores de primera cualificados.
Por eso perdí el control cuando (poco después de haber conseguido el permiso para llevar un 357) cogí un número nuevo de
El jefe de policía
y vi un anuncio del Magnum 44, un revólver de modelo nuevo de velocidad
doble
y poder de penetración doble que el «viejo» 357.
Una de las primeras historias de la vida real que oí sobre el Magnum 44 me la contó un alguacil de Tennessee al que conocí una primavera en una conferencia de funcionarios que hubo en San Luis.
«Muy pocos hombres pueden manejar ese maldito chisme —dijo—. Pega más que un bazoka, y el impacto es como el de una bomba atómica. La semana pasada tuve que cazar a un negro en el centro de la ciudad y cuando el tipo iba tan lejos que ya ni siquiera podía oír mi grito de aviso, le aticé al cabrón con este Magnum 44 y le volé la cabeza de un solo tiro. Sólo encontramos algunos dientes y un ojo. Lo demás era masa pastosa y esquirlas de hueso».
En fin… admitámoslo: aquel hombre era un ultra. Hemos aprendido mucho sobre problemas raciales desde entonces… pero en 1970 hasta un negro puede leer
El jefe de policía
y darse cuenta de que no hemos aprendido mucho de armas. Hoy un policía normal de una ciudad grande es blanco seguro para francotiradores, violadores, drogadictos, terroristas y maricas comunistas. Esa basura va bien armada (con armas del ejército norteamericano) y por eso acabé yo dejando el Cuerpo.
Como especialista en armas, vi muy claro (entre 1960 y 1969) que el programa de pruebas de armas del ejército en la península indochina estaba haciendo progresos enormes. En esa activa década, el cartucho militar básico pasó del antiguo modelo 30,06 al 308 neutro y luego al 223 de fuego rápido. El viejo cuento de los «tiradores de marca» quedó finalmente marginado por el valor probado de las pantallas de fuego sostenido. La granada lanzada a mano fue sustituida al fin por el lanzagranadas portátil, la mina Claymore y la devastadora bomba múltiple. Explicándolo en los términos técnicos más simples, podemos decir que la potencia mortífera del soldado individual aumentó de 1,6 por segundo a 26,4 por segundo… o casi cinco puntos de PM (potencial mortífero) más de lo que, según las cifras del Pentágono, necesitaríamos para ganar una guerra terrestre con China.