Se hablaba mucho en el barrio de «derramar un poco de sangre de cerdo, para variar», sí los inspectores llegaban a aprobar el uso de fondos del estado para defender a los polis acusados. Algunos llegaron a llamar al ayuntamiento con amenazas anónimas en nombre del «Frente de Liberación Chicano». Pero los inspectores no se arredraron. Votaron el martes, y al mediodía se conoció la noticia: la ciudad se hacía cargo de la factura.
El martes por la tarde, a las cinco y cuarto, el ayuntamiento de Los Angeles fue dinamitado. Habían colocado una bomba en uno de los retretes de la planta baja. No hubo heridos, y, según la declaración oficial, los daños fueron «menores». Unos cinco mil dólares, dijeron… una minucia comparado con la bomba que destrozó una pared de la oficina del fiscal del distrito el otoño pasado, tras la muerte de Salazar.
Cuando llamé a la oficina del alguacil para preguntar sobre la explosión, me dijeron que no podían hablar del asunto. El ayuntamiento quedaba fuera de su jurisdicción. Pero se mostraron muy dispuestos a hablar cuando pregunté sí era verdad que la bomba era obra del Frente de Liberación Chicano.
—¿Dónde ha oído usted eso?
—En el noticiario.
—Sí, es verdad —dijo—. Llamó una mujer y dijo que lo habían hecho en memoria de los hermanos Sánchez, que lo había hecho el Frente de Liberación Chicano. Hemos oído cosas de esos tipos. ¿Qué sabe usted de ellos?
—Nada —dije—. Por eso llamé al alguacil. Pensé que su red de información sabría algo.
—Claro que saben —dijo él, rápidamente—. Pero toda esa información es confidencial.
Rolling Stone,
núm. 81, 29 de abril de 1971
Día gris en Boston. Montones de nieve sucia alrededor del aeropuerto… Mí vuelo desde Denver llegó a la hora, pero Jean-Claude Killy no había ido a recibirme.
Junto a la puerta estaba Bill Cardoso, sonriendo, con elegantes gafas sin montura; me comentó de camino hacia el bar que yo parecía un serio candidato a una detención por drogas. Los chalecos de piel de cordero no están muy de moda en Boston últimamente.
—Pero mira qué zapatos —dije, señalándome los pies.
—Lo único que veo —dijo con una risilla— es ese maldito cuello. Mi carrera corre peligro si me ven contigo. ¿Llevas algo ilegal en esa bolsa?
—Nunca —dije—. Nadie puede viajar en avión llevando un cuello tipo Legión Cóndor, a menos que vaya completamente limpio. Ni siquiera voy armado… Toda esta situación me pone nervioso y sediento.
Alcé las gafas de sol para buscar el bar, pero la luz era demasiado fuerte.
—¿Y qué pasa con Killy? —preguntó—. Creí que ibas a encontrarte aquí con él.
—No puedo soportarlo más —dije—. Llevo detrás de esto diez días, por todo el país. Chicago, Denver, Aspen, Salt Lake City, Sun Valley, Baltimore. Ahora Boston y mañana New Hampshire. Tengo que ir allí con ellos esta noche en el autobús de Head Ski, pero no puedo soportarlo más. Vamos a echar un trago y luego iré a cancelar ese viaje en autobús.
Parecía la única solución decente. Así que fuimos hasta el hotel del aeropuerto y entramos y el recepcionista nos dijo que la gente de Head Ski estaba reunida en la habitación 247. Y era verdad. Allí estaban, unos treinta en total, de pie alrededor de una mesa cubierta con un paño y atestada de cerveza y de salchichas en taquitos. Parecía un cóctel de la Asociación Benéfica de Patrulleros. Eran los negociantes de Head Ski, probablemente los de la zona de Nueva Inglaterra. Y en medio de ellos, con aire fatigado, lastimosamente incómodo… sí, yo no podía creerlo del todo pero allí estaba: Jean-Claude Killy, el mejor esquiador del mundo, que se había retirado a los 26 años con tres medallas olímpicas de oro, un puñado de contratos excelentes, un manager personal y status de personaje célebre en tres continentes…
Cardoso me hizo un guiño y murmuro:
—¡Dios mío, ahí está Killy!
No esperaba encontrarle allí; en aquella habitacioncilla lúgubre, sin ventanas, en las entrañas de un motel de plástico. Nada más entrar, me detuve… y se hizo un silencio mortal en la habitación. Miraban fijamente, sin decir nada, y Cardoso me explicó después que creyó que iban a atacarnos.
Yo no me esperaba una fiesta. Creía que íbamos a una habitación particular, en la que estarían «Bud» Stanner, director comercial de Head o Jack Rose, de relaciones públicas. Pero ni el uno ni el otro estaban allí. Sólo reconocí a Jean-Claude, así que vadeé aquel silencio hasta él, hasta la mesa de las salchichas. Nos estrechamos la mano, ambos vibrando de malestar en aquella extraña atmósfera. Yo nunca estaba seguro del todo respecto a Killy, nunca sabía si entendía por qué me sentía embarazado
por él
en tales situaciones. Una semana antes había parecido ofenderse cuando me sonreí por su número de vendedor en el Salón del Automóvil de Chicago, donde O. J. Simpson y
él
pasaron dos días vendiendo Chevrolets. Para Killy no había nada cómico en su actuación y no podía entender por qué lo había para mí. Ahora, allí, en aquella lúgubre reunión de ventas de aroma cervecesco, pensé que quizás él creyera que me sentía incómodo por no llevar una corbata roja y una chaqueta de lana con botones de latón como la mayoría de ellos. Quizás le embarazase que le vieran conmigo, un Individuo Raro de tipo indefinido… y con Cardoso, con sus gafas de abuelita y su gran sonrisa, que vagaba por la habitación murmurando: «Pero, Dios Santo, ¿dónde estamos? Esto debe ser el cuartel general de Nixon».
No nos quedamos mucho rato. Presenté a Cardoso como uno de los directores del
Globe
de Boston, y esto despertó cierto interés en las filas de los negociantes-vendedores (andan siempre muy atentos a la publicidad); pero evidentemente mi cuello de piel era algo excesivo que no podían asimilar. Todos se pusieron tensos cuando me acerqué a la cerveza; no nos habían ofrecido nada y yo empezaba a tener mucha sed. Jean-Claude estaba muy serio, con su chaqueta de lana, sonreía nervioso. Fuera, en el pasillo, Cardoso soltó una carcajada:
—¡Qué escena increíble! ¿Qué está haciendo él con esa gentuza?
Cabeceé. Los números de ventas de Killy ya no me sorprendían, pero verle atrapado en un asunto de salchichas y cerveza como aquél, era como acercarse a ver una demostración comercial de café en una urbanización y encontrarse a Jacqueline Kennedy Onassis muy sería haciendo publicidad de un café instantáneo.
Yo no tenía la cabeza bien del todo en aquella etapa de la investigación. Dos semanas de guerra de guerrillas con la máquina publicitaria de Jean-Claude Killy me habían puesto al borde de la histeria. Lo que empezó en Chicago como un simple apunte de un atleta francés convertido en héroe cultural norteamericano había pasado a ser, en la época en que llegué a Boston, toda una serie de demenciales escaramuzas con un directoriado interconexo de relaciones públicas.
Yo ya no necesitaba más tiempo a solas con Jean-Claude. Ya habíamos hecho lo nuestro: una entrevista de cuatro horas; él terminó gritando: «Tú y yo somos completamente distintos. ¡No somos la misma clase de personas! ¡Tú no entiendes nada! ¡Jamás podrías hacer lo que yo hago! ¡Tú te quedas ahí sentado y sonríes, pero no sabes lo que es! Yo estoy cansado, ¡cansado! Ya todo me da igual… ¡Por dentro y por fuera! Me da igual lo que digo, lo que pienso, pero tengo que seguir haciéndolo. Y dentro de dos se manas, podré volver a casa a descansar y a gastarme todo mi dinero».
Había en él una cierta veta de honradez (quizás incluso de humor), pero las poderosas realidades del mundo en que vive ahora-hacen que resulte difícil tratar con él en términos que no sean los del puro comercio. Los que le manejan le llevan a toda prisa de un sitio a otro; su tiempo y sus prioridades se determinan según el valor en publicidad/dólar; todo cuanto dice está revisado y programado. A veces, parece un prisionero de guerra que repite dócilmente su nombre, su rango y su número… y lo hace sonriendo, con la misma docilidad, ofrendando a su interrogador esa especie de semisonrisa nostálgica y distraída que él sabe absolutamente eficaz porque los que le manejan le han enseñado la prueba en cien recortes de prensa. La sonrisa se ha convertido en una especie de marca de fábrica. Es una mezcla de James Dean, Porfirio Rubirosa y empleado de banco adolescente con un plan de desfalco perfecto.
Killy proyecta una inocencia y una tímida vulnerabilidad que lucha denodadamente por superar. Le gusta esa imagen despreocupada y audaz que se ha ganado como el mejor esquiador del mundo, pero lo suyo no es la nostalgia, y lo que realmente le interesa, es su nuevo mundo comercial, ese gran mundo del juego del dinero, donde nada es gratis y se llama fracasados a los «amateurs». La sonrisa nostálgica sigue aún allí, y Killy es lo bastante listo para valorarla, pero le costará trabajo conservarla durante tres años de exposiciones de automóviles, incluso por cien mil dólares al año.
Empezamos en Chicago, a cierta hora espantosa de la mañana, en que me levantaron de un estupor de hotel y me hicieron doblar la esquina de la Avenida Michigan camino de donde estaba el director ejecutivo de Chevrolet, John Z. DeLorean. Iba a hablar a un público de 75 «escritores de automoción» en una conferencia de prensa-desayuno en el entresuelo del Continental Plaza. La habitación era algo así como un salón de bingo de Tulsa: estrecha, llena de largas mesas de fórmica con un bar instalado en un extremo, donde servían café, bebidas y bollos. Era la mañana del primer gran fin de semana del Salón del Automóvil de Chicago, y Chevrolet se empleaba a fondo. Junto a DeLorean, presidiendo la mesa, estaban Jean-Claude Killy y O. J. Simpson, el héroe del fútbol americano. Estaba también presente el directivo que se encargaba de Killy: un tipo alto y flaco, Mark McCormack, de Cleveland, especialista en atletas ricos y probablemente el único ser vivo que sabe lo que Killy vale. Las cifras que oscilan entre los 100.000 y los 50.000 al año son intrascendentes en el marco de las altas finanzas a largo plazo de hoy. Un buen abogado especializado en impuestos puede hacer milagros con unos ingresos de seis cifras… y con toda la excelente maquinaria de que puede disponer el hombre que puede contratar a los mejores administradores de dinero, las finanzas de Killy están tan habilidosamente enmarañadas que no puede entenderlas ni siquiera él mismo.
En algunos casos, un gran contrato (por ejemplo, 500.000 dólares), es en realidad un salario anual de 20.000 dólares con un préstamo libre de intereses de 400.000, depositado en la cuenta del as del deporte que sea, y que rinde entre un cinco y un veinte por ciento anual, según cómo lo utilice. No puede tocar la cantidad base, pero 400.000 dólares pueden dar 30.000 al año nada menos… y un administrador de dinero que trabaje al 30 por ciento puede triplicar fácilmente esa cifra.
Para proteger una propiedad de este género, McCormack ha asumido poder de veto sobre todo el que quiera escribir del asunto para el público. Agrava esto la marranada de que suela salirse con la suya. Justo antes de que me presentaran a mí, había vetado a un escritor de una de las revistas para hombres que más se venden… que, de todos modos, escribió un artículo excelente sobre Killy, pero sin hablar siquiera del asunto.
—Naturalmente, usted será discreto —me dijo.
—¿A qué se refiere?
—Ya sabe lo que quiero decir —sonrió—. Jean-Claude tiene su vida privada y estoy seguro de que usted no querrá crearle problemas ni a él ni a ningún otro… incluido usted mismo, podría añadir, traicionando la confianza que se deposita en usted.
—Bueno… claro que no —contesté, enarcando delicadamente una ceja para ocultar mi desconcierto.
Pareció complacido y miré a Killy, que charlaba amistosamente con DeLorean. Decía:
—Espero que pueda esquiar conmigo alguna vez en Val d'Isère.
¿Había algo depravado en aquella cara? ¿Podía enmascarar aquella sonrisa inocente una mente retorcida? ¿Qué estaba insinuando McCormack? En la actitud de Killy no parecía haber nada de extraño o de degenerado. Hablaba con vehemencia… no se sentía cómodo con el inglés, pero se defendía bastante bien. En realidad, lo único que parecía era demasiado fino, demasiado preocupado por decir bien la frase, como el graduado de una universidad de élite en su primera entrevista para conseguir trabajo… confiado, pero no seguro del todo. Costaba imaginar que fuese un pervertido sexual, que se metiese en la habitación de un hotel y pidiese que le subieran un punzón eléctrico y dos iguanas hembras.
Me encogí de hombros y me serví otro pelotazo. McCormack pareció convencerse de que yo era lo bastante frívolo y maleable para la tarea, así que pasó a centrar su atención en un tipo bajo de pelo ondulado que se llamaba Leonard Roller y representaba a una de las numerosas empresas de relaciones públicas de Chevrolet.
Me acerqué para presentarme. Jean-Claude me dirigió su famosa sonrisa y hablamos brevemente de vaguedades. Supuse que estaba ya harto de hablar con escritores, periodistas y demás tropa, así que le expliqué que me interesaba más su nuevo papel de celebridad-vendedor y sus reacciones ante él que el habitual juego preguntas/respuestas. Pareció entender, sonrió comprensivo ante mis quejas por las pocas horas de sueño y las conferencias de prensa a horas tan intempestivas de la mañana.
Killy es más bajo de lo que parece en televisión, pero más alto que la mayoría de los esquiadores, que suelen ser bajos y corpulentos como los levantadores de peso y los proyectiles humanos. Mide casi uno ochenta y dice pesar setenta kilos, cosa que uno no duda cuando le ve de frente, pero de perfil parece casi ingrávido. Visto de lado, tiene una estructura tan plana que parece un recortable de cartón de tamaño natural. Luego, cuando se vuelve para mirarte de frente, parece un Joe Palooka a escala reducida, perfectamente formado. En bañador, resulta delicado casi, salvo por los muslos: inmensas masas de músculo, muslos de corredor olímpico o de defensa de baloncesto profesional… o de un hombre que se ha pasado la vida esquiando.
Jean-Claude, como Gay Gatsby, tiene «una de esas raras sonrisas que reflejan una especie de seguridad eterna, con las que te tropiezas cuatro o cinco veces en la vida. Enfrentaba (o parecía enfrentar) todo el mundo exterior un instante y luego se concentraba en
ti
con un irresistible prejuicio en tu favor. Te entendía exactamente hasta el punto que te complacía creer a ti mismo y te aseguraba que tenía exactamente la impresión de ti que deseabas transmitir tú». Esa descripción de Gatsby, de Nick Carraway (de Scott, por Fitzgerald), podría ser exactamente igual la de J.-C. Killy, que también se ajusta al resto: «La sonrisa de Gatsby se desvaneció en ese mismo momento… y vio ante sí a un joven y elegante patán, cuya refinada formalidad idiomática bordeaba el absurdo…».