El jurado debía decidir, en realidad, si podía o no creer el testimonio de Wilson, lo de que había disparado al interior del Silver Dollar (hacia el techo) con el fin de que el proyectil de gases rebotase en el techo y penetrase en la parte trasera del local para obligar a aquel desconocido armado que había dentro a salir por la puerta principal. Pero al parecer Rubén Salazar se las había arreglado para meter la cabeza en plena trayectoria de aquel proyectil cuidadosamente disparado. Wilson decía que no conseguía entender lo que había pasado.
Ni tampoco podía entender cómo se las había arreglado Raúl Ruiz para «manipular» aquellas fotos en las que parecía que él y por lo menos otro ayudante del alguacil apuntaban con las armas al Silver Dollar, directamente a la cabeza de los que estaban dentro. Ruiz no tenía problema para explicarlo. Su declaración durante la investigación del
coroner
era igual que la que había hecho unos días después del asesinato. Una vez concluida la investigación, no había nada en las 2.025 páginas de testimonio (de 61 testigos y 204 informes) que arrojase dudas serias sobre el «informe de testigos presenciales chicanos» que escribió Ruiz para
La Raza
cuando el alguacil aún sostenía que Salazar había sido víctima de «una bala perdida» durante los incidentes de Laguna Park.
La investigación del
coroner
concluyó con un veredicto no unánime. El primer párrafo de Smith en su artículo del
Times
del 6 de octubre parece una nota necrológica: «El lunes terminó la investigación de la muerte del periodista Rubén Salazar. Esta investigación de dieciséis días, que ha sido con mucho la más larga y costosa de la historia de este condado, concluyó con un veredicto que confunde a muchos, satisface a pocos, y que prácticamente no significa nada. El jurado del
coroner
emitió dos veredictos: la muerte fue "obra de otra persona" (cuatro jurados) y la muerte fue "accidental" (tres jurados). Así, pues, podemos considerar estas pesquisas una lamentable pérdida de tiempo».
Al cabo de una semana, el fiscal del distrito, Evelle Younger (un firme defensor de la ley y el orden) comunicó que había revisado el caso y había llegado a la conclusión de que «no cabe ninguna acción penal», pese al inquietante hecho de que dos de los jurados que habían votado por el veredicto de «muerte accidental», declaraban ahora que habían cometido un error.
Pero, por entonces, ya no le importaba a nadie en realidad. Hacia la mitad del segundo día, la comunidad chicana había perdido toda posible fe en la investigación y los demás testimonios únicamente espolearon su cólera ante lo que la mayoría consideraba una farsa vil. Cuando el fiscal del distrito declaró que no se acusaría de nada a Wilson, algunos de los portavoces chicanos más moderados pidieron una investigación federal. Los militantes pidieron un motín. La policía guardó silencio.
Pero había una cuestión crucial, que la investigación aclaró sin posibilidad de duda razonable. Era muy poco probable que Rubén Salazar hubiera sido víctima de una conspiración policial de alto nivel, meditada; que hubiesen querido librarse de él preparando una «muerte accidental». La increíble y demencial estupidez y la peligrosa incompetencia a todos los niveles de los funcionarios del poder ejecutivo, que la investigación puso al descubierto, fue quizás lo más valioso de ésta. Era imposible que quien oyera tal testimonio creyera capaz al departamento del alguacil del condado de Los Angeles de organizar un trabajo tan delicado como matar a un periodista
a propósito.
Su actuación en el caso Salazar (desde el día de su muerte hasta el final de la investigación) hacía pensar seriamente que era una imprudencia temeraria dejar sueltos por la calle a los policías. Un incapaz que ni siquiera puede acertar a un techo de siete metros no es lo que se necesita, en estos tiempos, para montar un asesinato en primer grado limpio y decente.
Pero la premeditación es sólo precisa para una acusación de asesinato en primer grado. El asesinato de Salazar fue un trabajo de segundo grado. Según el apartado 187 del Código Penal de California, y en el contexto político de Los Angeles Este en 1970, Rubén Salazar fue liquidado «ilegalmente» y con «premeditación dolosa». Se trata de conceptos muy traidores, y hay sin duda tribunales en Norteamérica ante los que podía alegarse provechosamente que un policía tiene derecho «legítimo» a disparar con un mortífero bazoka de proyectiles de gas contra una multitud de gente inocente, a quemarropa, basándose en la infundada sospecha de que uno de los miembros de esa multitud
pudiera
estar armado. Podría alegarse también que este tipo de agresión demencial y asesina puede realizarse sin «premeditación dolosa».
Puede que sea así. Quizás la muerte de Rubén Salazar pueda desdeñarse legalmente como «accidente policial», o como «negligencia». Es probable que la mayoría de los jurados burgueses dominados por blancos aceptasen la idea. ¿Por qué, en realidad, va a matar un joven oficial de policía deliberadamente a un inocente ciudadano? Ni siquiera Rubén Salazar hubiese creído (diez segundos antes de morir) que un policía estaba a punto de volarle el coco sin motivo alguno. Cuando Gustavo García le advirtió que los policías que había fuera iban a disparar, Salazar dijo: «Es imposible; no estamos haciendo nada». Luego, se levantó y recibió la bomba de gases en la sien izquierda.
La malévola realidad de la muerte de Rubén Salazar es que fue asesinado por policías furiosos, sin ningún motivo; y que el departamento del alguacil de Los Angeles estaba, y sigue estando, dispuesto a defender este asesinato basándose en que estaba plenamente justificado.
Dicen que Salazar murió porque estaba casualmente en un bar donde la policía creía que también había «un hombre armado». Le dieron una oportunidad, dicen, por medio del altavoz… y al ver que no salía con los brazos en alto, no tuvieron más remedio que disparar con el bazoka al interior del bar… y, de paso, volarle la cabeza. Mala suerte. Pero ¿qué hacía él allí, en realidad? ¿Qué hacía metido en aquel bar chicano en medio de un motín comunista?
En realidad los policías creen que Salazar tuvo lo que se merecía… por un montón de razones, pero, sobre todo, porque se metió en medio cuando ellos tenían que cumplir con su deber. Fue una muerte lamentable, pero sí tuviesen que volver a hacerlo todo otra vez, harían exactamente lo mismo.
Esta es la cuestión que quieren dejar bien clara. Es una variante local del tema típico de Mitchell-Agnew: no jodas, chaval, y si quieres andar por ahí con los que se dedican a jodernos, no te sorprendas cuando te llegue la factura… cuando llegue silbando a través de las cortinas de un bar a oscuras una tarde soleada en que los policías deciden dar un escarmiento.
La noche antes de irme de la ciudad, estuve en casa de Acosta con Guillermo Restrepo. Ya había estado allí anteriormente, pero el ambiente estaba muy cargado. Como siempre, en casos como éste, parte de la tropa empieza a ponerse nerviosa por el extraño que anda rondando. Estaba yo en la cocina viendo a Frank preparar unos tacos y preguntándome cuándo empezaría a esgrimir el cuchillo ante mi cara y a recordarme a gritos la vez que le apliqué Mace
[4]
en el porche de mi casa de Colorado (esto fue seis meses atrás, al final de una noche muy larga durante la cual todos habíamos consumido gran cantidad de derivados de cactus; y cuando él empezó a enarbolar un hacha pensé que la única solución era el Mace… que le hizo fosfatina durante unos cuarenta y cinco minutos, y cuando, por fin, salió de aquello, dijo: «Si alguna vez te veo en Los Angeles Este, amigo, te aseguro que desearás no haber oído jamás la palabra Mace, porque te la grabaré en todo tu maldito cuerpo»).
Así que no me sentía muy cómodo viendo a Frank picar la carne en pleno centro de Los Angeles Este. Todavía no había mencionado el Mace, pero yo sabía que saldría a colación, tarde o temprano… y estoy seguro de que así habría sido si no fuese porque de pronto un tipo se puso a gritar en el salón: «¿Qué coño hace aquí ese maldito cerdo escritor gabacho? ¿Es que estamos locos de remate? ¿Cómo podemos dejarle oír toda la mierda que estamos hablando? ¡Ha oído suficiente para que nos encierren a todos durante cinco años, demonios!».
Muchos más años, pensé yo. Y en ese momento, dejé de preocuparme por Frank. En el salón se preparaba una tormenta (y el salón quedaba entre la puerta de salida y yo), así que decidí que era hora de doblar la esquina y encontrarme con Restrepo en el Carioca. Cuando me iba, Frank me dedicó una gran sonrisa.
Un individuo que, según la policía, atacaba a mujeres ancianas, fue acusado el martes de un cargo de asesinato y doce de robo. Frazier DeWayne Brown, cuarenta y cuatro años, uno ochenta y cinco, noventa y dos kilos, antiguo asesor del alguacil del condado de Los Angeles, fue acusado en el mismo juzgado en el que trabajó en otros tiempos. La policía llevaba mucho tiempo buscando a un hombre que entablaba contacto amistoso con ancianas en las paradas de autobús y luego las atacaba y las robaba. Entre las pruebas que hay contra Browm figuran objetos tomados a víctimas de robos con violencia y hallados en su domicilio.
Los Angeles Times
, 31-3-71
Volvimos varías horas después, Guillermo quería hablar con Oscar sobre la posibilidad de presionar a la dirección de la KMEX-TV para que le mantuviesen (a Restrepo) en antena. «Quieren deshacerse de mí —explicó—. Empezaron a presionar al día siguiente de la muerte de Rubén… ¡el mismo día siguiente!».
Estábamos sentados en el salón, en el suelo. Fuera, por encima, el helicóptero de la policía giraba en el cielo sobre el Bulevar Whittier, barriendo el barrio con un foco gigante que no mostraba nada… y que no tenía otro objetivo que el de enfurecer aún más a los chicanos. «¡Esos hijos de puta! —masculló Acosta—. ¡Habéis visto ese maldito chisme!». Todos habíamos salido al patio a contemplar el monstruo. No había manera de ignorarlo. El ruido era bastante molesto, pero el foco era un hostigamiento tan obvio y ofensivo que resultaba difícil entender que incluso un policía pudiera explicarlo como algo distinto a provocación y a burla deliberadas.
—Ahora
dime
—dijo Acosta—. ¿Por qué hacen esto? ¿Por qué? ¿Crees que no
saben
qué efecto nos hace?
—Lo saben —dijo Restrepo.
Encendió un cigarrillo mientras volvíamos al interior.
—Escucha —dijo—. Todos los días recibo unas quince llamadas telefónicas de personas que quieren contarme historias sobre lo que les ha hecho la policía… historias
terribles.
Llevo años oyéndolas, todos los malditos días. Y lo curioso del caso es que yo no solía creer a esa gente. No del todo. No creía que estuvieran
mintiendo,
sólo exagerando.
Hizo una pausa y miró a su alrededor, pero nadie habló. En estos sectores no se confía del todo en Restrepo; forma parte del sistema… como su amigo Rubén Salazar, que salvó ese escollo por la vía dura.
—Pero desde lo de Rubén —continuó Restrepo—
creo
esas historias. Son verdad… ahora lo entiendo. Pero ¿qué puedo hacer?
Se encogió de hombros, nervioso, dándose cuenta de que sus interlocutores habían hecho ese descubrimiento mucho tiempo atrás.
—La otra noche, sin ir más lejos —dijo—, me llamó un hombre que me dijo que la poli había matado a su sobrino en la cárcel. Era homosexual, un joven chicano, no había nada político… y según el informe de la policía se había ahorcado él solo en su celda. Suicidio. Así que investigué. Y, amigo, era algo repugnante. El cuerpo del muchacho estaba
lleno de golpes,
tenía marcas negras y azules por todas partes… y tenía dieciséis puntos recientes en la frente.
»El informe de la policía decía que había intentado escapar y por eso habían tenido que dominarle. Los puntos se los habían dado en el hospital, pero cuando le llevaron a la cárcel, el carcelero, el encargado o como le llamen, no quiso admitirle, porque sangraba demasiado. Así que le llevaron otra vez al hospital y se consiguieron un médico que firmase un papel diciendo que estaba en condiciones de ingresar en la cárcel. Pero tuvieron que
transportarle.
Y al día siguiente, le sacaron una foto colgando del extremo de la litera de arriba con su propia camisa atada al cuello.
»¿
Creéis
eso? Yo no. Pero decidme: ¿Qué puedo
hacer
? ¿Dónde busco la verdad? ¿A quién puedo preguntar? ¿Al alguacil? Maldita sea, no puedo exponer en la televisión que los polis han matado a un chaval en la cárcel si no tengo pruebas… Dios santo, eso lo sabemos todos. Pero no basta con saberlo. ¿Entendéis? ¿Comprendéis por qué no he explicado esa historia en la televisión?
Acosta asentía. Como abogado, entendía muy bien que
hacen falta
pruebas: tanto en la televisión y en los periódicos como en el juzgado. Pero Frank no estaba tan convencido. Estaba bebiendo una botella de Key Largo dulce, y, en realidad, ni siquiera sabía quién era Restrepo. «Lo siento, amigo —había dicho antes—, pero no veo los noticiarios de televisión».
Acosta pestañeó.
Él
ve y lee
todo.
Pero la mayoría de los que le rodean, cree que Las Noticias (las de la televisión, las de la radio, las de los periódicos, todas) no son más que asquerosos trucos gabachos, otro cuento como los demás. «Las noticias», para ellos son pura propaganda… pagada por los anunciantes. «¿Quién paga la factura de todo ese cuento? —preguntan—. ¿Quién está detrás de eso?».
¿Quién realmente? Ambas partes parecen convencidas de que el «verdadero enemigo» es otra malévola conspiración de algún género. La estructura del poder anglo sigue diciéndose a sí misma que «el problema mexicano en realidad es obra de una pequeña organización de agitadores comunistas bien adiestrados, que trabajan veinticinco horas al día para convertir Los Angeles Este en una devastación de violencia constante: hordas de chicanos enloquecidos por las drogas recorriendo las calles continuamente, aterrorizando a los comerciantes, lanzando bombas contra los bancos, saqueando las tiendas, devastando las oficinas y reuniéndose de vez en cuando, armados con pistolas Stern chinas para asaltos directos a la fortaleza del alguacil local».
Hace un año, esta lúgubre visión habría sido un mal chiste, los torpes delirios de algún ultraconservador histérico y paranoide. Pero ahora, las cosas son muy distintas; el ambiente del barrio cambia tan deprisa que ni siquiera los activistas chicanos jóvenes más militantes pretenden saber lo que está pasando de verdad. En lo único que todo el mundo está de acuerdo es en que la cosa se está poniendo muy fea, en que el nivel de tensión sigue subiendo. La dirección de la corriente es clara. Hasta el gobernador Reagan está preocupado. Hace poco nombró a Danny Villanueva, que jugó en tiempos con los Rams de Los Angeles y ahora es director general de la KMEX-TV, embajador personal del embajador ante toda la comunidad chicana.