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Authors: Hunter S. Thompson

Tags: #Comunicación

La gran caza del tiburón (6 page)

BOOK: La gran caza del tiburón
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Yo, por mi parte, no estaba del todo allí, pero sabía que ya estaba llegando… y aún nos quedaban unas siete horas más y dos cambios de avión para llegar a Denver. Sabía que el paso por Inmigración en Monterrey era una simple formalidad… hacer cola con los demás gringos un rato y no ponerse histérico cuando el poli de la puerta te pidiera la tarjeta de turista.

Yo estaba convencido de que podíamos superar aquello tranquilamente, gracias a nuestra prolongada experiencia. Cualquiera que siga en la calle después de siete u ocho años de consumo público de ácido ha aprendido a confiar en su glándula adrenalínica para superar los enfrentamientos rutinarios con la burocracia: citaciones de tráfico, controles de autopista, ventanillas de las líneas aéreas…

Y nos enfrentábamos a una de estas situaciones: sacar el equipaje de aquel avión y no perderlo en el aeropuerto hasta que descubriésemos qué vuelo nos llevaría a San Antonio y Denver. Bloor sólo llevaba dos maletas. Pero yo tenía que arrastrar dos inmensas maletas de cuero, una bolsa de playa de lona y la grabadora con dos altavoces portátiles. Si teníamos que perder algo, quería perderlo al
norte
de la frontera.

El aeropuerto de Monterrey es un edificio pequeño, fresco y luminoso, tan inmaculadamente limpio y eficiente que nos sentimos casi de inmediato acunados y aposentados en un estado de euforia sonriente. Todo parecía funcionar a la perfección. No perdimos ninguna pieza del equipaje, no hubo súbitos arrebatos de farfulleo salvaje en la ventanilla de Inmigración, ni motivo de pánico ni ataques de desesperación en la ventanilla de los billetes… Se habían hecho ya nuestras reservas de primera clase y estaba confirmado todo hasta Denver. Bloor opuso cierta resistencia a pagar treinta y dos dólares más «sólo por sentarse delante con los ricos», pero yo lo consideré necesario.

—Hay muchas más libertad para hacer lo que uno quiera en primera —le dije—. Las azafatas de la sección turística no tienen tanta experiencia en conducta extraña, así que es más probable que se desquicien si creen que tienen entre manos a un loco peligroso. Me miró furioso.

—¿Parezco yo acaso un loco peligroso?

Me encogí de hombros. Resultaba difícil mirarle detenidamente a la cara. Estábamos de píe en un pasillo, junto a las tiendas de
souvenirs.

—Pareces un caso grave de drogadicción —le dije al fin—. El pelo revuelto, los ojos chispeantes, la nariz colorada y…

De pronto vi aquel polvo blanco en la parte superior de su bigote.

—¡Pedazo de cerdo! ¡Has estado tomando coca! Sonrió con los ojos en blanco.

—¿Por qué no, hombre? Sólo un pellizquito, nada más; para darme marcha. Cabeceé.

—Sí. Espera a que tengas que explicárselo al agente de aduanas en San Antonio, con ese polvo blanco manándote de la nariz —solté una siniestra carcajada—. ¿Nunca has visto esas linternas grandes en forma de bala que utilizan para registrar el recto? Estaba frotándose vigorosamente la nariz.

—¿Dónde habrá una farmacia? Tengo que comprar un poco de ese pulverizador nasal.

Buscó en el bolsillo de atrás y vi que se le ponía la cara gris, — ¡Dios mío! —masculló—. ¡He perdido la cartera! Seguía hurgando en los bolsillos, pero no aparecía ninguna cartera.

—¡Jesús! —gimió—. ¡Está en el avión! —Sus ojos chispeaban desquiciados mirando por el aeropuerto—. ¿Dónde está la puerta? —masculló—. La cartera tiene que estar debajo del asiento.

Cabeceé tranquilamente y dije:

—No te molestes, es demasiado tarde.

—¿Qué?

—El avión. Lo vi despegar mientras estabas en la sala de espera esnifando la coca.

Se quedó pensando un momento y luego lanzó un sonoro y tembloroso aullido.

—¡Mi pasaporte! ¡Todo mi dinero! ¡No tengo
nada!
Sin documentación no me dejarán volver a entrar en el país.

Sonreí.

—No seas ridículo. Yo respondo por ti.

—¡Vete a la mierda! —dijo—. ¡Tú estás loco! ¡No hay más que mirarte a la cara para ver que estás loco!

—Anda, vamos a ver si encontramos el bar —dije—. Nos quedan cuarenta y cinco minutos.


¿Qué?

—Cuanto más borracho estés, menos te importará —dije—. Lo mejor que podemos hacer en este momento es conseguir que tú te pongas borracho perdido. Diré que te pusiste delante de un avión en la pista en Mérida y que el motor te arrancó la chaqueta y la succionó por la turbina.

Todo aquello parecía absurdo.

—Tú tenías la cartera en la chaqueta, ¿vale? Yo fui testigo. Lo único que pude hacer fue impedir que la turbina te succionara entero.

Se me escapaba la risa; la verdad es que la escena era muy animada. Casi podía
sentir
la terrible succión mientras nos debatíamos por clavar los talones en el asfalto caliente de la pista. A lo lejos, de un punto indeterminado, llegaba el quejido de una banda de mariachis sobre el estruendo de los motores, que iban arrastrándonos más y más hacia las aspas giratorias. Oí el alarido de una azafata que contemplaba impotente la escena. Un soldado mejicano con metralleta intentó ayudarnos, pero de pronto la turbina le sorbió y desapareció como una hoja arrastrada por el viento… gritos desquiciados a nuestro alrededor, luego un zump estremecedor, mientras el soldado desaparecía, los pies primero, en la bocaza negra de la turbina… El motor pareció atascarse por unos instantes, y a continuación escupió una ducha repugnante de hamburguesa y esquirlas por toda la pista… más chillidos detrás nuestro cuando desapareció la chaqueta de Bloor; yo estaba sujetándole por un brazo cuando otro soldado con metralleta empezó a disparar contra el avión, primero contra la cabina y luego contra el motor asesino… luego, explotó de pronto, como una bomba que estallase justo frente a nosotros; el fogonazo nos lanzó a más de setenta metros de distancia por encima de la pista y a través de una valla de alambre…

¡Dios mío! ¡Qué escena! Un fantástico cuento para soltárselo a los de aduanas de San Antonio…

«Y después, oficial, mientras estábamos allí tumbados en la yerba, demasiado conmocionados para poder movernos, ¡explotó otro motor! ¡Y luego otro! ¡Unas inmensas bolas de fuego! Fue un milagro que escapáramos con vida… Sí, por eso el señor Bloor está en el estado en que está. Se ha pasado toda la tarde muy agitado, casi histérico… quiero llevarle a Denver de nuevo y darle un sedante…».

Tanto me atrapó esta terrible visión que no me di cuenta de que Bloor estaba de rodillas hasta que le oí gritar. Había esparcido el contenido de su maletín por el suelo del pasillo y rebuscaba entre el montón y, de pronto, le vi que sonreía feliz a la cartera que tenía en la mano.

—La encontraste —dije.

Asintió, agarrándola con ambas manos, como sí pudiese escapársele saltando con la fuerza de una lagartija medio capturada y desaparecer por el atestado vestíbulo. Miré a mí alrededor y vi que la gente se paraba a mirarnos. Aún giraba en mi cabeza la feroz alucinación que se había apoderado de mí, pero conseguí arrodillarme y ayudar a Bloor a meter de nuevo sus pertenencias en el maletín.

—Estamos llamando la atención —murmuré—. Vamos al bar, allí estaremos más seguros.

Momentos después estábamos sentados en una mesa desde la que se dominaban las pistas, sorbiendo margaritas y observando a los empleados del aeropuerto que descargaban el 727 que nos llevaría a San Antonio. Mi plan era atrincherarnos en el bar hasta el último momento, luego salir pitando a coger el avión. Habíamos tenido muchísima suerte hasta el momento, pero la escena del vestíbulo había activado una ola de paranoia en mi mente. Tenía la sensación de que llamábamos la atención. La actitud de Bloor era cada vez más psicótica. Bebió un trago de su vaso y luego le dio un papirotazo y lo derramó sobre la mesa y me miró fijamente.

—¿Qué es
esto
? —masculló.

—Un margarita doble —dije, mirando a la camarera para ver si nos miraba.

Nos miraba, y Bloor le hizo un gesto llamándola.

—¿Qué quieres? —murmuré.

—Un glaucoma —dijo.

Antes de que pudiera oponerme llegó la camarera. El glaucoma es un combinado complicadísimo que contiene unos nueve ingredientes insólitos; a Bloor le había explicado la composición una mujerzuela vieja que conoció en la terraza del Bal-Hai. La vieja había enseñado al encargado del Bal-Hai a prepararlo: contenía cuantías muy precisas de ginebra, tequila, kahlua, hielo machacado, zumos de frutas, rodajas de limón, especias… todo perfectamente mezclado en un vaso grande y muy frío.

No es el tipo de bebida que deba uno pedir en un aeropuerto con la cabeza llena de ácido y una visible dificultad de vocalización. Y menos cuando ni siquiera hablas el idioma local y acabas de derramar la primera bebida que has pedido por la mesa.

Pero Bloor insistió. Cuando la camarera abandonó toda esperanza, se acercó al mostrador a hablar con el encargado. Yo me derrumbé en mi asiento, sin perder de vista el avión y con la esperanza de que estuviésemos ya a punto de salir. Pero ni siquiera habían cargado el equipaje todavía: aún faltaban veinte minutos para la salida… tiempo suficiente para que un pequeño incidente se convirtiese en un problema grave. Observé a Bloor que hablaba con el encargado, señalando diversas botellas de las estanterías y utilizando de cuando en cuando los dedos para indicar medidas. El encargado cabeceaba pacientemente.

Por fin Bloor volvió a la mesa.

—Ya está haciéndomelo —dijo—. Vuelvo de aquí a un minuto. Tengo que hacer una cosa.

Le ignoré. Mi mente divagaba de nuevo. Dos días y dos noches sin dormir, más una dieta persistente de drogas psicoactivas y margaritas dobles empezaban a influir en mi capacidad de concentración. Pedí otro vaso y miré hacia los cerros de un marrón oscuro que había al otro lado de las pistas. El bar disponía de un buen aire acondicionado, pero a través de la ventana sentía perfectamente el calor del sol.

¿Por qué preocuparse?, pensé. Hemos conseguido superar lo peor. Lo único que tenemos que hacer ahora es no perder el avión y salir de aquí. En cuanto crucemos la frontera, lo más que puede pasarnos es que tengamos un pequeño incidente en la aduana en San Antonio. Puede que tengamos que pasar una noche en la cárcel, pero ¿qué demonios? Una pequeña acusación sin importancia (embriaguez, escándalo público, resistencia a la autoridad), nada grave, ningún delito. Cuando aterrizásemos en Tejas, ya nos habríamos tragado toda prueba de delito.

Mi única preocupación real era la posibilidad de que nos hubieran puesto una denuncia en regla en Cozumel. Después de todo, habíamos dejado atrás dos facturas de hotel que totalizaban unos quince mil pesos, además de aquel jeep medio destrozado de Avis que habíamos dejado en el aparcamiento del aeropuerto (otros quince mil pesos); y habíamos pasado los últimos cuatro o cinco días en compañía constante de un traficante de drogas descarado de primera categoría, todos cuyos movimientos y contactos, en realidad, podrían haber estado vigilados e incluso fotografiados por agentes de la Interpol.

¿Dónde estaría Frank? ¿En la seguridad de su casa en California? ¿O preso en Ciudad de México, jurando desesperadamente que ignoraba qué podían ser aquellas latas de polvo blanco halladas en su equipaje? Casi podía oírle: «¡Tiene que creerme usted, capitán! Fui a Cozumel a estudiar una inversión inmobiliaria. Y una noche, estaba sentado en el bar, pensando en mis cosas, cuando, de pronto, aparecen aquellos dos ácidoadictos borrachos y se sientan a mí lado y me dicen que trabajan para
Playboy.
Uno de ellos tenía un puñado de píldoras encarnadas y fui tan idiota que me tomé una. Cuando me di cuenta, estaban utilizando mí habitación del hotel como cuartel general. No dormían nunca. Intenté controlarles, pero tuvieron muchas ocasiones en que yo estaba dormido y pudieron meter cualquier cosa en mi maleta… ¿qué? ¿que dónde están ahora? Bueno… con seguridad no puedo decirlo, pero puedo decirle los hoteles en los que paraban».

¡Dios mío! ¡Aquellas terribles alucinaciones! Intenté apartarlas de mi mente y terminé la bebida que me quedaba y pedí más. De pronto, un súbito estremecimiento paranoico me hizo saltar de mi asiento. Me incorporé y miré alrededor. ¿Dónde estaba el cabrón de Bloor? ¿Cuánto tiempo hacía que se había ido? Miré hacia el avión y vi el camión del combustible aún aparcado debajo del ala. Pero habían cargado ya el equipaje. Diez minutos más.

Me tranquilicé de nuevo, mostrando a la camarera un puñado de pesos para pagar nuestras bebidas, intentando sonreírle. Cuando, de pronto, todo el aeropuerto pareció retumbar con el sonido de mí nombre lanzado por un millar de altavoces… luego, oí el nombre de Bloor… una voz áspera, con mucho acento, aullando por los pasillos como el alarido de un espectro… «LOS PASAJEROS HUNTER THOMPSON Y YAIL BLOOR PRESÉNTENSE INMEDIATAMENTE EN LA VENTANILLA DE INMIGRACIÓN…».

Me quedé demasiado aterrado para moverme.

—¡Por mí madre! —mascullé—. ¿De verdad lo he oído? —Me agarré a los brazos de mi asiento e intenté concentrarme. ¿Estaba alucinando otra vez? No había forma de cerciorarse…

Luego oí de nuevo la voz, atronando por todo el aeropuerto:

LOS PASAJEROS HUNTER THOMPSON Y YAIL BLOOR PRESÉNTENSE INMEDIATAMENTE EN LA VENTANILLA DE INMIGRACIÓN…

¡No! pensé. ¡Esto es imposible! Tenía que ser demencia paranoide. ¡Mi miedo a que me engancharan en el último momento se había hecho tan intenso que oía voces imaginarias! El sol que se filtraba por el ventanal había hecho hervir el ácido en mi cerebro; una inmensa burbuja de drogas había roto una vena débil en mi lóbulo frontal.

Luego, vi que Bloor entraba corriendo en el bar. Tenía los ojos desencajados, braceaba vesánicamente. — ¿Lo oíste? —gritó. Le miré fijamente. En fin… Nos han jodido, pensé. También él lo oyó o sí no lo oyó, sí los dos estamos alucinando, significa una sobredosis… significa que estaremos totalmente descontrolados las próximas seis horas, enloquecidos de miedo y de confusión, sintiendo que nuestros cuerpos desaparecen y que las cabezas se nos hinchan como globos y seremos incapaces de reconocernos…

—¡Despierta! ¡Maldita sea! —gritó él—. ¡Tenemos que ir corriendo al avión!

Me encogí de hombros.

—Es inútil. Nos agarrarán en la puerta.

El intentaba cerrar la cremallera de su maletín frenéticamente.

—¿Estás seguro de que los nombres eran los nuestros? ¿Completamente seguro?

Asentí, sin moverme aún. En algún punto de mi semiadormecido cerebro empezaba a agitarse la verdad. No estaba alucinando. La pesadilla era real… y, de pronto, recordé lo que había dicho el relaciones públicas de Striker sobre aquel
jefe
todopoderoso de Cozumel que tenía la exclusiva del combustible.

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