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Authors: Hunter S. Thompson

Tags: #Comunicación

La gran caza del tiburón (4 page)

BOOK: La gran caza del tiburón
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La banda estaba tomándose un descanso y dos de los músicos se acercaron a nuestra mesa. Frank decía algo de una fiesta más tarde. Me encogí de hombros, luchado aún por despejar mis conductos nasales con rápidas oliscadas de ron. Percibí que este último acontecimiento podría tener graves consecuencias en el futuro de mi artículo, pero eso ya no me preocupaba demasiado…

Y, de pronto, de las profundidades del recuerdo brotó un borroso fragmento de conversación entre un obrero de la construcción y el encargado de un bar de Colorado. El obrero explicaba por qué no debía tomar otro trago: «No puedes revolearte como un cerdo por la noche y remontarte como un águila por la mañana», dijo.

Pensé brevemente en esto y luego lo deseché. Mi situación personal era completamente distinta. Eso me parecía. En unas tres horas, yo debía estar en los muelles con mi cámara y mí grabadora para pasar otro día en uno de aquellos barcos de mierda.

No, pensé, aquel tipo de Colorado se había equivocado por completo. El verdadero problema es cómo revolcarse como las águilas por la noche y remontarse luego como los cerdos por la mañana.

En cualquier caso, esto no cambió en absoluto las cosas. Por una serie de razones, perdí el barco a la mañana siguiente y pasé la tarde aletargado en la arena de una playa vacía a unos quince kilómetros del pueblo.

El viernes por la noche, se hizo ya evidente que el artículo no sólo era un agujero seco sino quizás hasta una cavidad seca. Nuestro problema más grave era el jodido aburrimiento que significaba perder ocho horas al día en alta mar bajo un sol abrasador, bamboleándote en el puente de una lancha motora de gran potencia, viendo cómo negociantes de mediana edad izaban peces vela por el costado de la embarcación de cuando en cuando. Bloor y yo habíamos pasado un día entero en el mar (en los únicos barcos del torneo en los que de verdad pasaba algo, Sun Dancer y Lucky Striker) y al oscurecer del viernes habíamos llegado a la firme conclusión de que la pesca en alta mar no es un deporte adecuado para espectadores. He visto muchos espectáculos deportivos detestables, desde la competición de lucha profesional por equipos de Flomaton, Alabama, al Roler Dervy en la televisión de Okland y los torneos de
softball
intramuros de la base de las Fuerzas Aéreas de Scott, Illinois… pero, que me cuelguen si puedo recordar algo tan disparatado y jodidamente aburrido como aquel tercer torneo anual de pesca internacional de Cozumel. Lo único que se le aproxima, en mis recuerdos recientes, es una tarde del marzo pasado, que me cogió un atasco de tráfico en la autopista de San Diego… pero hasta
eso
tenía un cierto factor adrenalínico; al final de la segunda hora, estaba tan loco de rabia que rompí la parte de arriba del volante del Mustang alquilado que llevaba, luego reventé la bomba de agua poniendo el motor a toda potencia y, por último, abandoné definitivamente aquel trasto en el canal de salida a unos tres kilómetros al norte de la desviación de Newport Beach.

Creo que fue el sábado por la tarde cuando la niebla cerebral se había despejado lo bastante para permitirnos considerar clara y detenidamente nuestra situación… que había cambiado drásticamente, por entonces, tras tres noches sin dormir y una serie de espasmódicos enfrentamientos con la gente de Striker. Me habían echado de un hotel y me había instalado en otro, y a Bloor le había amenazado con la cárcel o la deportación el director del suyo, en la plaza del centro del pueblo.

Yo había conseguido pasar otro día en el mar como un zombi, con la ayuda constante de la lata de Frank, pero nuestra relación con la gente de Striker parecía haberse jodido definitivamente. Nadie relacionado con el torneo quería saber nada de nosotros. Nos trataban como a leprosos. Con los únicos que nos sentíamos a gusto por entonces era con una heterogénea colección de
freaks
locales. Borrachos, putas y buceadores que pescaban coral negro y que se reunían, al parecer, todas las tardes en la terraza cubierta del Bal-Hai, el principal bar del pueblo.

Nos acogieron en seguida… un súbito cambio en las viejas relaciones con la isla, que me obligó a empezar a firmar todas las facturas, dividiéndolas mitad por mitad entre Striker y
Playboy.
Nadie parecía preocuparse, sobre todo la creciente multitud de nuevas amistades que venían a beber con nosotros. Esta gente entendía y le divertía vagamente la idea de que hubiésemos caído en desgracia con los de Striker y con la estructura de poder local. Durante los últimos tres días de insomnio, habíamos estado reuniéndonos en el Bal-Hai para cavilar públicamente sobre la posibilidad de represalias masivas por parte de los
jefes
locales enfurecidos por nuestra detestable conducta.

Fue hacía el oscurecer del sábado, acodado en una gran mesa redonda de la terraza del Bal-Hai, cuando me di cuenta de que el Mustang verde guisante pasaba por segunda vez frente a nosotros en menos de diez minutos. Sólo hay un Mustang verde guisante en la isla, y uno de los buceadores me había dicho que pertenecía al «alcalde»: un joven y fornido político, un funcionario nombrado y no elegido, que parecía un salvavidas de panza cervecesco de alguna playa de Acapulco. Le habíamos visto con frecuencia las últimas semanas, normalmente al atardecer y cruzando siempre arriba y abajo por la
frontera
del litoral.

—Ese hijo de puta está empezando a ponerme nervioso —masculló Bloor.

—No te preocupes —dije—. No dispararán… mientras estemos aquí con más gente.

—¿Qué? —Una mujer de pelo canoso de Miami que estaba sentada junto a nosotros, había captado la palabra disparar.

—Es la gente de Striker —expliqué—. Nos hemos enterado de que han decidido ir a por nosotros.

—¡Dios mío! —dijo un piloto aéreo retirado que llevaba viviendo en su bote, en el mar, y en la terraza cubierta del Bal-Hai los últimos meses—. No creeréis que van a empezar a disparar, ¿verdad?, ¡en una isla pacífica como ésta!

Me encogí de hombros.

—Aquí no. No dispararían contra una multitud. Pero no podemos dejar que nos cojan solos.

La mujer de Miami empezó a decir algo, pero Bloor la cortó con un exabrupto que hizo volverse cabezas por toda la terraza.

—Mañana se van a llevar el susto de su vida —masculló—. A ver lo que hacen cuando vean lo que sale de ese jodido transbordador de Playa del Carmen por la mañana.

—¿Pero de qué demonios hablas? —preguntó el ex-piloto.

Bloor no decía nada, miraba fijamente hacia el mar. Yo vacilé un momento, luego, instintivamente, recogí el hilo:

—Matones —dije—. Hicimos unas cuantas llamadas anoche. Mañana por la mañana saldrán de ese barco como una manada de lobos.

Nuestros amigos de la mesa se miraron nerviosos. El crimen violento es algo casi insólito en Cozumel. La oligarquía nativa es partidaria de variedades mucho más sutiles… y la idea de que el Bal-Hai pudiera ser escenario de un tiroteo tipo Chicago resultaba difícil de asimilar, incluso a mí me resultaba difícil.

Bloor intervino de nuevo, sin dejar de mirar hacia tierra firme.

—En Mérida puedes contratar lo que quieras —dijo—. A esos tipos los conseguimos a diez pavos por cabeza, más gastos. Son capaces de partir todos los cráneos de la isla sí hace falta… y quemar luego todos los barcos de esos carcas de mierda hasta la línea de flotación.

No habló nadie durante un momento y luego la mujer de Miami y el piloto retirado se levantaron para irse.

—Ya nos veremos —dijo secamente el piloto—. Es que tenemos que volver al barco a comprobar unas cosas.

Instantes después, también se fueron los dos buceadores que estaban sentados con nosotros, diciendo que quizás nos viesen al día siguiente en la fiesta de Striker.

—No contéis con ello —masculló Bloor.

Los buceadores se largaron con una mueca nerviosa hacia la
frontera
con sus pequeñas Hondas. Nos dejaron solos en la gran mesa redonda, sorbiendo margaritas y contemplando el crepúsculo que se dibujaba en la península de Yucatán, a unos dieciocho kilómetros de distancia, al otro lado del estrecho. Tras unos largos instantes de silencio, Bloor hurgó en el bolsillo y sacó un ojo de vidrio hueco que había comprado a uno de los vendedores callejeros. Tenía una tapa de plata por detrás y la abrió y luego metió por el agujero la paja de su margarita y esnifó copiosamente antes de pasármelo.

—Toma —dijo—. Prueba un poco de lo mejor de Frank.

El camarero estaba al lado, pero le ignoré… hasta que me di cuenta de que tenía problemas y entonces alcé la vista del ojo de cristal que tenía en la mano y pedí otros dos tragos y una paja seca.


Cómo no
—silbó él, alejándose a toda prisa de la mesa.

—Se ha apelmazado todo con la humedad —le dije a Bloor, mostrándole la paja llena de polvo—. Tendremos que cortarla así a lo largo.

—No te preocupes —dijo—. Hay mucho más en el sitio de donde vino esto.

Asentí, aceptando un nuevo trago y unas seis pajas secas que me daba el camarero.

—¿Viste lo deprisa que se largaron nuestros amigos? —dije, inclinándome otra vez sobre el ojo—. Sospecho que se creyeron todo el cuento.

Bloor dio un sorbo a su nuevo vaso y miró fijamente el ojo de cristal de mi mano.

—¿Y por qué no iban a creérselo? —masculló—. Hasta yo estoy empezando a creérmelo.

Sentí un gran adormecimiento al fondo de la boca y en la garganta mientras cerraba la tapa y le devolvía el ojo.

—No te preocupes —dije—. Somos profesionales… has de tenerlo en cuenta.

—Ya lo tengo en cuenta, ya —dijo él—. Pero tengo miedo de que ellos también lo tengan.

Fue a última hora de la noche del sábado, si no recuerdo mal, cuando nos enteramos de que Frank Oliver había ganado oficialmente el torneo: quedó delante de la pobre gente del Lucky Striker por un pez. Lo anoté en mi cuaderno mientras vagábamos por el muelle donde estaban amarrados los barcos. Nadie nos dijo que subiéramos a bordo para «un trago amistoso» (como les decían algunos pescadores a otros del muelle); en realidad, fueron muy pocos los que llegaron a hablar con nosotros siquiera. Frank y su amigo tomaban cervezas en un bar al aire libre que quedaba cerca, pero su tipo de hospitalidad no estaba en armonía con esta escena. A lo más que puede llegar la gente de Striker es a Jack Daniel y al magreo intenso en la cubierta de popa… y, después de una semana de creciente aislamiento respecto a aquel mundo que teóricamente yo estaba «cubriendo», me enfrentaba a la lúgubre y desagradable verdad de que «mi reportaje» se había jodido. La gente de los barcos no sólo me miraba con clara desaprobación, sino que ya casi nadie se creía siquiera que trabajase para
Playboy.
Lo único que sabían seguro es que había algo muy raro y descentrado, como mínimo, en mí y en todos mis «ayudantes».

Lo cual, en cierto modo, era verdad y esta sensación de alejamiento por ambas partes se complicaba, por la nuestra, con una paranoia galopante inducida por las drogas, que proporcionaba a cada pequeño incidente, a medida que pasaban los días, un tono agrio y temible. La sensación paranoide de aislamiento era ya suficientemente mala (junto con lo de intentar vivir en dos mundos completamente distintos al mismo tiempo). Pero el peor problema era el hecho de que me había pasado una semana con aquel maldito reportaje y aún no tenía la más remota idea de lo que era, en realidad, la pesca en alta mar. No tenía ni idea de lo que era pescar realmente un pez grande. Sólo había visto a una pandilla de negociantes carcas enloquecidos que, de vez en cuando, alzaban sombras oscuras por el costado de las diversas embarcaciones, justo lo suficiente para que algún ayudante de los de a dólar por hora pudiese cortar la sotileza y apuntar un tanto para el «pescador». No había visto en toda la semana un pez fuera del agua… salvo en las raras ocasiones en que un pez vela enganchado había saltado, por un instante, a cien metros o así de la embarcación, antes de volver a sumergirse para el largo viaje de recogida que, normalmente, duraba de diez a quince minutos de silenciosa lucha y acababa siempre con el pez bien eludiendo el anzuelo o bien arrastrado lo bastante cerca del barco para ser «tocado» y liberado a continuación.

Los pescadores me aseguraban que todo esto era muy emocionante, pero, por lo que veía, no podía creerlo. A mí me parecía que de lo que se trataba en la pesca era de enganchar a un buen monstruo marino del tipo que fuese y meter realmente al bicho en el barco. Y luego comérselo.

Todo lo demás me parecía un cuento para diletantes… como cazar jabalíes con un pulverizador, desde la seguridad de una ranchera… y fue esta sensación medio loca de frustración la que me llevó, por último, a vagar por los muelles intentando contratar a alguien que nos llevase a mí y a Bloor a pescar tiburones comedores de hombres en la noche. Parecía la única forma de llegar a tener una sensación auténtica de aquel deporte: pescar (o cazar) algo verdaderamente peligroso, un animal capaz de arrancarte una pierna en un instante si cometías el más leve error.

Esta idea no era comprendida, en general, en el muelle de Cozumel. Los negociantes-pescadores no veían que tuviera sentido encharcar la popa de sus costosas bañeras con sangre de verdad, y, sobre todo, si la sangre podía ser la suya… pero, al final, conseguí dos colaboradores: Jerry Haugen, del Lucky Striker, y un capitán maya local que trabajaba para Fernando Murphy.

Ambas tentativas acabaron en desastre… por razones totalmente distintas y también en momentos distintos; pero siento la imperiosa obligación de incluir un breve comentario al menos de nuestras expediciones a la caza del tiburón por la costa de Cozumel. Lo primero que he de decir es que vi más tiburones por casualidad en las inmersiones realizadas de día con escafandra autónoma que en nuestras complicadas y costosas «cacerías» nocturnas en los barcos pesqueros; y lo segundo es que cualquiera que compre algo más complejo o caro qué una botella de cerveza en la costa de Cozumel se expone a graves problemas.

La
Cerveza Superior
a 75 centavos la botella en la terraza del Bal-Hai es un chollo auténtico (aunque sea sólo porque al menos sabes lo que te dan) comparado con los viajes de pesca en alta mar y de inmersión con «escafandra autónoma» disparatados, e incluso mortíferamente ineptos, que se ofrecen en los muelles, en sitios como El Limón o los de Fernando Murphy. Esta gente alquila embarcaciones a los gringos tontos por 140 dólares al día (o la noche) y luego te llevan al mar y te echan por la borda con un equipo de bucear deficiente, en unas aguas llenas de tiburones durante el día, o te ponen a navegar en círculo durante la noche (una especialidad de Fernando Murphy) buscando teóricamente tiburones a unos quinientos metros de la costa. Hay bocadillos de salchichón en abundancia mientras esperas, sin poder comunicarte verbalmente con el avergonzado ayudante maya o el capitán; los dos saben qué clase de cascarón están manejando, pero que no hacen más que seguir las órdenes de Fernando Murphy. Este, por su parte, está en el pueblo haciendo de
maître
en La Piñata, su club nocturno al estilo Tijana.

BOOK: La gran caza del tiburón
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