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Authors: Hunter S. Thompson

Tags: #Comunicación

La gran caza del tiburón (2 page)

BOOK: La gran caza del tiburón
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Pero había algo más: yo acababa de
volver
de «vacaciones». Era la primera vez que lo había intentado, o al menos la primera que lo había intentado desde que me echaron de mi último trabajo regular el día de Navidad de 1958, cuando el director de producción de la revista
Time
rompió mi tarjeta perforada en un ataque de furia tartamudeante y me dijo que me largara de allí. Había estado en paro desde entonces (en el sentido formal de la palabra) y cuando llevas sin trabajar fijo catorce años, es casi imposible relacionarse con una palabra como vacaciones.

Así que estaba sumamente nervioso cuando las circunstancias me empujaron, a finales del invierno del 72, a coger un avión e irme a Cozumel con mi mujer, Sandy, con el objeto de no hacer nada en absoluto.

Tres días después me quedé sin respiración en una resaca, a treinta metros de profundidad, en los Arrecifes de Palancar, y tan a punto estuve de ahogarme, que luego me dijeron que había tenido suerte de acabar sólo con un caso grave de aeroembolismo. La cámara de descompresión más próxima estaba en Miami, así que alquilaron un avión y me facturaron hacía allí aquella misma noche.

Pasé los diecinueve días siguientes en una esfera presurizada de un sitio que quedaba en el centro de Miami, y, cuando al fin salí, la factura era de tres mil dólares. Mi mujer logró localizar a mi asesor jurídico en una comuna de drogadictos de los arrabales de Mazatlán. Voló inmediatamente a Florida e hizo que los tribunales me declarasen pobre de solemnidad para poder salir de aquello sin problemas legales.

Volví a Colorado con la idea de descansar por lo menos seis meses, pero a los tres días de llegar a casa, llegó este encargo de cubrir un torneo de pesca. Era natural, decían, porque yo ya estaba familiarizado con la isla. Y, además, necesitaba salirme un poco de la política.

Lo cual era cierto, en parte… pero yo tenía, además, razones personales para querer volver a Cozumel. La noche antes de mi inmersión con escafandra autónoma en los Arrecifes de Palancar, había guardado cincuenta unidades de MDA pura en la pared de adobe de la piscina de los tiburones del acuario local, cerca del Hotel Barracuda… y este tesoro no se había apartado de mi pensamiento mientras me recuperaba del aeroembolismo en el hospital de Miami. Así que cuando me llegó el encargo de Cozumel, cogí el coche y fui inmediatamente a la ciudad a consultar con mi viejo amigo y compinche de drogas Yail Bloor. Expliqué las circunstancias con todo detalle, luego pedí consejo.

—Está clarísimo —masculló—. Tenemos que bajar hasta allí inmediatamente. Tú te encargarás de los pescadores, de la droga me encargo yo.

Estas fueron las razones por las que volví a Cozumel a finales de abril. Ni el director ni los pescadores deportivos de alto copete de la tripulación tendrían la menor idea de mi verdadera razón para hacer el viaje. Bloor lo sabía, pero tenía un interés encubierto en mantener el secreto porque yo le llevaba a él, incluido en el presupuesto, como «asesor técnico». A mí me parecía muy razonable: para informar sobre una situación sumamente competitiva, necesitas que te ayude alguien en quien tengas plena confianza.

Cuando llegué a Cozumel el lunes por la tarde, todos los individuos de la isla que tenían algo que ver con el negocio del turismo estaban medio locos de emoción ante la idea de tener entre ellos una semana o diez días a un auténtico «escritor de PLAYBOY» de la vida real. Cuando bajé del avión de Miami, me recibieron como a Búfalo Bill en su primer viaje a Chicago: había una manada entera de especialistas en relaciones públicas esperando el avión, y tres de ellos por lo menos estaban esperándome
a mí:
¿Qué podían hacer por mí? ¿Qué
quería
yo? ¿Cómo podían hacerme la vida agradable? ¿Llevar mis maletas?

Bueno… ¿por qué no?

¿Adónde?

Bueno… Hice una pausa, percibiendo una inesperada apertura que podía llevar casi a cualquier parte…

—Creo que tengo que ir al Cabañas —dije—. Pero…

—No —dijo uno de los porteadores—. Tiene usted una suite de prensa en el Cozumeleño. Me encogí de hombros.

—Cualquiera está bien —murmuré—. Vamos. Yo le había pedido al agente de viajes de Colorado que me consiguiera uno de esos jeeps Volkswagen Safari (del mismo tipo que el que había tenido en mi último viaje a Cozumel), pero la bandada de relaciones públicas del aeropuerto insistía en llevarme directamente al hotel. Mi jeep, me dijeron, me sería entregado en el plazo de una hora, y, entre tanto, me trataron como a una especie de dignatario de alto nivel: unas cuantas personas llegaron realmente a llamarme «señor Playboy» y los demás no hacían más que tratarme de «Sir». Me metieron en un coche que estaba esperando y salimos por la autopista de dos carriles, cruzando la selva de palmeras camino del Sector Norteamericano, un racimo de hoteles a pie de playa en el extremo nordeste de la isla.

Pese a mis débiles protestas, me llevaron al hotel más nuevo, mayor y más caro de la isla: una inmensa mole de hormigón de un blanco firme que me recordaba la cárcel de la ciudad de Oakland. En recepción, nos saludaron el director, el propietario y varios empleados que explicaron que el ruido terrible y martilleante que oía eran sólo los obreros que estaban dando los últimos toques a la tercera planta de lo que habría de ser un coloso de cinco pisos.

—Ahora tenemos sólo noventa habitaciones —explicó el director—. Pero en Navidades tendremos trescientas.

—¡Santo Dios! —mascullé.

—¿Qué?

—Nada, nada —dije—. Están haciendo ustedes aquí una cosa tremenda, de eso no hay duda. Es de lo más impresionante en todos los sentidos. Pero lo curioso es que yo creía que tenía reservas en el Cabañas.

Y añadí un simpático gesto y una sonrisa, ignorando la sobre-cogedora frialdad que empezaba ya a asentarse sobre nosotros.

El director soltó una inconexa carcajada que parecía tos.

—¿El Cabañas? No,
señor
Playboy. El Cozumeleño es
muy distinto
al Cabañas.

—Sí —dije yo—. Eso se ve enseguida.

El botones maya había desaparecido ya con mis maletas.

—Le hemos reservado una suite —dijo el encargado—. Creo que quedará satisfecho.

Su inglés era muy preciso, su sonrisa extrañamente impenetrable… y era evidente, con sólo echar un vistazo a aquel comité de bienvenida de campanillas, que iba a ser su huésped por lo menos una noche… Y en cuanto se olvidaran de mí, escaparía de aquel depósito de cadáveres inmerso de hormigón y me ocultaría en la cómoda paz decadente y sombreada de palmeras del Cabañas, donde me sentía más en casa.

En el viaje desde el aeropuerto el relaciones públicas, que llevaba una gorra azul de béisbol y un niqui de manga corta blanquiazul muy elegante, ambos etiquetados con la insignia resplandeciente de STRIKER, me había explicado que el propietario de aquel inmenso hotel nuevo, el Cozumeleño, pertenecía a la familia que era dueña de la isla.

—La mitad de la isla es suya —dijo, con una sonrisa—. Y lo que no es suyo lo controlan completamente, con la licencia de combustible.

—¿Licencia de combustible?

—Sí —dijo el relaciones públicas—. Controlan cada litro de combustible que se vende aquí: desde la gasolina que usamos en este jeep hasta el gas de las cocinas de todos los restaurantes de los hoteles e incluso hasta el combustible de los reactores del aeropuerto.

No hice mucho caso a esta charla, por entonces. Me parecía el mismo tipo de cuento ruin y servil que puede esperarse de un adorador del poder, como suelen ser los relaciones públicas en todas partes, cuando hablan de cualquier tema y en cualquier situación…

Mí problema estaba claro desde el principio. Yo había ido a Cozumel (al menos oficialmente) para cubrir no sólo un torneo de pesca sino un
ambiente:
le había explicado al director que la pesca deportiva de este género atrae a un tipo determinado de gente y que lo que a mí me interesaba era la conducta de esta gente, más que la pesca. En mi primera visita a Cozumel había descubierto el puerto pesquero por puro accidente una noche en que Sandy y yo andábamos en coche por la isla, más o menos desnudos, bien cargados de MDA y la única razón de que localizásemos el puerto de yates fue que me equivoqué en una curva hacia la medía noche e intenté (sin darme cuenta de lo que estaba haciendo) saltarme un control de carretera vigilado por tres soldados mexicanos con metralletas que había a la entrada del único aeropuerto de la isla.

Recuerdo que fue un momento difícil y ahora que lo analizo desde aquí, sospecho que aquel polvillo blanco y mohoso que habíamos tomado probablemente fuese algún tipo de tranquilizante para animales en vez de auténtico MDA. Hay muchísimo PCP en el mercado de drogas en estos tiempos; si alguien quiere poner en coma a un caballo, puede comprarlo fácilmente en… bueno… no quiero decirlo.

En cualquier caso, estábamos cargados… y después de que los guardias armados del aeropuerto nos hicieron retroceder, cogí el primer camino despejado que vi y acabamos en el puerto de los yates, donde había una fiesta en marcha. Oí el ruido como a medio kilómetro de distancia, así que me fui guiando por la música y crucé la autopista y unos doscientos metros de una rampa empinada cubierta de yerba hasta el muelle. Sandy se negó a salir del jeep, diciendo que aquél no era el tipo de gente con quien le apetecía mezclarse, dadas las circunstancias, así que la dejé acurrucada en una manta en el asiento delantero y me acerqué solo al muelle. Era exactamente el tipo de escena que yo estaba buscando: unos 35 blancos ricos completamente borrachos de sitios como Jacksonville y Pompano Beach, rondando por allí a media noche, en aquel puerto mexicano, con sus cruceros de doscientos mil dólares, maldiciendo a los nativos por no proporcionar suficientes putas adolescentes que hiciesen juego con la música de los mariachis. Era una escena de decadencia absoluta y me sentía allí como en casa. Empecé a mezclarme con la gente y a intentar alquilar un bote para la mañana siguiente… lo cual resultó muy difícil, porque nadie era capaz de entender lo que decía.

¿Qué demonios pasa aquí?, me preguntaba. ¿Tiene anfetamina esta droga? ¿Por qué no puede entenderse esta gente?

Una de las personas con quienes estaba hablando era un tipo de Milwaukee, propietario de un Chris-Craft de veinte metros. Había llegado de Key West aquella tarde, dijo, y lo único que parecía interesarle de verdad en aquel momento era la «chica argentina» con la que forcejeaba en la popa. La chica tenía unos quince años, pelo rubio oscuro y ojos enrojecidos, pero era difícil verla bien, porque «Capitán Tom» (así fue como se presentó él) estaba doblado sobre ella encima de una caja de cebos de gomaespuma llena de cabezas de delfines, intentando sorberle la clavícula al tiempo que hablaba conmigo.

Le dejé al fin y encontré a un patrón de pesca local que se llamaba Fernando Murphy, que estaba tan borracho que podíamos comunicarnos perfectamente, aunque él hablaba poco inglés.

—De noche no hay pesca —dijo—. Venga a mi oficina de la plaza del pueblo mañana y ya le alquilaré una buena embarcación.

—Maravilloso —dije—. ¿Cuánto costará?

Soltó una carcajada y cayó contra una rubia descolorida de Nueva Orleans que estaba demasiado borracha para poder hablar.

—Para usted —dijo—, ciento cuarenta dólares al día… y pesca
garantizada.

—Magnífico —dije—. Estaré allí al amanecer. Tenga la embarcación preparada.


¡Chingado!
—gritó.

Dejó caer el vaso sobre el muelle y empezó a forcejear con sus propios omoplatos. Aquello me sorprendió muchísimo, pues, por unos instantes, no me di cuenta de lo que pasaba… hasta que vi a un tipo de ciento veinte kilos, con vaqueros y gorra de béisbol roja, riéndose a carcajadas en la parte baja de la popa de una embarcación próxima llamada Black Snapper, y vi que había enganchado a Murphy por la camisa con una caña de marlín de doce kilos e intentaba izarle.

Murphy retrocedió tambaleante, gritando
«¡Chingado!»
otra vez, mientras caía de costado sobre el muelle rompiéndose la camisa. En fin, pensé, no tiene objeto intentar hacer negocios con esta gente esta noche y, en realidad, no salí a pescar siquiera en aquel viaje. Pero el tono vulgar general de aquella fiesta se me quedó grabado: una caricatura en vivo de basura blanca desmadrada en playas extranjeras; un reportaje asombroso, y no sin cierto grado de Interés humano.

El primer día del torneo, pasé ocho horas en el mar a bordo del probable ganador: un striker de 54 pies llamado Sun Dancer, propiedad de un próspero industrial de mediana edad, Frank Oliver, natural de Palatka, Florida.

Oliver dirigía una flota de embarcaciones en el Canal Interior de Jacksonville, según dijo, y Sun Dancer era la única embarcación del puerto de Cozumel en la que ondeaba una bandera confederal. Había invertido en él «unos trescientos veinticinco mil» (incluyendo la red de enchufes empotrados de la aspiradora, para poder limpiar las mullidas alfombras) y, aunque dijo que se pasaba «unas cinco semanas al año» en el barco, era un pescador muy serio y se proponía ganar el torneo.

Con este fin, había contratado a uno de los mejores capitanes de embarcaciones pesqueras del mundo (un tipejo nervioso llamado Cliff North), dejando en sus manos el Sun Dancer por un año. North es una leyenda viva en el mundo de la pesca deportiva y la idea de que Oliver le contratase como capitán no resultaba del todo aceptable para los demás pescadores. Uno de ellos explicó que era como si un jugador de golf rico de fin de semana contratase a Arnold Palmer para que jugase por él la final del campeonato. North vive en el barco con su mujer y dos jóvenes «ayudantes» que hacen todas las tareas serviles, y durante los diez meses del año en que Oliver no está, alquila el Sun Dancer a todo el que pueda pagar la tarifa. Lo único que tiene que hacer (a cambio de esta sinecura) es asegurar que Oliver gane los tres o cuatro torneos de pesca en los que tiene tiempo para participar durante el año.

Gracias a North y a su buen manejo de la embarcación, Frank Oliver figura ya en los libros de récords de pesca deportiva como uno de los mejores pescadores del mundo. Que Oliver pudiera o no ganar algún torneo sin North y sin Sun Dancer es tema que ha levantado mucha polémica y de algún que otro comentario duro entre los profesionales de la pesca deportiva. Ni siquiera los pescadores más egoístas negarán que un buen barco y un buen capitán al mando del mismo son factores decisivos en la pesca en alta mar; pero hay una clara división de opiniones entre los pescadores (que son básicamente aficionados ricos) y los profesionales (los capitanes de embarcación y las tripulaciones) respecto al valor relativo de cada actividad.

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