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Authors: Hunter S. Thompson

Tags: #Comunicación

La gran caza del tiburón (5 page)

BOOK: La gran caza del tiburón
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Encontramos a Murphy en su club nocturno después de perder seis horas inútiles «en el mar» en una de sus embarcaciones, y a punto estuvimos de que nos zurraran y encarcelaran cuando destruimos ruidosamente el buen ambiente del lugar acusándole de «robo descarado», basándonos en que su empleado había admitido ya que nos había tomado el pelo… y lo único que impidió que nos atizasen los matones de Murphy fue el oportuno fogonazo del flash de un fotógrafo norteamericano. No hay nada como el súbito y blanco flash de un fotógrafo gringo profesional para paralizar el cerebro de un rufián mejicano el tiempo suficiente para que las potenciales víctimas efectúen una huida rápida y pacífica.

Nosotros contábamos con esto y salió bien la cosa; fue el triste final del único intento que hicimos de contratar pescadores
locales
para una cacería del tiburón. Murphy cobró sus ciento cuarenta dólares en efectivo por adelantado, nosotros recibimos nuestra dura lección objetiva en tratos comerciales en el muelle de Cozumel… y con las fotos en la lata, comprendimos que lo más prudente era abandonar de inmediato la isla.

La otra cacería nocturna del tiburón que hicimos (con Jerry Haugen en Lucky Striker) fue un tipo de experiencia completamente distinto. Hubo en ella, al menos, el valor de lo auténtico. Haugen y su tripulación de dos hombres eran los «hippies» de la flota Striker, y nos llevaron a Bloor y a mí una noche a una cacería de tiburones
en serio:
una extraña aventura en la que casi se les hundió la embarcación al dar con bajío en plena oscuridad kilómetro y medio mar adentro y que terminó con todos nosotros encaramados en el puente mientras una cría de tiburón de menos de metro y medio coleaba enloquecida por la cubierta de popa, pese a que Haugen le había pegado cuatro tiros en la cabeza con una automática del cuarenta y cinco.

Pensando ahora en todo aquello, la única sensación que me produce la pesca en alta mar es de absoluta y visceral aversión. Hemingway tenía razón cuando decidió que la pistola ametralladora del cuarenta y cinco era el instrumento más adecuado para pescar tiburones, pero se equivocaba respecto al blanco. ¿Por qué disparar contra peces inocentes cuando los culpables se pasean tan tranquilos por los muelles, alquilando embarcaciones a ciento cuarenta dólares al día a pobres borrachos que se autodenominan «pescadores deportivos»?

Nuestra salida de la isla no fue tranquila. El plan era, en esencia (tal como lo concebí yo con la cabeza llena de MDA la noche anterior), esperar hasta más o menos una hora antes del primer vuelo de la mañana a Mérida en Aeroméxico, eludir ambos nuestras facturas de hotel saliendo a toda prisa al amanecer, al acabar el turno del encargado de la noche… y firmar en ambas facturas «Playboy/ Yates de Aluminio Striker». Yo pensaba que este doble y falso imprimátur bastaría para desconectar a los dos encargados lo suficiente para permitirnos llegar al aeropuerto y huir.

Nuestro único problema sería ya (aparte de conectar con el brujo del coral negro que esperaba por lo menos trescientos dólares en metálico por el trabajo que le habíamos encargado) dejar el jeep alquilado de Avis en el aeropuerto no más de tres minutos antes del momento de embarcar: yo sabía que la gente de Avis me tenía vigilado por el mismo furtivo observador que me había endilgado la factura del parabrisas roto, pero también sabía que había estado vigilándonos lo suficiente para saber que ambos nos levantábamos muy tarde. Sin duda, tenía que estar adaptado a nuestro horario. Tenía que llevar ya bastante tiempo ajustándose a nuestro tradicional horario de trabajo del mediodía al amanecer. Sabía también que el horario que había estado siguiendo la última semana se alejaba tanto de su programa normal sueño-vigilia que seguramente estaría deshecho y nervioso por tener que seguir el ritmo de una pandilla de gringos locos que se alimentaban de un talego aparentemente sin fondo lleno de anfetaminas, ácido, MDA y coca.

Todo se reducía a cuestión de armamento (o de falta de él) y sus efectos a largo plazo en el asunto. Considerando mi experiencia personal de muchos años, confiaba en conseguir funcionar a nivel de plena eficacia, al menos por un breve período, después de ochenta o noventa horas sin dormir. Había factores negativos, por supuesto. Ochenta o noventa horas de mame continuo, junto con esporádicos destructores de energía/adrenalina, como nadar frenéticamente esquivando rocas de noche con la marea alta y los súbitos enfrentamientos, en que te arriesgabas al desastre, con directores de hotel… pero, en igualdad de condiciones, yo estaba seguro de que el factor drogas nos proporcionaba una ventaja clara. Un detective privado animoso puede desplegar en un período de veinticuatro horas energía suficiente para mantener el ritmo de unos usuarios de drogas veteranos… pero después de cuarenta y ocho horas seguidas, y sobre todo después de setenta y dos, empiezan a manifestarse intensamente los síntomas de fatiga (alucinaciones, histeria, crisis nerviosa generalizada). Al cabo de setenta y dos horas, cuerpo y cerebro quedan tan agotados que sólo el sueño puede resolverlo… mientras que el usuario de drogas habitual, muy acostumbrado ya a este ritmo frenético y extraño, aún dispone por lo menos de un par de horas de reserva para seguir a tope.

Para mí no había duda alguna (en cuanto el avión despegó de Cozumel) sobre lo que había que hacer con las drogas. Me había tragado tres de las cinco cápsulas de MDA que quedaban durante la noche y Bloor le había dado nuestro hash y todas nuestras píldoras púrpura menos seis al mago del coral negro como extra por sus esfuerzos de toda la noche. Mientras cruzábamos el estrecho del Yucatán a dos mil quinientos metros de altura, hicimos recuento de lo que nos quedaba:

Dos unidades de MDA, seis pastillas de ácido, como gramo y medio de cocaína pura, cuatro rojitas y un puñado de anfetamina. Eso (más cuarenta y cuatro dólares y la loca esperanza de que Sandy hubiese hecho y pagado nuestras reservas en Monterrey, México) era todo lo que teníamos entre Cozumel y nuestro refugio/destino en la casa de Sam Brown en Denver. Salimos de Cozumel a las ocho y media y, si todo iba bien, llegaríamos al aeropuerto internacional de Denver antes de las siete.

Llevábamos unos ocho minutos en el aire cuando miré a Bloor y le expliqué lo que había pensado.

—No llevamos droga suficiente aquí para arriesgarnos a pasarla por la aduana —dije.

El asintió pensativo y dijo:

—Bueno… para ser pobres vamos bastante bien provistos.

—Sí —contesté—. Pero yo tengo que velar por mi reputación profesional. Y sólo hay dos cosas que no hecho nunca con drogas: venderlas y pasarlas por aduana… sobre todo cuando podemos reponer todo lo que llevamos por unos noventa y nueve dólares en cuanto salgamos del avión.

Se retrepó en su asiento sin decir nada. Luego me miró.

—¿Qué quieres decir? ¿Que lo tiremos todo?

Medité un instante.

—No. Yo creo que deberíamos tomarlo.

—¿Qué?

—Sí, ¿por qué no? No pueden detenerte por lo que tienes ya disuelto en el estómago… por muchas cosas raras que hagas.

—¡Dios mío! —masculló él—. ¡Si tomamos todo eso nos pondremos locos perdidos!

Me encogí de hombros.

—Piensa dónde nos tocará pasar la aduana —dije—. San Antonio,
Tejas.
¿Estás dispuesto a dejar que te metan en la cárcel en Tejas?

Se miró fijamente las uñas.

—¿Te acuerdas de Tim Leary? —le dije—. Diez años por llevar tres onzas de yerba en las braguitas de su hija…

Bloor asintió.

—Dios mío… ¡Tejas! Lo había olvidado.

—Yo no —dije—. Cuando Sandy pasó por la aduana en San Antonio hace unas tres semanas, le miraron absolutamente todo lo que llevaba. Tardó dos horas en volver a ordenarlo.

Me di cuenta de que se lo estaba pensando.

—Bueno… —dijo al fin—. ¿Y si tomamos todo eso y nos volvemos locos… y nos enganchan?

—No, hombre, no —le dije—. Le damos al bebercio también y si nos cogen, las azafatas declararán que estábamos borrachos.

Se lo pensó un momento; luego soltó una carcajada.

—Sí… dos buenos muchachos con una sobredosis de alcohol. Vuelven borrachos perdidos a su país después de unas vacaciones vergonzosas en México… totalmente jodidos.

—Eso —dije—. Pueden ponernos en pelota sí quieren. No es ningún crimen entrar en el país borracho perdido.

Se echó a reír.

—Tienes razón. ¿Por qué empezamos? No hay que tomarlo todo de una vez. Sería demasiado.

Asentí, buscando en el bolsillo el MDA; le ofrecía una píldora y me metí la otra en la boca.

—Vamos a tomar ahora un poco del ácido, también —dije—. Así ya lo habremos asimilado, cuando tengamos que tomar lo demás… y podemos dejar la coca para una emergencia.

—Y las anfetaminas —dijo él—. ¿Cuántas quedan?

—Diez dosis —dije—. Polvo de anfetamina blanco puro. Si las cosas se ponen mal, nos despejaría enseguida.

—Eso deberías dejarlo para el final —dijo él—. Si empezamos a pasarnos un poco, podemos utilizar eso.

Tragué la píldora púrpura, ignorando a la azafata mexicana con su bandeja de sangría.

—Tomaré dos —dijo Bloor, estirándose por encima de mí.

—Yo igual —dije, cogiendo otros dos vasos de la bandeja.

Bloor sonrió con una mueca a la azafata.

—No nos haga caso. Somos sólo turistas… hemos bajado aquí a hacer un poco el tonto.

Momentos después, aterrizábamos en el aeropuerto de Mérida. Pero fue una parada rápida e inocua. A las nueve, cruzábamos el centro de México a veinte mil píes de altura, rumbo a Monterrey. El avión iba medio vacío y podríamos habernos paseado por él sí hubiéramos querido… pero miré a Bloor, intentando utilizarle como espejo para imaginar mí propio estado, y decidí que no sería prudente lo de pasear por el pasillo. Una cosa es hacerte notorio… y otra muy distinta hacer que los inocentes pasajeros se estremezcan con una sensación de asombro y repugnancia. Una de las pocas cosas que no puedes controlar del ácido es el brillo de los ojos. Por mucho que bebas nunca te sientes así, con ese sutil resplandor predatorio del primer fogonazo del ácido, por la columna vertebral arriba.

Pero Bloor quería movimiento.

—¿Dónde está la maldita cabeza? —murmuró.

—No te preocupes —dije—. Ya casi estamos en Monterrey. No llames la atención. Allí tenemos que pasar por Inmigración.

Se enderezó en su asiento.

—¿Inmigración?

—Nada serio —dije—. Sólo entregar nuestras tarjetas de turistas y ver lo de los billetes de Denver… pero tendremos que comportarnos correctamente…

—¿Por qué? —preguntó él.

Lo pensé un momento. ¿Por qué, en realidad? Estábamos limpios. O
casi
limpios, en realidad. Sobre una hora después de salir de Mérida habíamos tomado otra ronda de ácido… con lo que quedamos con dos ácidos más, más cuatro rojos y la coca y la anfeta. Lo echamos a suertes y a mí me tocó la anfeta y el ácido. Bloor tenía la coca y las rojas… y cuando se encendió el letrero de
ABRÓCHENSE LOS CINTURONES
sobre Monterrey, estábamos de acuerdo, más o menos, en que lo que no hubiésemos tomado cuando llegáramos a Tejas tendríamos que tirarlo por el retrete de acero inoxidable del lavabo del avión.

Habíamos tardado unos cuarenta y cinco torturados minutos en llegar a este acuerdo porque, a aquellas alturas, ninguno de los dos era capaz de hablar claramente. Yo intentaba cuchichear, a través de los dientes apretados, pero no conseguía formular una frase que no pareciese resonar por todo el avión como si estuviese susurrando por un megáfono. En determinado momento me acerqué lo más posible al oído de Bloor y murmuré: «Rojas… ¿cuántas?», pero el sonido de mi propia voz me asustó tanto que retrocedí horrorizado e intenté fingir que no había dicho nada.

¿Estaba mirando la azafata? No podía estar seguro. Bloor parecía no haberse enterado… pero, de pronto, empezó a moverse en su asiento y a arañar frenético debajo de sí con ambas manos.

—Pero qué coño… —chillaba.

—¡Tranquilo! —mascullé—. ¿Qué te pasa?

Se debatía con el cinturón, sin dejar de gritar. La azafata corrió por el pasillo y le desabrochó el cinturón. Había miedo en su rostro cuando retrocedió y vio a Bloor levantarse del asiento de un salto.

—¡Cabrón de mierda! —me gritó.

Yo miraba fijo al frente. Dios mío, pensé, se ha pasado, no puede controlar el ácido, debería haber abandonado a este loco cabrón en Cozumel. Sentía que mis dientes rechinaban pero procuraba ignorar aquel ruido… luego, volví la vista y le vi hurgando entre los asientos hasta que sacó una colilla humeante.

—¡Mira esto! —me gritó.

Sostenía la colilla en una mano y se tocaba la pernera del pantalón con la otra…

—Me ha hecho un agujero en los pantalones —decía—. ¡Me escupió esta sucia colilla en mi asiento!

—¿Qué? —dije, tanteando delante de mi boca para localizar el cigarrillo de mi filtro… pero el filtro estaba vacío y, de pronto, comprendí.

La niebla de mí cerebro se disolvió bruscamente y oí mi propia risa.

—¡Ya te avisé de estos malditos Bonanzas! —dije—. ¡Siempre se caen del filtro!

La azafata le empujaba para que volviera a sentarse.

—Abróchese el cinturón —decía—. Abróchese el cinturón.

Le agarré del brazo y tiré de él, haciéndole perder el equilibrio y caer pesadamente sobre el respaldo del asiento. El asiento cedió y se derrumbó sobre las piernas de quien estuviese sentado atrás. La azafata volvió a colocarlo rápidamente en posición erecta y luego se inclinó para abrochar el cinturón de Bloor. Vi que el brazo izquierdo de éste salía culebreando y se instalaba afectuosamente alrededor de los hombros de la azafata.

¡Dios mío!, pensé. Ya está. Ya veo los titulares del periódico de mañana: «INCIDENTE CON UNOS DROGADICTOS EN UN AVIÓN DE MONTERREY; GRINGOS DETENIDOS POR INCENDIO Y AGRESIÓN.»

Pero la
azafata
se limitó a sonreír y retrocedió dos pasos, rechazando la torpe tentativa de Bloor con un manotazo en el brazo y una gélida sonrisa profesional. Intenté devolverla, pero la cara no me funcionaba como es debido. Ella achicó los ojos. Era evidente que le había ofendido más mi mueca demencial que la tentativa de Bloor de hundirle la cabeza en su regazo.

Bloor sonrió feliz mientras ella se alejaba.

—Así aprenderás —dijo—. Es una verdadera pesadilla viajar contigo.

El ácido iba asentándose ya. Por su tono de voz, percibí que ya había salido de la etapa maníaca. Ya había desaparecido el cuchicheo espasmódico y paranoico. Se sentía ya tranquilo. Su expresión se había asentado en ese resplandor de frágil serenidad que invariablemente ves en la cara del consumidor veterano de ácido que sabe que ha pasado el primer fogonazo y que ya puede acomodarse para unas seis horas de buena diversión.

BOOK: La gran caza del tiburón
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