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Authors: Hunter S. Thompson

Tags: #Comunicación

La gran caza del tiburón (3 page)

BOOK: La gran caza del tiburón
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Casi todos los profesionales con quienes hablé en Cozumel se mostraban reacios, en principio, a hablar de este tema (al menos para la grabadora), pero después de tres o cuatro tragos acababan, invariablemente, sugiriendo que los pescadores eran más un peligro que una ayuda y, como regla general, podías pescar más si sujetabas simplemente la caña en una abrazadera al final de la popa y dejabas que el pez hiciera el trabajo. Después de dos o tres días en los barcos, el cálculo más generoso que pude conseguir de los profesionales fue que aun el mejor pescador significa como mucho un diez por ciento, más o menos, en un torneo, y que la mayoría constituían un obstáculo.

—Dios del cielo —dijo un capitán veterano de Fort Lauderdale una noche en un bar de un hotel local—, ¡si te contase las cosas que he visto hacer a esos imbéciles, no te lo creerías!

Se reía, pero era una risa nerviosa y su cuerpo parecía estremecerse al evocar aquellos recuerdos.

—Una de las personas para quienes trabajo —explicó— tiene una mujer que está sencillamente loca. No quiero que me interpretes mal, cuidado, la aprecio mucho como persona, pero cuando se pone a pescar, maldita sea, me gustaría trocearla y echar los pedacitos a los tiburones.

Hizo una pausa y bebió un largo trago de su ron con coca-cola.

—Sí, me fastidia decirlo, pero no sirve para otra cosa… Cebo de tiburón y nada más… Dios mío, el otro día estuvo a punto de matárseme. Enganchó un pez vela grande y cuando pasa eso tienes que moverte muy rápido, ¿sabes? Pero, de pronto, oigo que se pone a chillar como una loca y cuando miro desde el puente, ¡se había enganchado el pelo en el carrete!

Soltó una carcajada y luego continuó:

—¡Maldita sea! ¡Es increíble! ¡Estuvo a punto de arrancarse el cuero cabelludo! Tuve que
saltar
abajo, más de cuatro metros de altura, la cubierta húmeda y la mar estaba mal, el barco se movía mucho… en fin, tuve que cortar el cordel con el cuchillo. ¡Si tardo diez segundos más, se queda sin pelo!

Pocos pescadores (y, sobre todo, los ganadores como Frank Oliver) aceptan esta proporción de 90-10 de que hablan los profesionales.

—La relación es básicamente de
trabajo de equipo
—dice Oliver—, es como una cadena sin eslabones débiles. El pescador, el capitán, la tripulación, el barco: todos son básicos, funcionan como un engranaje.

Bueno… quizás. Oliver ganó el torneo con veintiocho peces vela en los tres días válidos, pero pescaba
sólo
en el Sun Dancer (una embarcación tan lujosamente pertrechada que podría haber pasado por el rincón náutico del apartamento que tiene Nelson Rockefeller en la Quinta Avenida) y con el Arnold Palmer de la pesca deportiva en el puente. La mayoría de sus adversarios pescaban, en grupos de dos y tres, en embarcaciones alquiladas que les asignaron al azar, con capitanes gruñones y despectivos a quienes habían visto por primera vez en su vida el día anterior por la mañana.

—El competir con Cliff North es ya un problema bastante grave —decía Jerry Haugen, capitán de un pobre cascarón llamado Lucky Striker—, pero si tienes que ir contra North y sólo
un
pescador, con todo dispuesto exactamente tal como
él quiere,
la cosa resulta prácticamente imposible.

Pero las normas de la pesca deportiva en gran escala no se oponen a ello. Sí Bebe Rebozo decidiese coger prestados quinientos mil dólares del Pentágono sin intereses y participar en el torneo de pesca de Cozumel con el mejor barco que pudiera comprar y con una tripulación de infantes de marina del ejército de Estados Unidos especialmente adiestrada, competiría en mi misma base, aunque yo entrase en el asunto con un viejo barco fluvial y una tripulación de políticos enloquecidos por las drogas del Meat Possum Athletic Club. Según las reglas, estaríamos en igualdad de condiciones… Y mientras Bebe podría pescar sólo en su barco, los organizadores del torneo podrían asignarme un trío de pescadores de pesadilla como San Brown, John Mitchell y Baby Huey.

¿Podríamos ganar? Imposible. Pero nadie relacionado con ese torneo olvidaría jamás la experiencia… que fue casi lo que en realidad pasó, por otras razones, hacia el tercer día del torneo, o puede que fuese el cuarto, yo había perdido todo el control de mis tareas informativas. Hubo un momento, cuando Bloor se desmadró y desapareció durante treinta horas, en que me vi obligado a sacar a rastras a un drogadicto del único club nocturno de la isla y ponerlo a trabajar como «observador especial» de
Playboy.
Pasé el último día del torneo a bordo del Sun Dancer esnifando coca en la popa y explicándole balbucientes y disparatadas historias a North, mientras el pobre Oliver se debatía desesperadamente por mantener su ventaja de un pez sobre la maníaca tripulación del Lucky Striker de Haugen.

La noche del jueves fue sin duda el punto culminante. La relación que Bloor y yo pudiésemos haber establecido con la gente de Striker estaba desvaneciéndose ya después de tres días de conducta cada vez más extraña y de la actitud antisocial que manifestamos palpablemente en el gran cóctel de Striker en el bar de la playa de Punta Morena, que fue algo claramente inaceptable. Al anochecer, casi todo el mundo estaba borracho perdido y la cota de fealdad era elevada. Allí estaban todos aquellos grandes pescadores (prósperos negociantes de Florida, la mayoría) insultándose y riéndose unos de otros como luchadores callejeros de Harlem Este poco antes de una pelea largamente esperada:

—¡Eh, tú, pijo barrigudo! ¡Tú no serías capaz de enganchar un pez ni en un barril!

—Cuidado con lo que dices, imbécil: ¡estás pisando a mi mujer!

—¿A la mujer de quién, cara de sebo? No me pongas la mano encima.

—¿Dónde está ese camarero de mierda? ¡Mozo! ¡Mozo! ¡Aquí! Tráigame otro trago, ¿quiere?

—A ver qué te parece, amigo, ¿por qué no nos vamos ahora mismo a pescar? Tú y yo solos… Van mil pavos, ¿hace? Vamos, dime, ¿qué te parece?

La gente andaba dando traspiés por la arena con platos llenos de macarrones fríos y salsa de gambas. De vez en cuando, alguien sacaba una de las tortugas gigantes del tanque del patio y se la echaba a la cara a algún espectador de ojos vidriosos, riéndose a carcajadas y luchando por sostener aquel bicho, que agitaba sus grandes aletas verdes frenéticamente en el aire y lanzaba un chorro de pútrida agua de tortuga sobre todos los que se encontraban en un radio de tres metros…

—Ven: ¡quiero que conozcas a mi amiga! Te hará un trabajo de primera. ¿Estás muy caliente?

No era una escena muy adecuada para abordarla con la cabeza llena de ácido. Bebimos copiosamente, intentando actuar con naturalidad, pero la droga nos separaba claramente de todo aquello. Bloor pasó a obsesionarme con la idea de que estábamos entre un grupo de avaros borrachos que tenían el propósito de convertir Cozumel en un Miami Beach mejicano… lo cual era verdad, en cierto modo, pero él insistía en la cuestión con un celo que provocaba amargo resentimiento en todos los grupos en los que intervenía. De pronto, me lo encontré gritándole al director del hotel en que paraba:

—¡Sois todos una pandilla de mierdas dispuestos a amasar dinero como sea! Todos esos cuentos sobre turismo y desarrollo. ¿Qué queréis organizar aquí, otro Aspen?

El tipo del hotel no entendía nada.

—¿Qué es Aspen? —preguntó—. ¿Pero de qué habla?

—Sabes muy bien de qué hablo, ¡cabrón de mierda! —gritaba Bloor—. Esos asquerosos hoteles de hormigón que estáis construyendo por la playa, esos puestecitos de asquerosos perros calientes…

Crucé corriendo el patío y le agarré por el hombro.

—Cálmate, Yail —dije, intentando centrar por lo menos uno de mis ojos en el tipo con quien él hablaba—. Es que no se ha adaptado aún al cambio de altura.

Intenté sonreírle, pero me di cuenta de que no funcionaba… una mueca drogada, ojos desquiciados y movimientos demasiado espasmódicos. Oía mis propias palabras, pero las palabras no tenían el menor sentido.

—Aquellas condenadas iguanas por toda la carretera… vimos como ciento ochenta o así allí en la curva, atrás… Yail agarró el freno de mano en cuanto vio todos aquellos bichos, y lo arrancó, sí… menos mal que llevábamos esos neumáticos especiales para nieve. Es que vivimos en un sitio que queda a cinco mil pies de altura, sabe, allí la presión atmosférica es mínima, pero aquí, a nivel del mar, la sientes como una prensa de tornillo que te estuviera aplastando el cerebro… y es algo que no hay manera de evitar, ni siquiera puedes pensar a derechas…

Nadie sonreía; yo balbucía descontrolado y Bloor seguía aún aullando contra los que «violaban la tierra». Le dejé y me fui hasta el bar.

—Nos vamos —dije—, pero quiero un poco de hielo para el camino.

El camarero me dio una taza de pepsi-cola llena de trocitos de hielo casi licuados.

—Con eso no tendremos bastante —dije… en fin, me llenó otra taza. No hablaba inglés, pero pude darme cuenta de lo que intentaba decirme: no había ningún recipiente disponible para la cantidad de hielo que yo quería y, además, se les estaba acabando.

En ese momento, mí cabeza empezó a palpitar violentamente. Apenas podía centrar la vista en su cara. En vez de discutir, fui hasta el aparcamiento y volví con el Safari por entre una hilera de arbolitos de playa, metiéndome en el patío, donde aparqué el coche justo delante de la barra e indiqué al asombrado camarero que quería que me llenase de hielo el asiento de atrás.

Los de Striker estaban asombrados.

—¡Chiflado hijo de puta! —gritó alguien—. ¡Destrozaste lo menos quince árboles!

Asentí, pero las palabras no se grababan. Sólo podía pensar en el hielo, en echar copa tras copa de hielo en el asiento trasero. Por entonces, el ácido me había jodido la vista hasta el punto de que veía cuadrado por un ojo y redondo por otro. Era imposible centrarse en nada. Tenía la sensación de tener cuatro manos…

El camarero no me había engañado: el tanque de hielo de Punta Morena estaba prácticamente vacío. Arañé unas cuantas copas más del fondo (mientras oía las furiosas maldiciones de Bloor en un punto indeterminado detrás y encima de mí), luego salté por encima de la barra y me metí en el asiento delantero del jeep.

Nadie parecía darse cuenta, así que le di a fondo al motor y me eché sobre la bocina, mientras me arrastraba muy despacio en primera por entre los árboles y matorrales aplastados. Detrás se alzaban, al parecer, voces estentóreas y, de pronto, Bloor subió por atrás, gritando «¡Deprisa, maldita sea, deprisa!». Pisé a fondo el acelerador y salimos derrapando del aparcamiento.

Al cabo de treinta minutos, tras una carrera a toda pastilla salpicada de insectos hasta el otro lado de la isla, entramos en el aparcamiento de lo que parecía ser un club nocturno. Bloor se había calmado un poco, pero aún estaba bastante pirado cuando paramos a poco más de metro y medio de la puerta de entrada Oí música fuerte en el interior.

—Necesitamos beber unos tragos —murmuré—. Tengo la lengua como si hubiese estado mascándomela una iguana.

Bloor bajó del coche.

—No apagues el motor —dijo—. Voy a echar un vistazo.

Desapareció en el interior y yo me retrepé en el asiento para mirar directamente hacia arriba, hacia aquel cielo loco de estrellas. Era como si estuviese a dos metros de mis ojos. O quizás a veinte o a doscientos. No podía estar seguro, y daba igual, en realidad, porque, para entonces, yo estaba convencido de que iba en la cabina de un 727 y que estaba entrando en Los Angeles a media noche. Dios mío, pensé, estoy completamente ciego. ¿Dónde estoy? ¿Estamos bajando o subiendo? Pero en el fondo de mí cerebro sabía, de algún modo, que estaba sentado en un jeep en el aparcamiento de un club nocturno de una isla de la costa mejicana… pero ¿cómo podía estar seguro, en realidad, si otra parte de mi cerebro estaba convencida de que contemplaba el inmenso cuenco resplandeciente de Los Angeles desde la cabina de un 727? ¿Era aquello la Vía Láctea? ¿O era el Bulevar Sunset? ¿Era Orion o era el hotel Beverly Hills?

Qué coño importa, pensé. Es muy agradable estar aquí echado y mirar abajo o arriba. Notaba un frescor agradable en los ojos y el cuerpo descansado…

Luego, Bloor me gritaba otra vez.

—¡Despierta, coño, despierta! Aparca el coche y vamos dentro. He encontrado una gente magnífica.

El resto de aquella noche es algo muy nebuloso en mi memoria. En el interior del club había un ambiente muy ruidoso y el local estaba casi vacío… salvo por la gente que había encontrado Bloor, y que resultaron ser dos traficantes de coca medio locos con una caja grande de plata llena de polvo blanco. Cuando me senté en la mesa, uno de ellos, que se presentó como Frank, dijo:

—Toma, creo que necesitas algo para la nariz.

—¿Por qué no? —dije yo, aceptando la lata que me echó en el regazo—. Y necesito también un poco de ron.

Llamé a gritos al camarero y luego abrí la lata, pese a la algarabía de protestas que provocó en la mesa.

Miré mi regazo, sin hacer caso de la actitud nerviosa de Frank, y pensé ¡zang! es evidente que esto
no es
Los Angeles. Tenemos que estar en otro sitio.

Miraba fijamente lo que parecía toda una onza de cocaína pura de un blanco resplandeciente. Mí primer instinto fue sacar un billete de cien pesos del bolso y enrollarlo rápidamente con propósitos esnifadores, pero esta vez Frank me puso una mano en el brazo.

—Por amor de Dios —susurró—, no hagas aquí eso. Hazlo en el retrete.

Y así lo hice. Fue un viaje difícil por entre todas aquellas sillas y aquellas mesas, pero al fin conseguí acomodarme en el inodoro y empecé a atizarme el material nariz arriba sin pensar siquiera en el ruido espantoso que estaba haciendo. Era como arrodillarse en una playa y meter una paja en la arena; al cabo de unos diez minutos, tenía los dos conductos de la nariz taponados y no había logrado siquiera hacer una depresión visible en la duna que tenía ante mis ojos.

Dios mío, pensé, esto no puede ser verdad. ¡Tengo que estar alucinando!

Cuando volví tambaleante a la mesa, los otros se habían calmado ya. Era evidente que Bloor había metido ya la nariz en la lata, así que se la devolví a Frank con una tortuosa sonrisa.

—Ten cuidado con esto —murmuré—. Te hará gelatina los sesos.

Frank sonrío.

—¿Y vosotros qué hacéis aquí?

—Si te lo explicara no lo creerías —le dije, aceptando un gran vaso de ron que me ofrecía el camarero.

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