Read La educación de Oscar Fairfax Online
Authors: Louis Auchincloss
Él nunca le perdonó a Julian aquel artículo. Éste me habló de su terrible y último encuentro, acaecido tan sólo un par de meses antes de la muerte de su padre. Julian había salido de la oficina e iba en coche hacia su casa, en medio de un aguacero repentino, cuando vio a su padre caminando con dificultad por la acera, sin paraguas. Él detuvo el coche inmediatamente, abrió la puerta y le gritó: «Padre, entra por favor. Te llevaré a donde vayas».
El juez le lanzó una fría mirada y siguió caminando.
La primera vez que vi a Grant Richards fue en 1925, en los juzgados civiles de la calle Chambers, que ocupaban un edificio renacentista grande y recargado cuya presencia entre los oscuros cubos de la parte baja de Manhattan resultaba tan inesperada como agradable. Él representaba a la joven viuda húngara de Sol Dittson, un magnate inmobiliario de Nueva York, y quería demostrar que su clienta tenía derecho a los bienes residuales que el magnate le había legado a expensas de su hijo de mediana edad y de su hija, a los que mi bufete representaba. Yo acababa de convertirme en el socio más joven del despacho, ascenso que supongo que se debió, en parte, a la influencia firme pero discreta de mi padre. Como me había especializado en fideicomisos y derecho sucesorio, estaba presente en el tribunal, no para interrogar o examinar a los testigos, sino para asesorar a Gus Seton, nuestro más veterano procesalista, sobre algunos puntos del derecho testamentario. Gus se había traído a sus dos pasantes, pues estaban en juego muchos millones. Grant Richards, por su parte, representaba solo a la bella demandada, a quien nosotros habíamos acusado de una total e indebida influencia en el asunto del testamento de su marido. Con tanto como había en juego, yo me preguntaba por qué no había elegido ella a un abogado de reputación nacional. Grant, de treinta y cinco años, empezaba a tener fama de abogado duro y capaz, pero su bufete era pequeño y no era conocido fuera de la ciudad. La respuesta quizá se encontrara en el rumor de que era amante de la viuda Dittson.
Su aspecto podía justificar aquel rumor perfectamente. Era ancho de hombros y robusto, con la constitución fuerte de un jugador de fútbol; de hecho, había practicado este deporte con notable éxito, en Cornell. Su denso pelo negro, muy corto, intensificaba el aspecto duro de su semblante, y sus oscuros ojos castaños sondeaban a los testigos, a los que interrogaba como si penetraran en su interior. Sin embargo, su profunda voz era inesperadamente suave; se acercaba sigilosamente al testigo y cuando lo cogía en una contradicción, en lugar de desafiarlo con un bramido, como hubiera sido de esperar, él simplemente se encogía de hombros y sonreía al jurado como para decir: «No se preocupe, amigo, todos tenemos nuestros fallos. ¿Por qué no? Todos somos humanos ¿no?». Su actitud parecía sugerir que, si se dan las circunstancias adecuadas, casi todos somos capaces de cometer prácticamente cualquier horror. El efecto que su actitud producía sobre el jurado era el de hacerle perder la confianza en los testigos del demandante sin necesidad de encararse con ellos con la fiera superioridad moral de la que tantos abogados hacen gala. Me pareció un hombre que, a pesar de su aparente dureza —yo sabía que había sido condecorado en la guerra— podía hacer bromas de todo, incluso de lo sagrado. Pero tenía encanto. Mucho más, por desgracia, que nuestro señor Seton.
El juez le dio la razón a Richards, que quería poner en tela de juicio la personalidad de los hijos del fallecido; así, probablemente, el distanciamiento de su padre se habría debido más a los múltiples defectos de su progenie que a las maniobras de su madrastra. El distante, afable, tenaz y certero interrogatorio del hijo alcohólico y casado en cuatro ocasiones y de la hija histérica y drogadicta condujo al primero a absurdas manifestaciones de cólera y a la segunda a ataques de llanto. Esto, añadido a la declaración de Richards de que ya habían recibido millones de los bienes de su madre, habría bastado para convencer al jurado de que ningún testador en su sano juicio les habría dejado nada más. Seton, sin embargo, se apuntó un tanto igualmente morboso al demostrar la avaricia y el temperamento vil de la bella húngara y la debilidad y susceptibilidad de su anciano esposo. Pero yo me daba cuenta de que si aquello se convertía en un caso de «fracaso para ambas partes», lo más fácil para el jurado sería dejar el testamento como estaba.
En el despacho decidimos que sería mejor buscar un acuerdo, y me delegaron la tarea de tantear a Richards. No nos encontramos, a instancia suya, en ninguna de nuestras oficinas, sino en un caro restaurante francés del centro de la ciudad, en un reservado en el que el camarero —a quien, evidentemente, mi anfitrión conocía bien y remuneraba mejor— no le «veía» volcar el whisky de su petaca en nuestros vasos de agua vacíos. Grant, como entonces me hizo llamarle, no discutiría el caso hasta que no se hubiese tomado dos copas y hubiese tenido la posibilidad de juzgarme. Probablemente quería asegurarse de que yo no era el clásico abogado vulgar que trataría de sacar alguna ventaja mínima de nuestra franqueza mutua. A los diez minutos ya me había calado. Yo era un caballero. Lo que yo no sabía era si él admiraba a los caballeros. Todavía no estoy seguro.
—Pongamos las cartas sobre la mesa, Oscar. Si no estuviésemos representando a nuestros clientes, estaríamos encantados de ver cómo toda la herencia termina en manos del Ejército de Salvación. ¿Has visto alguna vez en tu vida mayor colección de «lamentables granujas»? ¿No es así como llamaba el príncipe Hal a los reclutas del disoluto Falstaff?
Estuve callado un rato antes de contestar. Debió de recurrir a la referencia a Shakespeare para adularme, para demostrarme que él y yo no éramos unos simples bocazas.
—¿Encuentras a la hermosa Magda Dittson una granuja lamentable?
—Bueno, ella es una auténtica granuja, de acuerdo, aunque quizá no sea exactamente lamentable. Todos necesitamos una Magda en nuestra vida de vez en cuando. Pero hay que vigilarlos. Nunca están domados del todo. Incluso cuando parecen ser muy dulces, pueden arañarte de pronto. No hay que volverle la espalda a una pantera, ni siquiera cuando ronronea.
Comprendí que el rumor acerca de su relación con la viuda era cierto. Pero esta vez Magda había encontrado la horma de su zapato, sin duda. No sería raro que él la abandonara cuando ella le hubiese satisfecho sus honorarios. ¿Se ofendería ella? Contemplando esos ojos duros y, sin embargo, brillantes, me pregunté si no sería él ese raro tipo de varón capaz de perder a una amante para ganar una amiga.
—¿Por qué tiene ella que quedarse con «toda» la herencia? —pregunté sin rodeos—. ¿No estaría ya bien con un tercio o la mitad? En ese caso los hijos no habrían impugnado.
—¿Cómo puedo estar seguro de eso? Ellos la odiaban tanto como para entablar un pleito por mucho que tú les dijeras que no podían ganarlo. Y además se lo podían pagar. No, amigo mío, yo estaba seguro de que iríamos a juicio, independientemente de lo modesta que fuera la suma que ella obtuviera. Por eso decidí ponerla a ella al frente con todo el equipo.
—¿Usted decidió?
—No intente ponerme la zancadilla, amigo. Quiero decir cuando aconsejé al anciano. Él me seguía perfectamente. Estaba de acuerdo en hacerla a ella la única albacea y su única heredera. Por eso, si sus clientes pierden, no consiguen nada. Sin embargo, si Magda pierde, aun así será la titular de un tercio de la herencia. Si no se avienen a mis condiciones, sus clientes asumirán un riesgo mucho mayor que el de ella.
Aquello era cierto, por supuesto. Y nuestros clientes, escocidos por el castigo que ya les había dado el tribunal, temían más embates. Magda, sin embargo, estaba ya muy curtida, y la paliza de Seton no debió de parecerle más que un arañazo. Volví al despacho con la oferta de Grant de un tercio de la herencia para los hijos del fallecido, oferta que fue gratamente aceptada.
Lo único que nuestro despacho sacó del caso Dittson fue el mismo Richards. En cuanto los hijos tuvieron la ocasión de discutir el acuerdo con todos sus desaconsejables amigos, decidieron que habían sido muy mal asesorados y tuvimos que demandarles en tres ocasiones para conseguir nuestros modestos honorarios. Pero había tenido la oportunidad de ver que Grant podía ser justo lo que mi padre y el otro socio principal, ambos próximos a la jubilación, necesitaban. Los cuadros medios del bufete eran todos abogados competentes, pero ninguno, como mi padre solía lamentarse, tenía la chispa, el vigor y el talento administrativo necesarios para liderar una gran empresa. Le hablé de Grant, y accedió de inmediato a que le investigara.
Resolver los detalles del acuerdo me ofreció la excusa para comer varias veces con mi candidato, e incluso le llevé en dos ocasiones a cenar a casa. A Constance le gustó inmediatamente, buena señal, aunque le sorprendió la facilidad con la que yo había conseguido que un soltero tan atractivo y popular accediera a pasar con nosotros una simple velada en familia. Luego quedó claro, por supuesto, que Grant había adivinado exactamente lo que yo estaba tramando y ya tenía los ojos puestos en el cargo que le tenía reservado. Pero aquello no me importó. Eso era, precisamente, lo que yo andaba buscando.
Me enteré de que era hijo de un oficial del ejército y de que se había criado en bases militares en el extranjero, en Hawai, en Filipinas y en la zona del Canal. Pero su padre no consiguió pasar de teniente coronel y al final abandonó el ejército, decepcionado, para llevar una vida más prosaica en una pequeña granja de vacas en New Hampshire. Según su hijo, los celos de algunos superiores incompetentes, que sólo habían visto insumisión en sus apremiantes proyectos para desarrollar armas, tácticas y entrenamientos más novedosos, le impidieron ascender.
Desilusionado ante la idea de que los más obtusos dirigieran el ejército mientras los cerebros del país se iban a los negocios y a la abogacía, convenció a Grant, que quería desesperadamente entrar en West Point, de que ingresara en la facultad de Derecho y se convirtiera en un líder de una sociedad demasiado obsesionada con el dinero como para mantener a sus propios soldados. «Y entonces, y sólo entonces, quizá puedas hacer algo por enderezar las cosas» habían sido las palabras del agonizante padre de Richards.
Grant nunca ocultó lo mucho que había disfrutado con la matanza de la guerra, que casi le había compensado de haberse perdido West Point, y lo único que lamentaba era que su padre no hubiera vivido para verle condecorado con una medalla al valor por una acción en el Château Thierry. Quería oírlo todo acerca de mis experiencias bélicas, pero yo insistía, con justicia, en que no eran comparables a las suyas.
—Sé, por supuesto, que ahora está de moda minimizarlo todo —me dijo—. La gente dice que no mereció la pena, que nunca debimos haber ido a la guerra. Pero eso es porque los viejos que no lucharon se cargaron el tratado de paz. Los generales lo hubieran hecho mejor. Napoleón hizo buenos tratados. Julio César también.
—¿Lo habría hecho mejor Pershing que Wilson? ¿O Haig que Lloyd George?
—¡Eso es precisamente lo que decía mi padre! Que los mejores cerebros en Inglaterra y América no terminaron en las fuerzas armadas. ¡Sólo lo hicieron en Alemania, y para vencerles hizo falta el mundo entero!
—Entonces estás a favor de un Estado militar.
—Tanto como de uno dirigido por financieros y banqueros. Prefiero a los oficiales y a los caballeros antes que a los ladrones de guante blanco.
—Tú mismo eres un poco ladrón de guante blanco, si me lo permites. Hiciste una buena faena con los Dittson. Y algún día tendrás que admitir que la hermosa Magda presionó de verdad a su senil esposo.
Él se rió entre dientes.
—Donde fueres haz lo que vieres. Creo que voy a dejar que la divina Magda me pague mis honorarios de los fondos de Dittson. Tengo el presentimiento de que no se me ha pagado aún del todo.
Lo hizo, y reunió una pequeña fortuna, aunque la perdió casi toda en la crisis de 1929. Aquello, sin embargo, no supuso para Grant más que un tropezón sin importancia.
Mi padre lo acogió incluso más calurosamente de lo que yo hubiese esperado. Niño de la Guerra Civil, sobrino de un famoso almirante e hijo de un joven ayudante del general Sherman, mi padre estaba encantado con el patriotismo que Grant le demostraba alegre y hábilmente. Ni siquiera puso objeciones a la tórrida reputación de Grant de mujeriego. Mi padre era el típico hombre Victoriano que creía que una mujer «buena» nunca sucumbiría, ni siquiera ante un seductor como Grant, y que una mujer «mala» merecía lo que se buscaba. A principios de 1926 ofreció a Grant asociarse a la firma y Grant aceptó.
No había pasado ni un año antes de que fuese evidente para todos que el nuevo socio estaba destinado a un puesto de primera línea. Su afabilidad, alegre y abierta, parecía perfectamente compatible con su astucia política, y con su experiencia en derecho de sociedades; y en litigios se ganó el respeto incluso de sus más encarnizados rivales. Además deslumbraba a los clientes. Siempre que llevaba a uno de ellos a mi oficina para preparar un testamento o un fideicomiso, campos en los que tenía poca experiencia, los extasiaba con alguna explicación fabulosa de la ley aplicable en aquel caso, ley que inventaba en aquel mismo momento, sabedor de que su fabulación no aparecería en mi redacción del documento. Parecía disfrutar jugando muy cerca del precipicio, como si quisiera probar su propio equilibrio.
Y se las arreglaba, a pesar de sus largas horas de trabajo agotador, para mantener una activa vida social. Viéndole en la ópera, espléndido con su corbata negra y su frac, con una elegante y acicalada mujer de su brazo, nadie imaginaría que había pasado el día entero en los tribunales entregado a un caso extenuante. Todos esperábamos que la futura señora Richards fuera la reina de la ciudad. Nadie soñó jamás que sería mi hermana.
Henrietta me llevaba dos años —tenía treinta y tres cuando ella y Grant se conocieron—, y no se parecía a mí en absoluto. Mi madre solía decir que apenas podía creer que hubiésemos salido del mismo vientre. Henrietta no era solamente mayor, también era más grande y mucho más segura que yo; de niña había sido algo marimacho, y todavía seguía soltera, condición de la que se sentía muy feliz, con una felicidad casi agresiva. Era una diestra amazona, aunque pesaba demasiado para el salto de obstáculos, y se había colocado como administradora en las juntas directivas del Sloane Babies Hospital y de la escuela de la señorita Chapin. Henrietta tenía una cara redonda y algo insulsa, y su pelo, castaño y sin brillo, siempre estaba demasiado despeinado o rizado. Pero su buen humor y su modo de ser, tan cordial, hacían de ella una compañía ideal.