Read La educación de Oscar Fairfax Online
Authors: Louis Auchincloss
Cuando le pregunté, tras nuestra comida, si podría visitarle en su apartamento para recoger otros recuerdos, él accedió con desgana.
—Nunca tomo notas, ¿sabes? Yo no era uno de esos periodistas como Boswell o Saint-Simon, siempre garabateando notas. Yo viví la época, escribirla no era asunto mío.
Aquello era cierto. Cuando fui a su apartamento aprendí más de las dedicatorias que algunos de sus conocidos famosos le habían escrito en los libros que le regalaron que de lo que él me contó. Y por fin me di cuenta de que lo que en realidad le desagradaba de nuestras sesiones era la comparación entre los éxitos de sus amigos y los suyos propios, más modestos, que no le permitía más que, como escribiera James sobre el neceser «contar un cuento deplorable y lúgubre». Berry, concluí, quería ser uno de los dioses en el Olimpo y no solamente un ángel narrador.
Todo esto quedó mucho más claro en mi tercera visita a su apartamento.
—Mira, amigo mío. Creo que hay varias personas a quienes podría dirigirte que quizá sepan mucho más acerca del pasado que yo. Iba a decir personas «con labia», pero quizá ese término no sea lo suficientemente justo. De cualquier modo, eso júzgalo tú mismo. Podríamos comenzar con Violet Nelidoroff. Está mucho más cerca de tu edad que de la mía, pero ha mantenido una especie de culto por esas figuras que te interesan, y por supuesto ella misma no es una mala escritora. Y respecto a uno o dos de los caballeros que nos conciernen, ella puede haber logrado mucha más intimidad, digamos, de la que se me concedió a mí. Con Marcel no, sin embargo.
Aquí su párpado izquierdo descendió ligeramente en lo que, a pesar de su gravedad, supuse que era un guiño.
—Aunque ella debió de intentarlo con él. La creo perfectamente capaz. De cualquier modo, es una criatura encantadora. No es santo de la devoción de todo el mundo, pero creo que a ti te puede gustar. Ve a verla a la hora del té. Merecerá la pena.
Yo sabía, por supuesto, quién era la princesa Nelidoroff. Todo el mundo en París lo sabía. Era una húngara que se había casado con un noble ruso que había muerto en la revolución, revolución de la que ella se las había arreglado para escapar. Ella y su marido habían vivido en Francia antes de la guerra (volvieron a Moscú cuando él fue llamado a filas); no solamente hablaba un inglés perfecto, sino que también lo escribía, y era la autora de varias novelas de sociedad ligeras pero encantadoras. Yo era consciente de que en algunos círculos, particularmente entre las mujeres, solían tacharla de frívola, incluso de intrigante, pero no había duda de que había sido una persona muy cercana a muchos escritores y, de hecho, se suponía que había sido la causa de una profunda ruptura entre Maurice Barrès y la condesa de Noailles. Ella era «de visita obligada», sin duda.
Contestó a mi nota con una rápida invitación a tomar el té, y a las cinco en punto del día fijado yo estaba en un salón
art nouveau
en una casita deliciosa de la Rue Monsieur, separado de mi anfitriona por una reluciente bandeja. Ella era un retrato de Boldini: una feminidad delicada y exquisita, una piel de marfil que parecía no haberse expuesto nunca al sol, unos brazos largos y desnudos delicadamente torneados y una silueta graciosamente esbelta que se acababa en unas nalgas voluptuosas. Cuando se inclinó hacia mí para preguntarme cómo tomaría el té, la blusa se le resbaló ligeramente sobre los hombros redondos y un rizo de pelo castaño le cayó por la pálida frente, se diría que atribuía su suave desaliño a un vivo interés por su visitante.
—¡El querido Walter Berry me dice, señor Fairfax, que usted sabe mucho más acerca de nosotros de lo que nosotros sabemos acerca de nosotros mismos! Me refiero, por supuesto, a los que somos unas momias que vivieron antes del diluvio. ¡Qué estupendo que usted desee resucitarnos!
Aquel «momias» era, obviamente, una exageración que perseguía una refutación. Me pregunté si tendría más de cuarenta años. Posiblemente, porque era muy astuta.
—Berry me aseguró que usted sería una guía indispensable para mí —le contesté—. Me citó a Walter Gay para decir que si hubiese estado tentado de pintar una figura humana en uno de sus solitarios y exquisitos interiores de castillos, hubiese sido la princesa Nelidoroff. Y me dijo que el mismísimo Henry Adams la había llevado de viaje por Chartres. ¿No es así?
—Es verdad que mi viejo amigo me llevó de viaje. Incluso me dijo que mi alma estaba expresada en la más alta de las dos agujas de la catedral, la más nueva. Que yo era más Diana de Poitiers que Leonor de Aquitania. Espero que lo dijese como un cumplido. Pero todos sabemos que él consideraba la torre «antigua» la cosa más hermosa que el hombre hubiese hecho sobre la tierra.
—Bien, por supuesto, en arquitectura él prefería el siglo XII. Pero creo que quería que sus mujeres fuesen renacentistas.
—Speriamo!
—¿Y qué hombre no preferiría a la encantadora Diana antes que a la férrea Leonor? Quizá la señora Cameron fue su Leonor.
—¡A él le aplicó mano de hierro, desde luego! No observé guante de terciopelo alguno. Ella se encargó de que no me llevase a un segundo viaje.
Visité a la princesa en tres ocasiones en los siguientes quince días. En materia de recuerdos, no se parecía a Berry en absoluto. Mientras que a él le costaba comparar sus acciones con las de sus más reconocidos amigos, a ella le encantaba meter su trabajo, y también su vida, en el mismo cesto que el de sus amigos, lo que a menudo la beneficiaba. No dudaba, por ejemplo, en sugerir que había aspectos de su personalidad en la Albertine de Proust, o que le había dado a Henry Bernstein algunas ideas clave para la resolución de su obra de teatro
Le Secret
, o que fue ella la que convenció a Reynaldo Hahn de que intentara escribir ópera. Yo no me lo creí todo, pero me creí una parte, y comencé a preguntarme si sus vivas descripciones no compondrían varios capítulos de mi libro.
Constance no aprobaba en absoluto estos encuentros. A aquellas alturas, por supuesto, ya había tenido que explicarle las razones de mis visitas por separado a Berry y a la princesa. Ella insistía en que los celos no tenían nada que ver con su desaprobación —negaba que pudiese tener ese sentimiento por tal «farsante», que es lo que Violet le pareció en el único encuentro de ambas en casa de Berry —pero me advirtió de que me estaba dejando llevar, de que había quedado deslumbrado por una época de oropel que yo, testarudo, me empeñaba en considerar dorada. Obtuvo un triunfo temporal sobre mí en una comida de domingo en el Pavillon Colombe en Saint-Brice, donde nos había invitado Edith Wharton. Habíamos recibido cartas de presentación para la gran novelista de amigos comunes de Nueva York; y todavía había algo mejor: yo había arreglado con éxito un pequeño asunto jurídico que ella había confiado a mi despacho.
La señora Wharton tenía entonces unos sesenta y cinco años y estaba en la cima de su carrera. Tenía unos rasgos marcados y elegantes, la espalda recta y una voz alta y clara que articulaba a la perfección sus tan bien construidas frases. Algunos la encontraban «imponente», pero su impresión obedecía a que no estaban acostumbrados a aquella forma tan disciplinada en la que había sido educada. Iniciamos una discusión acerca de su amigo Walter Berry y el patriótico trabajo que había hecho durante la guerra, hasta que por casualidad mencioné a la princesa. Ante esto sus labios formaron una línea tan dura como la rendija de un buzón.
—Walter y yo tenemos muchos intereses en común, señor Fairfax, pero me temo que la princesa Nelidoroff no es uno de ellos.
Yo me desmarqué inmediatamente.
—Solamente la he mencionado porque ella es una gran admiradora de la ficción de usted.
—No puedo devolver el cumplido. La señora Nelidoroff se dice francófila, pero sé gracias a lo que puedo considerar una fuente irreprochable que, cuando visitó Viena en 1917, mantuvo una relación íntima con el agregado militar alemán.
Parlons d'autre chose.
Abandoné a la pobre princesa con una deslealtad instantánea y casi me hice perdonar cuando volví a tocar el papel que Berry había desempeñado al servicio de la entrada de los Estados Unidos en la guerra. Y cuando mi anfitriona supo que yo mismo había estado en las trincheras, mi referencia a Violet se le olvidó. Como Berry, era una auténtica veterana.
Hacia la mitad de la comida, Constance me puso en un aprieto al anunciar en la mesa el proyecto de mi libro. Los otros invitados, sin embargo, parecieron divertirse con la idea, y sugirieron nombres de artistas y escritores que, según ellos, valdría la pena incluir. La discusión no tardó en centrarse en Proust, cuyos últimos y póstumos volúmenes acababan de aparecer. Alguien sugirió que era más grande que Balzac y Tolstói. La señora Wharton vaciló.
—No quiero decir que no fuese un gran escritor —dijo ella—. Pero para mí hay algunos lapsos en su sensibilidad moral que le impiden ocupar el lugar más alto.
Entonces citó el párrafo en el que el narrador de
En busca del tiempo perdido
sube una escalera hasta el travesaño de la ventana para espiar a Julien, el sastre, y al barón de Charlus empleados en lo que ella delicadamente definió como una «escena poco edificante».
Durante el divertido silencio que siguió a este comentario le pregunté si ella había conocido a Proust.
—Bueno, como estoy segura de que usted ya sabe, él era un gran amigo de Walter. Proust incluso le dedicó uno de sus primeros libros. Y Walter siempre andaba detrás de mí para presentármelo. Pero cuando supe que estaba deslumbrado por todos los duques y duquesas a los que satirizaba, decidí que no era plato de mi gusto. Después de todo, podía deleitarme con su prosa sin tener que ser testigo de su escalada social.
Cuando escuchó aquello, Constance movió la cabeza y se lanzó a la discusión algo estrepitosamente.
—¿No sucede eso con muchos escritores, señora Wharton? ¿No queda invalidada su crítica acerca de las clases sociales por la forma en la que intentan medrar? —Aquí ella me miró fijamente— ¿O al menos por el júbilo que experimentan al contemplar cómo otros lo intentan?
—Eso sucedía con Thackeray, sin duda —replicó nuestra anfitriona con aire reflexivo—. Y también con Balzac, me temo. Dios sabe que también podría decirse lo mismo de Disraeli. Y respecto a Bourget... Pero ¡chitón! Él es mi amigo.
—Nunca se podría decir eso de usted, señora Wharton —puntualicé—. Nadie creería que los Trenor o los Dorset en
La casa de la alegría
la hubieran deslumbrado.
—No, supongo que no —respondió con una risita complaciente—. Incluso siempre se ha dicho que huí a Francia para librarme de la Quinta Avenida y de Newport. Pero cuando una ha nacido y se ha criado en ese mundo, resulta difícil que le impresione, a menos, por supuesto, que una sea estúpida o que carezca por completo de imaginación. A los que no pertenecen a este mundo, les parecerá refulgente, como un baile en un salón que espiaran desde una calle oscura. Supongo que esto debería de despertar nuestras simpatías, aunque rara vez lo hace. ¿No le parece extraño que los miembros de la alta sociedad lleguen a desdeñar a todos aquellos que intentan introducirse en ella, en lugar de tomarse su interés como un cumplido?
—¡Tal vez es porque ven cuán peligrosos son los trepadores! — El tono enfático de Constance me mortificaba. Ese énfasis desentonaba con el tono ligero de la conversación—. La gente que quiere conocer a otras personas por razones equivocadas puede socavar ese mismo mundo al que están intentando acceder.
La mesa se quedó en silencio y la señora Wharton se levantó.
—Es una idea interesante, señora Fairfax, y deberíamos continuarla fuera. ¡Hace un día tan espléndido! ¿Creen que podríamos pasar al jardín? Mis rosas están realmente maravillosas este año. Deben perdonar la vanidad a una vieja jardinera.
***
Un gran amigo de Constance, David Finch, acababa de llegar para pasar la primavera en París. Era un soltero de unos cuarenta años, agradable, bajo y con entradas pero de estampa elegante, voz suave y modales educados. Enseñaba latín y griego en un internado de chicos en Nueva Inglaterra, y disfrutaba entonces de un año sabático. Acomodado, sumamente intelectual y altamente popular tanto entre los profesores como entre los estudiantes, parecía tener todo lo que un hombre pudiese desear, excepto una esposa y una familia. Pero parecía estar contento sin esos apéndices, y tampoco mostraba ninguna ambición por los honores académicos más allá del privilegio de instruir a sus alumnos. Constance tenía un hermano más pequeño cuya juventud problemática Finch había contribuido enormemente a resolver, y el padre de ella, agradecido, prácticamente lo había acogido como un miembro más de la familia. Entre las muchas aficiones de Finch se incluían los capiteles y los arcos románicos, y Constance, de quien se suponía que estaba inocente y conmovedoramente enamorado, había insistido en que se uniera a nosotros en los viajes en coche que habíamos planeado. Yo no tenía nada que objetar, ya que era el mejor de los compañeros de viaje: puntual, despierto, bien informado y con muy buen humor, y siempre se había esforzado en caerme simpático.
Él y Constance habían ido a hacer un recorrido turístico exhaustivo por París y sus
environs
, y un día, cuando me dijeron que no les esperase de su viaje a Fontainebleau antes de la cena, pensé que era el momento perfecto para invitar a Violet (a quien, como ya he dejado lo suficientemente claro, Constance detestaba) a que viniera a nuestra casa en Parc Monceau para charlar.
Comenzó como uno de nuestros mejores encuentros. Violet llegó tarde, como de costumbre, y estuvo admirando la casa antes de sentarse en el diván a tomar unos sorbos de champagne, pero cuando finalmente se embarcó en sus recuerdos, se mostró más animada que nunca. Salpicó su charla con algunas maliciosas y sorprendentes historias acerca de Berry y Edith Wharton, quienes, insistió, habían sido amantes, y acerca de Henry James y del joven escultor danés que hacía enormes estatuas desnudas y horrorosas y a quien el Maestro había favorecido tan extrañamente. Pero Proust fue el protagonista de sus recuerdos.
—¡Sí, yo visitaba frecuentemente su habitación acolchada! Por aquel entonces él sabía, pobrecillo, que no iba a estar mucho tiempo en el mundo, y trabajaba sin descanso para terminar su libro. Estaba patéticamente ansioso de que se le suministrasen todo tipo de detalles con los que no estaba íntimamente familiarizado, particularmente por lo que respectaba a los asuntos de mujeres: sombreros, vestidos, visitas a las costureras, pequeños asuntos de etiqueta. Por supuesto habrás leído
El tiempo recobrado
, que acaba de salir. Bueno, recordarás que el narrador se encuentra en una recepción con la ya entrada en años duquesa de Guermantes y refiere que ella ha perdido su antigua destacada posición en el mundo social y que, cuando invita a la gente a cenar y a tratar con la realeza, todavía usa formas arcaicas como: «¡Su Majestad, la reina de Nápoles» —o quien sea — «ha designado a la Duquesa de Guermantes para»... o «se ha designado a»... y la gente más joven deduce que debe de ser una de esas duquesas
déclassées
! ¡Bueno, pues fui yo quien le suministró esa perla! ¡De hecho, yo había oído a algún advenedizo idiota expresar esa misma opinión sobre la duquesa de Nîmes después de haberse rebajado a pedirle que le presentase al rey de España! ¿Adónde hemos llegado?