Read La educación de Oscar Fairfax Online
Authors: Louis Auchincloss
Si había un lado femenino en Hugo —en la medida en que la amabilidad y la sensibilidad puedan ser considerados rasgos femeninos— había, sin duda, otro masculino en su esposa. Traigo a Vera a colación porque casi nadie pensaba en uno sin pensar, inmediatamente, en el otro. Ella era una decoradora de interiores muy solicitada, una mujer importante, consciente de su propia importancia. Tenía un cuerpo grande, el semblante noble y la majestad de un mascarón de proa. ¡Y parecía que Danny le había encantado también a ella!
—Vera dice que tiene un ojo admirable para el color —me aseguró Hugo—. Y si no me apropio de sus ímpetus literarios, ella podría hacerle lugar en la tienda un día.
En cuanto volví a New Haven el domingo por la noche, me fui derecho a la habitación de Danny a preguntarle si podía leer su historia. Me la entregó inmediatamente y entonces se sentó a mirarme, complacido, mientras yo leía con atención. Ninguno de los dos dijo una sola palabra durante los veinte minutos que más o menos me llevó leer aquel esbozo.
Digo «esbozo» porque eso es lo que era, un esbozo de la vida del catedrático Allard Sloan, quien, después de Phelps, era el miembro más antiguo del Departamento de Inglés, una figura venerada en el campus de Yale cuyas tensas, elevadas y hermosas clases sobre los poetas románticos ingleses eran consideradas una asignatura imprescindible por los estudiantes. Pero lo que Danny había hecho con él era diabólico. Examinaba la bien conocida reputación de Sloan, un esnob que adoraba entretener a la élite de los últimos cursos en su habitación después de los partidos de fútbol, sirviendo champagne y caviar a los miembros de Skull & Bones y Scroll & Key —las dos sociedades secretas «más elegantes»— y a las novias que estaban de visita, y luego comparaba aquella actitud con el modo en que recibía a los estudiantes de origen más humilde. Aun siendo éstos más sensibles a los poemas de Keats y Shelley, cuando llamaban a su puerta con la esperanza de que el profesor les iluminara tenían que conformarse con que les dijera a través de la rendija que estaba demasiado ocupado corrigiendo ejercicios como para atenderles en ese momento.
El aspecto más destacable del texto consistía en que transmitía perfectamente al lector cuán profunda y genuinamente sensible era el catedrático a la poesía que enseñaba, hasta el punto de llegar incluso a convertirse él mismo en poeta, como Danny ponía de manifiesto con extractos de sus conferencias maravillosamente recreados. Y sin embargo, esto no añadía ni un centímetro a la talla de su espíritu, tan pequeño y miserable como si nunca hubiese abierto un libro de Byron o Coleridge.
Cuando por fin levanté la vista, los ojos de Danny estaban sedientos de elogio.
—Bien, ¿qué piensas? ¿No es estupendo?
—Supongo que, a su modo, lo es —admití con desgana—. ¿Pero qué vas a hacer con esto? ¿No lo presentarás al
Lit,
verdad? Es la vida de Sloan. Se nota.
—¡El
Lit
! ¿Tú crees que ofrecería algo como esto a
Lit
? Hugo quiere enviarlo a
Atlantic Monthly.
Me atemorizó que apuntara tan alto. Advertí que utilizaba el nombre de pila de Warren. Yo nunca le había llamado Hugo.
—Pero si te lo aceptan ¿no tendrías que cambiarlo? ¿No podría alguien reconocer inmediatamente a Sloan?
—¿Y qué, si lo hacen?
—Bueno ¿no podría él demandarte?
—Nunca lo haría. Sólo empeoraría las cosas para él. Además, ¿qué podría alegar? Él es así, ¿no?
—Sólo en parte —murmuré dubitativamente—. Sus admiradores insisten en que tiene otras facetas, y mejores. ¿Pero no vas a tener en cuenta más que eso? ¿Qué hay de sus sentimientos cuando lo lea? Si es que lo lee.
—¡Oh, lo leerá! —exclamó Danny alegre—. Incluso si no reparara en la historia, siempre habrá un querido amigo que le llamará la atención con un comentario como: «Lamento hacerte esto, muchacho, pero creo que debes saber lo que la gente anda diciendo de esta historia».
—Pero eso podría matarle, lo sabes. Podría matarle, sin más.
—¡Qué tontería! ¿Acaso no debería sentirse orgulloso de haber tenido como alumno a alguien que sabe escribir como yo?
Le miré fijamente.
—El desinterés que demuestras por él es casi inhumano.
—Eso no se lo haría a un seglar. Pero él es un sacerdote en el altar. Debería de estar preparado para sufrir por la causa. Si no es capaz de estar por encima de esto, ¿qué culpa tengo yo? Tú le has oído suspirar y sollozar sobre el ardiente cadáver del «divino» Shelley. ¿Crees que Percy Bysshe hubiera tenido reparos en usarle como personaje en
Los Cenci
?
—¿Pero no podrías disimular un poco? ¿Tiene que ser tan evidente?
—Cuando doy con algo, no cambio ni una sola palabra. Sería como pintarle bigote a la
Mona Lisa.
Tú no entiendes de estas cosas, Oscar. Tú no eres artista.
—Pero los grandes novelistas saben cómo crear personajes. No tienen que copiarlos. ¿Desde cuándo Heathcliff o el capitán Ahab tuvieron un modelo?
—Es verdad que algunos escritores pueden basarse sólo en su imaginación. Pero otros no. Cada personaje de Charlotte Brontë está directamente tomado de un modelo real. Se metió en líos pero ¿a ella le importaba? Ni le importó ni debería importarle. Un artista hace las cosas como tiene que hacerlas. ¡Y si crees que voy a cambiar o a descartar una obra por escrúpulos estúpidos de buena educación o para ser un caballero, eres un perfecto imbécil!
Comprendí que era inútil y lo dejé.
***
El relato apareció en
Atlantic Monthly
y fue debidamente elogiado. En Yale gozó de un breve
succès de scandale.
Pero el profesor Sloan nunca dejó entrever que la flecha había alcanzado el blanco, y el asunto pronto fue olvidado.
Yo saqué el tema del decoro del autor durante un fin de semana en Long Island, cuando Hugo Warren y Vera estaban visitando a mis padres, pero Hugo se negó a ver tacha alguna en la actuación de Danny.
—El talento que tiene ese muchacho supone una responsabilidad colosal —insistió—. Con esto no quiero decir que su talento pudiera justificar que cometiera un crimen. Pero cuando se trata de cuestiones menores acerca de los sentimientos de otras personas, se le debe conceder un margen de maniobra mayor que al resto de nosotros. Lo que Danny está desarrollando es un don que podría proporcionar a miles de lectores un placer de los más elevados.
—Pero tú no le habrías hecho al pobre Sloan lo que él le ha hecho —puntualicé—. Tú nunca matarías ni a un mosquito.
—¡Ah! Pero yo no tengo su talento. Ni nada remotamente parecido.
—Eso es un disparate, amor mío —interrumpió Vera, resuelta—. Tú descubres a los genios. Los alimentas. Y esto también requiere cierta genialidad. Podrías decir que yo no soy una artista porque no elaboro las cortinas ni las pantallas de las lámparas con las que decoro una habitación. Pero es el conjunto lo que realmente constituye una obra de arte.
—Y el conjunto es tu obra, por supuesto, querida. Estoy de acuerdo. El toque Vera en todo. Pero no es así con los editores. No somos más que las criadas que sacuden los cojines y vaciamos los ceniceros. Los autores no necesitan mucho más.
Me di cuenta de que nada podía agrietar el muro de piedra de la maravillosa modestia de Hugo. Sin embargo él era el editor, eso yo también lo sabía, que había conseguido publicar a un gran novelista americano convenciéndole (cosa que ningún otro podría haber logrado) de que redujera su primera obra a la mitad. Su recompensa: un rosario de insultos del ingrato escritor, incluso después de que el libro hubiera cosechado críticas magníficas, y la entrega de una segunda novela a una editorial rival. ¿Y se oyó alguna vez a Hugo quejarse? Nunca. Sin embargo, yo me alegraba de que tuviese a su esposa para darle ánimos.
—Hugo cree que un editor es como una madre —continuó Vera con una sonora risa—. La leche no se le puede agotar. Y si acaso se permite regañar a su rubio mocoso, ha de ser del modo más amable posible. El único de los escritores a quien Hugo le ha dicho alguna palabra más alta que otra fue el chiflado que proclamaba que lord Oxford había escrito las obras de Shakespeare.
—¡Porque eso era como negar la inmaculada concepción en el Vaticano! —exclamó Hugo con una risita—. Algunas cosas son sagradas.
Aquella —desde mi punto de vista— muestra de crueldad para con Sloan enfrió mi relación con Danny, a quien durante lo que quedó de curso en New Haven vi con mucha menor frecuencia. Mis relaciones con Constance empeoraron. Hasta que finalmente dejaron de existir. No fue directamente por culpa de Danny, cuyo interés por ella, ahora lo veía, yo había exagerado, sino, cosa harto extraña y desagradable, porque ella parecía entonces compararme con él.
—No sé qué me hizo pensar que lo admirabas tanto —murmuré en nuestra última cena juntos, cuando había coincidido conmigo de modo inesperado acerca del egoísmo de él.
—Me interesaba, lo que es muy distinto. Me interesaba como influencia sobre ti.
—¡Oh! ¿Una buena influencia?
—Lo dudo. Me parece la extensión fundamental y lógica de lo que tú mismo estás intentando ser.
—¿Y te importaría decirme qué es lo que quiero ser?
—Un hombre que descubre más en los libros que en la gente. Alguien a quien le preocupa el destino de Anna Karenina y, sin embargo, ni siquiera ve al mendigo en la calle.
¡Hay que ver! Era notable lo desagradable que podía resultar con el hombre que le iba a pagar la cena. Pero mi respuesta fue poco convincente.
—A menudo le doy limosna a los mendigos. Incluso cuando no debería hacerlo.
—¡Oh! Eso no es más que culpabilidad. Todos hacemos eso. Me refiero en lo que radican tus verdaderos intereses. Lo que son tus verdaderos valores. Son literarios, Oscar. Casi totalmente literarios. En lo que se ha convertido Danny, lo que Danny es, debería ser una advertencia para ti.
—¿Y qué hay de tu padre?
—Prefiero no hablar de mi padre.
Sonreí fríamente. La flecha había dado en el blanco. Si algún hombre había vivido para los libros, ése era Hugo Warren. Cambié de tema.
—Me parece que te basas en principios demasiado altos para una chica que se está especializando en Historia del Arte.
—Pero yo nunca he dicho que el arte y la literatura no se deban estudiar. El asunto es el papel que juegan en la vida.
—Y piensas que ocupan un papel demasiado importante en la mía.
—Sí, lo creo, Oscar. Lo lamento pero creo que es así.
Ahora comprendo que debería de haber tomado aquello como auténtico interés por mí. En cambio, opté por la vía sensiblera.
—Bien, la guerra, cuando entremos en ella, pondrá las cosas en su sitio. Ya se ha ocupado de Rupert Brooke.
Mi tono le disgustó.
—¡Todas esas sandeces de su tumba! «Un rincón cualquiera de una tierra extranjera que será por siempre Inglaterra.» ¿Es ése un modo serio de escribir acerca de la masacre mundial que se está librando para mantener a reyes y káiseres en sus tronos? Sólo un poeta de tercera categoría podría escribir un verso como: «Si muriera, recordadme sólo así».
Perdí los nervios.
—Y supongo que la única diferencia que ves entre yo y Brooke es que yo sería un poeta de quinta categoría.
—No he dicho eso. Nunca he dicho que no fueras un buen escritor. Tan sólo hablaba de tu actitud. Hacia el mundo en general.
—¿Y hacia la guerra? Supongo que es un crimen creer en la causa aliada.
—Por supuesto que no. Lo único que me importa es que lo que tú crees es un tanto
beau geste.
La carga de la Brigada Ligera. El caballo aguarda el desfile. ¡Marchen, marchen, marchen, los chicos marchan!
Mi irritación era tan grande que casi no podía respirar. «Parlons d’autre chose.» Hablé a la ligera y en francés para mantener la distancia. De algún modo terminamos la cena.
Esa noche, mientras daba vueltas en la cama, decidí que había terminado con Constance Warren. Me prometí a mí mismo que no la llamaría ni le escribiría hasta que hubiese borrado completamente su imagen de mis meditaciones sentimentales. Tampoco iría a casa de su padre a menos que supiera que ella no iba a estar. ¡Eso era!
Y de hecho, mantuve mi resolución durante dos años. Pero fue la guerra la responsable de buena parte de mi fortaleza.
Tras la graduación, Danny desapareció, no sólo de mi vida sino también de la de los Warren. Se fue a México a escribir una novela y, según pude averiguar, no se carteó con nadie. Después llegó la entrada de nuestro país en la guerra y mi partida a un campo de entrenamiento para oficiales en Fort Devens, Massachusetts, y durante un tiempo no pensé en Danny Winslow ni en su carrera literaria. Pero volvería a verle antes de embarcarme para Francia. Estaba pasando un último fin de semana con mis padres en Nueva York, cuando llegó a casa en un estado de gran desesperación. No me preguntó nada acerca de mi futuro inmediato, algo muy propio de él. Lo único que le preocupaba era que había tenido que volver al país, lo habían llamado a filas y se había encontrado con que un médico del ejército había denegado su solicitud de exención por razones de salud. Su tan cacareado «corazón débil» había sido considerado lo suficientemente fuerte como para resistir el ataque de los hunos. Nos fuimos al estudio de mi padre, y ni los oscuros artesonados ni las fotografías firmadas de eminentes juristas, ni siquiera el retrato repleto de condecoraciones del almirante Fairfax, mirando por el rabillo del ojo la confrontación entre el
Monitor
y el
Merrimack
, fueron capaces de afearle en lo más mínimo su deprimente falta de patriotismo.
—¡Es un ultraje que un matasanos jubilado pueda enviar a un hombre como yo a la guerra!
—Pero ¿no es una buena noticia que tengas un corazón normal? Suena como si fuera a la vida adonde te está enviando.
—¿En las trincheras? Sabes que nunca sobreviviría. Sólo el ruido y el hedor me matarían.
—Quizá puede interesarte saber, Danny, que a mí me esperan ese mismo ruido y hedor. Y muchísimo antes que a ti. Incluso todo puede acabar antes de que termines la instrucción.
Me miró sorprendido, como si mis comentarios estuviesen totalmente al margen de la cuestión.
—¿Tú? Pero si a ti nunca te matarán. Tú eres de los que después lo cuentan todo en un reportaje.
Pasé por alto el comentario.
—Permíteme hacerte una pregunta. ¿No sientes absolutamente ningún sentido del deber con tu patria?