Read La educación de Oscar Fairfax Online
Authors: Louis Auchincloss
Desde entonces lo he dudado, pero estoy seguro de que él nunca lo hizo.
El colegio y toda su historia habían sido el fruto de los esfuerzos del doctor Ames, pero a su lado tenía a quien siempre, con gran generosidad, llamó el «cofundador», al decano. Mientras que Ames era la fuerza primigenia que representaba las reglas, el orden y los juicios últimos, Philemon Sayre encarnaba el equilibrio de una tolerancia y una comprensión más benignas a las que se sumaba un amor por el arte y la belleza que, en su intensidad, resultaba casi pagano. La relación entre los dos hombres podría haber sido parecida a la de Dios Padre y la Virgen María en la Edad Media. El señor Sayre, acaudalado soltero y compañero de clase del director en Harvard, había aportado los fondos necesarios para comenzar el colegio y, desde entonces, había hecho las veces de benéfica cornucopia complementando los escasos salarios de los maestros y las becas de los chicos más pobres y embelleciendo el campus con fuentes, jardines, verjas y caros proyectos de paisajismo. Su regalo más magnífico había sido la gloriosa capilla barroca, entre cuyas ventanas se contaban algunas de las mejores vidrieras de John La Farge.
Sin duda, no podría haber dos hombres menos parecidos; debió de tratarse de un caso de atracción de polos opuestos. El señor Sayre, que parecía considerablemente mayor que su amigo de toda la vida, era suave y regordete, con nariz aguileña y barbilla ovalada, y un cabello gris, greñudo y algo escaso. Nunca se supo que hiciera ni el más mínimo ejercicio, a menos que llevase el timón de su maravilloso yate en los veranos de Nahant. Solía llevar pantalones bombachos y chaquetas, siempre del mejor tejido de lana, y corbatas escarlata con un gran nudo, y se movía muy despacio, aquejado ocasionalmente de dolores, pues sufría artritis. Pero su voz era dulce y profunda, y sus frases, tras un comienzo dubitativo, emergían tan claras y precisas como si estuviese leyendo en voz alta. Y de hecho, cuando lo hacía en sus clases de poesía, era capaz de conseguir que Ella Wheeler Wilcox sonase como lord Tennyson.
El señor Sayre se ocupaba poco de los primeros cursos; su dominio particular eran los dos últimos años, quinto y sexto, desde los dieciséis a los diecisiete años. Sólo entonces se nos consideraba maduros para sus cursos de teatro griego y sobre los poetas románticos ingleses. Ésta, sin embargo, era una decisión del director; el señor Sayre estaba listo y encantado de abrir su mente y su corazón a todos los que llegaban. Corría el rumor de que el doctor Ames quería asegurarse de que los muchachos estaban firmemente anclados en la teología episcopaliana y en la fe antes de exponerse a Eurípides o a Shelley.
Tampoco era un secreto en el campus que el director y el decano, aun respetándose mutuamente, estaban cada vez más de punta respecto a la dirección que estaba llevando la escuela. Se sabía que el señor Sayre deploraba aquella rígida división del día —en clases, servicios religiosos, enérgicos juegos y periodos de estudio— que tan poco tiempo dejaba para el esparcimiento, para los sueños, para los paseos por el campo; para, en suma, especular acerca del sentido de la vida. Para todos resultaba obvio que sus preferencias, más refinadas, no tenían posibilidad alguna de prevalecer sobre la fuerte voluntad del director, pero él todavía era una personalidad con la que había que contar, respetado y querido como era por todos. Y aquel campus de pequeños capitalistas nunca perdió de vista que, si bien el doctor Ames vociferaba desde el púlpito, era el señor Sayre quien había construido el templo que lo albergaba.
Yo y otra media docena de compañeros de sexto grado formábamos la selecta clase de Griego Avanzado A que disfrutó del privilegio de seguir el famoso curso del señor Sayre sobre teatro griego. Lo impartía en su residencia, un aparatoso conjunto de alas y pórticos de madera gris concebido para hacer las veces de apéndice de Saint Augustine y de residencia de soltero. Alojaba una elegante biblioteca que completaba la del colegio, un pequeño teatro en el que los chicos podían representar obras, una gran sala de juegos y una pista de
squash
para los alumnos de los cursos superiores. Nos reuníamos en el estudio del señor Sayre, en medio de su colección de estatuas y estelas, y la discusión versaba sobre las tragedias atenienses; vagábamos de la poesía a la filosofía, de la exploración del Oriente a las expediciones polares, de la quiebra de las compañías al nacimiento del militarismo alemán. Yo me divertía. Se diría que el señor Sayre hacía un gran agujero en la pared de la vida escolar por el que se colaban las tentaciones del gran mundo. Pero por mucho que nos alejáramos, él siempre nos reconducía a Grecia. Fue allí, de eso estaba completamente convencido, donde la verdadera civilización no sólo nació, sino que alcanzó el cenit. Citaría a Anatole France: «Cupo a los griegos el don de llevar el arte a la cima. Tal fue el privilegio que correspondió a una raza bien dotada que, en un clima grato, bajo un cielo límpido, en una comarca armoniosa, a orillas de un mar tan azul como el cielo, vivió aplicando los hábitos de la libertad».
A mí, más preocupado por los años que me esperaban cuando abandonara Saint Augustine, me intrigaba, ahora que nuestra graduación se acercaba, que el señor Sayre creyera que nuestros días de colegio eran tan importantes como los que estaban por llegar. Nos advertía de que no dejáramos escapar el presente pensando en el futuro.
«El muchacho desea convertirse en hombre. Y cuando lo hace, teme hacerse mayor. Los años dorados puede que sean los de Saint Augustine. Las amistades que hagáis ahora pueden ser las más fuertes de toda vuestra vida. Hombres y jóvenes reunidos en un brillante amanecer, unidos por nobles pensamientos y tiernos afectos. ¡Cuántas veces volveréis a mirar este tiempo con nostalgia!»
Él le daba mucha importancia al ideal de amistad de los griegos, remarcando que no se avergonzaban al nombrarlo con la palabra «amor». Pero esto me preocupaba, y le pregunté si no podría malinterpretarse el concepto.
—Jowett, señor decano, cambia algunos de sus «él» por «ella» en la traducción de
El banquete.
¿No habría intentado dejar claro que Sócrates estaba pensando en el amor de un hombre por una mujer?
—¡Jowett se humillaba ante la mojigatería victoriana! —exclamó el señor Sayre en una explosión de indignación—. Era un gran erudito y sabía mejor que nadie lo que Sócrates y Platón pensaban. Entendía perfectamente los altos ideales de la amistad griega. Pero también sabía que eso el clero anglicano no lo entendería nunca. ¡El amor para ellos sólo significaba cosas sucias!
Pero esto no me satisfizo. En la clase de francés habíamos leído a Racine y me di cuenta de que había alterado el argumento de
Fedra,
basada en el
Hipólito
de Eurípides, para que el héroe tuviera una compañera. Seguramente no lo hizo para aplacar al clero anglicano ni al clero galo. Como había elegido escribir mi ensayo trimestral acerca de la comparación de las dos tragedias, me quedé después de la clase para consultarle al señor Sayre algunos aspectos del tema.
Como siempre, me prestó su total atención. Aprobó mi elección del tema, pero se mostró rotundo en su convicción de que Racine no había mejorado la obra al alterarla.
—¡La auténtica esencia de Hipólito es que es virgen con las mujeres! Él es el joven más heroico y delicado de todos los de Grecia. Y también, podemos deducir, el más hermoso. Le dice orgullosamente a su padre que ninguna carne de mujer le ha tocado nunca; que no sabe nada de esos menesteres ni quiere saberlo. El único elemento femenino en su vida es el de la intocable diosa Artemisa, a quien adora y con quien controla a las bestias peligrosas de la tierra. Y cuando al final es destruido por el celoso amor de la diosa Afrodita, el pobre muchacho moribundo solamente puede pensar en lo que su pérdida puede significar para la divina cazadora. ¿Quién cazará ahora con Artemisa? ¿Quién llevará ahora su carcaj? ¿Quién guiará su carro, quién pondrá flores frescas en el santuario?
—¿Y por qué no pudo salvarlo Artemisa? —pregunté.
—Porque Afrodita tenía el mismo poder que ella. Pero jura vengarse de ella. Son Afrodita y el deseo sexual los que han originado la tragedia.
—Pero lo mismo sucede en Racine. Fedra proclama que ella es simplemente la víctima de la diosa,
Vénus toute entière à sa proie attachée.
—Muy cierto. Racine hace girar toda la obra sobre su protagonista femenina. Un auténtico galo. Y realiza un trabajo soberbio, hemos de admitirlo. Si prefieres como protagonista a una mujer histérica antes que a un joven heroico, Racine es tu hombre. Oh, estupendo, de acuerdo. —Aquí echó hacia atrás la cabeza para entonar el famoso pareado:
«Ariane, ma soeur, de quel amour blessée
Vous mourûtes aux bords ou vous fûtes laissée»
>
Después se echó a reír entre dientes.
—Se dice que Alfred Musset se desmayó cuando oyó a Rachel declamar estas famosas líneas. El doble
accent circonflexe
fue demasiado para él. Pero ya veo, Oscar, que tú estás hecho de una pasta más fuerte. Todavía estás consciente. Quizá mi voz no sea tan melódica como la de Rachel. Pero de cualquier modo, por mucho que elevemos al Parnaso la gran tragedia de la época del rey Luis, tenemos que reservar un puesto todavía más elevado para el sucesor de Sófocles y su héroe más viril. ¿Ves lo que Racine ha hecho con Hipólito? ¡Contesta!
Aquí el señor Sayre se levantó y comenzó a dar pasos delicados por la habitación para enfatizar la degradación del ideal griego.
—El propio nombre te dice lo peor. ¡Hipóooolitoooo! ¿Suena eso a cazador de jabalíes? No. Suena al
petit monsieur
del Louvre que en las galas reales, «a sus pies, señora», sonríe afectadamente, y que entrega su corazón a una princesita obra de la imaginación del autor, una Aricie por quien él
brûle
con todo el
ardeur
de un
jeune premier.
Ahora dime, amigo, ¿no prefieres la versión griega?
—No lo sé —respondí enérgicamente—. Creo que
Fedra
es una obra más emocionante. Y más interesante.
—¡Pero es tan interior, muchacho! Tan de invernadero. En Eurípides podemos identificarnos con el coro, la pobre gente, aterrorizada por los trágicos acontecimientos que les acaecen a los grandes hombres y ansiosa de diluir sus molestas individualidades en un ser más grande. Gilbert Murray, a quien en tantas ocasiones han calumniado, al menos lo entendió en un coro:
«Podría irme a una cueva a esconderme,
en las montañas donde el sol apenas deje su huella,
o donde una nube sea mi hogar perdurable,
como un pájaro entre los pájaros conduce a Dios».
Asentí y me fui. Era la hora de mi siguiente clase en la escuela.
***
A partir de aquel momento me convertí en una especie de favorito del señor Sayre, que comenzó a consultarme acerca de un proyecto literario en el que estaba embarcado. Estaba escribiendo la historia de la primera década del colegio —lo que daba en llamar «los años pastorales» — durante la cual él y Alcott Ames, de veintitantos años, crearon una academia con unas dos docenas de muchachos en una antigua casa de madera en un terreno de unos trescientos acres de praderas y sotos, en las riberas del sinuoso Alph. El señor Sayre no mantenía en secreto su convicción de que el colegio sencillo y sobrio de aquellos días había representado un ideal socrático considerablemente más delicado que aquel «hormiguero» estructuralmente cohesionado y bullicioso de los tiempos actuales, con un cuerpo docente más grande que el número original de estudiantes. Se enteró de que yo sabía escribir a máquina, curiosa habilidad en un muchacho de aquellos tiempos, y quiso hacer uso no sólo de mi ayuda editorial, sino también de mis diestros dedos.
—Si estás interesado, podría encargarme, querido muchacho, de hablar con tu profesor de inglés, el señor Carnes, para que te diera permiso durante una hora o así a la semana para que la pases aquí conmigo. ¿Qué te parece?
Evidentemente, brinqué de alegría ante la idea, y el señor Carnes me aseguró que el tiempo que pasase con un hombre de mente tan brillante bien valdría la pena aunque perdiese algunos capítulos de Dickens o Thackeray. El señor Sayre y yo comenzamos nuestras sesiones a la semana siguiente. Escribía tan despacio que sólo tenía unas cuantas páginas para darme en cada encuentro, y la mayor parte del tiempo lo pasábamos con un delicioso té con pastas y con sus vívidas y coloridas reminiscencias de un pasado que era algo completamente distinto a lo que yo había conocido. Aun así, joven como era, comencé a sospechar que el seminario ateniense e idealista que él evocaba podía no haber existido nunca tal y como lo describía. Pero ¿y qué? ¿No era suficiente que estuviese escribiendo un maravilloso poema en prosa y que yo pudiese ayudarle?
¿Por qué no me contenté con estar solo? Porque, por algún miedo neurótico a perder lo que no comparto, tengo la obsesión de cortar la tarta en trozos. Cuando le dije al señor Sayre que me sentía culpable de quedarme para mí solo sus maravillosos relatos, me aseguró que los amigos que quisiera llevar a cualquiera de nuestras sesiones serían bien recibidos. Y por eso cuando Grafton Pope, aunque no fuese particularmente un amigo mío, mostró interés por lo que el veterano profesor y yo nos traíamos entre manos, decidí invitarle al instante.
Grafton era una de aquellas raras víctimas de la fría ambición a los que la curiosidad casi les redime. Era un joven grande, hinchado, con poco pelo, de apariencia blanda pero considerablemente musculoso —estaba en nuestro primer equipo de fútbol— que frecuentaba, casi siempre con unos modales exquisitos, a los líderes de nuestra clase y a los profesores más notorios. Tenía más éxito con los últimos que con los primeros. Puede que su sofisticación impresionara a sus coetáneos, pero también les ahuyentaba.
Grafton se había educado en Francia con sus padres, ricos, expatriados y casados en varias ocasiones, y aunque sabía más idiomas y más cosas acerca del sexo que cualquiera de nosotros, era demasiado «diferente» como para resultar completamente simpático. Todos pensábamos que, aunque ir lejos era emocionante y viril, Grafton iba «demasiado» lejos. Yo sospechaba que a veces casi envidiaba nuestra «inocencia» y deseaba ser «uno de los muchachos», integrarse en un grupo. Aquélla era una alegría que él, un chico solo entre adultos epicúreos, no había conocido nunca.