Read La educación de Oscar Fairfax Online
Authors: Louis Auchincloss
—Pero su catedral, obispo, no será obra del pueblo, como la de Suger. Será la obra de un grupo de ricos.
—¿Y qué te hace pensar que Chartres y Amiens y Reims no fueron obra de hombres ricos? Los pobres contribuyeron, por supuesto, pero también contribuyen conmigo. Soy un recaudador de fondos demasiado viejo y conozco el valor de los céntimos. Nada abre tanto el bolsillo lleno como ver que el vacío se abre primero. Los ricos odian sentir que son los únicos que están gastando. Esto es así en nuestros días, y no tengo duda alguna de que también era así antes. ¿Y qué hay de malo en pedir a los ricos? ¿No les hacemos con eso mejores personas? ¿Más caritativas?
—¿Y no importa cuáles sean sus motivos?
—¿Si sus motivos son la vanidad y el orgullo, quieres decir? ¿O simplemente salvar sus almas? Seguramente algo de lo bueno de una buena acción se le pega al contribuyente. A menos que su motivo sea verdaderamente malvado. No, Lionel. ¡Yo te aseguro que nuestra catedral la construyen hombres de fe a mayor gloria de Dios, igual que hace setecientos años!
—Pero incluso así, obispo, tiene que admitir que su estilo arquitectónico es totalmente adocenado. No responde a nuestra época.
—¿Y qué lo haría? ¿Un gran ascensor? ¿Un rascacielos? ¿Un hotel de mil habitaciones? ¿Por qué deberíamos renunciar a la forma más maravillosa de arquitectura eclesiástica que el hombre ha inventado jamás por el hecho de que haya sido usada anteriormente?
Yo sentía que el abuelo estaba consiguiendo llevar la razón en la discusión, pero eso se debía, sobre todo, a que mi padre se mostraba reacio a utilizar sus mejores armas bajo el ojo vigilante de mi madre.
—Hay, sin embargo, un aspecto de las iglesias más antiguas que no copiaremos —continuó el obispo dirigiendo una oscura sonrisa a los comensales—. Ningún hereje será quemado en la plaza frente a los pórticos del oeste.
A mi padre este argumento pareció convencerlo más que a mí.
—Ése es, lo admito, un argumento contra los sentimientos más profundos de aquellos tiempos. La gran fe parece ir de la mano de la necesidad de matar a todos aquellos que no la comparten. Quizá usted debería quemarme frente a su catedral, obispo.
—Bueno, podría hacerlo si me abandonaras, —replicó el abuelo con otra sonrisa, ésta con un cierto toque de porfía.
Entonces el abuelo cambió de tema y pasó al colegio Saint Augustine en Massachusetts, en el que yo había sido admitido y de cuyo consejo de administración él formaba parte. Habló elogiosamente del director y dijo que le gustaría verme cuando asistiera a las reuniones del consejo. Ése era su modo de indicar que el tema de la catedral estaba concluido y que mi padre no debía volver a hablar de renunciar a sus deberes fiduciarios.
Y cosa extraña, mi padre lo hizo. Incluso dejó de hablar del asunto conmigo. Yo deduje que mi madre, sabedora de hasta qué punto él me había contaminado el pensamiento, habría insistido para que dejara correr el asunto. O quizá había sido el recordatorio del obispo acerca de las brutalidades de la iglesia antigua lo que lo había empujado a la neutralidad. ¿No sería mejor mantener una secta moderna inofensiva y evitar que su existencia fuese reemplazada por algo peor? Las religiones estúpidas estaban creciendo en América en 1909.
Pero que su mente no estaba tranquila quedó patente cuando ese verano me llevó a lo que Edith Wharton llamaría «un vuelo a motor» a Francia. Era nuestro primer viaje solos. Mi madre se había ido, como siempre, a pasar el mes de agosto con su padre a Lenox, y esta vez se había llevado a Henrietta con ella. Viajamos cómodamente en un coche Panhard con un
chauffeur
nos alojamos en lujosos hoteles y comimos en restaurantes de muchas estrellas. Mi padre parecía tener un humor relajado y benevolente, al menos hasta que llegamos a Rouen. Allí, la catedral le preocupó.
Habíamos estado sentados en un banco delante del templo, como hiciéramos aquel sábado por la tarde en Broadway, contemplando la florida masa de su fachada, cuando de repente pareció cambiarle el humor.
—¿No te admira que Monet la pintase en todas las estaciones del año, a cualquier hora del día? —exclamó—. Te sacude los ojos del mismo modo que el sonido de un gran órgano te sacude los oídos. No te dice que Dios es amor. No te dice: «Entra y te salvarás» o cualquier cosa lacrimosa por el estilo. Grita que Dios es grande. Acéptalo, hombrecito. ¿Importan realmente las creencias y las herejías? ¿Cuenta incluso para algo la salvación de tu pobre espíritu? ¡No! Lo único que significa algo es lo que yo, Rouen, te estoy mostrando: que hay admiración y majestad en el universo, y que ser una infinitésima parte de él, durante un tiempo, finito o infinito, debería de bastar.
Había en mí lo suficiente del abuelo como para protestar.
—Pero Padre, la historia cristiana está escrita en la catedral. Esas figuras son santos y apóstoles ¿no?
¡Ni al obispo ni a mí nos iba a derrotar esa «infinitesimal parte finita»!
—Sí, y reyes, buenos y malos reyes —continuó mi padre ignorando la pulla de mi razonamiento—. Y gárgolas y ángeles. Y también todos los condenados. No debemos olvidar a los condenados ¿verdad? Los hombres están colocados por toda la fachada y por los pórticos como hormigas en el campo. Son parte del proyecto, una pequeña parte, pero hay un proyecto; éste es el asunto. ¿Tenemos que conocer algo más? ¿No basta con hacer la vida soportable incluso a un ignorante, a un siervo exhausto con una expectativa de vida de treinta y cinco años?
—¿Quieres decir que el siervo era más feliz que nosotros?
—Me pregunto si eso es lo que quiero decir —Parecía volver en sí y me dio unas palmaditas en la rodilla—. ¿Qué te parece un buen almuerzo? Me dijo el botones del hotel que hay un restaurante de primera en la Rue d’Enfer. Está a sólo un paso de aquí, igual que el infierno.
Ya no hizo referencia a la catedral, ni discutimos más temas de fe durante nuestro corto viaje. Creo que su arrebato debió de avergonzarlo un poco. Pero volviendo a casa en el
Olimpia
, durante la última cena antes de desembarcar, me dijo que se había resignado a formar parte del comité para la construcción de la catedral del obispo.
—Te debo una explicación, Oscar. Has seguido mi crisis personal. Has tenido mucho tacto. ¿Por qué continúo trabajando en un proyecto en el que creo tan poco? Porque no hay mal en ello. Porque la mayoría de nuestra familia cree en él. Porque incluso podría llegar a dar buenos frutos. Y porque no es un anacronismo mayor que el de la mitad de las cosas que vemos en nuestro país o en el extranjero: un zar ruso, un káiser alemán, la cámara de los lores, un papa infalible, la bolsa de Wall Street y el señor Morgan. Y yo mismo. Un caballero antiguo que no tiene nada mejor que ofrecer que una pobre copia a medio hacer de una catedral gótica. ¿Merece la pena parar eso y hacer infeliz a tu madre?
La catedral nunca se terminó del todo. Los elevados costes, el menor número de feligreses y los sucesores liberales del abuelo, que prefirieron misiones a ladrillos y argamasa, resultaron en una solución de compromiso, con torres más pequeñas y una ornamentación más simple. Pero hoy, en 1975, todavía permanece en pie, y no desentona más que la mitad de las construcciones vecinas que se construyeron posteriormente. Todavía se celebran servicios religiosos en ella, y a veces se utiliza para desfiles que de religiosos no tienen más que el nombre, con animales y payasos. Ha encontrado, en cierto modo, su función como monumento público y como lugar de encuentro de hombres de buena voluntad; rezuma una ligera benevolencia interracial. Con el tiempo ha adquirido ese aspecto vagamente condenado de todas las grandes estructuras de una metrópolis que se reconstruye generación tras generación. Estos grandes edificios saben que el baile de la destrucción les espera. Quizá la única cosa construida por el hombre que expresó lo que la fachada de Rouen significaba para mi padre fue la nave espacial que enviamos a la luna.
La belleza del colegio Saint Augustine se debía principalmente, como la de muchas ciudades y pueblos, al agua. El sinuoso río, el Alph, cuyo curso discurría lentamente por un campus de estilos arquitectónicos abigarrados y de verdes campos de deporte, conseguía, en cierto modo, reconciliar aquellos objetos tan diferentes que se extendían a sus orillas: las sencillas paredes de madera oscura del edificio original, las pretensiones palladianas de la biblioteca, la rigidez austera y gris de los dormitorios góticos, el pórtico jónico del colegio, cuyo estilo recordaba al del renacimiento griego. La reconciliación residía, me parece, en la suave lentitud con la que la corriente, moviéndose apenas, bañaba la cronología del internado: la bucólica simplicidad del escenario original, diseñado sólo para dos docenas de maestros y alumnos, pudo convertirse, sin mayores sobresaltos, en una colonia más formal de cuatrocientos jóvenes sujetos a reuniones, formaciones, marchas y deportes de competición.
Fue aquí donde descubrí por primera vez el encanto de pertenecer a una organización. Defino el término como el núcleo en el que cualquier grupo identificable de gente —un colegio, una facultad, una ciudad, un estado— marca el tono, la moda, las reglas de conducta y la fe para la mayoría de los otros. En Saint Augustine, el núcleo estaba compuesto por el director, los miembros de la facultad más influyentes y el Consejo de Prefectos, elegidos entre los bachilleres más prominentes. Las personas de pensamiento liberal tienden a considerar que las organizaciones son despóticas, exclusivistas e incluso siniestras. Subestiman su encanto porque ellos suelen ser inmunes al mismo. Pero el encanto resulta una cualidad esencial para estos grupos dominantes. ¿No había una tentadora camaradería en la Berchtesgaden de Hitler o, quizá, en la dacha de Stalin en el mar Negro? Ser admitido en el salón de Madame de Pompadour en Versalles y charlar informalmente con el meloso Luis XV debió de ser, sin duda, el cielo para los cortesanos franceses, y cazar, cenar e intercambiar ocurrencias con las hermosas paresas y los ministros tiene que haber hecho de las invitaciones de fin de semana a Chatsworth o Blenheim la envidia de las parejas de Mayfair. Solamente Genghis Khan y el gran Tamerlán prescindieron de las sonrisas. ¿Y cuánto duraron ellos? La gente no se conforma para siempre con una montaña de calaveras.
Durante los primeros cuatro años de colegio me sentí moderadamente feliz. Fui aceptado por los compañeros más antiguos, fui un poco popular, incluso. Carecía de la planta, los músculos y las habilidades atléticas necesarias para llegar a ser un líder de clase, pero era diplomático y sociable; me desenvolví bastante bien. Durante el último año, sin embargo, experimenté un cambio drástico. Tuve la gran fortuna de ser ascendido a editor jefe de la revista de la escuela,
The Voice
, cuando mi desafortunado predecesor tuvo que ser enviado a Nuevo México a curarse de sus problemas de sinusitis, y al instante me vi mágicamente ascendido al Consejo de Prefectos y acogido de un modo muy amistoso por los capitanes de los equipos de fútbol y béisbol, que antes apenas me toleraban. Todo fue estupendo y aprendí que es al hombre fuerte, y no al débil, al que se ha de comprar con oro.
El Consejo trabajaba estrechamente con el director, y llegué a conocerle bien. El cristianismo constreñía al doctor Alcott Ames como una cota de malla. Era un hombre alto, fuerte, con hombros y brazos grandes, cabeza cuadrada y casi calva, ojos vidriosos y nariz y mandíbula prominentes. Pero su formidable aspecto quedaba atenuado por la cordialidad de su carácter y lo afable de sus modales. Podía mostrarse extraordinariamente rígido, y la escuela entera se ponía firme ante sus órdenes, pero ni siquiera el más pequeño y tímido de los muchachos podía escapar a la convicción —o como mínimo a la ligera sospecha— de que si Alcott Ames se decidía a salvarle el alma, sería capaz de empeñar la vida en ello. En sus incendiarios sermones, cuando extendía los brazos y gritaba: «¡Cristo os llama, muchachos! ¡Cristo os está llamando, no tenéis más que escuchar!», ponía de manifiesto una fe tan invencible que se diría que creaba, para el descreído, la mismísima deidad a la que invocaba.
Yo recibí una especial atención por su parte, ya que estaba deseoso de que
The Voice
jugara un papel importante en su gran proyecto para el colegio. ¿Censura? Él encaró el tema con franqueza.
—No quiero hacerte creer, Oscar, que
The Voice
sea una revista independiente. Nada en Saint Augustine es independiente, y el director el que menos. Obviamente una escuela religiosa no puede exponerse a abrazar una herejía. Pero no tengo ninguna intención de dirigir tu pluma. Escribe lo que quieras. No pienso leer ninguna prueba antes de que el número esté editado. Si sigues un camino erróneo, la revista será puesta en otras manos, por descontado. Pero yo no tengo nada que ver con eso. Porque eso no va a suceder. Yo me ocupo de tu corazón, Oscar, como te decía, no de tu pluma. Y creo que hago bien. ¿No te parece, muchacho, que tú y yo coincidimos mucho en temas del alma?
Por supuesto que coincidíamos. La sinceridad del director era abrumadora. Cuando clavó aquellos vidriosas órbitas en mí y me dijo con aquel tono profundo y resonante que la guía y la fuerza que había recibido desde arriba eran los únicos responsables de todo lo que él hubiera podido lograr en la escuela, que su gloria y su felicidad consistían en ser un mero instrumento en manos del Todopoderoso, no tuve duda alguna de lo auténtico de su modestia.
—Si eres capaz de entregarte a Dios, Oscar, puedes estar seguro de que tu vida será feliz, por muchas desgracias que recaigan sobre ti. Recuerda esto, muchacho: los primeros mártires eran hombres felices. ¡Incluso cuando estaban en la arena del circo frente a aquellos leones hambrientos!
—Pero seguramente no eran felices, señor, cuando veían a sus seres queridos en la arena con ellos.
El hecho de que me atreviese a replicarle mostraba hasta qué punto el gran hombre se había rebajado a mi nivel —o me había elevado al suyo—. Quizá en aquel momento tuvo la visión de la querida hija tullida que vivía con sus padres en la casa del director, atrapada por un hambriento predador, porque a su mirada de sorpresa triste le siguió otra de preocupación desconcertada.
—No, no, los sufrimientos de los otros siempre han empañado la alegría. Ése debió de ser el caso, por supuesto. Pero la felicidad básica siempre estuvo ahí, muchacho. No lo dudes nunca.