Read La educación de Oscar Fairfax Online
Authors: Louis Auchincloss
Pero, ante todo ¿dónde estábamos?
Cuando Violet y yo levantamos la vista, allí estaba Constance, de pie, con aspecto severo, en el umbral de la puerta. Violet se levantó inmediatamente y corrió a saludarla con la mano extendida, pero mi esposa, quitándose el sombrero, se las arregló para evitar el contacto sin que su rudeza resultara demasiado obvia.
— ¡Mi querida señora Fairfax, me coge usted aburriendo a su paciente marido con historias de la Edad Media! Justo estaba contándole mis encuentros con el pobre Proust moribundo. Pero ya es suficiente. ¿Cómo está usted,
ma toute belle
?
Su
toute belle
no se molestó en responder pero cogió una silla y se sentó y me lanzó una mirada firme y larga. Cuando habló, fue para dirigirse a mí como si no hubiese nadie presente.
—He escuchado el nombre de la duquesa de Nîmes. Tú sabes que su hermano se casó con una antigua amiga de mi padre, la señorita Gray. La llamé ayer y la encontré muy amistosa. Quiere que vayamos a cenar con ella pronto. Le dije que tú y la princesa Nelidoroff teníais este proyecto acerca de los tiempos y los escritores de la preguerra, y estuvimos charlando acerca de Proust. Ella me dijo algo bastante interesante acerca de él y de la princesa. Quizá tu visitante pueda verificarlo.
—Se lo ruego, ¿de qué se trata, señora? —el agudo tono de voz de Violet tenía un toque de ansiedad—. Por favor, cuénteme. Pero en primer lugar me gustaría advertirle de que la vieja Eliane de Nîmes es conocida por su
mauvaise langue.
Constance todavía no me había quitado los ojos de encima.
—Bien, tal vez esto sea otro ejemplo de esa
langue.
La duquesa dice que cuando la princesa conoció a Proust, antes de la irrupción de Swann lo despreció; le parecía un «pequeño arribista judío». Pero en cuanto fue aclamado como gran escritor, comenzó a perseguirle. Y según la señora de Nîmes, lo que no había sido más que una somera relación fue transformándose, desde la muerte del escritor, en una relación cada vez más íntima. ¡La duquesa está convencida de que, con el tiempo, terminará convirtiéndose en una aventura!
—
Ah non, ça c’est trop! C’est un outrage!
Verdaderamente, señora, ¿cómo puede usted repetir tal basura?
—Porque lo creo. —Constance no miraba a mi invitada.
Violet me miró, agitada.
—No abusaré ya de su tiempo, querido Oscar. La señora está obviamente muy cansada. Estamos teniendo una primavera terrible, demasiado lluviosa, demasiado oscura, demasiado todo. Creo que todos tenemos los nervios de punta.
Y lanzándome un desafiante beso, corrió hacia la puerta.
***
Constance y yo tuvimos una terrible pelea, la peor de toda nuestra vida de casados. Dos días después, cuando todavía estábamos enfadados, me anunció fríamente, a la vuelta de la oficina, que había decidido que una separación temporal podría ser buena; ella se iba a ir por la mañana en coche a Borgoña.
—¿Tú sola? ¿No será muy aburrido?
—No voy a ir sola. David viene conmigo.
—¿Tú y David solos? No puedes hacer eso.
—¿Y por qué no puedo?
—¿Cómo puedes hacer esa pregunta? ¿Qué crees que parecerá eso?
—Supongo que parecerá lo mismo que lo tuyo y la princesa.
Me quedé boquiabierto. Todos los chismes franceses de la habitación parecían estar saltando.
—¿Estás loca? Violet simplemente me está ayudando con un libro que quiero escribir.
—¡Cuéntaselo a otra!
—De verdad, Constance, ¿no será que estás celosa?
—No estoy celosa en absoluto. Si tú quieres hacer el loco con esa ridícula criatura, es cosa tuya. Pero te despoja de cualquier derecho de señalarme a mí y a David.
—¿Señalarte? —Yo me sentía completamente mareado—. ¿Quieres decir que hay algo que señalar?
—Pensaba que eras tú el que lo veía. Mira, Oscar. Ya basta. David y yo nos vamos a Borgoña. Es tu
donnée
, como dicen los franceses. Lo que pienses es asunto tuyo. En primer lugar, deduzco que te preocupas por lo que pueda parecerles a los demás. Después comienzas a preguntarte qué te parece a ti. Pero lo único que me importa es lo que me parece a mí. Y me parece estupendo. Y no me importa lo que digas o lo molesto que estés, te aseguro que me iré de viaje, de mañana por la mañana no pasa.
—¡No querrás decir que te has enamorado de ese hombrecito! — ¿Era mi voz la que había pronunciado eso? Aquellas increíbles palabras parecían rebotar de un artesonado a otro en nuestro falso salón Luis XV.
—No me rebajaré a contestarte. Excepto para decirte que si estuviera enamorada de él, su estatura no supondría inconveniente alguno.
—Oh, Constance ¿qué es todo esto? Dime que estoy loco.
—Sí, estás loco.
—Aplaza el viaje una semana. Veré si puedo posponer mi trabajo en la oficina. Iremos los tres.
—Pero yo no quiero ir contigo. De lo que se trata es de alejarme de ti.
—¿Quieres decir que prefieres la compañía de David a la mía?
—¿Como experto en arte románico? Sí, infinitamente.
—Veamos entonces el viaje desde ese punto de vista. ¿Crees que es justo llevártelo así?
—¿Y por qué no?
—¿No sabes que podría estar enamorado de ti?
—¿Y eso tendría que molestarme? Le convierte en un compañero encantador.
—¡Constance! ¡Se hará ilusiones!
—¡Déjale en paz! ¿Es que crees que no sé cuidar de mí misma?
—Estoy convencido de que sí. Pero sola con un hombre enamorado...
Me cortó.
—A estas alturas deberías saber que una vez que he decidido hacer algo, siempre lo hago. Muy bien. Me voy de viaje. He preparado mi itinerario y he anotado dónde estaré cada día. Lo encontrarás todo sobre tu mesa de la biblioteca. Querré que me tengas al corriente de cómo está Gordon, por supuesto. Y ahora sugiero que dejemos el tema.
—¡Prométeme que no compartirás habitación con Finch!
—Oscar, esto es muy embarazoso. Me voy arriba a hacer el equipaje. Con el humor que tienes, prefiero no cenar contigo. Haré que me suban una ensalada a mi habitación. Saldré mañana al amanecer. No tienes que levantarte para despedirme.
¡Y con eso se marchó! Yo estaba decidido a levantarme pronto y hacer un último esfuerzo para retrasar la excursión, pero aquella noche di tantas vueltas en la cama que finalmente me tomé dos pastillas que me dejaron traspuesto. Seguía durmiendo cuando ella se marchó, y no me desperté hasta al cabo de dos horas.
La semana siguiente fue espantosa. Me resultaba imposible tanto trabajar como dormir por la noche. Me repetía que Constance nunca me traicionaría, que ella tenía un temperamento muy frío, que si ella hubiese querido realmente tener una aventura con Finch, habría tomado algunas precauciones para ocultarlo, que yo siempre había sabido que ella despreciaba las convenciones, y que nunca se había sentido responsable ante nadie. Y, finalmente, que si ella hubiese deseado un amante lo hubiese elegido más viril. Pero mi abogado del diablo interior, empeñado en refutar mis argumentos, me señalaba que siempre habían existido diferencias importantes entre nosotros y que París las había agudizado, que Constance no tenía esas normas morales respecto al sexo, que siempre había mantenido que ningún esposo racional podría sentirse realmente herido por una «aventura» ocasional de su cónyuge, que la monogamia no era un estado natural excepto para los gansos de Canadá y que en un hombre la inteligencia y la comprensión podían resultar más atractivas sexualmente que los músculos. Yo había dado por sentado que sus teorías eran sólo juegos intelectuales, pero ¿por qué debería estar tan seguro? ¿No era ella perfectamente capaz de tener una aventura y volver a mí, sin vergüenza alguna a retomar su matrimonio exactamente donde lo había dejado? ¿Y si yo hacía lo mismo, le importaría a ella? ¿No se limitaría ella a reírse de mí —cosa intolerable— si yo tenía una aventura con la princesa?
Y eso fue precisamente lo que decidí hacer, tras varias copas de ginebra, una tarde en la que me reuní con Violet. Recuerdo, avergonzadísimo, que copié todos los premeditados pasos de Julien Sorel en su seducción de Madame de Renal en
Rojo y negro.
Pero antes de que llegara a cogerle la mano a Violet, ya me había dado cuenta de que tal estrategia no era necesaria.
Me había estado contando una salaz anécdota acerca de Paul Bourget y de Guy de Maupassant en un burdel, anécdota que ella aseguraba haber escuchado del propio abate Mugnier.
—Maupassant llegó de repente detrás de Bourget y tiró de sus pantalones gritando: «¿C'est tout ce que vous avez à montrer à ces dames?» ¡Y Bourget salió huyendo! ¿No te parece estupendo?
Fue entonces cuando mis manos tomaron las suyas.
—La adoro. —Murmuré.
Su mirada, quizá demasiado sorprendida, me desconcertó.
—¡Cielos! Y yo que pensaba que eras el prototipo de
mari fidèle.
¡Pues bien! Dame quince minutos y sube luego a mi habitación. Está en lo alto de las escaleras, a la izquierda.
Me tomé dos copas más antes de subir. Dios sabe qué lamentable espectáculo di. Violet se mostró tan sumisa y complaciente como ningún hombre hubiera podido imaginar jamás; y sin embargo, yo tenía la humillante impresión de que lo que estaba sucediendo no tenía, para ella, la más mínima importancia. Cuando días más tarde recordé el incidente, completamente mortificado, lo comparé con la escena de Proust en la que la elegante señora Swann, con la rápida destreza de una profesional, se entrega a Bloch, un completo desconocido, en un vagón de tren. Aquella comparación ponía de manifiesto —en caso de que hubiera hecho falta demostración alguna— cuán profundamente estaban mis emociones sexuales embebidas de la ficción francesa. Violet podía haber hecho lo mismo —y más tarde negarle fríamente el saludo si daba la casualidad de que lo veía en sociedad. De cualquier modo, el episodio, podía quedarme tranquilo, no acarreó consecuencias para Violet, excepto ciertos servicios jurídicos que posteriormente solicitaría y yo le prestaría, sin cobrarlos por supuesto, cuando la demandaron por haber plagiado en una de sus novelas.
Pero, ¡ay!, yo no salí indemne. Aquel episodio tuvo varias consecuencias. Me vi sumergido en una profunda depresión causada por el remordimiento. Me parecía que había perdido para siempre lo que yo consideraba, con un punto de nostalgia, mi inocencia americana, para no ganar más que un sitio en el gallinero del teatro galo de la sofisticación sexual. Y el caso es que yo no codiciaba ni siquiera un asiento de primera fila en dicho teatro. La facilidad con que Violet había copulado me repelía, y los placeres torpes de los abrazos de mi compatriota —los abrazos que yo conocía, al menos— me parecían ahora un Edén que había perdido para siempre. La imagen triste y llena de reproches de Constance emergía sobre las cenizas de mis ilusiones como la única mujer, en realidad la única persona, a la que yo realmente había amado.
Mi desilusión tuvo un efecto práctico e inmediato: perdí todo mi interés por el libro que había planeado. Los argumentos de Constance contra el libro ahora me parecían como absolutamente válidos. Mi edad dorada de escritores y artistas era áurica solamente en el sentido material. Lo que ellos habían valorado realmente no había sido sino la belleza de las cosas.
La mente me bullía con incesantes análisis. ¿Por qué los retratos de mujeres realizados por Sargent eran mucho más delicados que los de los hombres? ¿Las ricas sedas y satenes de sus batines, el brillo de sus perlas, el esplendor de sus diamantes, los brillantes colores de sus
armoires
y
bergères
y el resplandor de sus porcelanas, no intentaban todo aquello disfrazar lo insípido de sus semblantes aristocráticos y elegantes? ¿Qué sería de los personajes más hábilmente dibujados por Henry James en su última etapa —Strether y Maggie Beber y Milly Tétale— sin la gloria de París en primavera, o la elegancia de Londres en cada estación, o el drama de Venecia en el otoño? ¿Y no había sido Edith Wharton pionera de la decoración interior antes de que iluminase sus novelas con tan maravillosas moradas para sus personajes?
Comencé a verlo todo, y a todos, bajo esta nueva luz. Saint-Gaudens y Stanford White se habían emborrachado con lo más chillón del Renacimiento italiano. Proust se había deleitado con duquesas y títulos, contemplando las aspiraciones humanas sin otro criterio que el esnobismo. ¿Qué era el arte sino la descripción de la buena vida que él aseguraba desdeñar? ¿Qué era cualquier novela de costumbres sino básicamente eso? Incluso Huysmans, lamentándose de lo decadente de los gustos elegantes, divirtió a sus lectores describiendo aquellos mismos gustos. Comenzaba a preguntarme si el único artista honesto de todos los que yo había deseado honrar era Walter Gay, tres de cuyos cuadros con interiores de castillos había comprado para decorar nuestro salón. Porque él nunca mostraba en sus cuadros a la gente. Sus maravillosas habitaciones eran verdaderos retratos del espíritu de sus dueños.
Finalmente, volví a leer de nuevo el gran pasaje de
La educación de Henry Adams
en el que el autor describe cómo se sentó en las escaleras bajo la cúpula del Beaux Arts de Richard Morris Hunt de la Exposición Universal de Chicago, igual que Gibbon se sentara antaño en las escaleras del Ara Coeli, para contemplar un mundo en el que sus viejos amigos podrían haber ganado la gran carrera de cuádrigas hacia la fama. ¿Hablarían algún día las gentes del Noroeste, se preguntaba, «sobre Hunt, y Richardson, La Farge y Saint-Gaudens, Burnham y McKim y Stanford White, cuando sus políticos y sus millonarios hayan sido ya olvidados»? Pero sus viejos amigos no pensaban así, admitió inmediatamente, apesadumbrado; charlaban como si, para la gente del Oeste, el arte no fuera más que un decorado de teatro, los gemelos de brillantes para la camisa, un cuello duro.
Y concluí que quizá «la gente del Oeste tenía razón».
***
Caí en la cuenta, por fin, de que había en París un hombre que podía ayudarme con mis preocupaciones interiores, que quizá incluso las habría experimentado sin perder, por decirlo lisa y llanamente, su alma. Se trataba del abate Mugnier, el gran amigo de Violet. Era un viejo sacerdote cultivadísimo y, aun así, piadoso, el querido amigo de las
grandes dames
del Viejo Faubourg, cuya devoción por los grandes escritores de su tiempo le había hecho tan conocido en el mundo de la literatura como en el mundo social. Lento, corto de vista, sereno y de gestos amables, ofrecía una estampa algo desarrapada y sombría, y su discurso, normalmente amable, se teñía en ocasiones de una agudeza cáustica. En todos los salones, su aparición era recibida con pequeños gritos de entusiasmo de la anfitriona. Violet, que se enorgullecía de ser una de sus «sobrinas adoptadas», nos había hecho coincidir en dos ocasiones, durante las cuales tuve el placer de escucharle hablar sobre su conversión de Huysmans y de sus discusiones teológicas con Zola.