Read La educación de Oscar Fairfax Online
Authors: Louis Auchincloss
—Por eso te rebelaste al final.
Asintió.
—Por fin. Me hice un hombre. Se podría incluso decir que mi padre había ganado. Después de la «sacudida», una nueva y gloriosa emoción me embargaba. ¡Era el odio! ¡Y cuando me vi a mí mismo rompiendo en trocitos aquellas fatuas fotografías de ufanos papás y bobas mamás, supe, por primera vez en mi vida, lo que era la felicidad!
—¿Qué sucedió entre tú y el director después de eso? Nunca lo supimos. Según un profesor, sin embargo, el director estaba convencido de que habías perdido el juicio.
—¡Es que no le quedaba más remedio que creerlo! — Y al recordar aquello, Julian aplaudió, lleno de júbilo—. Me anunció solemnemente que me iban a enviar a casa aquella misma noche. Que en el colegio no podría estar a salvo de las represalias de mis ultrajadas víctimas. No podría volver, por supuesto. No había sitio en el colegio para un chico como yo. Le miré fijamente a los ojos y respondí: «¿Un chico como yo, señor? ¿Quiere usted decir un muchacho condenado? ¿Pero qué pasa con el hombre que me condenó? ¿Qué pasa con usted? ¿Usted cree que a Jesús le complacería la gente como usted? Le mandaría directamente al infierno. Aunque ni el infierno ni el cielo existen, claro. Después, no hay nada. Y la nada es lo suficientemente buena para usted. Espero que cuando usted muera, tenga un momento de consciencia para darse cuenta de esto. De que todos sus sueños de felicidad en la otra vida fueron vanos. Entonces oirá usted cómo me río». ¿Y sabes qué, Oscar? Palideció. El viejo canalla se puso pálido.
—No me extraña.
—¿Y sabes algo más, Oscar? —la pregunta venía de Elizabeth que había levantado su labor hacia la lámpara para ver un punto—. Julian ha sido valiente desde entonces. El odio absoluto había ahuyentado el miedo.
Julian la miró a ella, luego me miró a mí, y finalmente levantó las manos.
—Ya veo. Ambos creéis que estoy obsesionado con el tema. Que no tiene sentido. Voy a sacar al perro. Necesito tomar el aire. No te vayas, Oscar. Vuelvo en unos minutos y te preparo una copa. Podemos charlar de ese nuevo proyecto de ley.
Cuando se marchó, Elizabeth se levantó para servirse una copa.
—Hay mucho del viejo en él, por supuesto —me dijo mientras volvía a sentarse—. Es tan combativo como él. Tuvo que echarle muchas agallas para quedar exento del reclutamiento y trabajar en el comité de paz del coronel House. Todo era secreto, y por eso no le pudo explicar que su intención no era la de salvar el pellejo. Sabía que estaba haciendo un trabajo mucho más importante que estar en las trincheras, y tuvo que aguantar que le llamaran tramposo a la cara.
—Pero tuvo la satisfacción de humillar a su padre.
—Sí, la tuvo. ¿Sabes que el coronel House le dijo que podía decirle a su padre lo que estaba haciendo y no se lo dijo?
—Muy propio de él.
—Sí, muy propio de él. Julian y el juez se parapetan tras una coraza.
Me alegré de volver al tema del juez.
—¿Qué intenta ocultar el juez? ¿O es que se protege de algo?
—Quiere preservar su imagen de hombre valiente. Es como Ernest Hemingway. Es mucho más importante cómo muere un hombre que cómo vive.
—¿Y eso le basta?
—Sí. Que eso sea vivir ya es otro asunto.
—¿Pero qué hay de todos sus ideales? ¿Todos los sacrosantos derechos que, según el, están consagrados en la Constitución? ¿Y el derecho del hombre a hacer aquello que le plazca? ¿No cree en esas cosas?
—Sólo cuando sus emociones están en juego.
—¿Y cuando no lo están?
—Bueno, no lo sé. Pero sería interesante descubrirlo.
***
El diagnóstico sencillo y frío que hizo Elizabeth del problema psicológico de su suegro fructificó en mi demasiado receptiva imaginación; primero dio lugar a una idea atrevida y, más tarde, a un plan de acción incluso más atrevido. De hecho, eso me tuvo tan emocionado que me temo que dejé de atender algunas de mis tareas administrativas en la oficina nueva. Pasé dos mañanas enteras sentado en una de las filas traseras de los escaños en la Cámara del Tribunal Supremo escuchando los argumentos en el caso del salario mínimo del estado de Washington. Gideon Hollister estaba callado, como casi siempre, garabateando lo que podían ser notas o incluso correspondencia privada (sabía que lo hacía algunas veces cuando se aburría), pero cuando levantaba la cabeza para hacer una pregunta parecía un catedrático de Derecho interrogando a un estudiante mal preparado. Sin embargo, aprecié con interés que se mostraba tan cáustico con los abogados que atacaban la validez del decreto como con aquellos que lo defendían. Esto era un buen presagio para mi plan.
Una tarde, tras mi segunda visita al Tribunal, visité al juez después de la cena y lo encontré solo en su biblioteca. Había estado leyendo una nueva historia del Renacimiento bastante pesada y parecía muy contento de que le interrumpieran. Acepté con agrado el
brandy
que me ofreció y nos sentamos a charlar; al principio nos centramos en Florencia y Lorenzo el Magnífico, pero al rato pasamos a asuntos más recientes. Finalmente saqué el tema del caso actual ante su tribunal.
—Escuché las alegaciones esta mañana. Eran muy interesantes. Ya sé que no debería hacerle esta pregunta, por supuesto, pero precisamente por eso se la haré. Un ensayista serio debería tener algunos privilegios. Allá voy. ¿Hay alguna posibilidad de que el tribunal pueda desestimar el caso Adkins contra el Hospital Pediátrico?
Me miró fijamente.
—¿Quiere decir si hay alguna posibilidad de que yo pueda estimarlo?
—Bueno, yo no lo diría así. Pero ahora que me lo pregunta, sí.
—¿La remota posibilidad de que yo pueda admitir el derecho de una asamblea legislativa a imponer un salario mínimo en una empresa privada?
—Sí, señor. Eso es.
—Tendría que resultarte tan obvio que ni debería responder ni lo haré. Pero lo que más me interesa es por qué me lo preguntas. ¿Qué es lo que te hace pensar que he cambiado de idea desde la publicación de mi libro sobre la libertad del contrato que, por nuestro encuentro anterior, sé que has leído? ¿O es que das por sentado, como el señor Roosevelt, que estoy tan senil como el resto de los jueces de más de setenta años?
—Usted sabe que no, señor.
—¿Lo sé?
—Creo que la postura del presidente respecto a la edad de los jueces es un agravio.
Él dio un gruñido:
—Bueno, bien.
—Y si presenta su proyecto al Congreso, añadiré mi voz a la del coro público que se opone. Y pediré permiso en la firma para trabajar por su anulación.
—¿Qué estrategia propones? ¿Te pondrás en contacto con los colegios de abogados? ¿Con los
lobbies
?
Me preparé para el gran momento.
—Sí. Pero sobre todo seguiré haciendo lo que estoy haciendo ahora.
—¿Y qué estas haciendo ahora?
—¡Intentar convencerle a usted de que vote a favor de la constitucionalidad del decreto de Washington sobre el salario mínimo! —bajé la cabeza esperando la tormenta.
Pero cuando el juez hubo asimilado mi postura, se mostró menos violento de lo que yo me había temido. Estuvo simplemente mordaz.
—Le agradecería, señor, que tuviera la amabilidad de aclararme qué le induce a pensar que podrá persuadirme de abandonar la moral y los principios jurídicos de toda una vida. Y jugar a la rayuela con el principio de cosa juzgada!
Vi con alivio que al menos iba a ser escuchado. El juez volvía al estrado.
—Permítame explicarle, señor, para comenzar, que me abstengo de opinar acerca de los méritos sociológicos del decreto. No me preocupa el bienestar de los trabajadores. Ni siquiera me preocupa la cuestión de si éste es o no es realmente constitucional.
—Entonces ¿qué es lo que le preocupa?
—¡Salvar el Tribunal! ¡Incluso a costa de defender la constitucionalidad de un decreto inconstitucional!
—¡Así que eso es lo que quiere! —Y asintió gravemente—. Si mis colegas y yo nos arrodillamos y nos rebajamos ante el dictador de Hyde Park, si pronunciamos el veredicto que su procurador general quiere, entonces quizá, y sólo quizá, él reconsideraría su ley para modificar la constitución del Tribunal.
—El señor Rooselvelt no va a ser presidente siempre, señor.
—¿Y por qué estás tan seguro?
—¡Vamos, señor, el presidente es mortal! Y si desiste de presentar el proyecto de ley, o no consigue que lo aprueben, usted habrá ganado un tiempo precioso. Con otra administración, usted incluso podría anular una resolución que dictó contra su conciencia.
Pero ahora había ido demasiado lejos.
—Usted, señor, ¿supone acaso que jugaría sucio con la ley de este país?
—¡No quería decir eso! La demanda se estimaría, desde luego. ¿Pero sería eso el fin del mundo? Si una enmienda a la Constitución lo permitiera, ni siquiera usted se opondría a que se estipulara un salario mínimo y un horario para las mujeres y los niños.
—Esas cosas no son asunto mío. Como juez, quiero decir. Lo que tienes que explicarme es cómo podría nuestro tribunal valer cinco centavos siquiera si sus miembros pusiesen de lado sus convicciones personales para entregarse a los manejos políticos.
—¡Pero sólo sería una vez! Ya sabe el proverbio francés:
Aux grands maux, les grands remèdes.
Jefferson pasó por alto la Constitución cuando compró Louisiana y dobló el tamaño de la nación. ¡Lincoln suspendió el
habeas corpus
para ganar una guerra y violó los derechos de la propiedad para liberar a los esclavos! —Vi que iba a protestar y me di prisa—. Mire señor, se sabe que el suyo es el único voto por decidir. Es el que decantará la mayoría.
—¡Qué modo tan vulgar de mirar la justicia!
—Pero, ¿no es así? Si el decreto se confirma y el país comienza a ver que el Tribunal ya no está decidido a bloquear el New Deal...
—¡Nosotros no bloqueamos nada! —Exclamó indignado—. ¡Cada caso se resuelve según sus circunstancias!
—Pero no es así como lo ve todo el país. No es así como lo ven los lores del New Deal. Pero si se les puede convencer de que el Tribunal está adoptando ahora un punto de vista más progresista, el proyecto puede desecharse o, al menos, puede ser derrotado en el Congreso. Y el magistrado Hollister se convertirá en el hombre más importante de la nación. ¡Sencillamente habrá salvado nuestra forma tripartita de gobierno!
El juez permaneció sentado durante unos minutos en absoluto silencio. Pensara lo que pensara, no iba a despachar mi planteamiento sin más, sin duda. No me atreví a pronunciar una sola palabra por temor a provocar una reacción. Yo había puesto la semilla. Tenía que esperar a ver si germinaba.
Cuando finalmente habló fue para despedirme, pero el tono de su voz no era hostil.
—El problema contigo, Oscar, es que no estás escribiendo mi vida. Estás intentando inventarla. Ahora vete a casa ¿de acuerdo? Es tarde y estoy cansado.
Salí deprisa, exultante. Estaba demasiado excitado como para volver a mi hotel, por eso pasé a visitar a Julian y Elizabeth. Cuando llegué estaban los dos solos. Con un whisky doble me explayé en el relato de mis logros —yo confiaba en que lo fueran—. Julian al principio se burló de mí. Sólo un romántico loco, insistió él, podría pensar que un viejo leopardo pudiese cambiar sus manchas. Pero finalmente admitió que se rumoreaba que el magistrado Hughes había estado trabajando bajo cuerda en un plan similar. Y de repente, Julian se paró a pensar en el efecto que un doble ataque podría surtir en su presionado progenitor. Le dejé meditando; apenas me dio las buenas noches. Elizabeth me acompañó hasta la puerta. En el recibidor me dijo que lamentaba que le hubiera contado a Julian todo aquello.
—Pero, ¿por qué? ¿No ha querido siempre convertir al viejo?
—¡Nunca! ¿No lo ves? Quiere a su viejo castigado, no convertido. La idea de que el magistrado Hollister pueda terminar siendo un progresista más reconocido que Julian Hollister, el experto de cabecera del gobierno, le repugna profundamente. ¿Su malvado padre una figura más importante en la historia social? ¡Eso sería insoportable!
—¡Dios mío! ¿Por qué no me habré sujetado la lengua?
—Bueno, no te preocupes. No hay nada que él pueda hacer. De todos modos, su padre nunca le escucharía. Y yo estoy de tu parte. Me encantaría que el viejo se redimiera y volviera al candelero.
***
Pero había algo que Julian sí podía hacer. Al cabo de tan sólo dos días leí lo siguiente en la columna que escribió en el
Washington Post
bajo el pseudónimo de «Prosit»:
«Sólo en la Laguna Estigia ignoran que la Casa Blanca ha estado retrasando el proyecto de ley para dar a los carcamales del tribunal la posibilidad de ponerse al día y, con su renuncia, ahorrarle a los miembros del augusto tribunal la humillación de que los remuevan. Tampoco es ningún secreto que el astuto y diplomático presidente del Tribunal ha estado intentando convencer al menos a otro de los recalcitrantes que sostienen que nuestra Constitución fue diseñada por Dios en beneficio de John D. Rockefeller
et al.
de que “abra los ojos” y salve el número nueve para musas y jueces. Y ahora corre la especie de que ha encontrado a su hombre. Gideon Hollister será confesado por el Gran Sacerdote Hughes cuando se declare culpable de colocar la cláusula de las debidas garantías procesales al servicio de Wall Street y prometa ser un buen chico en el futuro. ¿Y cómo reconciliará esta nueva postura con la antigua? Muy fácil. Es de todos conocido que, privadamente, Hollister sostiene que la Constitución no es más que una camisa de fuerza de la cual el mago-juez ha de poder realizar su periódica fuga. ¡Resultará tan divertido como instructivo ver cómo el magistrado Houdini Hollister se zafa!».
***
Fue el magistrado Roberts quien prestó oídos a su jefe y dio la mayoría que sustentó la ley del salario mínimo y allanó el camino para anular el proyecto de ley. Nunca me atreví a discutir el tema con el juez Hollister, que permaneció en el grupo conservador del tribunal hasta su muerte, dos años más tarde. Sólo será recordado en la historia de la judicatura por su férrea oposición a la legislación social de la época. Si alguna vez consideró la posibilidad de adoptar el plan de acción que yo le propuse, no lo sé, pero después de aquel episodio no tuve valor para escribir mi librito de ensayos. La disparidad entre lo que yo imaginé que el juez pudo haber sido y lo que, al final, resultó ser, se transformó en un sentimiento de amargura que me separaba de la página en blanco.