Read La educación de Oscar Fairfax Online
Authors: Louis Auchincloss
Al día siguiente, domingo, me levanté temprano para acompañar a Grant en su breve paseo diario con sus perros scottish highlanders antes de irse a la oficina a las ocho. Era un suave y claro día de invierno, y los brillantes colores de las casitas de Georgetown acabadas de pintar que flanqueaban las calles circundantes, con sus parrillas de hierro negro y sus acogedores jardines, parecían imposiblemente alejados de la guerra que tenía que estar ocupando los pensamientos de mi uniformado y animoso compañero. Él había estado escuchando sólo a medias lo que yo estaba diciendo, pero cuando cayó en la cuenta del auténtico contenido de mi charla, se paró frunciendo el ceño.
—¡Pero esas cosas son parte de mi trabajo!
—Tu jefe no parece pensar lo mismo.
—Que me lo diga él directamente. Hasta entonces haré lo que crea conveniente.
—¿Por qué, Grant? ¿Merece la pena? ¿Obtienes alguna diversión al poner tu vida en peligro?
No se molestó en absoluto, ni siquiera por mi tentativa de entrometerme en su vida. Se mostró, como siempre, extraordinariamente desapasionado y yo sabía que mis reflexiones caerían en saco roto. Había un brillo especial en su semblante, como si me hallara ante un hombre —o un fanático, o un profeta— con quien todo argumento es en vano.
—No espero que lo comprendas, Oscar, pero hay coherencia en lo que hago. Tú eres esencialmente un civil. No hay nada malo en ser un civil, pero no es lo que yo soy. Siempre he sido un muchacho del ejército. Un verdadero soldado no puede limitarse a sentarse en un despacho. Tiene que formar parte de todo el tinglado. Tiene que ver y sentir y comprender qué es aquello contra lo que nuestros soldados están luchando.
—¿Crees que todo el mundo debería de ir al frente? ¿Eisenhower y Marshall? ¿Todos?
—¡Oh, tendrá que haber excepciones, por supuesto. Pero yo no soy indispensable. ¡Y piensa lo que es esta guerra, Oscar! ¡El conflicto más glorioso de toda la historia! ¡Con todo lo vil de la humanidad en un bando y todo lo valiente, bueno y verdadero en el otro! ¡Es un gozo estar en esta guerra! ¡Y sería un gozo morir en ella!
Miré con fijeza a aquellos ojos que parpadeaban.
—Te lo estás pasando en grande ¿verdad?
—Sí ¿por qué no? ¡Después de todos los miserables negocios del bufete, de las miserables victorias, de los bolsillos que he esquilmado, del dinero que he contado!
Moví la cabeza con tristeza. Ahora lo comprendía todo.
—El día del guerrero ha vuelto. El noble guerrero. El guerrero feliz. Tú siempre lo quisiste así.
Aparté la mirada de él y me adelanté con los perros, dejándole un minuto para reflexionar. Ya no discutiría más. Pero pronto me alcanzó y me puso un brazo sobre el hombro.
—Ahora lo comprendes, ¿no, Oscar?
—Si. Pero rezo para que la paz llegue pronto.
***
Mi cuñado era, en muchos aspectos, un hombre muy moral, pero su código ético difería considerablemente del mío. Aunque podía regañar severamente a sus hijas si eran bruscas con un sirviente o un camarero, o no contestaban a una invitación a una fiesta, o se quedaban un libro de la biblioteca que debían de devolver («no somos de ese tipo de gente»), creía, sin embargo, que una vez alcanzada la mayoría de edad, cualquier hombre o cualquier mujer debería sentirse libre para mantener la conducta sexual que eligiese y que ni siquiera el adulterio era pecado. Como abogado, le había visto inmiscuido en prácticas que bordeaban «el filo», pero también había presidido el turno de oficio y había dedicado un tiempo considerable al trabajo
pro bono.
Consideraba que los alemanes responsables del Holocausto deberían de ser ejecutados, pero sin embargo había apoyado el confinamiento de los japoneses americanos en California. Por eso, cuando en el invierno de 1945 advertí que se encontraba bajo de ánimo a pesar de la animación que flotaba en las orillas del Potomac por la inminente victoria, no pude sino preguntarme si no estaría dándole vueltas al peligro de que la guerra terminara antes de que el enemigo hubiese sido lo suficientemente castigado. ¡O quizá el peligro que le preocupaba era, simplemente, el de que la guerra terminara!
Constance y yo tuvimos que trasladarnos a Washington, donde yo iba a pasar un año como director de nuestra sucursal en la ciudad, y solía tomar algún sándwich a la hora de la comida con Grant en su despacho en el Pentágono. Y cuando por fin dejó escapar una pista acerca de lo que parecía deprimirle, no fue, en absoluto, lo que yo esperaba. Murmuró algo acerca de un arma cuyo poder era absolutamente increíble.
—¿Crees que la tienen los japoneses? —le pregunté con consternación.
—¡Oh, no, al contrario!
Y después se quedó callado. Pero obviamente estaba pensando en un arma que sería utilizada contra los japoneses. ¿Y por qué se preocuparía él, particularmente, de cuántos de ellos explotarían? A menos que fuese tan dañina que pudiésemos volar todos. Yo iba a descubrir bastante pronto que no estaba preocupado por cuántas personas morirían en Hiroshima o Nagasaki, ni por las personas de todo el mundo que podrían morir por bombas cada vez más potentes. Sólo estaba preocupado por lo que la bomba le había hecho al guerrero.
Esto lo comprendí cuando los cuatro, los Fairfax y los Richard, celebramos con una cena y dos botellas de champán la noticia de la rendición de los japoneses. Henrietta, Constance y yo estábamos exultantes; Grant estaba sombrío.
—Si hubiésemos esperado sólo un poco a lanzar esos petardos —gruñó él— hubiéramos ganado de una forma justa. Ellos estaban a punto de rendirse.
—Pero ¿cómo podíamos saberlo? —le pregunté—. Una invasión podría haber costado más vidas que las que se perdieron en esas dos ciudades. Incluso más vidas japonesas.
En quien yo pensaba, en realidad, era en mi hijo Gordon, alférez del ejército, que podía haber estado en las fuerzas del desembarco.
Constance no se implicó tan personalmente como yo.
—Bueno, yo estoy de acuerdo con Grant —afirmó ella—. Podíamos haber esperado. O al menos haber lanzado la bomba en un lugar menos poblado. ¡Creo que fue horrible el modo en que lo hicieron! ¡Y nosotros hablamos de crímenes de guerra!
—¿Juzgarías a Truman y a Stimson? —preguntó Grant fríamente—. Eso sorprendería a los aliados.
Al hacer el comentario siguiente mantuve la mirada fija en nuestro anfitrión.
—Me pregunto si lo que preocupa esta noche a Grant es la devastación humana de la bomba.
—Tienes razón, no es eso. —Sostuvo mi mirada, desafiante—. Los japoneses se buscaron esta guerra, y obtuvieron más de lo que podían esperar. Cuando pienso en las barbaridades que hicieron en China y Filipinas, las víctimas atómicas ya no me preocupan. Lo que me preocupa es lo que la bomba nos ha hecho a nosotros. Ahora todos somos civiles. Ya no habrá en el futuro lugar alguno para los soldados, los guerreros o los héroes. Habrá un militar, de acuerdo, rodeado de técnicos y científicos que construirán bombas cada vez más potentes para lanzarlas en ciudades populosas. Si puedes destrozar al enemigo en pedazos, entonces ganas. Si no puedes, te acobardas. Ya no hay lugar para el valor, y ni siquiera para la estrategia. Ya no habrá frases de Churchill acerca de la lucha en las playas y en las calles. Si el enemigo puede extinguirte de un soplo, te rindes, eso es todo.
Por un momento todos permanecimos en silencio, considerando su frío diagnóstico. Después Henrietta lanzó un comentario optimista.
—Pero quizá sea el final de las guerras. Quizá nadie se atreva a embarcarse en ninguna. ¿Podemos esperar eso, Grant?
—Podemos esperar cualquier cosa, querida. Y consolarnos pensando que las predicciones rara vez se cumplen. Pero decid adiós a los Césares, a los Napoleones, a los Montgomerys y los MacArthurs. El día del matón con un gran palo ha llegado.
***
Para mi decepción, en los años de posguerra Grant rechazó los importantes puestos federales que le ofrecieron y dedicó toda su energía —muy rentable para mí y mi familia, lo admito— a la práctica jurídica. No se interesó en lo más mínimo por la ocupación y reconstrucción de Alemania y Japón o por lo que él llamaba, sucintamente, la «futilidad» de la Guerra Fría.
—Ambos bandos saben que la Guerra Fría no debe calentarse —me explicó—, por eso sus intercambios diplomáticos no son más que faroles. ¡No me lo creo, muchas gracias!
Henrietta recuperó su papel de líder social de Nueva York y organizó infinidad de fiestas elegantísimas. Las mesas y el piano de su salón estaban adornados por cinco grandes fotografías de sus hijas en portarretratos de plata, triunfantes con sus suntuosos trajes de novia. Era una mujer absolutamente feliz.
De niño siempre pasaba los veranos en Bar Harbor; mis padres fueron unos de los primeros colonos estivales de la isla. Como tantos otros lugares de veraneo, Bar Harbor había sido en origen un lugar de vacaciones de artistas y académicos que habían encontrado tanto tranquilidad como inspiración en sus colinas, en sus bosques y en la rocosa costa; intelectuales que sólo hacen las veces de pioneros para otros que llegan después: ricos urbanos que no tardan en aprovecharse del buen gusto de sus predecesores y se instalan allí y, tras inflar los precios del lugar hasta que logran echar del lugar a los primeros veraneantes, reemplazan sus sencillos campamentos por mansiones costeras. Mi padre había construido una en la década de 1890: tenía una planta baja de piedra rústica sobre la que se alzaban otras dos de madera oscura y un tejado a dos aguas con enormes buhardillas. Estaba en el camino de la playa hacia el pueblo, con una preciosa vista del centelleante océano y de las dos pequeñas islas con copete conocidas como «Puerco espinas». Yo la había heredado y la conservé porque para mí la gran isla nunca ha perdido su encanto, y Constance, aunque poco amiga del Club de Natación y sus devotos, siempre adoraba subir a las montañas —generoso nombre con el que se conoce a las colinas— y solía «hacer» una diferente cada día, cuando la lluvia y la niebla (que los fieles habitantes de Bar Harbor nunca mencionaban) dejaban que el sol dotara a la tierra y al mar de la magia peculiar de la costa de Maine.
El explorador Champlain, al ver por primera vez la isla desde su navío y sorprendido por la desnudez de la cumbre de las colinas, la bautizó L’île de Mont Désert, pero años más tarde los valedores de la isla más entusiastas asegurarían que lo que en realidad quiso decir fue L’île de Mont Désir, y así es como ha quedado siempre para mí, la isla de mi deseo. El rico verde grisáceo de las rocas y de sus batientes olas, de la cadena de hermosas colinas y espesos bosques, lo baña todo en una atmósfera encantada que aísla al visitante estival de las preocupaciones insignificantes y de la mezquindad de la tierra firme incluso con más firmeza que el zafiro brillante del Atlántico.
Nada parece del todo real en Mount Desert. El aire, el sol, el mar la dotan de un amable refinamiento que suaviza todos los asuntos espinosos que nos traemos de nuestros mercantiles lugares de origen. Comparad, por ejemplo, la trajeada muchedumbre del Beach Club en Southampton o del Bailey en Newport un sábado a mediodía, mientras espera que el sol roce el penol para pedir el primer cóctel del día, con las señoras en las mesas con parasol del Club de Natación y de Tenis de Bar Harbor. En los dos primeros apenas se puede ignorar el orgullo de clase y la pomposidad de la riqueza, pero en el tercero uno advierte todas estas mismas cualidades con una mezcla de simpatía y diversión, como si estuviese mirando a un grupo de marionetas deliciosamente pintadas. Saber que estoy viendo a la gente con una neblina dorada nunca me ha molestado en Bar Harbor. Debería haber una época cada año en la que las ilusiones estuviesen permitidas.
En 1930, sin embargo, el primer año completo de la Gran Depresión, era difícil retener las ilusiones, incluso allí, incluso en el día más brillante del verano. Algunos de los grandes
cottages
tenían todavía las contraventanas del invierno echadas ya que sus dueños economizaban en casa o tomaban habitaciones en un hotel, y la aparición de algún barco de vapor en el puerto era una rareza recibida con gran júbilo. Pero fue por los «nativos», nombre con el que se conocía a los lugareños que soportaban los rigores del invierno de Maine y a los que las billeteras cerradas de los veraneantes privaban de gran parte de sus ingresos, por quienes más me preocupé, sobre todo por la viuda y el hijo de Tom Griswold. Él había sido el afable y eficiente director del Club de Natación y Tenis; había conocido las necesidades y los deseos, así como las costumbres, buenas y malas, de todos los socios. Sus dotes eran múltiples, desde la delicada instrucción de una nueva anfitriona sobre cómo organizar mejor una tarea del club hasta la vigilancia firme pero tranquila de jóvenes bebedores o debutantes indiscretas. Podía incluso cobrar las deudas sin ofender. Pero un cáncer de pulmón puso fin a su útil carrera a los cuarenta y cinco años, y Helen, su viuda, se encontró al borde de la indigencia. Tom la había advertido sabiamente de que en caso de necesidad recurriese a mí, y cuando lo hizo actuó como todos los que solicitan mis consejos, con un plan muy concreto. Quería un pequeño capital para abrir un salón de belleza, y yo hice campaña en la colonia de verano con el éxito suficiente como para permitirle, en sólo unos meses, abrir el Rincón de Belleza de Helen en la calle Champlain. Fue un éxito casi inmediato. Me creí en la obligación de hablar con cada una de las señoras que poseían o alquilaban una casa, y concertar una cita con Helen en verano se convirtió en una cuestión de honor. Muchas acudían a ella casi exclusivamente. Tuve que lamentar que de este modo arruinase a otro establecimiento más antiguo, pero frecuentemente ése es el precio del libre mercado. Hace tiempo aprendí que hacer una buena acción por una persona puede implicar hacer una mala acción para otra, pero no puedo admitir que ésta sea una razón para evitar las buenas acciones. Así se extendería la oscuridad.
Mi apoyo al salón de Helen, sin embargo, no habría servido de nada sin la propia Helen. Ninguna de nuestras damas habría hecho más que una simple visita simbólica al Rincón de Belleza si el producto hubiera resultado inadecuado en lo más mínimo. Pero Helen se había convertido en una experta en cortes de pelo, moldeados, limpiezas de cutis e incluso en manicura. Al principio temí que su aspecto pudiese volverse en su contra. Era alta y delgada, no le sobraba ni un gramo de grasa; tenía la fuerza de la mujer pionera. Me preguntaba si su pelo cuidadosamente encanecido no contradecía de un modo algo ridículo el aire severo con el que parecía desaprobar a las dientas que se arreglaban en exceso. Pero las damas no se equivocaban al interpretar su aspecto como una garantía de honestidad y capacidad, y cuando se dieron cuenta de que su mente, que podía haber sido tan sencilla y pura como la de un personaje rústico en un cuento de Sarah Orne Jewett, era, en realidad, una mina de chismes sobre la colonia de veraneantes que había ido enriqueciéndose con el paso de los años, una fuente de información con suave acento de Maine, comenzaron a lamentar tener que perderse sus servicios después del Día del Trabajo. Discutir si Billy Dumphey había hecho trampas en el torneo de bridge —o si el presidente del club estaba teniendo una aventura con la nueva heredera de los jabones Baltimore— mientras se hacían una permanente que brillaría en las mesas con sombrillas se convirtió en un placer estival absoluto. Helen pronto tuvo que coger dos ayudantes y una manicura, pero siempre encontraba tiempo para dedicarle algunas palabras a la ocupante de cada silla.