Read La educación de Oscar Fairfax Online
Authors: Louis Auchincloss
Pero no tardaría en hacer un amigo. En el verano de 1948 Gordon pasaba sus vacaciones en Bar Harbor con Constance y conmigo. Siempre ansiosos de ampliar su círculo social, los dos decidimos organizar una cena para él y otros chicos de su edad en el Club de Natación, antes del baile del sábado por la noche. A las diez observamos que la aparición de algunos invitados despertaba cierto interés. Allí estaba Elvira de León con un sombrío traje de noche negro en el que destacaba un reluciente collar de diamantes, presumiblemente una reliquia recién rescatada de la casa de empeños; caminaba hacia la pista de baile del brazo de un joven rubio, elegante pero algo fatuo con la ancha banda azul de alguna orden extranjera atravesada en la pechera. Gordon, que se había levantado y ahora se inclinaba sobre mi hombro para preguntarme acerca de la conveniencia de pedir más vino para nuestros huéspedes, se quedó impresionado.
—¡Mira, papá, allí está la pobre Elvira con el príncipe Luis Carlos de Borbón y Parma! Debe de alojarse en casa de la señorita Mallvern, invitado por el padre de Elvira.
—A expensas de su tía. ¿Quién es? ¿Algún pretendiente al trono español?
—Todos lo son. Pero lo mejor es que la pequeña Elvira por fin tiene algo que enseñar a todos los idiotas del club. Algo que ella tiene y ellos no. ¡Un auténtico príncipe!
La suerte de la chica no me impresionaba. Mirando a la pareja cuando comenzaban a bailar, pude ver que la mirada de Su Serena Alteza ya había empezado a revolotear. Y el baile de Elvira era algo desacompasado.
—Más le valdría a Cenicienta no esperar a que su carroza se convierta en calabaza —observé.
Y eso fue lo que, en cierto modo, terminó sucediendo. A las muchachas de Mount Desert les intrigó —aquella noche, por lo menos— la idea de la realeza. De una realeza joven y apuesta, y Elvira no retuvo a su príncipe por mucho tiempo. Unos minutos después de su llegada un alegre grupo los rodeó en la pista de baile y los condujo, con jovial determinación, hacia el bar, donde, tras una ruidosa ronda de bebidas, Luis Carlos se encontró de nuevo en la pista, dando vueltas con la bella y ágil Kitty Pierce, la hermana más joven de mi ahijada Varina.
Gordon observó todo el episodio —de hecho, algunos de nuestros invitados se habían unido al simpático secuestro— y en cuanto vio a Elvira sentada en una silla del salón de baile pegada a la pared, desconsoladamente sola, se acercó a ella. Bailó con ella durante el resto de la noche e incluso la acompañó a casa. El indiferente príncipe se había ido con Kitty a otra fiesta.
Ése fue el principio de su amistad. Gordon la conocía de toda la vida, porque incluso de niña había venido en alguna ocasión a visitar a su tía en Shore Path, pero hasta al serio Gordon la lúgubre atmósfera de la casa Mallvern le había resultado demasiado pesada. Durante el resto de esas cortas vacaciones, sin embargo, fue allí diariamente, y el último fin de semana la invitó a comer a casa. No la encontré tan tímida como había supuesto, pero era reservada, eso sí. Era obviamente inteligente, su inglés era perfecto, y su expresión, precisa. Le pregunté si el nuevo huésped de casa de su tía era un pretendiente serio al trono español.
—Él no, su tío el príncipe Javier.
—¿Y es Javier el candidato de tu padre?
—Mi padre apoya la legitimidad del príncipe Javier, sí —Su repetición del título podría haber sido un suave reproche, pero aquello era difícil de adivinar. —La cuestión no ha sido fácil para mi padre, pero ahora creo que ve el camino claro.
—¿Por qué tiene que buscar tan lejos, si el difunto rey Alfonso dejó tantos descendientes?
—Porque el asunto de la ilegitimidad de la rama más antigua de los Borbones españoles todavía no se ha resuelto. Se remonta al siglo XVIII.
—¿Pero no se dan casos parecidos en cualquier rama de cualquier familia real? En cualquier familia, en realidad.
—Podría decirse que sí.
—¿Y no son los carlistas igualmente vulnerables según las leyes genealógicas? —Había hecho mis pesquisas en la biblioteca esa mañana—. ¿No se acabó la línea masculina en 1936, con la muerte de don Alfonso Carlos? ¿No hizo falta remontarse varias generaciones para localizar a Javier?
—Parece que eso es lo que quieren hacer.
—¿Quieren? ¿Eso no te incluye a ti?
—Bueno, ese no es un asunto en el que tenga mucho interés. La ley sálica excluye a las mujeres de la sucesión.
—Pero no de la discusión. ¿Eres mayor de edad?
—Sí. Tengo veintitrés años.
—¿Y no quieres tomar partido en esos asuntos?
—No, señor Fairfax.
—¿Entonces, apoyas a Franco?
Me mortifica recordar cómo la presioné. Pero había algo en su frialdad y en lo que yo interpreté, quizá injustamente, como un aire de superioridad, que me irritaba.
—No me pronuncio sobre el Caudillo. Tuvimos una terrible guerra civil, y él la ganó. Ahora ya ha pasado. Toda mi familia y sus amigos estaban con él. Me aventuro a creer que usted habría hecho lo mismo de haber sido español.
—¿Cómo puedes decir eso? —le pregunté, acalorado. Pero bajé la vista inmediatamente, temeroso de que los demás hubiesen advertido mi tono. Por suerte todos, Gordon incluido, estaban escuchando una divertida historia que contaba Constance.
—En Nueva York —expliqué—, la opinión pública estaba contra él.
—Pero si todas vuestras propiedades hubiesen estado en juego, no habríais opinado lo mismo. He advertido que hay un fuerte sentimiento anticomunista en este país.
Tuve que hacer una pausa antes de contestar. Estaba perdiendo la paciencia.
—Es cierto. Pero cuando la libertad está en peligro, no es raro que los hombres quieran morir por ella. ¿O no lo crees así? —su silencio me abocó al ridículo—. Quizá creas que no hay nada por lo que merezca la pena morir.
—Espero que haya causas por las que morir. Creo que me gustaría descubrir cuáles son. Pero no estoy segura de que haya causas por las que merezca la pena matar.
Gordon cazó al vuelo esta última frase y nos regañó.
—¿Con qué te está atormentando mi padre, Elvira?
—Me temo que cree que soy una nihilista. Pero no hay por qué preocuparse. No arrojo bombas.
—¿Has sacado el tema de la guerra civil? Pídele que te explique la verdadera diferencia, si es que la hay, entre nuestros republicanos y nuestros demócratas.
Me desvié de los temas peligrosos e intenté, me temo que sin éxito, congraciar a esa joven serena con mi rudeza. Por supuesto, todo aquello se debía a mi temor a que Gordon estuviese comenzando a sentir demasiado interés por ella. No me parecía la novia ideal de mi único hijo.
Que eligiese volver a la isla, después de terminar el trabajo, durante dos fines de semana consecutivos de agosto no contribuyó a apaciguar mis ánimos. No estaba muy claro que hubiese venido por Elvira, pero la vio en las dos ocasiones. Constance no compartía mi preocupación.
—Sólo es una compañera más —comentó cuando subí a nuestro dormitorio.
Era sábado por la mañana, aquél era el segundo fin de semana que Gordon pasó con nosotros. Constance estaba haciendo las maletas para visitar a un amigo en tierra firme, para «aliviar», como le gustaba decir, «los rigores del verano en Bar Harbor». Habíamos acordado que yo quedaba exento de esos breves vuelos.
—Siempre le han gustado las muchachas más bien sosas. Gordon no se casará hasta los cuarenta, y entonces nos traerá a casa a una mujer sorprendentemente joven y guapa.
—Yo no lo apostaría.
—¿Quién está apostando? De cualquier modo, Elvira me gusta bastante. Es mucho mejor que todas esas maravillosas y tontas muchachas del Club de Natación. ¡Y qué vida puede llevar, la pobre chica, con esos padres idiotas y esa horrible tía! Deberías de alegrarte de que Gordon le esté proporcionando alguna diversión.
—Pero se está arriesgando. ¡No puedes querer de verdad a esa menuda y terca reliquia del feudalismo como nuera!
—Yo quiero lo que Gordon quiera —dijo Constance, decidida, mientras cerraba la bolsa sobre la cama—. Y si él la quiere de verdad, cosa que dudo, entonces ella tiene que ser, por fuerza, mejor de lo que la pintas. El chico no es tonto. Y Rose Mallvern le dejará una bolsa de oro. Eso te satisfaría.
—¡Tú nunca has sido justa conmigo respecto a esas cosas! ¿Crees de verdad que yo sacrificaría la felicidad de nuestro hijo por...?
—¡Oh! Si sólo estoy bromeando —me interrumpió—. Ahora me voy, te llamaré desde Islesboro. Cuídate estos dos días, si es que puedes.
Esa noche cené sólo, de bastante mal humor, porque Gordon había ido al cine con Elvira. Pero a la mañana siguiente, domingo, tuve un encuentro muy revelador con la tía de Elvira.
La señorita Mallvern era universalmente reconocida como la última gran defensora de unos antiguos valores que empezaban a desvanecerse. Aquella delgada figura adornada con vestido y sombrero blancos que cada domingo se dejaba ver en el banco delantero de la iglesia episcopaliana y después en su mesa con sombrilla en el club, tomando una sola copa de vino blanco, simbolizaba el orden y el ritual de un tiempo pasado. Pero también evocaba una cosa muy distinta: la imagen de la eficiente directora de un campamento de verano para chicos delincuentes que se enfrenta sin vacilar a la mala conducta de sus pupilos y paga de su propio bolsillo la rehabilitación psiquiátrica de los mismos. La señorita Mallvern podía creer que el mundo se había echado a perder, pero estaba preparada para una lucha que quizá sabía perdida de antemano: la lucha por redimirlo.
El domingo que he mencionado, mientras daba mi habitual paseo antes del desayuno por los muelles y pasaba por delante del Buon Riposo, nombre con el que, bastante inapropiadamente, había sido bautizado el castillo de los Mallvern, vi la pálida figura de la propietaria cruzando el césped con el propósito evidente de interceptarme, porque levantó su guante blanco saludándome con gentileza. Me paré para esperarla.
—¿Puedo unirme a usted en el paseo, señor Fairfax? —No omitía mi nombre de pila por descortesía. Solamente lo usaba con sus coetáneos y con los niños. Cuando los últimos crecían, ella les mantenía el trato, pero esto no había sucedido conmigo. Mi padre solía decir que esto quizá se debiera a que la señorita Mallvern se acordaba de una disputa de lindes que había tenido con él. Ella no iba a trasladar la disputa al hijo, pero aun así tenía que marcar las diferencias.
—Me temo que tengo que tratar con usted un tema bastante serio, —me dijo mientras caminábamos hacia el pueblo—. Y siempre me ha parecido que caminar resulta muy adecuado para este propósito. Así no tendremos que estar frente a frente, observándonos a la caza de expresiones que puedan calificar nuestras afirmaciones.
Yo sonreí.
—Miraré al mar, señora Mallvern.
—Bien. Usted habrá adivinado, naturalmente, que quiero hablar acerca de su hijo, cuyas visitas a mi casa no le habrán pasado desapercibidas. Deje que le diga que me parece un joven delicadísimo, usted ya lo sabe, por supuesto. Pero en vistas a lo que voy a decir, es importante que usted sepa que yo lo sé. No se ven hoy en día muchos chicos de su estilo.
—Me temo que es verdad. Y esto le afecta tanto a él como a nosotros.
—¿Quiere usted decir que quizá se sienta solo? A mí me lo parece. Y mi sobrina me lo parece todavía más. De hecho, cuesta imaginar a una niña más solitaria.
No le di la razón. No iba a dejar que me arrastrara en su compasión por Elvira.
—Ella tiene a sus padres. La tiene a usted.
—¡Ah! ¿Pero qué somos nosotros para los jóvenes? Su madre y yo la adoramos, pero somos dos viejas.
—Admira a su padre, estoy seguro.
—¿Qué le hace a usted estar tan seguro?
—La he oído discutir sus puntos de vista políticos.
—Su padre, señor Fairfax, es un zoquete.
La sorpresa me hizo apartar los ojos del mar. Entonces la miré a ella. Ambos nos habíamos parado, y ella me dirigió una sonrisita severa.
—Le dije a usted que iba a ser seria. Cuando soy seria también tengo que ser completamente sincera. Por supuesto, confío en su discreción. Pero como todos los vecinos, sé algo de usted. Sé, por ejemplo, lo que usted hizo por Helen Griswold. Usted es un hombre en quien puedo confiar.
—Gracias. —Pero no quería deberle nada. ¿Qué me podía pedir a cambio?
—Sigamos caminando. Le devuelvo al mar. Mi cuñado es un caballero cargado de buenas intenciones. Es recto y sincero. Pero aun así, también es lo que le he llamado. Aunque ha visto a su país devastado por una guerra civil, no dudaría en devastarlo con otra por la disputa de cuál de los dos estúpidos Borbones reinstaurará la monarquía. Elvira ve todo esto con una lucidez tan grande como su lealtad. Está acostumbrada a lo absurdo, pues ha crecido en un mundo sin sentido. Su familia, por supuesto, apoyaba a Franco, pero su padre ha sido cónsul en Bremen y vio a los judíos golpeados por las calles. Aunque los comunistas, al menos para ella, fueron igual de malos. Incluso peores. En un momento dado, durante la guerra, la dejaron por seguridad en un convento del que la hermana de su padre era madre superiora. Fue asaltado por los rojos, y la pobre niña tuvo que ver cómo a su tía y a las otras monjas las arrojaban en una fosa y las enterraban vivas.
—¡Qué horror!
—Sí, qué horror. Y cuando llegó aquí, se encontró con una sociedad frívola a la que tales cosas le traían sin cuidado. Ella perdió la fe en el dios católico que no había podido salvar a su tía, y en una América materialista no encontró otro dios. Sólo ha encontrado consuelo y apoyo trabajando en mi campamento. No cree en nada. ¡En nada, señor Fairfax!
De nuevo nos paramos pero yo no hice ningún comentario.
—Y ahora usted querrá saber por qué le estoy contando todo esto. Es porque creo que se está enamorando de su hijo. Y si eso sucede, se dejará el alma en el asunto. Tiene una naturaleza demasiado profunda y leal. Por eso, si su hijo no tiene intenciones matrimoniales —y me cuesta creer que las tenga, considerando lo poco atractiva que les resulta la chica a los hombres americanos— me gustaría que usted le conminase a que abandone sus visitas. — Aquí levantó de nuevo la mano de guante blanco para impedir que le respondiera demasiado pronto—. ¡Entiéndame, no estoy acusando a su hijo de falsas maniobras o de indiscreción! Estoy segura de que ha sido realmente amistoso y encantador con mi sobrina. Estoy completamente convencida de que sólo quiere divertirla y hacer que se lo pase bien. De que la compadece por todos los veranos que se ha perdido encerrada en nuestra casa. No pienso, ni por un momento, que sea consciente del efecto que ha causado en la chica. Elvira sabe dominar sus reacciones a la perfección. Pero sé que su hijo sería el último hombre en el mundo que quisiese causarle algún dolor.