La dulce envenenadora (9 page)

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Authors: Arto Paasilinna

BOOK: La dulce envenenadora
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Jaakko pasó la mañana siguiente echado en su cama. Linnea le sirvió el desayuno y volvió a la cocina. Era la ocasión propicia para poner un poco de orden en sus venenos sin miedo a que Jaakko apareciese de improviso y se sorprendiese de verla trajinando con sustancias extrañas. La vieja coronela dispuso los frascos de mejunje dentro del fregadero, los abrió y con ayuda de las jeringuillas midió unas cuantas dosis de la medida deseada. Tuvo que trasvasar las mezclas a varias probetas, de las cuales empezó inmediatamente a salir un humo repugnante, pero consiguió acabar la tarea con prontitud. La anciana volvió a esconder sus pócimas en el tocador, pero olvidó enjuagar una de las probetas, en la que quedó una gota de veneno.

De repente decidió agasajar al magullado Jaakko como lo había hecho con Rainer durante su enfermedad. Ahora no iban a ser necesarias las papillas, pero su vapuleado amigo seguramente se sentiría reconfortado si le preparaba unos cuantos manjares. Se entusiasmó tanto con la idea que salió enseguida a hacer las compras pertinentes. Fue al departamento de especialidades gastronómicas de los grandes almacenes Stockmann, donde llenó su carrito de delicias para todos los gustos: foie-gras, pasta de ostras, mejillones, cangrejos de mar, el más refinado de los quesos azules de Suiza, cebolletas danesas en conserva, aceitunas rellenas de pimiento verde, espárragos, filetes de trucha cocida, minimazorcas de maíz, champiñones, pepinillos en vinagre, caviar, lengua de reno ahumada, cordero ahumado, aromáticas frutas exóticas, pastelillos que se deshacían en la boca, chocolate, gelatina de bayas, crujientes galletitas francesas, una baguette al ajo…

Acostumbrada a la tienda de Harmisto y su limitado repertorio de productos, la coronela fue presa de un autentico frenesí a la vista de aquellas delicias, y se puso a llenar su carrito sin ningún sentido de la medida.

Tras sus alocadas compras, se pasó por la licorería y compró una panzuda magnum de champán rosado. Dispuso cuidadosamente los manjares en una cesta de mimbre, que previamente había forrado con papel de plata y decorado con cinta dorada. Más feliz que unas Pascuas, cargó la pesada cesta hasta la calle Döbeln. Le había costado un riñón, pero no le preocupaba. Ahora que había decidido suprimirle a su sobrino la mensualidad que le pasaba, podía permitirse derrochar un poquito.

Linnea tuvo de repente una idea aún mejor. ¿Y si le regalaba aquella maravillosa cesta de comida a Kauko? Sabía que su sobrino era un glotón incorregible, insaciable tratándose de delicias exóticas; ante un regalo tan principesco, se atiborraría hasta la saciedad.

Linnea ya se lo imaginaba zampando: con una expresión de beatitud en el rostro, el muchacho empezaría a tener buenos pensamientos… ¿Y si a pesar de todo abandonaba su obstinado cinismo?, ¿y si su corazón se ablandaba perdonando a Linnea, que con tanto cariño se había acordado de él? Aquel regalo tan caro podría ser propicio para una reconciliación con su sobrino y su pandilla de delincuentes: era de suponer que Kauko invitaría al banquete a sus desalmados colegas. A Linnea le pareció que había tenido una idea excelente.

Recordó que a Kauko siempre le había gustado su ensalada de Flandes y decidió preparársela e incluirla en la cesta. Alegremente, casi con espíritu navideño, la abuelita cortó en juliana una lechuga y le añadió una salsa que llevaba cuatro huevos, una cucharada de mantequilla, sal, pimienta negra, dos cucharadas de vinagre y, sin querer, la gotita de veneno que había quedado en el culo de la probeta. Atareada como estaba, ni siquiera probó el aliño, pero después de todo era capaz de prepararla con los ojos cerrados y siempre le salía buena; así que metió la ensalada en un recipiente hermético y lo colocó con las otras provisiones en la cesta.

Ya sólo quedaba hacerle llegar las viandas a Kauko Nyyssönen. Y ése era un problema. Por lo que Linnea recordaba, el muchacho tenía alquilado una especie de sótano inmundo y mal ventilado en la calle Uusimaa. Linnea había estado allí una vez, un día que Kauko le había ordenado que le trajera el dinero a la ciudad. Qué lástima que con la edad estuviese perdiendo la memoria. La cesta pesaba por lo menos diez kilos y la anciana no tenía fuerzas para llevarla, así que llamó un taxi. Le pidió al taxista que avanzase despacito por la calle Uusimaa desde el barrio de Punavuori hacia el cruce con la calle Erottaja.

—Entiéndalo, no recuerdo la dirección, pero creo que puedo reconocer el edificio —le explicó la coronela al taxista, que no parecía muy convencido.

El taxi recorrió lentamente toda la calle Uusimaa. Linnea iba asomada a la ventanilla, observando los grises muros de los edificios de piedra. Al llegar al cruce de las calles Eerik y Anna, le hizo seña al taxista de que parase. ¡Era allí!

Pagó el trayecto y se bajó del coche con su cesta.

Entró en el patio de la casa por un amplio corredor que comunicaba con la calle. Sí, el patio le resultaba familiar, ya había estado allí antes. Linnea reconoció la ventana del sótano de Nyyssönen. Por un momento dudó…, no sabía si pedirle al portero que le llevase la cesta a Kauko. Le faltó el valor para hacerlo, así que regresó a la calle.

Entonces se le ocurrió acercarse a una floristería cercana, donde compró un ramo de rosas rojas. Escribió la dirección del sótano en una tarjetita, en la cual garabateó además unas palabras para Kauko y sus compinches: les proponía hacer las paces y les deseaba buen provecho a los tres. Luego le pidió a la florista que entregase las flores y la cesta en su destino, explicándole que el recadero debía pedirle la llave al portero en caso de que no hubiese nadie en la citada dirección.

Satisfecha con su buena obra, pagó y salió de la floristería. La anciana pensó esperanzada que Nyyssönen y sus crueles camaradas, después de haberse zampado los deliciosos manjares de la cesta, la dejarían por fin en paz.

Capítulo 10

Esa misma noche, Kauko Nyyssönen y Jari Fagerström, todavía bajo los efectos de una tremenda resaca y cargados con una bolsa de cervezas, se dirigieron al húmedo sótano de Kauko con la intención de pasar una de sus tristes veladas, dándole vueltas a la crueldad del mundo y, tal vez, jugando un poco a las cartas.

El sótano de la calle Uusimaa, al que Nyyssönen llamaba «cuartel general», era una covacha húmeda que olía a cerrado. Tenía un solo ventanuco situado a la altura del techo, cuyo cristal estaba renegrido por el hollín de la calle. El mobiliario consistía en un viejo sofá cama, en cuyo relleno las ratas habían horadado sus túneles, y una mesa de jardín cojitranca, seguramente sustraída de la terraza de algún restaurante, que llevaba sin limpiarse una eternidad… Al otro lado, contra la pared, dominaba un pesado banco de hierro, procedente del parque de Esplanadi. Un taburete. Tirados por el suelo un par de sucios colchones de espuma: las camas de invitados, según Nyyssönen. Las únicas comodidades en aquella madriguera eran un lavabo de chapa esmaltada medio oxidado, una polvorienta bombilla que colgaba sobre la mesa y, en el suelo, un sumidero atascado y maloliente.

Habitualmente el cuchitril apestaba a excremento de rata, a sábanas húmedas nunca ventiladas y a polvo mohoso, del cual había una gruesa capa en el rajado suelo de cemento. Sin embargo, Nyyssönen experimentó un embriagador placer al entrar en su cuartel general: en la covacha flotaba un olor a flores, reforzado por estimulantes aromas de frutas, dulces, baguette recién horneada y otros refinamientos. Al encender la bombilla del techo, vio sobre la mesa un frondoso ramo de rosas y una cesta forrada de papel de plata, llena de los más deliciosos manjares.

En un primer momento el fabuloso hallazgo despertó cierto escepticismo en Nyyssönen y Fagerström. Se pusieron a vaciar con cautela el contenido de la cesta, como si escondiese una bomba. Ante sus ojos fueron apareciendo manjares, a cual más apetitoso, con los que normalmente ellos no se atrevían ni a soñar. Kake sospechaba que se trataba de un error, porque él no había encargado que le trajeran a su sótano semejante opulencia. Sin embargo el envío estaba a su nombre: del ramo de rosas pendía un sobrecito en el que estaban escritos su nombre y la dirección de su cuartel general. Dentro estaba la tarjeta de Linnea.

¡Así que la remitente de tan embriagadora cesta era nada menos que la coronela Linnea Ravaska! ¡La querida y vieja Linnea! El corazón de Kake dio un brinco al pensar en la ancianita, que se había acordado de él haciéndole aquel regalo. Qué conmovedor…, y pensar que el día anterior había ido a Harmisto con la intención de darle una lección.

Según Jari, Linnea estaba tan asustada que trataba de ablandar a Kake con ese soborno. Debía de estar aterrorizada para intentar conmover a su sobrinito con golosinas. Lo mejor era no ponerse sentimentales: primero se zamparían las viandas y luego se encargarían de la vieja cotorra.

Pero por el momento tocaba celebrarlo. Kake le ordenó a Jari que fuese corriendo a casa de la novia de Pertti Lahtela, y que se lo trajese a la fiesta. Raikuli tenía turno de noche, pero dejarían algo para ella también y seguro que sobraría para otro festín, tanta era la abundancia.

Para hacer más corta la espera, Nyyssönen, la boca hecha agua, se dedicó a poner la mesa resistiendo a duras penas la tentación de abrir alguna de las latas. Abrió un botellín de tibia cerveza y dio unos tragos. Las manos le temblaban de excitación. Hacía un par de días que no comía en condiciones, tan sólo había tomado leche agria directamente del cartón y había roído unas costillas de cerdo grasientas que le habían revuelto las tripas. Tenía un hambre tan canina, que le palpitaban las sienes. A menos que fuera cosa de la resaca, quien sabe. Bebiendo es fácil olvidarse de comer, sobre todo porque raras veces tenían dinero para comprar alcohol y comida.

En el lavabo había un par de tenedores retorcidos. Kake los enjuagó un poco y los dejó en una esquina de la mesa. Luego se puso a abrir las latas para dejarlas listas para el banquete. El aroma delicioso de las exóticas conservas inundó la habitación. No pudo evitar darle un lametón a un filete de trucha y se hubiese zampado la lata entera de inmediato, de no ser porque Jari y Pera se presentaron sin aliento. ¡Ya podía empezar la fiesta!

El trío de calaveras tomó asiento estratégicamente alrededor de la mesa. Con ayuda de los dos tenedores y la navaja de Jari empezaron a atiborrar de manjares sus hambrientas bocas. En aquel cuchitril nunca se había celebrado tan excelente banquete.

Los hombres partieron en trozos la baguette, que untaron con una gruesa capa de foie-gras y pasta de ostras, y tras coronarlas con dos o tres pepinillos en vinagre, se las metieron como pudieron en la boca y las masticaron con placer. ¡Otro trozo, esta vez con mejillones, cangrejo y queso azul! De vez en cuando cogían directamente de la lata aceitunas rellenas, espárragos, champiñones y cebolletas…, y para bajar todo aquello, empujaban con la trucha cocida y la lengua de reno ahumada… ¿Cómo estaría, para variar, el cordero ahumado con las minimazorcas de maíz en vinagre? La ensalada de Flandes que Linnea había preparado tuvo un gran éxito.

Por último, los hombres se sirvieron enormes raciones de pasteles, tan deliciosos que se les derretían en la boca. Masticaban ruidosamente bombones rellenos y pastelitos de frutas, lamían la gelatina de bayas directamente del frasco, y mordisqueaban las crujientes galletas francesas… para, a continuación, volver a las vituallas más consistentes, llenándose la panza de lengua de reno y queso azul, de cordero y espárragos, de trucha y pasta de ostras. A uno de ellos le pareció notar que la ensalada de Flandes tenía un extraño regusto, pero eso no hizo disminuir el apetito del trío.

Luego le llegó el turno al champán y Kauko presumió de saber abrir la botella. Había que conocer los trucos del oficio. No se debía agitar inútilmente, de lo contrario el precioso líquido empezaría a formar espuma y podía salir disparado contra las paredes junto con el tapón. Antes que nada, había que ser respetuoso y delicado con las bebidas nobles, nada de gestos bruscos. La enología era un arte en sí, el vino no se bebía como la cerveza: había que tomar un pequeño sorbo, darle vueltas sobre la lengua, el paladar, las mejillas…, y sólo entonces tragárselo. Pero esencialmente los aromas se apreciaban con la nariz… Jari y Pera declararon llenos de impaciencia que querían un trago y no una conferencia sobre degustación de vinos. Estaban seguros, además, de que Kake nunca había bebido vino tan finamente como pretendía.

Nyyssönen abrió la botella de champán con mucha maña y sin derramar una sola gota. Jari agarró con ambas manos la panzuda botella, dispuesto a llevársela a la boca como fuese, pero Kake le dio un manotazo en los dedos y le recriminó su mal gusto. No era apropiado beber a morro un champán tan caro. Tan noble brebaje merecía ser degustado en copa de cristal, ¿o acaso ignoraba las normas básicas de educación?

En la madriguera no había copas de champán, como tampoco vasos de ningún tipo. Tuvieron que conformarse con enjuagar tres botellas de cerveza, en las cuales se sirvieron el espumoso. La mágnum les dio para dos rondas. Para la primera se pusieron en pie y brindaron festivamente.

—¡Salud! —se desearon con tono solemne.

Cuando el burbujeante champán se mezcló, en el estómago de los comensales, con la ensalada de Flandes, el veneno que esta contenía se activó y les entró burbujeando en el sistema circulatorio. Al momento las mejillas empezaron a arderles, el corazón les palpitaba enloquecido y de repente les entraron unas ganas irresistibles de cantar. Su habla empezó a volverse espesa, la cabeza les daba vueltas y el pequeño sótano les pareció de repente asfixiante y se tambalearon hasta la puerta en busca de aire fresco. Con manos temblorosas se sirvieron los restos del champán en las botellas.

Haciendo eses y dando traspiés, se precipitaron como locos fuera del sótano, cruzaron el patio medio a gatas y se lanzaron a la calle atravesando el portón. Ya en la calle, apoyándose contra las fachadas de las casas y en las señales de tráfico, Jari destrozó un escaparate de una patada. Gritando como posesos y apoyándose los unos contra los otros, bajaron por la calle Uusimaa hacia Erottaja. Los transeúntes se apartaban atemorizados de su camino. El tremendo griterío resonaba en todo el barrio.

Poco a poco el escándalo disminuyó y los hombres fueron cayendo sobre la calzada uno a uno, primero Fagerström, seguido de Lahtela y finalmente Nyyssönen, todos con su botellín de cerveza en la mano. Quedaron tirados aquí y allá en medio de la calzada, de manera que los coches se veían obligados a zigzaguear para esquivar sus cuerpos desmadejados. Al poco se presentó en el lugar una patrulla de la policía.

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