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Authors: Arto Paasilinna

La dulce envenenadora (12 page)

BOOK: La dulce envenenadora
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Y qué belleza la de aquel verano… Linnea siguió la misma ruta por la que Pertti Lahtela la había llevado a la fuerza el día anterior. Admirando la hermosura de los parques y las vistas de la costa, dejó atrás el jardín de las cenizas y entró en el cementerio de Hietaniemi.

Se acercó con cautela al lugar donde el joven había caído fulminado. ¿Sería prudente dejarse ver por allí tan pronto? ¿Y si la policía estaba al acecho? Suele decirse que el asesino siempre vuelve al lugar del crimen. Por lo menos en su caso, el dicho era acertado, aunque ella no se considerase en absoluto una asesina. Era el propio Lahtela quien se había sentado encima de la jeringuilla. La fuerza de la gravedad había hecho el resto.

Linnea carecía de planes con respecto al cuerpo. Sólo había sentido la necesidad de ir a verlo: había muerto por su mano y se sentía responsable, no tenía derecho a abandonarlo, a dejar que se pudriera sin más sobre el banco del cementerio.

La anciana se dijo que los hombres y las mujeres reaccionaban de forma muy distinta ante un cadáver. A los hombres, sobre todo si eran soldados, les importaba muy poco el aspecto de los difuntos, no sentían ternura ni respeto alguno, ni siquiera cuando se trataba de alguien a quien ellos mismos hubiesen matado. Buen ejemplo de esto eran las guerras, en las que los hombres enterraban indiferentes a los enemigos caídos en fosas comunes, sin ataúdes y sin cruces. En la misma situación, las mujeres seguramente se preocuparían de que los caídos recibiesen un trato respetuoso. Decorarían los ataúdes con encajes y flores y acompañarían a sus víctimas en su último viaje con cantos y sentidas ceremonias.

Linnea llegó finalmente al cementerio. El lugar estaba desierto, no se veían policías por ninguna parte, ni coche fúnebre alguno. Pero tampoco al difunto. El cuerpo de Pertti Lahtela ya no descansaba sobre el banco: estaba vacío y nada indicaba que allí mismo hubiese sido envenenado un hombre el día anterior.

Aliviada de su gran carga, la coronela se sentó en el banco a reflexionar sobre la situación: alguien se había llevado el cuerpo, porque desde luego no se había ido por su propio pie. ¿Quién podía estar detrás de todo aquello? ¿La policía? ¿El vigilante del cementerio? ¿Kauko Nyyssönen? ¿Raija Lasanen? ¿Y si alguien había robado el cuerpo con viles propósitos? No sería la primera vez que un cadáver desaparece del depósito para servirse de él en alguna orgía nocturna entre brujas chaladas. Pero era poco probable que el cuerpo ajado de Pertti Lahtela interesara a ese tipo de monstruos. Las preguntas se acumulaban en su cabeza, pero el silencioso camposanto no le ofreció respuesta alguna.

Linnea sacó del bolso las almendras que había traído consigo y llamó a las hambrientas ardillas. Como era de esperar, no había ninguna a la vista en todo el cementerio. Vació el contenido de la bolsa en los montones de tierra que había al pie de varias de las tumbas y emprendió el regreso a casa. Pues sí, así consideraba ya el piso de Jaakko.

Y es que los ancianos se acostumbran enseguida a los cambios, si se los cuida con cariño.

De camino, pasó un momento por la licorería y compró una botella de coñac para Jaakko y otra de jerez para ella. Se sentía con ganas de tomar un par de copas aquella noche. Con gusto hubiese ofrecido otra botella a la amable persona que había retirado el cuerpo de Pertti Lahtela del cementerio.

En una cabina telefónica, buscó en la guía el número de Raija Lasanen y la llamó. Kauko Nyyssönen contestó con voz nerviosa y Linnea colgó. No acostumbraba ser tan maleducada, pero en aquel caso no tenía elección.

Capítulo 14

Kauko Nyyssönen y Jari Fagerström estaban mano sobre mano, con cara de funeral, en el estudio de Raija Lasanen, en la calle Eerik. Llevaban desde la tarde anterior a la espera de que Pertti Lahtela apareciese con Linnea, pero su amigo había desaparecido sin dejar huella. Según lo acordado, Jari había robado un Volvo familiar con el depósito lleno. Kauko Nyyssönen había traído sacos de plástico y un hacha pensando en liquidar a Linnea. Pero Lahtela no aparecía y, en consecuencia, aún menos la coronela Ravaska.

Jari y Kake llamaron a Raikuli al bar y la muchacha les contó que Pera la había llamado la tarde anterior, un poco nervioso, para decirle que quería estar solo en la casa.

—Tenía un asunto personal que solucionar, es todo lo que sé.

Raikuli había pasado la noche en casa de una de sus compañeras de trabajo y no podía decirles nada mas. A decir verdad, Pera tenía la costumbre, bastante frecuente, por cierto, de desaparecer durante varios días. A veces incluso se ausentaba dos semanas, pero hasta entonces siempre había vuelto en cuanto se le acababa el dinero.

Naturalmente, Kake y Jari se guardaron mucho de mencionarle la clase de expedición en la que Pertti Lahtela había desaparecido. La chica les comunicó que pensaba volver a su casa esa misma noche y que ya podían ir recogiendo sus trastos y marcharse.

Fagerström sospechaba que Pera se había arrepentido y, asustado, probablemente había dejado escapar a la vieja. Deberían haberse tomado el asunto más en serio desde un principio. Si lo hubieran dejado en sus manos, la vieja cotorra llevaría ya varios días pudriéndose en el fondo de alguna cantera de arena. Kauko le rogó que hablase de su tía con un poco más de respeto, porque aunque se tratase de una vil envenenadora, Linnea era familia suya, política, pero familia al fin y al cabo.

Los dos hombres empezaron a formular hipótesis sobre cómo Linnea habría podido escapar de las garras de Lahtela. ¿Y si en aquel momento su amigo se hallaba persiguiéndola por toda Finlandia?

Claro que también era posible que Linnea hubiese presentado resistencia y le hubiera sucedido algo a Pera… Pero rápidamente descartaron la idea: una vieja decrépita y escuchimizada no era capaz de hacer mucho, aunque le fuera la vida en ello.

Por la tarde recibieron una llamada extraña. Nyyssönen respondió, pensando que se trataría, por fin, de Pertti Lahtela. Sin embargo, fuera quien fuese el que llamaba, colgó sin decir nada. Jari supuso que era Pera tratando de llamar desde una cabina, pero casi nunca funcionaban por culpa de esos gamberros que las destrozaban más rápido de lo que la compañía telefónica podía repararlas.

Nyyssönen recordó que él mismo había desmantelado más de un centenar de teléfonos públicos. Discutieron sobre el tema un rato, hasta que el teléfono volvió a sonar. Era la policía, y preguntaban por Raija Lasanen. Nyyssönen dijo que, a esas horas, la chica estaba en su trabajo y se interesó por el motivo de la llamada. Les aseguró que Raikuli era una buena chica y que la policía se equivocaba si sospechaban que había hecho algo ilegal.

El agente colgó sin más explicaciones.

Al cabo de una hora, Raikuli se presentó en la casa con la cara bañada en lágrimas. Les contó que la policía había llamado a su trabajo para informarle de que habían encontrado a su novio muerto en el cementerio de Hietaniemi.

—Estaba tumbado sobre un banco con las manos debajo de la cabeza. Un transeúnte se paró para abroncarle, diciendo que era una vergüenza dormir la mona en un lugar sagrado y que eran los tipos como él los que destrozaban y derribaban las lápidas… Y como Pera no reaccionaba, se le acercó para tirarle de la manga, ordenándole que ahuecara el ala. Pera no reaccionó, obviamente, puesto que estaba muerto. Así que el otro empezó a sacudirlo más fuerte, hasta que Pera cayó al suelo. En aquel momento comprendió que se las había con un cadáver. Esto es lo que me ha contado la policía y ahora tengo que ir a identificar a Pera al depósito de cadáveres; quieren hacerle la autopsia y toda clase de cosas horribles.

La noticia de la muerte de su buen amigo les causó una fuerte conmoción a Jari y Kauko. Al preguntarles Raikuli qué hacía su novio en Hietaniemi, los hombres aseguraron que no sabían nada al respecto. No podían creerse que Pera estuviese muerto, dijeron. Raikuli intentó enterarse de si detrás de todo aquello se ocultaba un golpe que hubiera salido mal, pero Kake y Jari negaron firmemente que tuvieran algo entre manos. Bajo ningún concepto querían que se los involucrase en aquel asunto. No es que tuviesen algo que esconder, todo lo contrario; precisamente por eso aquella desgracia no era cosa suya; no querían que la policía les interrogase sólo porque no tenían ninguna responsabilidad en lo sucedido. ¿Quién querría verse envuelto en la desaparición de un amigo?

Kake y Fagerström le dijeron a Raikuli que se irían al sótano de la calle Uusimaa, ahora que estaba claro que era inútil seguir esperando a Pera. Le prometieron que se mantendrían en contacto.

Ya en la calle, los dos conmocionados malhechores se pusieron a cavilar sobre lo sucedido a Pera. ¿Qué conclusiones tenían que sacar? ¿Estaría viva Linnea? ¿Lo habría matado la vieja envenenadora? Nyyssönen decidió llamar a casa del doctor Jaakko Kivistö. Estaba tan nervioso que se equivocó dos veces al marcar. Por fin, la voz de Linnea anunció amablemente:

—Consulta del doctor Jaakko Kivistö, ¿en qué puedo ayudarle?

Kauko Nyyssönen resopló indignado, ¡Linnea en persona se atrevía a contestar el teléfono!, y entonces le ladró:

—Linnea, pero ¡qué demonios…! ¿Todavía estás viva?

Linnea Ravaska se sintió ofendida. ¡Pues claro que estaba viva! ¿Acaso debería estar muerta? Y además, ¿Por qué seguían acosándola? ¡Ya estaba harta de él y de sus asquerosos amiguetes!

Kake se atrevió a preguntarle por Pertti Lahtela. ¿Había pasado a saludarla? La coronela le contestó fríamente que el muy golfo había estado llamando al timbre de su puerta, pero que no le había abierto, y de hecho tampoco pensaba abrirle a él, que lo supiera. Luego le advirtió que si volvía a llamarla, tendría que apechugar con las consecuencias. Y colgó sin más.

Kauko Nyyssönen salió de la cabina bañado en sudor. Le contó a Jari Fargerström que Linnea estaba vivita y coleando, y tan peleona como siempre. Al parecer, Pera había estado llamando a su puerta, pero nada más.

Los golfos sopesaron la situación y llegaron a la conclusión de que Linnea se había cargado a Pera.

—Tengo la sensación de que ahora estamos nosotros en el punto de mira —soltó Kauko muy serio.

Una vez sola, Raikuli Lasanen fue al baño, se lavó la hinchada cara, se dio unos brochazos de maquillaje y se repintó los labios de rojo. Se contempló en el espejo: vio a una chica mofletuda con pinta de boba, pero de buen carácter, que acababa de quedarse sin hombre por culpa de un trágico accidente. Se sentía viuda, a su manera. No como una viuda de verdad, naturalmente, porque Pertti Lahtela y ella sólo estaban prometidos en secreto, pero aun así… Pertti tenía unos parientes lejanos en algún lugar del campo, en Hollola, creía, así que allí habría que mandar su cuerpo. ¿O le correspondería a ella organizar el funeral? ¿Y cuánto podía costar? De nuevo sintió ganas de llorar. Al final, siempre la dejaban sola en la vida, primero su madre, luego su padre y por último Pera, y más de una vez. Y ahora, para colmo, se muere. Sin embargo, su cuerpo necesitaba todavía de varios servicios. A Raikuli le daba un miedo horroroso ir a la comisaría de policía de Pasila y luego al depósito a ver a Pera.

En los días que siguieron, Raija tuvo que vérselas con multitud de problemas burocráticos. Primero fue a hablar con los policías, que le repitieron lo que ya le habían dicho por teléfono. Como Lahtela no tenía otros familiares en la ciudad, le tocaba a su pareja de hecho hacerse cargo de su entierro y demás gestiones, a no ser que prefiriese dejarlo en manos de los servicios sociales. Raija se dirigió luego al instituto anatómico-forense de Ruskeasuo para identificar el cadáver.

Pera tenía un aspecto muy normal, un poco como después de varios días de juerga, con las mejillas abotargadas y una expresión medio de sorpresa.

Desde luego, el depósito era un lugar bastante siniestro. Raija no se atrevió a llorar en la fría sala, pero en cuanto salió al aire libre estalló en sollozos, derramando grandes lágrimas.

La autopsia confirmó que Pertti Lahtela había fallecido a causa de una sobredosis. En el informe se especificaba que el joven toxicómano se había inyectado en la nalga izquierda, algo bastante inusual. Interrogaron de nuevo a Raija, preguntándole si ella también se drogaba, si Lahtela era un camello y otras estupideces por el estilo. Después fueron a registrar su casa. Se extrañaron al encontrar un hacha bajo el sofá. ¿Acaso se dedicaban a cortar leña en un piso en plena ciudad? Raija no supo qué contestar, porque era la primera vez que veía la herramienta. Los agentes se preguntaron si debían confiscar el arma en cuestión; finalmente decidieron que sí y se la llevaron, no sin antes entregarle a Raija el recibo correspondiente. Que les aproveche.

Raija tenía ahora toda clase de documentación sobre Pera: el certificado de defunción, copias de las actas de interrogatorio y recibos varios. Nadie se había preocupado tanto por Pertti como ahora que estaba muerto.

Fue a visitar a Kake y Jari al sótano de la calle Uusimaa, donde se habían refugiado con aire consternado para beber cerveza. Raija les sugirió que hiciesen algún trabajito de los suyos para pagar el entierro de Pera. ¿Era mucho pedir? Kauko Nyyssönen y Jari Fagerström se indignaron. ¿Cómo se atrevía ella a proponerles que delinquiesen, sobre todo ahora, que estaban de luto por su buen amigo? Se negaron al unísono, argumentando que no era decente acompañar a un amigo a su última morada con dinero sucio. Además, los trabajillos no se improvisaban así como así; Pera llevaría tiempo pudriéndose antes de que pudieran reunir los fondos necesarios. Nyyssönen le sugirió a Raikuli que buscase a la madre o al padre de Pera para que ellos se hicieran cargo del entierro. La muchacha le recordó que Pera se había criado en un orfanato y que nunca había querido saber nada de sus padres, que, por otro lado, ya debían de estar muertos.

La verdad es que Kake y Jari eran unos auténticos canallas. Normalmente, estaban dispuestos a participar en cualquier asunto turbio, pero en cuanto una pobre viuda abandonada venía a pedirles ayuda, de repente se las daban de honestos. Decepcionada y amargada, Raija Lasanen regresó a su estudio. No sabía por dónde tirar.

—Maldita sea, hay que ver lo caros que salen los hombres —se lamentó, desconsolada. Si al menos tuviera una amiga a quien confiarle sus problemas, pero nadie la tomaba en serio. Era consciente de que todo el mundo la consideraba estúpida. Raija sabía que era un poco simple, pero ¿por qué habían de ser tan crueles con ella? En casa, la habían insultado llamándola tonta desde su más tierna infancia; en el colegio, había repetido un año tras otro y siempre era la última de la clase. Luego, sólo había encontrado trabajos mal pagados, de esos que sólo aceptan los imbéciles, pero incluso allí, muchas veces le decían que era retrasada mental y se reían de todo lo que hacía, estuviera bien o mal. Era muy injusto, e incluso humillante; no habría que cebarse así con la gente, ni traicionarla, como habían hecho Kake y Jari. A menudo los hombres eran peores que las mujeres.

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