La dulce envenenadora (16 page)

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Authors: Arto Paasilinna

BOOK: La dulce envenenadora
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Las dos mujeres decidieron cenar juntas en el restaurante que servía platos a la carta, ya que el despliegue de calorías del bufé libre no les interesaba en absoluto.

En el bar, Jari también había encontrado compañía. Primero estuvo charlando con un par de camioneros y luego conoció a un tal Seppo Rahikainen que se vanagloriaba de trabajar en una plataforma petrolífera noruega en el mar del Norte. Mientras pagaba varias rondas, Rahikainen le estuvo contando lo dura que era su profesión, Siempre en medio de un mar tempestuoso. Había estado de vacaciones y ahora regresaba a su casa. Se había pasado dos semanas en Konginkangas, su pueblo, tirado a la bartola a orillas de un riachuelo, con un barril de cerveza a un lado y una puta al otro, mientras un taxi alquilado lo esperaba con el taxímetro en marcha, tras un bosquecillo de alisos cercano. Rahikainen se preció de ganar doce mil coronas en dos semanas, así que los chasquidos de un taxímetro no iban a estropearle sus vacaciones. En los viejos tiempos, cuando trabajaba en la fábrica de Saab de Trollhättän, no le había quedado más remedio que contar cada céntimo que ganaba, y todo se le iba en aguardiente. Ahora se podía permitir empinar el codo como le viniese en gana y aún le sobraba pasta. Ventajas de la industria petrolífera…

Fagerström observaba a Rahikainen con mirada astuta. Le soltó que él se dedicaba a la limnología, un ramo en el que uno también se podía forrar. Dicho esto, se sacó del bolsillo un fajo de billetes y lo agitó ante la cara del perforador.

Rahikainen no estaba muy seguro de lo que hacían los limnólogos. Trabajaba quizá en una fábrica de limonada.

Jari Fagerström se echó a reír a carcajada limpia. ¡Muy buena esta! No, él estudiaba las aguas, sabía todo lo que había que saber de los mares y, sobre todo, de los peces.

Continuaron bebe que te bebe. Jari contó que se dirigía a Goteburgo y que en la bodega del barco tenía un camión cisterna lleno de agua del lago Päijänne, veinte mil litros nada menos, donde chapoteaban miles de alevines de lota de río. Tenía que llevarlos a Vättern, donde los entregaría en una piscifactoría, para luego volver a Goteburgo a por una nueva carga.

—¡Alevines de platija! Me voy a traer a Finlandia cien mil. Es un viaje largo, hay que llevarlos de un tirón hasta Laponia. Es que, veras, hay que echarlos a que críen en el lago Inari. Esta demostrado científicamente que se desarrollan mejor en las aguas frías del norte que en el mar. Me pagan diez peniques por cada alevín, así que calcula tu mismo la pasta.

El perforador petrolífero se entusiasmó. En la plataforma les daban a menudo platija para comer, era un pescado de lo más sabroso, sobre todo frito en aceite. ¡qué buena idea, criarlos en el lago Inari! Rahikainen le prometió que iría allí dentro de unos años para pescar platijas. Satisfechos, los dos hombres acordaron hacer juntos una excursión de pesca cuando los lenguados hubiesen alcanzado su mejor tamaño, en unos dos o tres años. Y para sellar el trato se dieron un apretón de manos y pidieron otra ronda.

Jari se preguntaba si lograría convencer a Rahikainen para que jugasen una partida de cartas aquella noche: borracho como estaba no le costaría nada desplumar al adinerado perforador. Con este fin, le convenía dar la impresión de que él era un profesional especializado, que nunca andaba corto de calderilla.

Rahikainen le creyó a pies juntillas desde el principio y, cuando Jari le hubo revelado todos los misterios de la cría de peces, el perforador petrolífero estaba convencido de que había hecho un amigo limnólogo. Desviando hábilmente la conversación hacia el póquer, Jari consiguió que Rahikainen le invitase a jugar más tarde en su camarote, visto que él no había reservado ninguno.

Pero antes de limpiarle los bolsillos a Rahikainen, Jari necesitaba espabilarse un poco y descubrir dónde se alojaba Linnea. Ya habían anunciado por megafonía que iba a servirse el segundo turno de la cena, y Jari decidió asomarse a ver si la vieja coronela estaba comiendo en el bufé. Su nuevo amigo Rahikainen se pegó a él.

En el comedor no había ni rastro de Linnea, así que Jari decidió echar un vistazo al restaurante. Estaba prácticamente vacío, sólo había unas cuantas mesas ocupadas junto a los ventanales. Allí se encontraba Linnea, en compañía de una mujer desconocida. Jari fue a sentarse a una mesa fuera del ángulo de visión de la anciana y Rahikainen se dejó caer a su lado. Cuando vino la camarera, el perforador pidió dos sandwiches calientes, ya que en aquel lugar no te servían alcohol si no comías algo.

Rahikainen se dio cuenta de que su camarada no le quitaba ojo a las ocupantes de una de las mesas, una treintañera de aspecto aseado, acompañada de su madre o su abuela. La joven despertó su interés, así que se levantó y, tambaleándose heroicamente, cruzó la sala hasta su mesa. Jari estaba furioso; temía que su embriagado compañero estropease sus planes.

Imaginaba que en cuanto Rahikainen abriese el pico, lo mandarían de vuelta a su mesa. Seguro que unas mujeres tan elegantes no se pondrían a charlar con un borracho. Pero ¡cómo! La más joven sacó de su bolso un bloc de notas y un bolígrafo y se puso a hacerle a Rahikainen todo tipo de preguntas. El perforador se sentó a la mesa y pidió de beber para todos; muy pronto el eco de su risa rebotó por toda la sala y llegó hasta donde estaba Jari, el cual se levantó enfurecido y regresó al bar.

Sirkka Issakainen estaba muy contenta de haber encontrado por casualidad, y ya en su viaje de ida, a un individuo tan adecuado para su investigación. Rahikainen había trabajado en Trollhättän, según contó en un principio. La joven psicóloga tomó nota de sus experiencias en la industria del automóvil. El hombre hablaba abiertamente y con alegría sobre la vida de los finlandeses y sus costumbres en los barracones de trabajadores de la fábrica de Saab. lssakainen consiguió un material realmente único. Lo malo era que el entrevistado cada vez estaba más borracho y, encima, empezó a ponerse pesadísimo tirándole los tejos; pero aun así no podía desaprovechar la ocasión. Su compañera de camarote, Linnea Ravaska, se aburrió de la conversación y se retiró a dormir.

Jari Fagerström se tomó unas cuantas copas en el bar y luego decidió comprobar si Linnea aún estaba cenando. Al ver que la vieja se había esfumado, se aventuró a sentarse con Rahikainen e lssakainen y se puso a darles una conferencia de limnología. Esto disgustó a su amigo, quien le ordenó que despejara el campo. Los dos hombres se enzarzaron en una discusión y Sirkka Issakainen, asustada, huyó a su camarote. Eso enfureció aún más a Rahikainen, que agarró a Jari por las solapas. Este le dio una patada en las ingles al perforador, que se cayó, arrastrando consigo el mantel, las copas y la misma mesa, aunque enseguida se volvió a levantar para lanzarse de nuevo en pos de su amigo. La pelea empezaba a alcanzar su punto álgido, cuando de repente dos guardias jurados se precipitaron sobre ellos y se los llevaron a rastras al calabozo del barco, donde, por si acaso, los metieron en celdas separadas.

Jari Fagerström pateó rabioso la puerta de acero de su celda, gritando que era una injusticia y proclamando su inocencia, pero no le soltaron. De la sala de máquinas llegaba el runrún de los motores diesel del barco, mientras que a lo lejos se oían los aullidos bestiales de Rahikainen. Jari Fagerström se tumbó, con el semblante sombrío. Desde aquella celda de paredes de acero, no podría hacer nada. Linnea se había salvado por culpa de un perforador petrolífero, enloquecido por el alcohol.

La psicóloga Sirkka Issakainen, espantada, le contó a Linnea Ravaska lo que le había pasado con los dos hombres en el restaurante y la posterior pelea. Se quejó del comportamiento violento de los jóvenes finlandeses. Linnea acabó por contarle a su compañera de viaje sus propias experiencias al respecto. El culpable en su caso había sido su propio sobrino, un delincuente alcoholizado, y sus amigos, dos auténticos canallas, uno de los cuales acababa de fallecer.

Sirkka Issakainen concluyó que el mundo sería un buen lugar para vivir si no hubiese tantos locos y borrachos. Aunque, bien mirado, en ese caso una psicóloga como ella apenas tendría trabajo.

Capítulo 19

En Estocolmo la mañana era cálida, si bien el cielo estaba nublado. La coronela Linnea Ravaska tomó un taxi nada más pasar la aduana y se ofreció para llevar a su compañera de camarote, la psicóloga Sirkka Issakainen, la cual le había dicho que iba a continuar su viaje en tren ese mismo día. Linnea dejó a la joven en la estación central, que le pillaba de camino, y luego continuó hasta el Hotel Reisen, a orillas del Strömmen.

Por desgracia, la calidad en el servicio del viejo Reisen se había deteriorado desde su última estancia, en 1957. La anciana tuvo que arrastrar ella misma su maleta hasta la recepción, ya que ni el taxista ni ningún empleado hicieron el menor gesto para ayudarla. Sin duda Linnea se las apañaba muy bien sola, estaba acostumbrada a cargar cubos repletos de agua en su casita de Harmisto, pero semejante indiferencia no mejoraba sus ánimos vacacionales.

La recepcionista se mostró cortés, pero era totalmente incompetente y corta de entendederas. Cuando Linnea le preguntó por el bono a su nombre, este no apareció por ninguna parte. La coronela se extrañó de tal negligencia y, con un tono impaciente, dijo que quería una habitación inmediatamente. Localizar el citado bono era un problema entre el hotel y la Asociación Finlandesa de Horticultura y no de ella, una anciana coronela retirada. La recepcionista se disculpó por la confusión, mientras rebuscaba por todos lados sin resultado. Nadie había reservado una habitación a nombre de Linnea Ravaska, ni, en consecuencia, enviado bono alguno ni el billete de vuelta que la señora reclamaba. Lo sentía mucho, pero el hotel estaba al completo.

Linnea extrajo de su bolso la carta en la que se le notificaba que había ganado el viaje. Le tradujo el contenido al sueco a la recepcionista, lo que hizo que ésta le prestara algo más de atención. Se ofrecieron a alojar a la coronela, a pesar de todo, y, como no quedaba libre nada más, la llevaron a una espaciosa suite que disponía, aparte del dormitorio, de una sala de estar y un baño con sauna.

Enseguida llamaron a la Asociación Finlandesa de Horticultura, para informar de la presencia en el establecimiento de una coronela finlandesa que les había reclamado tozudamente su derecho a alojarse en el Reisen; la citada señora tenía en su poder una carta firmada por un tal Toivo T. Pohjala. Al oír el nombre del ministro de Agricultura, el presidente de la Asociación dio por hecho que aquél estaba metido en el asunto y prometieron hacer una transferencia de inmediato para pagar la factura del hotel y el billete de barco. Después de la llamada, el presidente se quedó reflexionando sobre qué podía significar todo aquello. Naturalmente, era mejor mostrarse leal con el ministro de Agricultura y pagar los gastos de su amiga en Estocolmo, eso estaba claro. Pero ¿cómo era que el ministro había decidido mezclar en ese asunto a la Asociación Finlandesa de Horticultura? Lo que más le extrañaba era la desfachatez de Pohjala, digna casi de un héroe o un loco: en aquellos tiempos de juicios por corrupción hacía falta mucha sangre fría para ponerse a pagar las facturas de sus líos de faldas a una de las asociaciones tuteladas por el ministerio. La otra cosa que le intrigaba era que Pohjala estuviese liado con una coronela. El presidente había tenido hasta el momento un concepto muy diferente del ministro, que en público daba la imagen de ser uno de los miembros del gobierno más honestos y dignos de confianza. El presidente comprendía ahora que esa imagen era pura fachada.

—¡Vaya con los centristas! —gruñó el funcionario.

Como el embrollo ya estaba solucionado, el director del Hotel Reisen subió a ver a la coronela para explicarle que no reclamarían el suplemento de la suite a la Asociación de Horticultura. Le pidió disculpas por la confusión e hizo que le subiesen una botella de jerez, gentileza del hotel.

Linnea pasó la mañana descansando en su suite y tomó allí mismo un almuerzo ligero, tras el cual salió, fresca como una rosa, a dar una vuelta por la ciudad. El tiempo había ido aclarando durante la mañana y daba gusto pasear sin prisas por los angostos callejones de la ciudad antigua, que a esas horas estaban repletos de turistas en ropa veraniega. Estocolmo no había cambiado mucho con los años. Línea recordó su primer viaje a la ciudad, allá por 1936. Había estado allí a principios de verano, para hacer unas compras, algo que por aquel entonces era de lo más elegante…, viajar hasta tan lejos… Por aquellas mismas fechas, el rey de Suecia estaba de visita en Finlandia, concretamente en Turku y Naantali, y todos los periódicos de Estocolmo escribieron sobre ello. Entonces los periódicos y revistas se vendían en carritos por las esquinas y en ellos no se publicaban, como ahora, fotos de mujeres desnudas.

Linnea reflexionaba sobre qué comprarle a Jaakko Kivistö como recuerdo de su viaje. Era muy difícil. Jaakko tenía todo lo que necesitaba y su enorme piso estaba lleno a rebosar de todo tipo de cosas. Le parecía un derroche comprarle algo demasiado costoso o demasiado duradero a un hombre que podía morir de viejo en breve. Quería un regalo superfluo y a la vez de cierto peso; algo intemporal y sin mucha utilidad práctica. Así que decidió comprarle un pisapapeles de mármol con un bonito mango de marfil. Luego se regaló a sí misma un camisón de seda natural. Tras dejar sus compras en el hotel, pasó el resto del día en Skansen, disfrutando de las vistas y del calor de la tarde.

La travesía de Jari Fagerström finalizó con la apertura de puertas del calabozo del barco al poco de atracar este en el puerto de Estocolmo. A Rahikainen, que no había parado de berrear en toda la noche, hacía ya una hora que lo habían soltado y, por suerte, ya había tenido tiempo de largarse del barco. Con el cuerpo aún anquilosado por haber pasado la noche sobre la dura colchoneta, Jari pasó la aduana tambaleándose y se dirigió a la entrada del puerto. Había una bandada de palomas picoteando migas en medio de la acera. Al verlas Jari cogió carrerilla y le arreó una patada a la más cercana, que fue a parar en mitad de la calzada, completamente tiesa. Con una satisfacción morbosa, se encaminó a tomar el metro hacia el centro de Estocolmo.

Jari Fagerström zascandileó durante todo el día por las calles de Estocolmo. Fue de bar en bar, buscando pelea, hasta que por fin la encontró y acabó cubierto de cardenales, cada vez más amargado y deprimido. Si en aquel estado se hubiese tropezado con Linnea seguramente la habría agredido sin más, aun en medio de aquel gentío.

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