Read La dulce envenenadora Online
Authors: Arto Paasilinna
El ingeniero Sevander y la enfermera Vähä-Ruottila se quedaron largo rato contemplando la estela que dejaba el barco. La pareja estaba apoyada contra la barandilla, muda. Al abandonar la cubierta, Sevander le dio el brazo a su acompañante, cuyos pasos se habían vuelto ligeramente vacilantes.
La coronela Ravaska fue el único testigo de la macabra escena. Cuando todo hubo pasado, salió de detrás del bote salvavidas, le echó una mirada al espumoso mar nocturno y luego emprendió el regreso a su camarote. Se desnudó en silencio y se deslizó entre las sábanas. Estaba tan afectada, que no era capaz de pensar con claridad en las terribles cosas que habían sucedido en la cubierta superior. En cierto modo, sin embargo, se sentía aliviada.
Más tarde aquel otoño, las caprichosas corrientes marinas arrastraron el cuerpo envenenado de Jari Fagerström hasta las islas Åland, donde después de haber ido a la deriva tanto tiempo encalló en un banco de arena, al sur de Eckerö. Una tenaz anguila gigante, que acababa de regresar a Finlandia después de desovar en el Mar de los Sargazos, dio con el cuerpo de Fagerström, que se hallaba justamente en el punto de descomposición adecuado, y lo aprovechó con delectación, engordando a ojos vista y, para su vergüenza, contagiándose de paso del peligroso virus del sida. Sin embargo, la anguila no murió a causa de la aterradora enfermedad que azotaba al género humano. Gorda y despreocupada, la ansiosa devoradora de cadáveres acabó en la nasa de un pescador de noventa y tres años, llamado Albin Vasberg.
—¡Dios mío, qué hermoso animal! —dijo Albin entusiasmado mientras extraía de la nasa aquella serpiente de los mares portadora del virus del sida. Por mucho que el bicho se retorciera presentando batalla, no pudo escapar de su destino: Albin Vasberg la colgó de la cola en una de las paredes de su caseta, le arreó un mazazo, la desolló y descuartizó para echarla en la cazuela. Una vez cocido y ahumado el animal, cortó unas buenas tajadas, que se zampó, como era costumbre de aquellas tierras, con un pan llamado de sangre y mantequilla derretida.
El virus de la muchacha turca se había mantenido con vida a lo largo de su agitado viaje, desde la noche de Estocolmo hasta aquel momento, pero, al vérselas con los jugos gástricos de Albin, acabó muriendo y no quedó huella alguna de su inmunda existencia.
En cuanto Linnea Ravaska regresó de su crucero a Estocolmo, Jaakko Kivistö se dio cuenta enseguida de que algo andaba mal. La anciana estaba tensa, taciturna, y evitaba mencionar el viaje. Daba la sensación de que algo espantoso la tenía asustada, pero se negaba a hablar de ello.
Si Linnea hubiese estado cerca de la cincuentena, Jaakko hubiese comprendido su angustia y su agitado estado; la menopausia, con todos los cambios que acarrea, trastorna la vida de las mujeres a esas edades. Pero hacía ya tiempo que Linnea había dejado atrás aquella etapa. Y sin embargo presentaba síntomas preocupantes.
Al ver que el ánimo de la vieja dama no mejoraba, Jaakko decidió preguntarle abiertamente qué le pasaba. La animó a que le contase sus preocupaciones. ¿Qué le había sucedido en el ferry a Estocolmo? ¿Qué la atormentaba? Le aseguró que estaba dispuesto a escucharla y, en caso necesario, a guardarle el secreto.
A Linnea no le quedó otra que confesarse con Jaakko. Desde luego, la historia se las traía. Comenzó por referirle la intrusión de Pertti Lahtela en su casa, luego su muerte y su entierro; para finalizar, le describió la otra muerte, acaecida durante el viaje de regreso de Estocolmo. Su relato ponía los pelos de punta. La buena de Linnea se había visto enfrentada a los horrores de la muerte en dos ocasiones, pero por suerte había salido indemne de ambas.
Jaakko Kivistö le recetó un tranquilizante. Los dos ancianos decidieron que desde aquel día harían un frente común, sucediese lo que sucediese, y Jaakko juró que lucharía por defender la vida de Linnea hasta el final. De mutuo acuerdo convinieron en mantener en secreto las dos muertes; no podían en ningún caso confesárselas a las autoridades.
La muerte de aquellos dos hombres era un hecho y, pensándolo fríamente, estaba claro que ambos habían perecido a causa del veneno de Linnea. A Jaakko Kivistö le pareció que lo más sensato era confiscar las pociones de su amiga y guardarlas en su propio armario de las medicinas. Llegado el momento, los haría llegar a la planta de eliminación de residuos tóxicos y peligrosos. Hablaron también de la pistola de Rainer, y Jaakko convenció a Linnea para que no la llevase por ahí en el bolso. Así que la Parabellum acabó también en manos del médico.
Aunque eran dos los enemigos sedientos de sangre que habían resultado muertos, aún quedaba un tercero en circulación, el diabólico sobrino de Linnea, Kauko Nyyssönen, y los ancianos sabían que este representaba una amenaza aún más seria para la vida de la coronela.
Jaakko Kivistö decidió intervenir secretamente en el asunto. Por algo era un hombre: para él era una obligación proteger a aquella delicada anciana cuya vida estaba en peligro.
Kauko Nyyssönen, el último de los sinvergüenzas que quedaba con vida, había acordado con Jari ir a recibirlo a su llegada del ferry de Estocolmo. Imaginaba ya, con un agradable estremecimiento de excitación morbosa, la felicidad que sentiría al confirmarse que Linnea se había ahogado durante el viaje, al acoger a su viejo amigo y oír de sus labios los detalles apasionantes de la expedición. Por no hablar del placer de hacer más llevadera la dura realidad cotidiana compartiendo algunas drogas.
Pero ni rastro de Fagerström. ¿Dónde se habría metido? Había esperado ver a Jari saltar entusiasmado a tierra el primero, en cuanto el barco atracase en el muelle.
La conmoción de Nyyssönen fue grande cuando, en lugar de su amigo, divisó a la coronela Linnea Ravaska bajando por la pasarela. ¿Qué significaba aquello? El muy idiota no había conseguido matar a la vieja, que se dirigió dando rápidos pasitos a la cola de los taxis, más viva que nunca. Hasta daba la impresión de que su rostro reflejaba una expresión más decidida de lo habitual… Nyyssönen suspiró profundamente. Había que ver lo que aguantaba la vieja. ¿Y dónde diablos se había metido Jari?
Kauko esperó en el puerto casi dos horas, hasta que vio que ya no quedaba nadie en el barco. Jari seguía sin aparecer. ¿Y si se había quedado en Estocolmo corriéndose la gran juerga? Sumido en sus pensamientos, abandonó el muelle de pasajeros. Se compró un diario vespertino y lo leyó atentamente de cabo a rabo. Por lo menos no había noticia alguna de que Jari hubiese muerto. Kauko empezaba a intuir que no podía excluir esa posibilidad. Linnea se estaba convirtiendo en un peligro mortal.
Kauko Nyyssönen se enteró del destino de su compañero algunos días después, cuando el doctor Jaakko Kivistö le hizo una curiosa visita en su tugurio. Linnea le había dado la dirección y el anciano había decidido ocuparse del asunto a su manera. Armado con la pistola de Rainer Ravaska, se coló en la madriguera de Nyyssönen con cara de pocos amigos.
Kake se sorprendió un poco de las maneras del viejo. Como un aficionado, empuñando un arma que apenas sabía manejar, le exigió que dejase en paz a Linnea si no quería vérselas con un asesino profesional. Kivistö le amenazaba al estilo de un capo de la mafia, frunciendo el ceño siniestramente, la boca torcida en una sonrisa que quería ser irónica, tal y como había visto hacer en las películas. Sólo que era un actor bastante mediocre, y Kauko Nyyssönen un criminal demasiado curtido para dejarse impresionar. Encima, al vejete se le escapó cómo habían muerto Lahtela y Fagerström. O sea, que las peores sospechas de Kauko se confirmaban. Linnea había asesinado a sus dos mejores amigos. Y ahora se le presentaba aquel viejo búho para amenazarle, creyéndose que un profesional como el iba a tomarse en serio aquellas amenazas sacadas de una mala novela policíaca. Ya sería hora de que el vejete lo dejase correr. Nyyssönen puso cara de miedo y le juró a Kivistö que se iría para siempre del país, si el buen doctor tenía a bien soltarle. Eso satisfizo a Kivistö. Echándole a su víctima miradas torvas y amenazadoras, salió del sótano. Ya en la calle, suspiró aliviado y se felicitó a sí mismo por el éxito de su ofensiva. Ahora estaba seguro de que Kauko Nyyssönen no se atrevería nunca más a meterse en la vida de Linnea.
Jaakko estaba tan satisfecho de su demostración de poder, que entró a celebrar su victoria en el bar del Hotel Marski. Un hombre tranquilo rara vez se enfada, pero cuando lo hace, más vale no hacer bromas. Su varonil mano volvía a ser fuerte y certera, sujetando la barriguda copa de coñac. Kivistö pensó que tendría que haber intervenido mucho antes en las actividades de aquellos criminales. Tal vez habría podido salvar a aquellos dos parásitos de la sociedad y conseguir que los metieran en alguna institución pública. Pero no había sido así, y la pobre Linnea se había tenido que enfrentar a solas con el problema. Había llegado la hora de los cambios. Para tratar con el hampa se necesitaban hombres de temperamento duro, como acababa de demostrar.
El doctor Jaakko Kivistö regresó satisfecho a su hogar, junto a Linnea, pero no le dijo nada de su encuentro con Kauko Nyyssönen. La anciana dama ya había sufrido suficiente por culpa de su sobrino y desde aquel mismo día él, Jaakko Kivistö, se encargaría de protegerla: en persona, confiando en sus propias fuerzas y en su propia inteligencia.
Tras lograr que Kivistö se largase de su sótano, Kauko llegó a una conclusión: los dos carcamales habían perdido definitivamente la cabeza. Linnea se había vuelto realmente peligrosa, así que había que quitarla de en medio antes de que la emprendiese con él. No había tiempo que perder, tenía que cargarse a su tía lo antes posible. Luego podría, tal vez, liquidar también al otro fósil, aunque por el momento no representaba molestia ni peligro alguno. El abuelete había pasado más miedo que él, aunque intentase hacerse el duro. Nyyssönen se sonrió: ¿cómo un matasanos, que se había dedicado a llevar una vida apacible y segura, podía ser tan infantil para creerse que podía meter miedo a un auténtico profesional? ¿Acaso estaba tan senil que ya no se acordaba de la lección que le habían dado en Harmisto?
Con todo y con eso, no había tiempo de andar pensando en viejos chochos; tenía que diseñar un plan para ocuparse de Linnea. Tras haber considerado varias formas de asesinato, a cual más atractiva, Kauko Nyyssönen decidió acabar con su tía ahogándola. Para ello bastaba con robar un barco en condiciones y navegar hasta alta mar en un día neblinoso. Una caja de cervezas, un hacha, un saco de piedras, la vieja y… todos a bordo.
Oiva Särjessalo, de cuarenta y cuatro años de edad y ferrallista de profesión, se había peleado con su familia. Su mujer tenía la mala costumbre de estar todo el tiempo recriminándole, con tonillo rencoroso, que bebía demasiado. Encima, sus hijos adolescentes se ponían siempre de parte de la madre. Pero ¿es que su familia tenía acaso algo de que quejarse? Oiva Särjessalo les había construido en Pakila un chalecito bastante aparente, había comprado un barco y un coche y vestía y, además, alimentaba a su ingrata esposa y a sus exigentes hijos. Y si a un hombre como él de vez en cuando —o incluso a menudo— le daba por empinar un poco el codo, maldita sea, eso no podía convertirse en un motivo continuo de pelea.
La discusión se había exacerbado cuando su mujer había declarado que no tenía nada en contra de un consumo moderado y civilizado de alcohol en el ámbito familiar, pero que ya no soportaba más sus estúpidas y escandalosas borracheras.
La disputa había degenerado en un violento enfrentamiento, y, al final, Oiva se había lanzado sobre ella y le había pegado una paliza. Sus hijos habían salido corriendo a la calle, seguidos enseguida de su madre, dando alaridos histéricos. ¿Cómo era posible que hubiese pasado de nuevo?
Oiva Särjessalo se había metido borracho en su coche y había conducido como un poseso hasta el embarcadero de Kaivopuisto, donde se balanceaba, tranquilo e indolente, el Consuelo III, su hermoso barco familiar de diez metros y dos cabinas, construido en Inko con pino ensamblado.
Con los ojos inyectados en sangre, Oiva abrió en la cabina su última botella de vodka y se la echó al gaznate. Ya entrada la noche, reptó hasta el último rincón de la cabina de proa, cerca del pozo de anclas, y se quedó inconsciente allí mismo, como de costumbre. Su pie izquierdo se deslizó hasta el agua aceitosa de la sentina, mientras Oiva se llevaba el pulgar de la mano derecha a la boca, a modo de chupete. De vez en cuando fruncía los labios como un bebé mamando y entonces el camarote se llenaba de un cálido sonido de chupeteo.
Esa misma madrugada, Kauko Nyyssönen andaba merodeando por el muelle, eligiendo un barco adecuado y seguro para su excursión hasta mar abierto. Observó de una punta a otra las filas de barcos y al final decidió robar un barco muy grande de madera, que resultó ser el Consuelo III, de Oiva Särjessalo. Un par de veranos atrás había estado navegando por el archipiélago que rodeaba Helsinki en un barco del mismo tipo que había robado el difunto Pera Lahtela en persona. Kake había tenido entonces la oportunidad de tripularlo y manejar el motor diésel, así que estaba convencido de que también aquel barco le obedecería sin mayor dificultad.
Se fijó en que la puerta de la cabina no estaba cerrada con llave. Probó a poner en marcha el motor. Le resultó muy fácil hacer un puente con los cables, bajo el cuadro de mandos, y despertar el motor de arranque. Le echó una mirada al indicador del combustible, parecía que el depósito estaba casi lleno. El timón estaba desbloqueado. Kaki cortó las amarras y metió la marcha atrás.
Dócilmente, el gran barco se fue separando del muelle y giró orgulloso hacia aguas más libres. Nyyssönen metió suavemente la marcha adelante y aceleró. El mar nocturno estaba casi en calma y pronto se encontró navegando por el lado norte de la isla de Pihlajasaari. Kake levantó el techo de la cabina de mando y asomó la cabeza. Un agradable golpe de brisa marina le acarició el rostro.
Nyyssönen tenía unos planes muy precisos: esa noche tenía que familiarizarse con el barco, hacer una travesía de prueba en aguas poco frecuentadas, hacia Espoo. Al amanecer volvería a tierra; Kake había descubierto un lugar apropiado para amarrar el barco en el muelle de Taivallahti, en Töölö. También había vigilado en secreto los movimientos de la coronela Linnea Ravaska y tomado nota de que la anciana tenía la costumbre de dar un paseo matutino precisamente hasta Taivallahti. Allí les echaba de comer a los patos, prometiéndoles con voz de anciana falsamente amorosa, que se oía hasta el parque contiguo, que no volvería a matar a ningún pájaro…, ni palomas ni, sobre todo, palmípedos. A Kake no le costaba creerle; la coronela sólo asesinaba hombres y ni siquiera su sobrino estaba a salvo de aquel monstruo. Si todo salía bien, Kake podría embarcar a Linnea a la mañana siguiente.