Read La dulce envenenadora Online
Authors: Arto Paasilinna
El trío estaba jugando a las cartas en el apartamento. Sobre la mesa había cerveza y vino tinto del barato, pero todavía no habían digerido su rencor. El último día de la excursión a Siuntio, operación policial incluida, aún seguía fresco en sus mentes. La crueldad que Linnea había demostrado al movilizar contra ellos las fuerzas del orden aún les hacía hervir la sangre. Repetían hasta la saciedad y unánimemente que las mujeres eran todas unas arpías, y que cuanto más viejas, más crueles eran. Para ellos Linnea Ravaska había pasado a representar el peor ejemplo de las viejas malvadas.
Además de la coronela y la policía, las enormes desigualdades que reinaban en la sociedad finlandesa también alimentaban su amargura. ¿Acaso era justo que a Linnea le pagasen cada mes cinco mil marcos de pensión? El único mérito de aquella arpía era haber vivido con un viejo coronel. El subsidio de Kake sólo representaba una parte insignificante de lo que le pagaban a ella. En Finlandia había suertudos que se sacaban todos los meses más de diez mil marcos de pensión, aseguró Nyyssönen. ¿Qué había hecho él para ser condenado a un destino tan miserable? Nada. Las diferencias sociales eran aún más abismales si se comparaba el estilo de vida de Linnea con el suyo. ¿Había derecho a que una ancianita tan frugal percibiera más del doble de la pensión de un hombre joven y vigoroso, cuyos gastos alimenticios superaban con creces los de una vieja escuchimizada? Y qué decir del resto de los gastos: Kake no era ningún vejete de esos que se contentan con ir tirando junto al fuego en una casucha perdida en medio del bosque. En la gran ciudad, la vida de un joven arriesgado como él resultaba increíblemente cara, con los inevitables desplazamientos y teniendo que pernoctar aquí y allá. No le quedaba más remedio que comer y cenar en restaurantes, puesto que no tenía un apartamento decente y aún menos una mujer que le preparase la comida. En Harmisto, Linnea podía ir a la tienda incluso en camisón, si le apetecía, pero en Helsinki era otra cosa, vestirse costaba una fortuna. En cuanto al tabaco y el aguardiente, con su miserable pensión ni siquiera se lo planteaba. La desproporción de gastos e ingresos de Linnea Ravaska y Kauko Nyyssönen era descomunal.
Pero ¡ay de aquel que llevado por la necesidad tuviese la brillante idea de robar un poco de pan extra…!, porque de seguro acababa con la policía pisándole los talones. Finlandia era un estado policial y la asistencia social era digna de la Edad Media.
Según Pertti Lahtela, la culpa de la desastrosa situación social la tenían los políticos, y en particular los comunistas. Eran ellos los que estaban en el poder cuando se habían aprobado todas aquellas leyes sociales en el Parlamento. Los rojos pertenecían a la clase obrera y todo el mundo sabía lo bajos que eran los salarios del proletariado. Como no tenían ni idea de lo que era un ingreso decente, habían rebajado las pensiones al nivel de sus propios sueldos. Precisamente por eso Pera siempre votaba a la derecha.
Kauko Nyyssönen le dijo a Pera que no entendía nada de política. Él, en cambio, había llegado a la conclusión de que no valía la pena votar. ¡Eso era una protesta en condiciones! A los políticos había que dejarlos solos, aislarlos del resto del mundo. Sólo se produciría una verdadera revolución nacional cuando todos los ciudadanos con derecho a voto se negasen a ejercerlo. Si los candidatos no conseguían ni un voto, el Parlamento no se podría reunir por falta de diputados. Y un país sin Parlamento tampoco podía tener leyes. ¡Ése sí que era un buen objetivo!
Jari y Pera preguntaron a Kauko si les estaba tomando el pelo. ¿No veía que en Finlandia había cientos de miles de cretinos que iban a votar como borregos cada vez que había unas puñeteras elecciones?
—Hablaba en teoría, como una cuestión de principios —se explicó Nyyssönen—. A vosotros también os vendría bien leer algo de política de vez en cuando, en lugar de tanto Jerry Cotton —añadió elocuentemente. A decir verdad no estaba muy puesto en política, pero le gustaba aparentar lo contrario. Pera y Jari se cabrearon y le dijeron que la política les parecía una mierda, votasen o no.
Desde principios de verano, a Kauko Nyyssönen lo reconcomían profundas preocupaciones financieras. El futuro se le presentaba muy negro. Estaba en esa edad en la que un hombre debía preocuparse de lo que le deparaba la existencia. ¿Qué podía esperar aún de la vida? Cuando era más joven, Kauko pensaba que se las arreglaría fácilmente, viviendo al día, pero ahora empezaba a sentir el peso de sus treinta años. Había llegado el momento de espabilarse y planear golpes más serios y de mayor envergadura. Le angustiaba la constante falta de dinero, había que remediarlo de una vez por todas.
Se puso a meditar sobre una operación criminal más ambiciosa, y sobre todo más rentable que de costumbre. ¿Cuáles eran, por ejemplo, sus posibilidades de atracar un banco? ¿Valía la pena hacerlo? No, eso lo tenía claro… No era cuestión de hacerse sólo con unos cuantos miles de marcos a costa de su vida. Y era aún más probable que lo pillasen in fraganti.
Una estafa era la única solución a aquel callejón sin salida. Tenía que crear una empresa, comprar a crédito unas excavadoras, por ejemplo, para luego venderlas, hacer unos cuantos tejemanejes, dejar sin pagar la seguridad social y los impuestos anticipados con toda la sangre fría, cambiar de domicilio constantemente para cubrir las huellas, organizar unas cuantas quiebras sustanciosas…
Sin embargo, Kauko Nyyssönen era consciente de que no tenía madera de estafador de altos vuelos. Le faltaba formación. La cosa hubiera sido diferente si hubiese sido licenciado en económicas o en empresariales. Realizar operaciones en negro y falsificar balances exigía unos sólidos conocimientos financieros y buenos contactos.
Kauko no conocía a ningún estafador que le pudiese echar una mano al principio en el mundo de los negocios, aconsejándole sobre cómo defraudar al fisco. Ni siquiera tenía un domicilio. Si quería constituir una sociedad, iba a necesitar un lugar de residencia y una dirección; un simple apartado de correos no bastaba para una estafa realmente lucrativa. Tampoco disponía de la aportación inicial: sólo de capital social se requerían quince mil marcos. No tenía la menor posibilidad de conseguir un crédito en un banco y ni uno solo de sus amigos podía prestarle más de cien marcos. En resumidas cuentas, ya para el capital de partida hubiera tenido que robar.
Aun así, Finlandia era la tierra prometida de la burguesía. Un modesto artesano del crimen de baja extracción social no tenía la menor posibilidad de poner a prueba su talento como estafador; tenía que conformarse con pequeños hurtos y agresiones, rapiñas de estar por casa. Los peces gordos se reservaban los golpes sustanciosos, se llenaban los bolsillos con el dinero publico y lo dilapidaban en el extranjero.
Kauko Nyyssönen sentía sobre su espalda todo el peso de la sociedad de clases. Eso le deprimía, le privaba de toda energía. Ganas le daban de abandonar todos sus planes de futuro, emborracharse a más no poder, salir de madrugada a la calle y estrangular al primero que se le cruzase.
Siguieron jugando a las cartas en silencio un rato más, con caras largas. Entonces Jari Fagerström se acordó de Linnea Ravaska y soltó:
—No estaría mal cargarse a la coronela.
Pertti Lahtela apoyó la idea con entusiasmo. Ya iba siendo hora de que Kake se pusiera las pilas y reflexionase seriamente el tema de su tía. Sería muy fácil vender la propiedad de Harmisto y comprar un Mercedes, por ejemplo, porque le apetecía conducir su propio coche, para variar. Pero mientras Linnea estuviera viva, la casita de Siuntio se pudriría inútilmente.
Kauko Nyyssönen puso las cartas sobre la mesa. Admitió haber pensado seriamente en ello muchas veces, y más ahora que tenía el testamento… Pero no debían olvidar que, al fin y al cabo, la condena por asesinato era la misma, con independencia de la edad de la víctima. Lo cual era del todo injusto. Habría sido más equitativo, según Kake, ajustar la pena por homicidio en función de la esperanza de vida de la víctima. Vamos, que si uno se cargaba a un bebé que hubiese podido vivir, por ejemplo, setenta años mas, sería razonable una condena de diez años de cárcel, si no más. Pero si, por el contrario, uno se cargaba a un viejo carcamal, debería bastar con una multa, ya que la pérdida tampoco era tan significativa.
Kake desarrolló aún más esta idea. El asesinato de un enfermo incurable debería contemplarse como un delito menor, mientras que liquidar a una persona sana debería estar castigado con pena de prisión. Desgraciadamente, por el momento el código penal no consideraba como atenuante que la víctima fuese vieja y estuviese enferma. Allí había, de por sí, y sobre todo en el caso de Linnea Ravaska, un fallo lamentable, una injusticia que clamaba al cielo. También en esto Kake se consideraba desfavorecido.
Para Pera no había que extrañarse de las insensateces de la ley. El código penal había sido redactado por vejetes con pasta, temerosos de perder su vida y su dinero.
A Jari, por el contrario, las teorías sobre el derecho penal se la traían bastante floja. Él era un hombre de acción, joven e impaciente. Mientras arramblaba con las cartas de sus colegas, dijo pensativo:
—En serio, Kake, habría que ocuparse de la Linnea esa.
Kauko Nyyssönen se vio por un momento contemplando a su tía muerta, tirada en el suelo de la casita de Harmisto. ¿Con la cabeza machacada? ¿La mandíbula desencajada y el brazo izquierdo roto? La imagen le sedujo en un principio, pero luego tuvo un arranque de escrúpulos. Después de todo, Linnea le había cuidado desde su infancia.
Les señaló a sus compañeros de juego que carecían por completo de sentimientos.
—A veces tengo la sensación de estar viviendo entre asesinos —les soltó.
Sus camaradas le miraron sorprendidos y luego estallaron en una risa siniestra. El otoño anterior, Jari Fagerström había apalizado hasta matarlo a un viejo en Ruskeasuo y Pertti Lahtela había cumplido una pena por homicidio involuntario en la cárcel de menores de Kerava.
La coronela Linnea Ravaska acomodó rápidamente sus costumbres a la vida agradable y placentera en casa del doctor Jaakko Kivistö. La paz reinaba en el lugar, y por fin, después de tanto tiempo, Linnea no tenía que temer las humillantes visitas sorpresa como en su casa de Harmisto. Ni siquiera el ruidoso tráfico de la ajetreada Calle Runeber perturbaba el sueño nocturno de la anciana. Como mujer de ciudad, el traqueteo de los tranvías al amanecer arrullaba agradablemente sus sueños.
Jaakko Kivistö hizo gala de una gran discreción, poniendo a disposición de Linnea los armarios necesarios y hasta dejándole libre uno de los armaritos de espejo del cuarto de baño. Adquirió la costumbre de prepararle cada mañana un buen desayuno, que luego le llevaba al dormitorio en una bandeja.
Solían almorzar, casi siempre mano a mano, en el bullicioso Elite, un restaurante cercano frecuentado por artistas. Por la noche, los ancianos se contentaban con un tentempié ligero preparado por Linnea, que acompañaban con una copita de vino.
Dos o tres veces por semana el doctor Kivistö recibía a alguno de sus viejos pacientes en la consulta. En esas ocasiones Linnea se ponía una bata blanca y, haciendo las funciones de asistente, atendía a los pacientes según iban llegando. El trabajo consistía principalmente en charlar con ellos sobre sus numerosos y preocupantes males; Linnea tenía experiencia sobre muchas de las enfermedades, así que las conversaciones en la sala de espera le resultaban siempre de lo más estimulante.
Una vez por semana iba a la casa una enérgica asistenta que pasaba la aspiradora y sacudía las alfombras. Sin embargo, Linnea prefería ocuparse ella misma de quitar el polvo de los muebles, sacar brillo a la plata y cuidar de que en cada habitación hubiese siempre un jarrón con flores frescas. También mandaba semanalmente la ropa sucia a la lavandería y cuando planchaba sus vestidos no se olvidaba nunca de las camisas de Jaakko. El cuidado de las camisas modernas era mucho más sencillo, ya que no era necesario, como antiguamente, almidonar los cuellos. Por suerte Jaakko no llevaba uniforme. En sus tiempos, Linnea había acabado más que harta de airear y planchar los tabardos de sayal de Rainer. En ese sentido, era muchísimo más agradable cuidar a un médico que a un oficial, cuya pesada vestimenta empezaba a apestar a sudor y grasa para botas al cabo de un solo día.
Los días transcurrían con tranquilidad. Linnea tenía mucho tiempo libre, ya que no había de ocuparse del jardín, ni de cortar leña, ni de las tareas imprescindibles para mantener una casa, como sucedía en Harmisto. La vida hubiese sido totalmente placentera de no ser por el trasfondo de preocupación que le causaban Kauko Nyyssönen y sus despiadados compinches. Estaba segura de que aquella banda de golfos debía de estar muy resentida con ella por haber llamado a la policía y temía su venganza. Kauko podía ser muy violento, ella lo sabía de sobra… Y en el peor de los casos, la banda de su sobrino no retrocedería ante un crimen sangriento.
Se le pasó por la cabeza que si alguien podía necesitar de un veneno eficaz y mortal ésa era ella. Si la situación llegaba a un punto crítico, podía tomarse una dosis y así librarse de las garras de aquellos golfos. Una anciana desvalida como ella tenía que estar preparada para lo peor. Además, a su edad era mejor anticiparse a la posibilidad de contraer alguna enfermedad grave. Le horrorizaba la idea de una lenta agonía en el lecho de un hospital, le tenía un miedo cerval al cáncer y a su dolorosa fase terminal. Los médicos actuales se afanaban en mantener con vida a los pacientes desahuciados, pero Linnea no quería llegar a eso. En esas circunstancias, un frasco de veneno podía resultar una ayuda inestimable.
Además, preparar una mezcla mortal tenía que ser, por fuerza, una actividad mucho más apasionante que pintar porcelana o hacer ganchillo. En su situación, incluso le parecía un pasatiempo muy útil, a pesar de su matiz un tanto macabro.
Linnea había obtenido el título de bachillerato en el Liceo Normal Femenino de Helsinki, en el año 1929. Hasta ahí llegaban sus conocimientos de química, así que su nueva afición exigía algunas investigaciones preliminares. Para ello contaba no solamente con un diccionario enciclopédico, sino también con la biblioteca médica de Jaakko.
El mundo de los venenos se reveló fascinante desde un principio y le añadía aún más emoción el hecho de tener que ocultarle a Jaakko lo que estaba haciendo. Él, a título profesional, probablemente se hubiese opuesto a sus pócimas tóxicas, ya que los médicos están obligados a alargar la vida por todos los medios.