Read La dulce envenenadora Online
Authors: Arto Paasilinna
Kauko Nyyssönen cayó en la cuenta de que no se había acordado de comprarle flores a su abuela. A menudo le llevaba un ramo, o al menos una tableta de chocolate. A Kake le gustaba considerarse, en cierto modo, un caballero. Y, en cualquier caso, nunca estaba de más regalarle flores a una mujer.
Fagerström aparcó el coche junto a las vías del tren, donde un rosal silvestre crecía en una esquina de la vieja estación abandonada. Se sacó del bolsillo su navaja y cortó las mejores ramas del arbusto para hacer un ramillete con ellas.
—¡Esto sí que es un ramo, cojones! —se felicitó Jari.
Y enfilaron a todo gas, haciendo saltar la grava en todas direcciones, por el camino serpenteante de tierra que llevaba hasta la casita de la coronela Linnea Ravaska, donde poco faltó para que atropellaran al gato.
Kauko Nyyssönen le entregó el frondoso ramo de rosas a la asustada anciana y le presentó a sus acompañantes, Jari Fagerström y Pertti Lahtela, los cuales se mantenían algo apartados y con las manos en los bolsillos. Sólo cuando Nyyssönen les hizo un gesto, se acercaron a estrecharle la mano a la vieja coronela.
—¿Dónde esta la nevera? —preguntó Pera, mostrando la bolsa de cervezas.
Entraron en la casita, en la que sólo había una sala además de la cocina. Las paredes estaban tapizadas con un anticuado papel de flores grandes, al fondo de la sala había una vieja cama de matrimonio, vestigio de una casa más espaciosa; el resto del reducido espacio lo ocupaban un sofá de cuero y dos butacones de aspecto imponente. En las ventanas colgaban unos visillos festoneados de encaje, procedentes también del espacioso piso de Töölö, un bonito barrio de Helsinki en el que Linnea Ravaska había residido en otros tiempos con su marido.
Pera metió las cervezas en la nevera. Volvió a la sala quejándose de no haber encontrado nada que llevarse a la boca. En la nevera sólo había arenques y comida para gatos. Y es que sentía algo de debilidad…, ¿había en la casa un sótano donde la señora guardaba las cosas buenas de comer?
Linnea Ravaska declaró que su pensión no daba para comprar embutidos, pero sí podía prepararles un café.
Los tres hombres rechazaron la oferta diciendo que ya habían tomado; sin embargo aceptarían de buen grado un trozo de pastel. Al cabo de un rato, cuando las cervezas estuvieron ya frías, Kake y sus amigos se dispusieron a almorzar y se zamparon un pedazo tras otro, regados con la cerveza. Le preguntaron a la abuela si lo había hecho ella misma, porque no estaba nada mal. Linnea contestó que lo había comprado en la tienda, porque lo de andar metiendo las manos en la masa no era su pasatiempo favorito.
—Tampoco el nuestro —respondieron sus huéspedes entre risotadas y con la boca llena.
Nyyssönen les pidió a sus camaradas que salieran un momento, pues tenía un asunto que discutir a solas con Linnea.
En cuanto Lahtela y Fagerström desaparecieron, Linnea le preguntó a Kauko de dónde los había sacado. Tenían el aspecto de ser unos holgazanes, por no decir delincuentes.
—Kauko, no deberías relacionarte con semejante chusma —le reconvino la anciana.
—Vamos, tía, son buena gente. Y, además, son amigos míos, no tuyos. Bueno, a lo nuestro: ¿has cobrado ya la pensión?
Con un suspiro, la coronela sacó un sobre de su bolso y se lo ofreció al hijo de la hermana de su difunto marido. Nyyssönen lo rasgó y extrajo un fajo de billetes que contó cuidadosamente antes de meterlo en su cartera. Con el ceño fruncido, se quejó de lo miserable de la suma. Linnea se defendió intentando explicarle que en Finlandia las pensiones eran muy bajas y que los jubilados no tenían aumentos de sueldo, al contrario que los asalariados.
Kauko Nyyssönen estaba completamente de acuerdo con ella, las pensiones eran escandalosamente insuficientes. Un ejemplo de injusticia social que clamaba venganza. ¡Y pensar que la viuda de un coronel tenía que conformarse con una pensión tan mísera! Era indignante. El coronel Ravaska había luchado en Dios sabe cuántas guerras, arriesgando cientos de veces su pellejo por la patria, y así se lo pagaban. El sistema social de aquel país de imbéciles era una puñetera mierda.
Linnea Ravaska reconvino a su sobrino por su forma de hablar. Kake no le hizo ni caso y preguntó si la sauna estaba lista. Un buen baño le sentaría bien. Echó un vistazo por la ventana de la casita y vio que Lahtela y Fagerström habían obligado al gato a trepar al manzano, y ahora trataban de hacerlo bajar a golpes de estaca. Nyyssönen salió, le dio a Jari unos cientos de marcos y le ordenó que fuese a comprar bebidas. Después irían a la sauna.
—Compra algún licor para Linnea —le susurró rápidamente.
—No gracias, nada para mí —se apresuró a decir la anciana.
El muchacho aceptó encantado el encargo y desapareció por el camino de tierra haciendo rugir el motor del coche y levantando tras de sí una polvareda.
Lahtela le arrojó piedras al gato para que bajase del árbol, pero renunció cuando Linnea le pidió que no lo lapidase.
—Bueno…, vale…, por mí como si se queda en el árbol hasta Navidad —murmuró Lahtela tirándole una última piedra al animal, a lo que este respondió con un bufido.
Más tarde, mientras empinaban el codo en la sauna, Nyyssönen se lanzó a un panegírico sobre su tía. ¿Acaso sus camaradas sabían de alguna otra anciana dispuesta a ayudar a un pariente necesitado? No, incluso sus madres les habían dado la espalda. Lo suyo era distinto, porque, después de todo, procedía de una familia más fina. No en todas las familias había un coronel, por poner un ejemplo.
Jari y Pera le recordaron a su amigo que, por lo que ellos sabían, su padre era un payaso acordeonista nacido en algún pueblo perdido de la provincia de Savo, que había ido a parar a Helsinki después de la guerra, para morir alcoholizado en un tugurio de la periferia. Kake se picó y les explicó que su padre había nacido en una mansión del este de Finlandia, y que su apellido, Nyyssönen, procedía de Dionisos, el dios griego del vino, y que, en cualquier caso, su madre descendía de una larga estirpe de militares y que era mejor que cerrasen el pico si no querían recibir un puñetazo en toda la jeta. Aun así, Lahtela y Fagerström insistieron en que la vieja Ravaska no le daba su dinero por el gran amor que le inspiraba, sino porque él la obligaba a aflojarle su pensión cada mes; en la ciudad lo sabía todo el mundo. Pero no era asunto suyo si ciertas personas disfrutaban desplumando a una vieja rica que ya chocheaba.
Estaban a punto de llegar a las manos cuando Nyyssönen se acordó del gato, que seguía en lo alto del manzano. La mascota de su generosa tía no merecía pasar toda la noche allí subido.
Así que, ni cortos ni perezosos, salieron de la sauna como su madre los echó al mundo para ayudar al gato a bajar del árbol. Entre los tres arrastraron el balancín de madera hasta el manzano y se subieron a el riéndose a carcajadas. Las ramas se partían con su peso, el árbol se balanceaba, el gato bufaba…, uno tras otro los hombres acabaron de cabeza en el césped o cayendo sobre el columpio, que terminó por despanzurrarse. Al final Lahtela logró encaramarse a la copa del manzano. Se puso a hacer de Tarzán, dando unos alaridos que debían de oírse desde el pueblo y sacudiendo el árbol, hasta que el aterrorizado gato fue a caerle en los brazos desnudos. Lahtela lo agarró por el rabo, dispuesto a lanzarlo al otro lado del jardín, pero el pobre minino se aferró con todas sus fuerzas a los brazos y el pecho, arañando con sus zarpas el cuerpo desnudo del borracho. Lahtela aulló del dolor y cayó, gato incluido, sobre los despojos del columpio. El animal puso pies en polvorosa y se refugió debajo del establo. Lahtela se levantó del suelo lleno de arañazos. Estaba furioso.
—¡Esto me lo vas a pagar, vieja cotorra, y bien caro! —le rugió a Linnea, que paralizada por el terror había contemplado la escena desde el porche de su casita.
Lahtela se lanzó en pos de la anciana, que se metió atemorizada en casa y se encerró por dentro. Lahtela arrancó el pomo de la puerta antes de que Nyyssönen y Fagerström consiguieran calmarlo.
—¿Pero os dais cuenta de lo que me ha hecho esa fiera? —aulló Lahtela—. ¡Yo me cargo a la vieja! ¡A mí nadie me trata así! ¿Está claro? ¡Nadie!
Nyyssönen y Fagerström, a base de fuerza y persuasión, llevaron a Lahtela de vuelta a la sauna. Con el aguardiente que les quedaba le proporcionaron allí los primeros auxilios. Nyyssönen regresó a la casita, dio unos golpecitos en el cristal de la ventana y le pidió un poco de esparadrapo a Linnea. La anciana le abrió, le dio las vendas y luego fue a echarse en su cama, con las manos apretadas contra el pecho. Kake le preguntó que le pasaba. No merecía la pena que se preocupara por Lahtela, era un blandengue que se cabreaba con demasiada facilidad. ¿Acaso pensaba echarse a dormir en pleno día?
—Me he asustado tanto, Kauko, que tengo palpitaciones. No iréis a pasar aquí la noche, ¿verdad? Me gustaría que volvierais a Helsinki, ¿no te he dado ya el dinero?
Nyyssönen le contestó que tenía que pensárselo, aunque era mejor que no contara con eso, pues estaban todos tan colocados que ninguno de ellos era capaz de conducir.
Al marcharse Kauko con la caja de las vendas, Linnea se levantó, le echó el cerrojo a la puerta, sacó un pastillero de su bolso, fue a servirse un poco de agua del cubo de la cocina y se tomó dos píldoras. Desde allí se oía el escándalo que hacían los hombres en la sauna. Entre suspiros, la anciana echó las cortinas, se desnudó para ponerse el camisón y fue dando tumbos hasta su cama. Cerró los ojos, pero no se atrevía a quedarse dormida. Si al menos hubiese tenido un teléfono… Pero Kauko se lo había quitado el invierno anterior para malvenderlo. Linnea se puso a rezar para que aquella visita no terminara como las otras.
La velada en la sauna se prolongó hasta la madrugada. Los tres amigachos se pasaron toda la noche haciendo un escándalo insoportable dentro de la sauna, en el vestuario y en los alrededores de esta, bebiendo aguardiente, gritando, luchando entre ellos, correteando desnudos por los jardines colindantes y celebrando a risotadas sus sandeces y gamberradas.
La vieja Linnea intentó dormirse en medio de aquel desbarajuste, pero la taquicardia no se lo permitió. Normalmente se las apañaba bien con su corazón, que no solía causarle molestias, pero las visitas mensuales de Kauko convertían su vida en un infierno. Linnea Ravaska ya no era joven, había nacido en el año 1910, lo que significaba que ese verano cumpliría setenta y ocho años, el 21 de agosto, día en que, por cierto, también habían nacido personalidades como la actriz Siiri Angerkoski, la princesa Margarita y Count Basie. Margarita era aún joven, pero Siiri era ocho años mayor que ella y Count seis, y ambos habían muerto ya… Cuando vivía en Helsinki, en su casa del barrio de Töölö, Linnea había asistido al funeral de Siiri llevada por la curiosidad y la ceremonia le había parecido preciosa.
Cómo había volado el tiempo, la vida se le había pasado en un santiamén. De jovencita, pensaba que las personas de más de treinta eran viejas y de pronto ella misma ya los había cumplido. Poco después fueron cuarenta, y eso la puso un poco nerviosa; pero entonces Rainer murió, lo que de alguna manera fue liberador… Y, de repente, Linnea se encontró con que tenía ya cincuenta años y al poco sesenta…, setenta…, y ahora iba ya camino de los ochenta, edad en la que los años se hacían tan cortos como los meses, cuando uno era joven. Aquel último se le había ido en dos semanas, una para el verano y otra para el invierno. Visto así, Linnea calculaba que con suerte podría vivir aún diez semanas, o tal vez menos. Tenía que viajar a Helsinki para visitar a su viejo médico de cabecera, Jaako Kivistö, y preguntarle cuántos años de vida le quedaban aún. Ese viejo camarada del coronel Ravaska había sido el médico de su familia desde la guerra. Al enviudar, Linnea mantuvo con Jaakko un par de años de relaciones, decentes y apañadas, eso sí. Lo bueno de acostarse con un médico era que éste no confundía el culo con el pulso y que después lo dejaba todo muy limpito. Otra ventaja de la relación era que Linnea, décadas después, seguía usando gratis los servicios profesionales de Jaakko. Por supuesto, el pobre hombre también se hacía viejo, sólo tenía ocho años menos que ella, pero la coronela Ravaska sentía plena confianza en los médicos a la antigua, que siempre se tomaban su tiempo para escuchar atentamente a los pacientes cuando estos les exponían sus males.
Además, el doctor Kivistö era todo un caballero, cosa que no podía decirse de Kauko Nyyssönen y sus compinches.
Hacia medianoche, Linnea fue de puntillas a la cocina, se tomó un vaso de agua templada y echó un vistazo a la sauna por una rendija de las cortinas. La fiesta parecía estar en su punto álgido. Los berridos de los borrachos debían de oírse desde el pueblo. A Linnea le parecía vergonzoso que aquellos muchachos no supieran festejar con más decoro. En otros tiempos y por lo general, la gente sabía divertirse con discreción en las ocasiones festivas, sobre todo antes de la guerra. Después, durante unos años, la situación había sido excepcional y no se podía negar que las maneras se habían deteriorado un tanto, pero la causa fue la pérdida de la guerra y no el que los hombres de la época fuesen fundamentalmente unos gañanes carentes de educación.
Al finalizar la contienda, el coronel Ravaska se enteró de que lo iban a procesar por un asunto relacionado con depósitos secretos de armamento; con el dinero que le quedaba se marchó a Brasil, donde consiguió un trabajo bastante respetable en el mundo de los negocios. El general Paavo Talvela, buen amigo del coronel, y que había huido a Brasil años atrás, le consiguió un puesto en la delegación comercial de una compañía finlandesa de celulosa.
En Finlandia, mientras tanto, se temía que los rusos acabaran apoderándose del país, y poco faltó; Linnea recordaba todavía cómo la diputada comunista Hertta Kuusinen había amenazado públicamente con ello. Atemorizada por las predicciones de Hertta, Linnea también se subió a un barco y, cruzando el mar, se reunió con su marido en Río de Janeiro. ¡Qué fiestas aquéllas, Dios Santo! Aunque por circunstancias obvias no fuese mucha la abundancia material, todos intentaban, en la medida de lo posible, hacer más llevadero el peso de aquellos tiempos tristes, organizando de vez en cuando encantadoras veladas en las que se reunían antiguos oficiales de los ejércitos europeos. En aquella época, en Sudamérica había algún que otro patriota finlandés, altos oficiales militares como Talvela y, por supuesto, toda una tropa de alemanes, así como algunos húngaros que habían luchado del lado del Tercer Reich y otros que se habían visto obligados a huir de Europa al acabar la guerra. Pero fascistas, lo que se dice fascistas, Linnea nunca se los había encontrado, por muchos rumores que corriesen sobre ello. ¿Acaso no habían sido ahorcados los peores criminales de guerra tras el cese de hostilidades, y el resto después del juicio de Núremberg?