La dulce envenenadora (6 page)

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Authors: Arto Paasilinna

BOOK: La dulce envenenadora
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En el último momento, Linnea atinó a agarrar al alemán suicida por la manga, pero tras un breve forcejeo, este se despojó de la guerrera y se lanzó al vacío desde al alfeizar de la ventana. Linnea consiguió atraparlo por los tirantes, que milagrosamente aguantaron, pero como el capitán pesaba mucho más que Linnea, la levantó del suelo hasta el marco de la ventana, donde se aferró como pudo, chillando y pidiendo ayuda. El oficial colgaba un poco más abajo, contra la fachada del edificio, abrazado al canalón. Nada más saltar se había arrepentido y le rogó encarecidamente a Linnea que no lo soltase.

El coronel Ravaska y un par de oficiales más corrieron a la calle, listos para recibir al oficial que pendía de sus tirantes y que poco a poco había ido resbalando canalón abajo. Los tirantes le habían dado de sí por lo menos dos metros, pero al final los botones saltaron y el asustado alemán se deslizó a una velocidad considerable, hasta caer sobre sus camaradas, que le esperaban con los brazos abiertos y rodeados por la chusma que había acudido a curiosear.

Sobre aquel pequeño incidente empezaron a circular por la ciudad, especialmente en los círculos militares, ciertos rumores y chascarrillos, que al final hicieron que el oficial alemán se pegara un tiro en la cabeza. Probablemente influyera también en su decisión expeditiva el tremendo final de la guerra mundial, que ya se veía venir, y la decepción que el oficial sentía por ello. Al parecer, antes de la guerra había sido propietario de una próspera panadería en el sur de Alemania. En resumen, una triste historia, ya que antes de intentar suicidarse, había invitado a los Ravaska a visitarle en cuanto terminase la guerra. Con su trágica desaparición, naturalmente, el viaje fue cancelado.

Mientras Linnea recordaba el episodio, el taxi llegó a la calle Döbeln. La coronela pagó, cargó con su bolsa hasta el ascensor y subió hasta el sexto piso. En la puerta había una placa de latón que decía: Dr. Jaakko Kivistö, medicina general.

El doctor Kivistö se mostró encantado de recibir la visita de su vieja amiga. Se había quedado viudo tiempo atrás y vivía solo en su gran piso, parte del cual estaba ocupado por la consulta. Tenía ya más de setenta años y le contó a Linnea que había despedido a su asistente y secretaria. Hacía años que no admitía nuevos pacientes, pero esperaba cuidar a los antiguos hasta la tumba.

Linnea se fijó en que Jaakko había dado un bajón desde su último encuentro, hacía ya un año. Naturalmente, se guardó mucho de decírselo, ya que no quería ofender a su médico de cabecera y antiguo amante. Todavía sentía cierto afecto por aquel hombre alto, de una palidez casi lívida, calvo y casi sin voz.

Linnea le explicó el motivo de su visita: aparte de la revisión médica anual, necesitaba de su consejo, y tal vez también un poco de ayuda. Jaakko le aseguró que podía contar con él. La anciana le contó que por el momento pensaba quedarse en Helsinki —si es que a él le venía bien y que pensaba vender su propiedad de Harmisto, porque en los últimos tiempos se había vuelto un lugar imposible. El doctor Kivistö se declaró dispuesto a alojarla el tiempo que hiciese falta; ahora que ya no tenía ayudante, no había que temer a los cotilleos de la gente. Linnea podía elegir la habitación que más le apeteciera.

Cuando la coronela se hubo instalado, Jakko la hizo pasar a su consulta para examinarla. La anciana se encontraba relativamente en buena forma. La diabetes estaba bajo control, gracias a las pastillas que tomaba; sufría de una leve osteoporosis, normal, y el médico le recetó un medicamento para facilitar la actividad intestinal. Acabada la revisión, Linnea le preguntó:

—Dime, ¿cuantos años crees que puedo vivir aún, razonablemente?

La familia Lindholm era conocida por su longevidad, por lo que era de esperar que Linnea no fuese una excepción. Para su edad, la salud que tenía era relativamente buena. Partiendo de aquella base, Jaakko Kivistö estimaba que podía vivir muy bien diez años, y probablemente, veinte. Siempre y cuando no empezase a consumir sustancias peligrosas ni fuese víctima de algún accidente fortuito.

—¡Qué horror! —gimió la anciana coronela—. ¡Y yo que pensaba morir en uno o dos años!

Diez o, a lo peor, veinte años más representaban para ella tener que organizar nuevamente su vida. En cualquier caso, tenía que deshacerse como fuese de su perseguidor, Kauko Nyyssönen, y sus secuaces.

Jaakko animó a Linnea para que le hablase de sus problemas. ¿Estaban relacionados con el desalmado de su sobrino? A Kivistö nunca le había gustado el hijo de Elsa Nyyssönen.

La coronela le habló sobre sus últimos años en Harmisto. Era reconfortante, por una vez, poder confiar en alguien, fuese hombre o mujer. Jaakko preparó café y le sirvió a Linnea un jerez.

Que bien le sentó. Se desahogó por espacio de dos horas, recordando el calvario de los últimos años. Cuando terminó su relato estaba algo achispada, pero increíblemente aliviada. Jaakko rodeó con el brazo los delicados hombros de Linnea, cuyos sufrimientos superaban su capacidad de entendimiento, y prometió que la apoyaría como fuera. En ningún caso debía regresar a Harmisto el la ayudaría a vender su propiedad.

—Nunca hubiera imaginado que una mujer de hierro como tú se dejaría humillar así por un miserable pardillo. Tú que siempre has sabido manejar a los hombres.

Kivistö se refería en particular a los últimos años del matrimonio de su amiga con el coronel Ravaska, durante la guerra. Era ella quien llevaba los pantalones, se había ocupado de la casa y de su marido, animándole e incluso obligándole a ascender en su carrera, hasta coronel. Y en cuanto a los dos años de su relación con Linnea, el médico recordaba, al margen de otros asuntos, su naturaleza exigente, por no decir autoritaria… Le costaba creer que la buena de la coronela se hubiese dejado someter, e incluso tiranizar, de aquel modo.

La coronela, satisfaciendo las necesidades de su sobrino huérfano, había criado una víbora en su seno. Elsa Nyyssönen fue toda su vida una desequilibrada y había fallecido siendo aún pequeño el muchacho.

Linnea dijo temer por su vida. La habían obligado a firmar un testamento según el cual Kauko Nyyssönen se convertía en su heredero universal. Y ella no chocheaba tanto como para no darse cuenta de lo que eso podía significar. A la primera ocasión, corría el riesgo de sufrir un accidente mortal.

Jaakko Kivistö se extrañó, porque pensaba que ya no le quedaba dinero alguno, aparte de la finca. Pero un papel como ése no podía tener validez, ¿no? Nyyssönen no iba a ser tan estúpido como para amenazarla de muerte por algo así, ¿o sí…?

Linnea le dijo que en los últimos cinco años había ido empobreciendo a un ritmo constante, pero que aún le quedaban algunos recursos. De lo que le habían dado por el piso de la calle Calonius había invertido un tercio en bonos, que tenía depositados en una caja de seguridad de su banco, y luego, claro, tenía su propiedad de Harmisto. Y esta podía ser motivo suficiente para empujar a Kauko a cometer un acto irreflexivo.

El doctor Kivistö llamó a Lauri Mattila, su abogado, y le habló del testamento. Este le aseguró que los temores de Linnea con respecto al documento eran infundados: el testamento carecía de validez. Pero, para mayor seguridad, Linnea podía redactar en cuanto quisiera un nuevo documento que anularía inmediatamente el anterior. Además, la coacción ejercida constituía ya de por sí un delito mayor. El abogado prometió redactar un nuevo testamento inmediatamente, del cual enviaría copia también a Nyyssönen, con el fin de que no siguiera pensando que podía beneficiarse con la muerte de su tía.

Linnea le reiteró al abogado su intención de vender su pequeña propiedad de Harmisto. ¿Podía él ocuparse de organizar la venta? El abogado aceptó, tenía contactos en muchas agencias inmobiliarias y estaba convencido de que la propiedad se vendería rápido, ya que los últimos años había crecido la demanda de casas rústicas en los alrededores de Helsinki.

Aliviada por tan consoladoras noticias, Linnea tomó un baño caliente y luego se acostó. Jaakko le llevó un té a la cama y le deseó buenas noches. Al verlo salir, Linnea volvió a pensar en cuánto había envejecido su amigo. Había pasado de ser un médico joven y esbelto, admirado en los mejores círculos sociales, a convertirse en aquel abuelito de andares inseguros que iba por la vida como a tientas. De lo que no había ninguna duda era de que seguía siendo un caballero y Linnea sentía por él agradecimiento y también cierta ternura. El debilitamiento de Jaakko parecía confirmar que los hombres no vivían tanto como las mujeres. Qué triste, pensó Linnea compasivamente, contemplando a su antiguo amante mientras salía de la habitación. Si el abogado encontraba un comprador en condiciones para su propiedad de Harmisto, tal vez Linnea podría quedarse en aquel enorme piso y alegrarle la vida al viejo, al menos por un tiempo.

Mientras Linnea, cansada pero aliviada, dormía en Töölö con un sueño sereno, la noche llegó también a Harmisto. La patrulla policial se había atiborrado de lechón asado y todos sus miembros estaban hartos ya de montar guardia en la silenciosa propiedad, de modo que abandonaron el lugar tras confirmar que, a pesar de la búsqueda intensiva llevada a cabo, los alborotadores no habían podido ser localizados.

En cuanto el coche patrulla se perdió de vista, los golfos salieron de sus escondites en los oscuros abetales que circundaban la casita, furiosos como trols. Como estaban hambrientos, fueron a rebañar los restos del lechón, que colgaba aún tristemente sobre las brasas extinguidas. Al poco rato, del cochino ya sólo quedaban los huesos, que esparcieron por todo el jardín, e incluso lanzaron al tejado de la casita. Lo que quedaba de la mostaza y las especias lo untaron por los cuadrantes de cristal de las ventanas. Como no les quedaba ya nada interesante que hacer en el lugar, los tres gamberros pusieron rumbo a la tienda de comestibles, donde despertaron al dueño a voces para exigirle que les llamara un taxi.

Mientras esperaban en el patio trasero de la tiendecita, reconocieron al gato de Linnea. Corrieron tras el hasta atraparlo y mataron a la infeliz criatura despanzurrándola contra uno de los surtidores de gasolina. El tendero se encerró en casa, pero no osó llamar a la policía. Cuando los hombres se fueron por fin en el taxi, salió al patio a limpiar los restos del gato. Sintió verdadera lástima por su vieja clienta, la coronela… Al parecer la buena señora no había imaginado las consecuencias de alertar a la policía sobre la presencia de sus visitantes. En los tiempos que corrían, el brazo de la ley no era lo bastante largo para todos.

Linnea Ravaska se despertó aquella noche en medio de una pesadilla. Desorientada, creyó que se hallaba aún en su casita y se puso a llorar de miedo, pero entonces se fijó en las cortinas claras que colgaban ante las amplias ventanas, que eran más luminosas que las de su salita. Encendió la lámpara de la mesilla de noche y se dio cuenta con alivio de que se encontraba en la ciudad, lejos de Harmisto y segura en casa de su buen amigo Jaakko. Se puso la bata y fue de puntillas a la biblioteca, allí buscó el sexto tomo de la enciclopedia y fue pasando las hojas hasta llegar a la letra «v». Entonces empezó a leer una de las entradas:

«
Veneno
. 1. biol. Sustancia que, introducida en un organismo o aplicada a él, aunque sea en pequeña cantidad, le produce la muerte o grave trastorno. Véase muerte.»

Linnea estuvo un rato leyendo el volumen, basta que en un momento dado su rostro se iluminó con una sonrisa astuta. Entonces cerró el libro y volvió a su cama. Por primera vez en mucho tiempo se sentía feliz. Disponía de un medio para seguir siendo dueña de su propio destino.

Capítulo 7

Kauko Nyyssönen, Pertti Lahtela y Jari Fagerström habían vuelto a Helsinki de su agitada excursión a Siuntio. Propiamente hablando, ninguno de ellos tenía domicilio fijo, aparte del sótano que Kauko tenía alquilado en la calle Uusimaa. El lugar no tenía la cédula de habitabilidad, ya que carecía de aseo y tan sólo tenía instalación eléctrica y un grifo de agua fría. Para mear había que subirse a una banqueta y atinar en el lavabo, pero si las necesidades eran más contundentes, entonces era mejor ir a los aseos del bar de al lado. Nyyssönen pernoctaba de vez en cuando en el sótano, pero por lo general dormía en casa de alguno de sus amigos, como sucedía en aquel momento. Pera Lahtela salía por entonces con una tal Raija Lasanen, una ayudante de cocina de gran corazón, que vivía en un apartamentito alquilado de la calle Eerik. Raija, a la que todos llamaban Raikuli, era una chica bastante jamona de la edad de Pera, grandota, aunque algo retrasada en su desarrollo intelectual. Había nacido en Saynätsalo. Tonta, tonta, no es que lo fuera, pero sí lastimosamente simplona. Pera tenía su permiso para llevar a la casa a sus mejores amigos, Kake y Jari.

Los tres hombres llevaban ya un par de días sin salir del apartamento y los cardenales que se habían traído como recuerdo de su excursión a Siuntio habían empezado a cambiar de azul a negro. Entretanto, ya habían compensado en parte las perdidas del viaje. Jari Fagerström había mangado en un par de tiendas de ropa tres pares de pantalones nuevos y unas camisas, para sustituir las suyas hechas jirones. Kauko Nyyssönen, por su parte, había ido a cobrar su pensión de mil ochocientos noventa y tres marcos a la caja de ayudas y subsidios, que se hallaba en un edificio colindante con la oficina de asuntos sociales, donde le abonaban mensualmente dicha suma en dos plazos. Y Pera Lahtela, ya se había pulido todos los subsidios habidos y por haber: algo más de mil marcos mensuales, más un plus de trescientos marcos, que le correspondían por «comidas realizadas en el exterior». El más joven del trío, Jari Fagerström, tenía derecho a cobrar el paro, ya que aquel invierno había estado trabajando unos cuantos meses en una gasolinera de Lauttasaari. La relación laboral se había visto interrumpida a causa de una lamentable diferencia de opiniones sobre la propiedad de ciertos artículos que se vendían en la estación de servicio. A Jari le dieron la patada, pero el asunto no fue denunciado a la policía, con lo cual podía seguir cobrando su pensión por desempleo, que era de algo más de cuarenta y cinco marcos al día.

La inquilina oficial de la vivienda, Raikuli, ganaba unos tres mil marcos mensuales como ayudante en una cafetería de Ruskeasuo, de los cuales más de la mitad se le iban en el alquiler. Así las cosas, no podía ayudar mucho a Pera, su novio, a remediar la continua escasez de fondos que padecía, aunque buena voluntad no le faltase a la chica.

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