Read La dulce envenenadora Online
Authors: Arto Paasilinna
Era la hora de partir. Linnea estaba cada vez más convencida de que aquél sería su último viaje. Entraron en el ascensor. Bajaron. Pertti Lahtela agarró el frágil brazo de la coronela y masculló entre dientes que si no caminaba dócilmente y en silencio a su lado, lo lamentaría. Linnea no tuvo más remedio que seguir a su caballero. La imagen era enternecedora: un muchacho y su abuelita, agarraditos del brazo, paseando hacia el verde y soleado parque.
Se dirigieron pues a la calle Eerik. Con paso decidido, Lahtela arrastraba a la coronela, por la calle Hesperia, hacia el parque del crematorio. Estaba claro que el joven había elegido la ruta menos frecuentada para llegar al centro.
—No me aprietes tanto el brazo, que se me va a caer el manguito y me van a salir cardenales —se lamentó Linnea. Pero Pertti Lahtela no soltó a su presa. La coronela tenía la sensación de que la conducían al cadalso. El hombre que andaba a su lado olía a muerte.
Los parques, de un verde estival, se hallaban desiertos a aquella hora de la tarde. Linnea empezaba a perder las esperanzas. No se atrevía ni a gritar, ya que aquel desgraciado era mas que capaz de descoyuntarle el hombro y hasta de dejarla seca en el sitio en un arranque de cólera. Y a día de hoy, en una gran ciudad, ¿quién se iba a preocupar por los gritos de una anciana? Se había convertido en algo habitual que los viejos fueran atracados y pateados en las calles y raras veces los transeúntes se molestaban siquiera en llamar a una ambulancia que recogiese a las pobres víctimas. Cada cual se ocupaba sólo de su pellejo, apartando la vista cuando los golpes llovían sobre el prójimo. La gente se había vuelto tan brutal e insensible como al acabar la guerra. Entonces en Helsinski uno debía tener cuidado con su cabeza, pues los soldados que se habían licenciado después de pasar cinco años en el Frente andaban haciendo de las suyas por toda la ciudad, borrachos como cubas. Pero ¿de que guerra salían los sinvergüenzas de ahora?, ¿en que Frente habían combatido por la patria?, ¿cuántos años se habría tirado el tal Pera en las trincheras medio muerto de frío? Linnea se estremeció al mirar a aquel tipo que avanzaba a grandes zancadas a su lado. Estaba segura de que nunca volvería de aquel paseo. ¿Era a la calle Eerik adonde se dirigían? Eso le parecía haber oído.
Del jardín de las cenizas, continuaron la marcha hacia el cementerio de Hietalahti. Por el camino, Linnea le preguntó a Pera si podían detenerse para echar una ojeada a la tumba del presidente Kekkonen, ya que sólo la había visto en fotos. Pero el joven le espetó que no estaban allí para perder el tiempo delante de todas las lápidas del camino.
Linnea se sentía como una condenada a muerte. Y tal vez de eso se trataba. Volvió a acordarse de los tiempos de la guerra. Cuando empezaron a decir que los alemanes encerraban a los judíos en campos de concentración, muchos no se lo creyeron. Linnea se había preguntado a menudo cómo debía de sentirse una persona al ser detenida, sacada de su casa sin motivo alguno, sin saber a ciencia cierta si un día volvería. Era algo que nadie podía imaginar realmente, a menos que hubiera corrido la misma suerte. Ahora entendía mejor cómo se habían sentido los judíos. Uno se quedaba como paralizado, incapaz de otra cosa aparte de seguir al que se lo llevaba, pensando en cosas vanas y absurdas, y caminando como un autómata. Cuanto más largo el viaje, más improbable parecía la salvación.
Linnea se echó a llorar y Lahtela perdió la paciencia. Mira que ponerse a llorar delante de todo el mundo… La reprendió con aspereza, pero la anciana ya era incapaz de dominar su llanto.
Entonces a Pertti se le ocurrió ponerse a sollozar cada vez que se cruzaban con alguien, como si el también fuese víctima de un gran pesar. Al mismo tiempo, con voz rota, trataba de consolar a la anciana, asegurándole que la vida volvería a sonreírle… Y para causar más efecto robó las flores de la maceta de una tumba recién arreglada. Su aspecto de deudos inconsolables era ya perfecto y quienes se cruzaban con ellos sólo veían a una llorosa ancianita apoyada en su desconsolado nieto, que la estaba acompañando hasta la tumba de algún ser querido, ambos rotos por la pérdida, como era de rigor.
Linnea se enjugó las lágrimas indignada. Justo en aquel momento pasaron junto a una lápida de granito rojo que Linnea conocía bien, bajo la cual descansaban los restos del capitán Sjöström, fallecido de tuberculosis tras la guerra. Se sonrojó al recordar las cosillas que había llegado a hacer con el joven Sjöström en Petroskoi, durante los largos meses de la guerra de trincheras.
Linnea se quejó de que le dolían las piernas y dijo que quería descansar un ratito. Pera se opuso irritado y le dijo que ya no faltaba mucho para la calle Eerik. Se aproximaban al cementerio ortodoxo, sólo les quedaba cruzar la calle Ruoholahti para llegar a su destino. Sin embargo, Linnea continuó quejándose, hasta que finalmente el joven accedió refunfuñando a descansar un momento en un banco.
Antes de sentarse, la coronela limpió el asiento con un pañuelo, mascullando que había excrementos de palomas por todas partes. Pertti Lahtela, que no quería ensuciarse los vaqueros, se fijó en el manguito de pieles de la anciana. Le ordenó inmediatamente que se lo presase para sentarse sobre él y entonces Linnea se sobresaltó: tenía la jeringuilla de veneno en las manos, ¿dónde podía escondeerla…? La jeringuilla se quedó dentro del manguito. Pera se dejó caer sobre el peludo asiento y la fina aguja se le clavó en la nalga. Al notar el pinchazo, maldijo a las mujeres y sus condenadas hebillas. Pero ¿qué diablos trajinaba la vieja a sus espaldas?
En el mismo instante, sintió que por las venas de su trasero fluía algo frío y notó también un gran escozor, las piernas le empezaron a flaquear y su cerebro se puso a hervir, un poco como el día de la comilona en casa de Kake. Se puso en pie de un salto, se palpó el trasero y dio con la jeringuilla vacía. Entonces se dio cuenta de lo que había sucedido.
La coronela Ravaska corrió a esconderse tras una lápida. Lahtela rugió y quiso alcanzarla, pero la parálisis progresiva le impedía moverse. Trató de apoyarse contra el respaldo del banco, incapaz de mantener la cabeza erguida; cayó de rodillas en el banco, prácticamente ciego. Con espumarajos saliéndole por la boca, se derrengó en silencio sobre el banco. Sus extremidades se agitaron todavía un instante con los espasmos de la agonía, el aparato respiratorio dejó de funcionar y su agotado corazón se paró. En el cementerio se hizo un silencio de muerte..
La coronela se acercó con sigilo a su verdugo para comprobar lo ocurrido. Puso el cadáver en posición fetal y le colocó las manos bajo la cabeza, como si el hombre, bebido, se hubiese tumbado a echar una siestecita en el banco. Le cerró los ojos y le volvió el rostro hacia el respaldo. Metió el manguito en su bolso de mano y recuperó la jeringuilla vacía, que había caído sobre la grava del camino.
En su larga vida, se las había visto con la muerte en muchas ocasiones. El coronel Ravaska era militar de carrera, o sea, asesino profesional, y en tiempos de guerra las vidas humanas valían muy poco. Sin embargo, había que admitir que uno no acababa nunca de acostumbrarse a la muerte. Linnea se sintió a la vez avergonzada y aliviada por el repentino fallecimiento de aquel joven desalmado.
—Gracias a Dios, al final has recibido tu merecido.
Le registró los bolsillos al difunto: encontró todo tipo de chorradas, unas decenas de marcos, un manojo de llaves y un boleto de la primitiva cumplimentado. La anciana se quedó con el boleto y las llaves y devolvió lo demás a los bolsillos del muerto. Luego echó un vistazo al silencioso cementerio: no había ni un alma a la vista, aparte de unas cuantas ardillas de tupida cola que asomaban de detrás de las lápidas para mendigar alguna golosina. La anciana pensó que siempre pasaba lo mismo: el cementerio de Hietaniemi estaba a rebosar de ardillas cuando uno no llevaba nada que ofrecerles. Pero el día que venías a propósito con las nueces, era como si se las hubiera tragado la tierra.
—Si sois buenas, mañana os daré todas las nueces que queráis —les prometió Linnea a las ardillas.
Linnea recogió el arreglo floral que Pertti había robado. Su intención era devolverlo al mismo sitio, pero eran tantas las tumbas recién arregladas, que Linnea no fue capaz de encontrar la que buscaba. Así que decidió llevarlas a la del presidente Urho Kekkonen.
Por un instante tuvo la impresión un poco macabra de que el joven había muerto para darle la oportunidad de visitar la tumba del viejo presidente. El monumento era sobrio e imponente. En lo alto de la estela habían esculpido una especie de fisura, como una ola o el surco de un arado. El símbolo era muy apropiado, dado que Kekkonen había sido un hombre muy fecundo, en todos los sentidos… Linnea recordaba muy bien a Urho. Un hombre testarudo, pero al fin y al cabo, un donjuán de lo más seductor. Seguramente hubiera llegado a general, si se hubiese consagrado a la carrera militar.
Linnea depositó las flores sobre la tumba. En la cinta azul y blanca, los colores de Finlandia, aparecía escrito en letras doradas: «A nuestro querido y respetado mentor: te añoraremos por siempre jamás. Asociación de Mujeres Universitarias de Uusimaa».
La coronela Linnea Ravaska echó a andar tranquilamente en dirección a Töölö. Por primera vez en mucho tiempo, se sentía extraordinariamente ligera.
Cuando la coronela Ravaska regresó a la calle Döbeln, encontró al doctor Jaakko Kivistö presa de inquietud. El médico le preguntó dónde había estado, no porque quisiese en ningún modo limitar sus idas y venidas, sino porque se sentía realmente preocupado por ella. Linnea le dijo que había ido a pasear por el parque, hasta el cementerio de Hietaniemi. Jaakko le advirtió que debía ser muy prudente cuando deambulaba sola por la calle. A muchos ancianos los asaltaban en pleno día, esa era la dura realidad.
Linnea se quejó de jaqueca, que siempre le atacaba tras sufrir alguna emoción fuerte, y le dijo a Jaakko que le gustaría irse a su cuarto y echar una siesta. En realidad, necesitaba pensar con tranquilidad sobre lo sucedido. Jaakko la comprendía perfectamente. Le dijo que había pasado por el mercado para comprar flores y unas pocas verduras de temporada. Linnea podía dormir tranquilamente, pues él se ocuparía de preparar algo ligero para la cena.
Sobre la mesilla de noche de Linnea había, en efecto, un ramo de tulipanes amarillos, cuya belleza la llenó de bienestar. Jaakko no había cambiado, siempre se acordaba de ofrecer flores a las mujeres y preguntarles por su salud. Muy propio de un médico. Rainer nunca se había interesado por cómo se encontraba, semejante cosa no se le pasaba por la cabeza a un oficial. Los soldados estaban adiestrados para matar gente, al contrario que los médicos, cuya misión era salvar vidas humanas. Cuando Rainer se acordaba de traerle flores era porque no tenía la conciencia muy limpia. En general se trataba de un lío de faldas, una borrachera o una partida de cartas en la que le habían desplumado. Rainer tenía sus deslices de vez en cuando. A Linnea le parecía inapropiado que los oficiales gastaran su dinero en juegos de azar; sus ingresos no daban para ello, pero, curiosamente, a menudo se dejaban arrastrar con facilidad. No se imaginaba a Jaakko jugando al póquer con sus colegas médicos, y menos aún por dinero.
En efecto, no había cambiado. Tal vez pronto la pretendiese como en los viejos tiempos. Y ¿por qué no?, Jaakko le gustaba, pero aquella muerte en el cementerio le había supuesto tal sobresalto que en aquel momento no estaba para cortejos, aunque el galán fuese el agradable y anciano doctor.
Linnea se echó en la cama para reflexionar sobre lo que debería hacer con el cadáver de Lahtela. Tal vez fuera conveniente llamar a los servicios de limpieza del ayuntamiento y pedirles —de manera anónima, naturalmente— que trasladasen el cuerpo a alguna parte. ¿O era mejor avisar a los servicios de pompas fúnebres? Linnea no quería que la policía se inmiscuyese en el asunto. Quizá bastaría con no hacer nada, dejar pasar el tiempo y esperar que los acontecimientos siguieran su curso. Cerró los ojos e intentó ahuyentar el problema de su mente. El homicidio que había cometido no le pesaba demasiado en la conciencia. A lo mejor es que ya estaba demasiado vieja y curtida. La idea la divirtió, y, con una sonrisa en los labios, cayó en un sueño ligero.
Por la mañana Linnea despertó fresca y en forma. Por suerte, dado que necesitaría toda su energía: su vida, en los últimos tiempos, había sufrido un revés inesperado y tenía un montón de asuntos por resolver. Casi tenía que hacer un esfuerzo para recordar todo lo sucedido. Para empezar, se había enemistado definitivamente con Kauko y su banda. Luego se había mudado a la ciudad y había puesto su propiedad de Harmisto en venta. Le habían matado al gato. En compensación, ahora vivía con un hombre, un cambio que, para una mujer de su edad, merecía una valoración concienzuda. Luego estaba lo de su nueva afición por los venenos y, para terminar, se había cargado a un tipo. La verdad es que los acontecimientos se habían precipitado de un tiempo a esta parte, y no había visos de que las cosas fueran a calmarse.
Lo más urgente era deshacerse del cuerpo de Pertti Lahtela. La venta de la propiedad y su noviazgo con Jaakko Kivistö podían esperar.
Jaakko, como de costumbre, le trajo el desayuno a la cama y le deseó los buenos días. En cuanto salió de la habitación, Linnea desayunó rápidamente, se aseó, se vistió y se maquilló discretamente. Luego se sentó a examinar las llaves y el boleto de la primitiva que había cogido de los bolsillos de Lahtela. Alguien había escrito en el llavero: Raikuli & Pera. La coronela pensó enseguida en el apartamento de la calle Eerik. El boleto de la primitiva —válido para cinco semanas— había sido cumplimentado con una caligrafía redonda y algo infantil de mujer, y en el constaba el nombre de la apostante, Raija Lasanen, y su domicilio, calle Eerik. Sin duda, Raija le había dado a Pertti el boleto y el dinero de la apuesta para que lo validase en la administración de loterías. Naturalmente, Pera se había quedado con el dinero y había olvidado el boleto en un bolsillo.
Linnea decidió ir a echarle un vistazo al cadáver de Pera. De paso podía llamar a Raija Lasanen, tal vez ella podría proporcionarle alguna información sobre Nyyssönen y Fagerström.
Jaakko Kivistö se ofreció a acompañarla en su paseo matinal, pero la coronela lo disuadió con la excusa de que, como toda la gente de su edad, necesitaba tiempo para estar sola. Añadió que iría a comprar almendras para alimentar a las ardillas del cementerio de Hietaniemi. De paso podía visitar las tumbas de sus viejos amigos. El medico, comprensivo, no insistió.