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Authors: Arto Paasilinna

La dulce envenenadora (14 page)

BOOK: La dulce envenenadora
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La coronela Ravaska pudo entonces dedicarse a distribuir en el piso de Jaakko Kivistö las cosas que él le había traído de Harmisto. Poco a poco se iba sintiendo como en casa y los viejos recuerdos acudían a su memoria mientras lo iba colocando todo en los armarios. Había conservado muchos objetos personales que habían pertenecido a Rainer y que, en su momento, no había tenido el coraje de tirar. Le parecía increíble todo lo que podía quedar de un simple coronel después de tantas décadas. La pistola de oficial, unos prismáticos, la brújula, una cartera repleta de mapas topográficos de las zonas fortificadas del istmo de Carelia…, los búnkeres que había mandado construir se habían quedado del lado ruso. ¿Para qué habría guardado su brocha y su navaja de afeitar? El uniforme de coronel estaba agujereado por la polilla. Linnea decidió bajarlo algún día al contenedor de la basura, aunque primero tal vez podría quitarle las elegantes insignias como recuerdo. Un par de condecoraciones…, algunas revistas de la época de la guerra, Signaali, Hakkapeliitta, y unos pocos números de la Revista Ilustrada de Finlandia. El registro de los caídos por la patria durante la guerra de invierno, titulado «El precio de nuestra libertad». Un sacabotas, un talabarte, un espejo de bolsillo con marco de plata y una pitillera, de plata también.

El espejo y la pitillera se los había regalado Linnea cuando cumplió los treinta y cinco, el 8 de diciembre de 1941, para ser exactos. Habían pasado una época deliciosa…, en realidad., todo aquel año lo había sido. Aquel verano Rainer había sido ascendido a teniente coronel y, en diciembre, los japoneses habían atacado Pearl Harbor. Por otra parte, Inglaterra le había declarado la guerra a Finlandia, el mismo día de la Independencia, para fastidiar, aunque en aquel momento a nadie le preocupó demasiado. Los alemanes habían pasado por grandes dificultades a las puertas de Moscú a principios de invierno, pero Rainer la había tranquilizado diciéndole que aquello no significaba nada, que los alemanes conquistarían la capital rusa en cuanto las heladas cesasen y los vehículos blindados pudieran avanzar de nuevo. Ella le había creído, claro, un joven y prometedor teniente coronel por fuerza tenía que saber más de cuestiones militares que su mujer.

Linnea colocó los objetos de plata en un estante del armario y tomó en sus manos la pistola de Rainer. Era una Parabellum de color negro azulado, pesada y fría, con su funda de cuero ya gastada y dos cargadores de recambio. Su marido le había enseñado a usarla durante la guerra. Y ella había demostrado ser una tiradora excelente, mejor que su marido, aunque eso tal vez se debiera también a que cuando Rainer y los demás oficiales organizaban un concurso de tiro, por lo general ya estaban un poquitín bebidos.

La coronela comprobó que el arma no estuviera cargada, la amartilló y apretó el gatillo. Funcionaba impecablemente y no tenía ni una mancha de óxido. La coronela la metió en su bolso, por si tenía que protegerse de Kauko Nvyssönen y Jari Fagerström. Llegado el caso, siempre podía pegarse un tiro, si no alcanzaba a inyectarse en las venas su veneno casero.

El difunto desempleado Pertti Lahtela recibió las últimas bendiciones y fue incinerado, según lo convenido; su ingenua y devota benefactora, la ayudante de cocina Raija Lasanen, organizó un refrigerio en su memoria en su estudio de la calle Eerik. Se presentaron unos pocos amigos y conocidos del difunto, todos ellos marginados. Tomaron café y se comieron la tarta que había preparado la coronela Ravaska. Kake Nyyssönen pronunció un lacónico discurso en recuerdo de su difunto camarada, en el cual evocaba la maldad del mundo y la parte que a Pertti Lahtela le había correspondido de semejante pastel. Al caer la noche, fueron a la taberna La Jarra para tomarse unas cervezas en su memoria.

Tres días después, las cenizas del finado fueron enterradas en el cementerio de Hietaniemi. El vigilante del crematorio le había entregado la urna a Raija Lasanen. La joven iba acompañada de Jari Fagerström y Kauko Nyyssönen, al cual el conserje le entregó una pala antes de mostrarles el camino. En fila india llegaron al rincón más alejado de la parte norte del cementerio, donde se extendía un pequeño valle escuchimizado, cubierto de hierba, adornado con una pérgola de aspecto sombrío, que se sostenía sobre unos pilares de pizarra, y una estatua retorcida y sufriente, destinada sin duda a despertar en el espectador el temor a la muerte. Un lugar decididamente siniestro. Raija llevaba en las manos un ramo de tulipanes.

La coronela Ravaska había llegado temprano al camposanto para observar a escondidas la ceremonia. Se hallaba en un pequeño promontorio, a unos cincuenta metros del jardín de las cenizas, oculta por las lápidas y los árboles. Provista de unos prismáticos de teatro, había seguido de lejos el pequeño cortejo. También llevaba el manguito y, en una bolsa, la pistola de Rainer.

El vigilante del crematorio explicó a la comitiva que podían cavar un hoyo pequeño en el césped donde mejor les pareciera, quitar un terrón y echar dentro las cenizas. Luego sólo tenían que volver a colocar el trozo de césped en su sitio. Estaba prohibido enterrar la urna con las cenizas, ya que era propiedad de la Asociación Protectora del Crematorio y sólo se les prestaba a los allegados mientras durase la ceremonia, al igual que la pala. El vigilante se marchó, no sin antes insistir en que devolviesen ambas cosas tras el entierro.

Raija Lasanen eligió un lugar adecuado para depositar las cenizas de Pera. Jari Fagerström empuñó la pala y empezó a excavar el duro suelo. Kauko Nyyssönen, de pie junto a él, sostenía la urna. Al cabo de un rato, intercambiaron sus tareas. Raija Lasanen lloraba desconsolada.

Linnea Ravaska observaba de lejos; no se le olvidaba cómo la habían maltratado aquellos desalmados en Harmisto. Dejó los prismáticos sobre una lápida en la que apenas se distinguía el nombre del difunto: Uolevi Prusti, 1904-1965. Quién sabe qué clase de hombre habría sido en vida, pensó mientras sacaba de su bolso la pistola. Apoyó la culata del arma sobre la lápida de Prusti, la envolvió en el manguito y se agachó para apuntar. Se le ocurrió la disparatada idea de cargarse a Kauko Nyyssönen y Jari Fagerström allí mismo. Con una mano, volvió a coger los prismáticos para observar mejor el lugar. Ahora era Kauko quien manejaba la pala, justo en la línea de fuego. ¡Qué fácil hubiera sido dispararle en el pecho! Desde aquella distancia no podía fallar el blanco. Linnea se estremeció, horrorizada por sus propios pensamientos; no podía apretar el gatillo, por más que odiase a aquellos dos hombres. En justicia, sin embargo, la pistola podría haber hablado…

La mirada de Linnea se llenó de un furor sangriento, la culata de la pistola descansaba sobre la fría lápida, el objetivo apuntaba al pecho de Kauko Nyyssönen y a través del alza veía su chaqueta azul. El dedo huesudo de Linnea se crispó sobre el gatillo.

De repente, una ardilla curiosa saltó sobre la lápida de Uolevi Prusti y, de allí, al cañón de la pistola, con la esperanza de recibir alguna cosa de la amable viejecita que estaba en aquel lugar. Linnea Ravaska se sobresaltó tanto que perdió de vista el blanco; el arma se disparó, una bala salió silbando en dirección al jardín de las cenizas, y atravesó la pala. La ardilla, con el pelo erizado de terror, corrió a refugiarse a la copa del árbol más cercano.

Jari Fagerström y Kauko Nyyssönen se lanzaron a la vez detrás de una lápida a la velocidad del rayo. Raija Lasanen se quedó, de pie en medio del prado, petrificada, con la urna de las cenizas en las manos. La atónita coronela Ravaska volvió a guardar la pistola en el manguito y se escurrió sin hacer ruido hacia la cancela del camposanto, como si fuera un fantasma. Corrió despavorida hacia la cercana colina, donde estaba la capilla, se coló por la puerta abierta del columbario y se refugió en el rincón más oscuro del edificio, donde se arrodilló como si estuviese rezando junto a la pared, juntando las manos dentro de su manguito. La Parabellum seguía allí. Se dijo que si alguien intentaba sacarla de la penumbra de aquel lugar de paz para arrastrarla a la luz del día, dispararía al primero que se le pusiera a tiro.

Mientras hacía ver que rezaba, su mirada recayó en la placa que tenía delante, cuyo texto decía así: Tekla Grönmark, nacida Salmensaari, 1904-1987. ¿Dios santo! ¡Pero si era la tumba de Tekla! Así que había muerto el año anterior… ¡Pues sí que había vivido la mujer! ¿Y cómo es que no la habían invitado al entierro? ¡Qué desfachatez!

Con la indignación, a Linnea ni se le pasó por la cabeza que la familia de Tekla tal vez desconociera su dirección de Harmisto. En el campo no se había podido abonar a un periódico finlandés, y la esquela de Tekla probablemente había sido publicada en el Hufvudstadsbladet, el diario de la comunidad sueca.

En cierto modo, Linnea se alegró de estar contemplando la tumba de Tekla, a quien había conocido allá por los años treinta en Viipuri. Era una auténtica devoradora de hombres de la alta sociedad, los escogía como si de frutos maduros se tratase y les exprimía todo el jugo, los masticaba en su avariciosa boquita roja y, al final, escupía las semillas. También había embaucado a Rainer durante unas cuantas semanas, en 1938, pero Linnea había hecho lo necesario para evitar el escándalo. Tekla era hija de un pequeño comerciante de maderas de San Petersburgo, sin duda tenía sangre rusa en sus venas… Mas tarde había llegado a casarse tres veces, la última con un tal Grönmark, un finlandés de lengua sueca con la piel cubierta de manchas, que murió de cáncer el mismo año en que acabó la guerra de Corea.

Absorta en sus recuerdos, a Linnea casi se le había olvidado el incidente del disparo. ¿Sería ya un buen momento para salir del columbario? Linnea pasó la pistola del manguito a su bolso y abandonó la tumba de Tekla. Volvió al cementerio, donde todo estaba en calma, y se acercó hasta el lugar de la ceremonia. Las cenizas de Pera ya se hallaban bajo el césped.

La coronela se acercó a la floristería de la calle Hietaniemi y compró un ramo de rosas rojas, que luego depositó en el columbario, frente a la placa de Tekla Grönmark. Como vieja amiga —y antigua rival— opinaba que eran las flores que se merecía aquella devastadora belleza. Las rosas son las flores de la mujeres hermosas y suelen depositarse en las tumbas de las putas, pensó Linnea con una triste sensación de victoria al contemplar el esplendoroso ramo ante la urna de Tekla.

A su regreso del camposanto, Linnea telefoneó a Raija Lasanen. La chica estaba visiblemente conmocionada, no tanto por haber enterrado las cenizas de su compañero, como por el disparo repentino. Le contó a Linnea lo sucedido. Kake y Jari estaban convencidos de que era la vieja arpía de Siuntio quien estaba detrás de todo aquello. Kake había declarado que pensaba encerrarse en su sótano de la calle Uusimaa, tapiando incluso puertas y ventanas. Raikuli tenía la impresión de que Kake empezaba a temer por su vida.

—lncluso Jari ha dicho que era mejor no dejarse ver por Helsinski durante un tiempo, ha decidido ir a pasar el fin de semana a Rovaniemi, al festival de rock del círculo polar, y me ha propuesto que lo acompañe, pero yo no tengo intención de ir; todavía estoy de luto. Ha jurado que, cuando vuelva de Laponia, se cargaría a esa condenada vieja. Me da miedo, estoy segura de que es capaz de hacerlo. Es tan malo, a veces…

Linnea le prometió que en cuanto llegase la factura de la funeraria, le ingresaría en su cuenta la suma que le faltaba para terminar de pagar el entierro de Pera. La muchacha le dio las gracias por su generosidad, con la voz quebrada.

Al día siguiente apareció en el diario Ilta-Sanomat una entrevista con el vigilante del crematorio en la que este relataba el tiroteo que había tenido lugar en el jardín de las cenizas. El empleado se quejaba del aumento del vandalismo y la inseguridad en los aledaños del cementerio en los últimos años. Antiguamente no se disparaba en los lugares sagrados. Realmente, la juventud de hoy había rebasado todos los límites si ni siquiera los muertos estaban a salvo de sus bromas de mal gusto. En el periódico venía una foto del vigilante enseñando la pala oxidada. En medio de esta se apreciaba un agujero de bala por el que había metido su dedo índice.

Capítulo 17

En el festival de rock del círculo Polar de Rovaniemi, Jari Fagerström tuvo tiempo de reflexionar sobre los hechos más recientes. La tía de Kake Nyyssönen se había puesto innecesariamente difícil aquel verano. La vieja se había rebelado, estaba claro que, aparte de lanzarles encima a la policía, había intentado envenenarlos a todos y, al final, se había cargado a Pera.

Un hombre adulto y sano no la palmaba a plena luz del día así como así. Le hubiese gustado saber cómo se las había apañado aquella bruja para engatusar a Pera y quitárselo de en medio.

Por culpa de Linnea, Jari no pudo disfrutar de su viaje a Rovaniemi. Le había amargado el festival, el ambiente le resultaba opresivo. ¿Cómo iba a pasárselo en grande si estaba todo el tiempo pensando en la muerte de Pera y en lo que debían hacer a continuación? Hasta que la cosa no quedase zanjada, no iba a poder volver a disfrutar de la vida. Aquello se había convertido en una obsesión.

Era evidente que le hubiese correspondido a Kake ocuparse del problema, pero ya se sabía cómo era el tipo…, lo iba dejando todo para mañana y nunca terminaba nada. Si no tomaba él mismo las riendas, llegaría el otoño y la bruja seguiría viva.

Calculó también que si se la cargaba él, en justicia, Kake tendría que repartir con él el dinero de la vieja a partes iguales. ¿Cuánta pasta tendría aquella arpía, a fin de cuentas? Jari estaba convencido de que una viuda respetable como la coronela no podía ser tan pobre como pretendía hacerle creer a su sobrino. Seguro que había escondido la pasta. Sin embargo, no podrían echarle el guante mientras ella siguiese viva.

Durante el viaje de regreso, Jari ideó un plan, infalible en su opinión. Se trataba de atraer a Linnea con cualquier pretexto a uno de los barcos que hacían la línea Helsinki-Estocolmo, y una vez a bordo sería muy fácil arrojarla por la borda, por ejemplo a la altura de las islas Åland. ¡Al agua, con los arenques! Nadie la echaría de menos.

Jari Fagerström consideraba el asesinato de Linnea desde un punto de vista exclusivamente práctico. La dimensión ética del asunto no le preocupaba en absoluto. Imaginaba muy bien la escena en el barco, la cubierta superior en la oscuridad de la noche. Agarraría a la vieja con un movimiento rápido, le taparía la boca con una mano y luego, con un empujón certero, ¡hala!, la lanzaría al vacío por encima de la barandilla de acero. La vieja saldría volando, ligera, el abrigo aleteando al viento. Tal vez gritaría al caer algo que se confundiría con el chillido de las gaviotas, y al sumergirse en la estela del barco, haría ¡plof! Y entonces aparecería una mancha de espuma blanca en la superficie del mar y… nada más.

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