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Authors: James Redfield

Tags: #Autoayuda, Aventuras, Filosofía

La décima revelación (6 page)

BOOK: La décima revelación
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Mientras observábamos, el recuerdo de Williams se trasladó a una garganta situada en los bosques, escenario de la futura batalla. La caballería apareció sobre un peñasco en un asalto sorpresivo. Los americanos nativos se defendieron tendiendo una emboscada a la caballería desde los riscos de ambos lados. A poca distancia de allí, un hombre robusto y una mujer estaban agazapados entre las rocas. El hombre era un joven académico, una especie de veedor, aterrado por hallarse tan cerca de la batalla. Estaba mal, todo estaba mal. Su interés era económico; él no tenía nada que ver con la violencia. Había llegado allí convencido de que el hombre blanco y el indio no tenían por qué vivir en conflicto, de que el creciente auge económico de la región podía adaptarse, evolucionar e integrarse de manera de incluir a ambas culturas.

La mujer que se encontraba a su lado en las rocas era la joven misionera que había visto antes en la carpa militar. En ese momento se sentía abandonada, traicionada. Sabía que su esfuerzo podría haber dado resultado si los que ocupaban el poder hubieran escuchado lo que era posible. Pero estaba decidida a no darse por vencida, no hasta poner fin a la violencia. Decía sin cesar: «¡Puede remediarse! ¡Puede remediarse!».

De pronto, en la pendiente que había detrás de ellos, dos hombres de la caballería se abalanzaron sobre un jefe nativo solo. Me esforcé por ver quién era hasta que reconocí al hombre como el jefe enojado que se había mostrado tan vehemente contra las ideas de la mujer blanca. Mientras observaba, se volvió con rapidez y arrojó una flecha al pecho de uno de sus perseguidores. El otro soldado saltó de su caballo y cayó sobre él. Los dos lucharon con furia hasta que al fin el cuchillo del soldado se hundió en la garganta del hombre más oscuro. La sangre regó el suelo desgarrado.

Al ver los hechos, el economista aterrado instó a la mujer a correr, pero ella le hizo señas de que no se moviera y mantuviera la calma. Por primera vez, Williams vio a un viejo hechicero al lado de un árbol situado junto a ellos y su forma por momentos era más definida y por momentos se salía de foco. En ese instante, otro soldado de la caballería escaló el peñasco, se apostó por encima de ellos y empezó a disparar de manera indiscriminada. Las balas desgarraron tanto al hombre como a la mujer. Con una sonrisa, el indígena mantuvo su actitud desafiante y fue asimismo destruido.

En ese momento, el foco de Williams pasó a ser una colina que dominaba toda la escena. Otro individuo observaba allí la batalla. Estaba vestido con calzones de ante y llevaba una mula de carga: un hombre de montaña. Volvió la espalda a la batalla y bajó por la colina en la dirección opuesta; dejó atrás la laguna y las cascadas y se perdió de vista. Me quedé helado; la batalla se desarrollaba precisamente en el valle, justo al sur de las cascadas.

Cuando mi atención volvió a Williams, éste revivía el horror del odio y el derramamiento de sangre. Sabía que el hecho de no actuar durante las guerras contra los americanos nativos había cimentado las condiciones y esperanzas de su vida más reciente, pero, igual que antes, no había actuado, no había despertado. Nuevamente había estado con el hombre robusto asesinado con la mujer misionera, y Williams supo que debía primero recordar y luego ayudar a su amigo más joven a despertar. Los vio parados juntos en una colina, debatiendo el proceso. Se suponía que debían encontrar a otros cinco en el valle, formando un grupo de siete. El grupo reunido debía contribuir a disipar el Miedo.

La idea pareció sumergirlo en una reflexión más profunda. El miedo había sido el gran enemigo a lo largo de la tortuosa historia de la humanidad, y al parecer él sabía que la cultura humana actual estaba polarizándose, dando a los controladores de este tiempo histórico una última oportunidad de capturar el poder, de explotar las nuevas tecnologías para sus propios fines.

Se estremeció de angustia. Tomó conciencia de lo importantísimo que era que su grupo se reuniera aunque él no pudiera estar. La historia estaba destinada a esos grupos y sólo si se formaba un número suficiente de ellos, y sólo si un número suficiente de ellos entendía el Miedo, dicha polarización podría conjurarse y los experimentos en el valle terminarían.

Muy despacio, tomé conciencia de que me hallaba otra vez en el lugar de la luz blanca y suave. Las visiones de Williams habían terminado y tanto él como las demás entidades se habían desvanecido. Después experimenté un veloz movimiento de retroceso que me dejó mareado y distraído.

Vi que Wil estaba a mi derecha.

—¿Qué pasó? —pregunté—. ¿Adónde se fue?

—No lo sé —respondió.

—¿Qué le pasaba?

—Experimentaba una Revisión de la Vida. Asentí con un movimiento de cabeza.

—¿Sabes exactamente qué es?

—Sí —respondí—. Sé que las personas que han tenido experiencias de vida después de la muerte cuentan muchas veces que toda su existencia se despliega ante sus ojos. ¿A eso te refieres?

Wil me miró pensativo.

—Sí, pero la conciencia ampliada de este proceso de revisión está teniendo un gran impacto en la cultura humana. Es otra parte de la perspectiva superior que da el conocimiento de la Otra Vida. Miles de personas han tenido experiencias de vida después de la muerte y sus historias se relatan y comentan; la realidad de la Revisión de la Vida está volviéndose parte de nuestra realidad cultural. Sabemos que después de la muerte debemos volver a mirar nuestras vidas; y que vamos a sufrir por cada oportunidad perdida, por cada circunstancia en la que no actuamos. Este conocimiento está reafirmando la determinación de respetar todas las imágenes intuitivas que vienen a nuestra mente y mantenerlas firmemente en la conciencia. Estamos viviendo la vida de una manera más deliberada. No queremos perder ni un solo hecho importante. No queremos sufrir el dolor de mirar para atrás, más adelante, y damos cuenta de que estuvimos mal, de que no tomamos las decisiones correctas ni actuamos de la manera adecuada.

De pronto Wil hizo una pausa e irguió la cabeza como si oyera algo. Al instante sentí otra sacudida en mi plexo solar y volví a oír el sonido inarticulado. El sonido se desvaneció al poco tiempo.

Wil miraba en derredor. El medio blanco sólido era atravesado por haces intermitentes de un gris apagado.

—¡No sé qué pasa, pero está afectando también esta dimensión! —exclamó—. No sé si podemos mantener nuestra vibración.

Mientras esperábamos, los haces grises disminuyeron en forma gradual y se restableció el fondo blanco sólido.

—Recuerda la advertencia acerca de la nueva tecnología en la Novena Revelación —agregó Wil—. Y lo que Williams dijo sobre los atemorizados que tratan de controlar dicha tecnología.

—¿Y ese grupo de siete que viene? —pregunté—. ¿Y esas visiones que Williams tenía de este valle en el siglo XIX? Wil, yo también las tuve. ¿Qué crees que significan?

La expresión de Wil se volvió más grave.

—Creo que es lo que se supone que debemos ver. Y creo que tú formas parte de ese grupo.

De pronto el sonido inarticulado empezó a aumentar otra vez.

—Williams dijo que primero debíamos entender ese Miedo —enfatizó Wil—, para poder contribuir a disiparlo. Eso es lo que debemos hacer ahora; tenemos que encontrar la manera de comprender ese Miedo.

Wil acababa apenas de terminar su idea cuando un sonido estruendoso irrumpió en mi cuerpo y me impulsó hacia atrás. Con la cara distorsionada y fuera de foco, Wil quiso asirme. Yo traté de aferrarme a su brazo pero de repente se había ido y yo caía hacia abajo, fuera de control, en medio de un paisaje de colores.

Superar el miedo

Una vez liberado del vértigo, me di cuenta de que me encontraba de nuevo en las cascadas. Frente a mí, debajo de una saliente rocosa, estaba mi mochila exactamente donde la había puesto antes. Miré a mi alrededor; no había ningún indicio de Wil. ¿Qué había pasado? ¿Adónde se había ido?

Según mi reloj, había pasado menos de una hora desde que Wil y yo habíamos ingresado en la otra dimensión, y mientras reflexionaba acerca de la experiencia, me impactó recordar cuánto amor y cuánta calma había sentido, y qué poca ansiedad… hasta ahora. Ahora, todo lo que me rodeaba parecía opaco y como en sordina.

Agotado, fui a recoger mi mochila, con un nudo de miedo en el estómago. Sintiendo que estaba demasiado expuesto en las rocas, decidí regresar a las colinas del sur hasta decidir qué haría. Llegué a la cima de la primera colina y cuando empecé a bajar por la pendiente divisé a un hombre menudo, de unos cincuenta años quizá, que subía por la derecha. Era pelirrojo, tenía perilla y vestía ropa de expedición. Antes de que pudiera esconderme, me vio y caminó hacia mí.

Cuando llegó, sonrió con cautela y dijo:

—Me parece que llevo un rato dando vueltas. ¿Podría orientarme para volver al pueblo?

Le di las indicaciones generales hacia el sur del manantial y después le dije que siguiera el río hacia el oeste hasta llegar a la estación de los guardabosques.

Hizo un gesto de alivio.

—Me encontré con alguien al este de aquí, hace un rato, y me indicó cómo volver pero seguramente tomé el camino al revés. ¿Usted también va para el pueblo?

Miré con más atención la expresión de su cara y me pareció captar cierta tristeza y cierta ira en su personalidad.

—No creo —contesté—. Estoy buscando a una amiga que anda por acá. ¿Qué aspecto tenía la persona que encontró?

—Era una mujer de pelo rubio y ojos brillantes —respondió—. Hablaba muy rápido. No entendí su nombre. ¿A quién busca usted?

—A Charlene Billings. ¿Recuerda algo más de la mujer que vio?

—Dijo algo sobre el Bosque Nacional que me hizo pensar que podía ser uno de esos exploradores que andan dando vueltas por acá. Pero no sé. Me aconsejó que abandonara el valle. Me dijo que debía recoger sus cosas y que después también se iría. Parecía pensar que algo anda mal por acá, que todos corremos peligro. En realidad, se mostró muy reservada. Yo sólo salí a dar una caminata. Con franqueza, no sabía de qué me hablaba.

—Su tono indicaba que estaba acostumbrado a hablar de una manera frontal.

Con toda la simpatía posible, dije:

—Me da la impresión de que la persona que encontró podría ser mi amiga. ¿Dónde la vio exactamente?

Señaló hacia el sur y me dijo que se había topado con ella unos ochocientos metros más atrás. Iba caminando sola y de ahí se había dirigido hacia el sudeste.

—Caminaré con usted hasta el manantial —dije. Recogí mi mochila y mientras bajábamos la pendiente preguntó:

—Si era su amiga, ¿adónde cree que iba?

—No lo sé.

—¿A algún lugar místico, quizá? Buscando la utopía. —Sonreía con cinismo.

Me di cuenta de que me tendía un anzuelo.

—Tal vez —repuse—. ¿Usted no cree en la posibilidad de la utopía?

—No, por supuesto que no. Eso es un pensamiento neolítico. Ingenuo.

Lo miré. El cansancio empezaba a abrumarme, de modo que traté de poner fin a la conversación.

—Una simple diferencia de opinión, supongo. Se rió.

—No. Es un hecho. No hay ninguna utopía por venir. Todo está empeorando, no mejorando. En el aspecto económico, las cosas están descontrolándose y a la larga esto va a explotar.

—¿Por qué dice eso?

—Demografía lisa y llana. Durante la mayor parte de este siglo ha habido una clase media grande en los países occidentales, una clase que promovió el orden y la razón y sostuvo la creencia general de que el sistema económico podía ser para todos.

»Pero esta fe empieza a claudicar. Puede verlo en todas partes. Cada día son menos los que creen en el sistema o juegan de acuerdo con las reglas. Y esto ocurre porque la clase media se tambalea. Debido al desarrollo tecnológico, el trabajo pierde valor y divide la cultura humana en dos grupos: los que tienen y los que no tienen; los que hacen inversiones y poseen el manejo de la economía, y los que están confinados a trabajos menores y de servicio. Sume a esto el fracaso de la educación y podrá ver el alcance del problema.

—Suena espantosamente cínico —señalé.

—Es realista. Es la verdad. Para la mayoría de la gente, sobrevivir requiere un esfuerzo cada vez más grande. ¿Ha visto las encuestas sobre el estrés? La tensión es desmedida. Nadie se siente seguro, y lo peor todavía no empezó. La población explota y, a medida que vaya expandiéndose cada vez más la tecnología, aumentará la distancia entre los instruidos y los no instruidos, y los que tienen controlarán cada vez más la economía global en tanto que las drogas y el crimen seguirán creciendo entre los que no tienen.

»¿Y qué cree usted que les pasará a los países sub-desarrollados? —preguntó Joel—. Gran parte de Medio Oriente y África ya están en manos de fundamentalistas religiosos cuyo objetivo es destruir la civilización organizada, a la que consideran un imperio satánico, para reemplazarla con alguna especie de teocracia perversa, donde los líderes religiosos estén a cargo de todo y tengan poder reconocido para condenar a muerte a los que consideren herejes en cualquier parte del mundo.

»¿Qué clase de gente consentiría este tipo de carnicería en nombre de la espiritualidad? Sin embargo, cada día son más. China todavía practica el infanticidio de las mujeres, por ejemplo. ¿No le parece increíble?

»Desde ya se lo digo: la ley y el orden y el respeto a la vida humana están en vías de extinción. El mundo degenera hacia una mentalidad criminal, regido por la envidia y la venganza y dirigido por unos charlatanes astutos, y tal vez ya sea demasiado tarde para frenarlo. Pero ¿sabe algo? En realidad, a nadie le importa. ¡A nadie! Los políticos no van a hacer nada. Lo único que les preocupa son sus bienes personales y cómo mantenerlos. El mundo está cambiando demasiado rápido. Nadie puede seguir ese ritmo, y eso nos hace tratar de ser los primeros y conseguir lo que sea lo más rápido que podamos, antes de que sea demasiado tarde. Este sentimiento invade toda la civilización y todos los grupos ocupacionales.

Joel tomó aliento y me miró. Me había parado sobre la cima de una de las colinas para ver el atardecer inminente, y nuestros ojos se cruzaron. Parecía darse cuenta de que se había dejado arrastrar por su diatriba y en ese momento empezó a resultarme muy familiar. Le dije mi nombre y él me dijo el suyo, Joel Lipscomb. Nos miramos un rato pero él no mostraba signos de conocerme. ¿Por qué nos habríamos encontrado en el valle?

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