La conspiración del Vaticano (47 page)

BOOK: La conspiración del Vaticano
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La furgoneta avanzaba a trancas y barrancas, con un ruido insoportable, por los surcos resecos del campo. Júpiter estaba convencido de que en cualquier momento se quedarían atascados, pero entonces llegaron hasta un camino vecinal que discurría en ángulo recto, alejándose de la autopista. El ruido permaneció inmutable, pero el traqueteo se redujo hasta una medida tolerable.

Gimoteando, y aún sorprendido de haber salido hasta cierto punto sano y salvo de la maniobra de Coralina, Júpiter regresó al asiento del copiloto. El blando relleno del asiento le pareció el mismo cielo. Apresuradamente, se colocó el cinturón de seguridad.

—¿Estás bien? —quiso saber Coralina, preocupada, mientras pisaba de nuevo el acelerador.

Él meditó un segundo lo que contestar, hasta que finalmente farfulló algo que podría sonar como un sí.

—Al menos ahora tenemos una ventaja real —añadió ella.

—Creo recordar vagamente que tenías intención de despistarlos en el centro de la ciudad.

—El plan ha cambiado.

—Pues ha sido un poco... espontáneo, ¿no?

Ella sonrió.

—¿Hubieras preferido seguir siendo una diana andante?

En lugar de responder, se limitó a mirar por el retrovisor.

—Pues parece que tu plan no ha funcionado del todo.

—¿Qué? —exclamó ella, alarmada.

—Siguen detrás nuestro... O al menos creo yo que la nube de polvo que nos sigue a una velocidad endiablada no será un tractor.

La joven giró la manivela que bajaba su ventanilla entre maldiciones. La amplia grieta del cristal crujió, pero el mecanismo siguió funcionando. Coralina agarró el volante con la mano derecha e inclinó la cabeza por la ventanilla.

—Esto no es bueno —señaló ella con sequedad al volver a alzar la cabeza.

Él suspiró y miró con atención por el polvoriento parabrisas.

—¿Qué hay del granero de ahí adelante?

Ella negó con la cabeza.

—Eso tampoco servirá.

Sin escuchar la protesta de Júpiter, giró a la izquierda en el siguiente cruce y, tras un par de cientos de metros, volvió a virar a la izquierda.

—¿No estarás volviendo a la autopista?

Coralina aceleró. Los baches y los resecos surcos dejados por los tractores hacían que los dos pasajeros se sacudieran de un lado para otro. A cada poco el coche amenazaba con salirse del camino, pero Coralina lo controlaba en el último segundo y lo mantenía firme en su ruta.

Júpiter intentó captar alguna impresión de sus perseguidores por el espejo que quedaba en su lado, pero la furgoneta temblaba de tal manera y levantaba tanto polvo que apenas podía distinguir nada. Tampoco podía plantearse la posibilidad de asomar la cabeza por la ventana rota sin arriesgarse a perderla en el proceso. Durante un breve instante consideró la posibilidad de volver a reptar hasta la parte de atrás, pero teniendo en cuenta la manera de conducir de Coralina no consideró prudente confiar tanto en su suerte una segunda vez.

Se aproximaron de nuevo a la autopista. La franja gris de asfalto cortaba la vía rural a unos quinientos metros de distancia de donde ellos se encontraban. Al final del camino, había dos paneles publicitarios, cada uno de unos seis metros de altura, en ángulo recto y sustentados por dos postes por panel, anclados al suelo.

—En la autopista volverán a alcanzarnos —señaló Júpiter.

Coralina asintió.

—Eso parece.

Asomó la cabeza por la ventanilla una vez más, y Júpiter hizo un intento de agarrar el volante para mantener fijo el rumbo, pero en seguida la joven volvió a su sitio.

—Están solo a cincuenta metros por detrás.

—¿Tan cerca?

Coralina pisó a fondo el acelerador, y la gran cantidad de ruido y polvo que entró entonces por la ventana abierta hicieron imposible continuar con la conversación. Júpiter luchó inútilmente contra un ataque de tos.

La autopista se iba aproximando. Ante ella, como dos antiguos monumentos, se alzaban los dos paneles. Coralina tendría que pasar justo entre los dos para poder acceder a la carretera, y a partir de ahí, penetrar en ella prácticamente en ángulo recto, lo que dado el tránsito era prácticamente un suicidio. Nunca podría colocarse en el carril lo suficientemente rápido como para que el siguiente coche no se empotrara contra ellos.

No obstante, Júpiter iba adoptando poco a poco la actitud de Coralina, que parecía preocuparse de las cosas cuando iban sucediendo, y no antes. Al fin y al cabo, la autopista estaba aún a... solo un minuto. Quizá medio.

—Nos vas a matar —susurró él.

Para su sorpresa, Coralina le entendió a pesar del barullo, o puede que solo adivinara el significado de sus palabras.

—Eres un pesimista incorregible.

Restaban tan solo cien metros hasta la autopista. Ochenta para el fin del camino de tierra.

—No lo conseguiremos —gritó Júpiter.

Coralina agarró el volante con más fuerza.

Una bala atravesó la chapa del chasis y pasó silbando junto a la oreja de Júpiter, para acabar impactando contra el parabrisas con un fuerte estallido, dejando tras de sí un orificio rodeado de una tela de araña de grietas ramificadas en el cristal.

Coralina gritó sorprendida, y echó el volante a un lado. Júpiter pensó que el miedo le haría perder el control del vehículo, por lo que hizo intención de agarrar el volante pero ella le apartó con brusquedad.

—¡No! —gritó la muchacha, mientras dirigía el vehículo directamente contra los tablones—. ¡Agáchate!

—Nos...

—¡Maldita sea, Júpiter...! ¡Agáchate!

Instintivamente, inclinó la cabeza, vio que Coralina hacía lo mismo y se colocó los dos brazos ante el rostro, como un escudo protector.

La furgoneta se encaminó sin vacilar hacia los tablones. Entonces, todo se sumió en un infierno de estruendos y explosiones, del crujido de metales arrancados y un violento tirón final que les hizo precipitarse contra los cinturones de seguridad.

No habían chocado contra los paneles, ¡habían pasado por debajo!

La cabina del conductor de la furgoneta había atravesado por un pelo la parte baja del gigantesco cartel, no así el espacio de carga. El techo de este había impactado con brutalidad contra el borde inferior del tablero, haciendo que el capó se abriera como una lata de sardinas. Coralina, haciendo gala de una gran sangre fría, intentó estabilizar el vehículo antes de que la franja de hierba le hiciera resbalar hasta la carretera. La furgoneta quedó torcida, en posición transversal, continuó avanzando algo más, amenazó con volcar pero finalmente volvió a asentarse sobre las ruedas y se detuvo a escasos tres pasos del asfalto.

Coralina se incorporó tosiendo, agarrada al volante con ambos brazos, aparentemente indemne. Para Júpiter, el mundo entero daba vueltas, y el corazón le latía como si un puño le golpeara el pecho. Pasó un largo rato hasta que fue capaz de volver a razonar con relativa claridad. Miró a Coralina y los ojos de ambos se cruzaron. El mismo pensamiento surgió en ambas mentes. Se quitaron el cinturón, abrieron las puertas y salieron rápidamente al aire libre.

La furgoneta ya no tenía capó. La parte trasera y más elevada estaba abierta como un huevo de chapa, los laterales de la franja superior aparecían deshilachados y resquebrajados. El techo, propiamente, yacía hecho un ovillo de metal a diez metros de distancia, retorcido como una sábana vieja.

Con el impacto, la furgoneta se había llevado por delante la parte inferior del panel publicitario, por lo que la construcción entera se había derrumbado hacia atrás.

El gigantesco armazón, un quintal de madera y acero, había enterrado el BMW bajo su peso.

La altura del coche no se elevaba ni la mitad que antaño.

El motor aún funcionaba, y los neumáticos se hundían en el polvo. De una de las abolladas puertas surgía un oscuro arroyuelo de sangre, que dibujaba en la tierra un charco informe. Júpiter no pudo mirar bajo el tablón, pero ni siquiera un milagro habría podido salvar a los pasajeros del coche. El armazón había acabado con ellos.

Júpiter se dio cuenta de lo cerca que habían estado Coralina y él de correr la misma suerte, y sintió que su rodilla comenzaba a doler. Se sentó en la hierba polvorienta y volvió la vista a la joven, pero tuvo que parpadear, deslumbrado por el sol.

La muchacha se encontraba a dos pasos de distancia, erguida como una oscura silueta ante la aureola metálica del cielo. No se movía, no pronunciaba una palabra, se limitaba a mirar la ruina mecánica del BMW y el letrero, que había triturado el coche como un puño titánico.

Finalmente, tras unos segundos aparentemente interminables, se volvió hacia él, apartó la vista de los escombros y tendió la mano a Júpiter.

—Vamos —dijo ella con voz queda—, tenemos que irnos antes de que llegue la policía.

Júpiter pensó un instante, después la cogió de la mano y se levantó.

La escalera

Con lo que quedaba de la furgoneta lograron llegar hasta la ciudad. El habitáculo trasero era tan solo chapa retorcida, la carrocería había desaparecido y las ruedas posteriores se arrastraban reticentes provocando un gran estrépito. Sin embargo, el motor funcionaba de forma impecable. Parecían dos veteranos de guerra en una vieja película de Hollywood, que al límite de sus fuerzas, lograran regresar a la patria haciendo un último esfuerzo.

Milagrosamente no llamaron la atención de ninguna patrulla policial, únicamente atrajeron un gran número de miradas perplejas, algunas asustadas, otras asombradas, pero nadie intentó preguntarles nada. Habían abandonado el lugar del suceso antes de recibir ayuda. Algunos vehículos se habían detenido tras ellos, pero Júpiter y Coralina no estaba seguros de si alguien había anotado su matrícula. Probablemente sí, pero en ese preciso momento no era algo que les preocupara especialmente. Una resolución renovada les impulsaba, y lamentaban tener que perder el tiempo con especulaciones.

Lo primero que hicieron fue acudir al orfebre de la Via Giulia, al que Coralina había dejado un calco de la silueta de la llave hacía tres días. Tuvieron que esperar largo rato en una sala contigua, en cuyas paredes había colgadas rejas forjadas. Júpiter se sintió como un prisionero en una jaula, y respiró profundamente cuando les trajeron, finalmente, la llave. Expectantes, la colocaron sobre el modelo: las medidas eran exactas.

Tener la llave en la mano le producía una sensación particular. A pesar de haberse forjado recientemente, conservaba un aura de antigüedad, como una pátina invisible. El hecho de que fuera capaz de abrir una puerta al pasado le confería una importancia indefinida y misteriosa.

Coralina había pagado ya al artesano al realizar el encargo, por lo que evitó tener que volver a usar la tarjeta de crédito. Regresaron al automóvil, o lo que quedaba de él, y se dirigieron a través de un laberinto de estrechas callejuelas hacia el noroeste. Coralina evitaba las calles principales por miedo a que la policía les diera el alto. Sin embargo, Júpiter no tardó en temer que se perdieran de nuevo en la confusa maraña del centro de la ciudad, aun cuando no percibieron ningún tipo de indicio que señalara la «laberintización» de la que Trojan se mostraba tan convencido.

Finalmente, aparcaron en una bocacalle de la Via Sistina, e hicieron el resto del camino hasta Via Veneto a pie.

El convento capuchino estaba señalado por la tenebrosa fachada de la iglesia de Santa Maria della Concezione, cerca de la Piazza Barberini. Una empinada escalera llevaba hasta el portal del templo. Una parejita de jóvenes, turistas pertrechados de amplias mochilas que conversaban animadamente en alguna lengua escandinava, salía en dirección opuesta. A juzgar por sus expresiones, que mostraban una mezcla de aversión y regocijo macabro, acababan de visitar el osario de la abadía. Resultaba extraño que la entrada secreta a la Casa de Dédalo pudiera encontrarse en un lugar, visitado diariamente por viajeros de todo el mundo.

No intentaron buscar la puerta por cuenta propia de forma inmediata, sino que en primer lugar se dirigieron a la entrada del monasterio. Un monje barbado con un hábito oscuro les abrió la entrada, les examinó de arriba abajo e hizo ademán de mostrarles la entrada a la cripta con una cortesía ensayada para los turistas. Sin embargo, Coralina le interrumpió y le explicó, con palabras concisas, que querían hablar con el abad. Para estar más seguros de que les dejaran pasar, nombró a Santino y dejó caer que la cuestión que los había llevado hasta allí se trataba, ni más ni menos, que de «La Puerta».

El monje no dio muestras de entender de qué le estaban hablando, si bien la mención a Santino provocó una cierta palidez en su rostro. Sin embargo, les pidió que esperaran un momento antes de volver a cerrar la puerta.

Tras un par de minutos, regresó y les dejó entrar. En el extremo opuesto de un sobrio vestíbulo, comenzaba una escalera cuyos escalones crujían a su paso. Poco después llegaban al despacho del abad.

Entrar en él supuso un cambio de aires. Una luz oscura y subterránea inundaba la sala, a pesar de encontrarse en el primer piso. La elevada ventana daba a un patio, en cuyo centro se erguía un árbol desnudo, gris e inerte, como petrificado. Los cristales estaban amarillentos, pero bien podría tratarse de una ilusión óptica, puesto que entre ellos y las ventanas flotaba un banco de volutas de humo de pipa. Júpiter ignoraba si a los capuchinos les estaba prohibido fumar, pero de lo que estaba seguro era de que el hombre tras el escritorio acababa de limpiar con suaves golpecitos su pipa, como si quisiera evitar que le sorprendieran realizando algo inconveniente.

—Me llamo Dorian. Soy el abad de este convento.

Como todos los miembros de la congregación, vestía un hábito oscuro. De su afilado mentón nacía una barba negra.

Era difícil calcular cuál podría ser su edad, y aunque probablemente no fuera mayor de cincuenta, tenía la piel arrugada y marcadas ojeras bajo unos ojos ya hundidos.

Júpiter y Coralina se presentaron, y Dorian les pidió que tomaran asiento. Ordenó al monje que los había acompañado hasta allí que se marchara, con la indicación de que no quería que nadie les molestara. Entonces, se dejó caer con un gemido de agotamiento sobre una silla de madera, al otro lado del escritorio.

—¿Qué saben de Santino? —les preguntó sin rodeos en cuanto se cerró la puerta.

Durante el camino al convento habían hablado sobre lo que le contarían al abad, y habían acordado que dependería de la situación y de la impresión que el abad les creara, pero ahora ninguno de los dos sabía a ciencia cierta qué cabía esperar de Dorian. Estaba claro que, de buenas a primeras, no parecía el religioso paternal y sabio que ellos esperaban: alguien que les aportara esperanza, les diera buenos consejos y, quizá, tomara por ellos una decisión incómoda.

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