La conspiración del Vaticano (44 page)

BOOK: La conspiración del Vaticano
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El cuello de Miwa estaba roto. Sus movimientos cesaron poco a poco.

Su mirada: un vaso del cual se escapaba la vida como si fuera agua.

«¡No!». El grito de Júpiter hizo a Cassinelli alzar la mirada. El jardinero, tembloroso, se incorporó de encima del cadáver de Miwa, lento como el monstruo de una película de terror imposible de matar, independientemente del número de balas que le hubieran atravesado o de cuántas estacas le hubieran clavado.

Júpiter se cubrió la cara con las manos, las volvió a dejar caer, y miró directamente a Cassinelli.

—La ha... matado.

Cassinelli asintió, con un movimiento corto y brusco, como si un titiritero fuera quien controlara su cabeza.

«¡Es un error! ¡Todo está mal! ¡Todo es distinto a como yo pensaba!».

Los labios de Cassinelli temblaban.

—Pronto... estarán... aquí.

Júpiter quería ir hacia ella, agarrar a Miwa, alzarla. Quería gritarla, devolverle la vida. Quería hacer algo.

Pero Cassinelli se interpuso en su camino.

—Está muerta —dijo con voz suave. Una burbuja de sangre explotó entre sus labios—. Ya no... más... ayuda —tragó—. ¡Zorra!

«¡Era un error!».

—No —susurró Júpiter.

«Todo; de alguna forma, todo era un error».

—Dios mío... ¡no!

Cassinelli sonrió, pero sus ojos temblaban como un par de velas en una corriente de aire.

—Miwa no es uno de ellos —balbuceó Júpiter—. ¡Usted es el traidor!

Cassinelli dio un paso torpe hacia él.

—El último fragmento... descifrado... «Los huesos, entre los huesos...». Solo queda la llave... —ya no era dueño de sí mismo, pero se iba muriendo muy lentamente, arrastrando los pies al andar y articulando con dificultad lo que le venía a la mente—. Debo... conseguir... la llave.

—En el embalse —jadeó Júpiter—, allí fue donde nos traicionó. ¡Por eso nos encontraron Landini y los demás! ¡Les avisó de que Janus estaría allí!

Cassinelli escupió una fuente de sangre, que cayó sobre el suelo, ante Júpiter. Apenas tres pasos de distancia separaban a los dos hombres.

—Entre... los huesos —surgieron burbujeando de los labios del jardinero—. La llave... —irguió los brazos como un muerto viviente, tambaleándose en dirección a Júpiter.

La mirada de este se volvió rápidamente al suelo. La pistola yacía junto a la ventana. Quiso saltar hacia ella, pero volvió a calcular mal las fuerzas, osciló más de la cuenta, resbaló y cayó con mal ojo apoyándose en la rodilla izquierda. Le recorrió la repentina sensación de haberse quedado paralizado de un lado del cuerpo.

Las garras de Cassinelli se cerraron sobre su cabeza, sin acertar por milímetros.

Júpiter se arrastró hacia adelante, logró agarrar la pistola con los brazos extendidos, rodó sobre sí mismo, apuntó... y amenazó con ahogarse, cuando la bota de Cassinelli le golpeó el costado. De nuevo la pistola voló, esta vez sobre el jardinero, en dirección al rellano. Sus traqueteos y golpes sobre el entarimado parecían susurros cínicos.

Cassinelli se inclinó, medio ciego, medio muerto. La sangre caía sobre Júpiter, mientras este intentaba apartar las manos del moribundo.

—Diga... dónde está la llave...

Cassinelli se encontraba de pie frente a Júpiter, con los pies anclados en el suelo, como si los hubiera pegado con hormigón. No había salida ni a derecha ni a izquierda, por lo que Júpiter se aferró a las piernas del hombre, quien bajó las manos y, en esta ocasión, logró agarrar un hombro y la cabeza de Júpiter.

Júpiter alzó la vista, cegado por el dolor y el miedo, y miró a los ojos a su oponente.

La cara de Cassinelli explotó.

Un aluvión de sangre, piel y fragmentos de hueso se desparramó sobre Júpiter. De repente, se puso a gritar y ya no pudo parar.

El cuerpo del gigante cayó a un lado, rozando al investigador. Había alguien tras él. Sostenía la pistola cuya última bala había atravesado la nuca de Cassinelli.

Tenía el pelo largo y oscuro.

—¿Miwa...? —balbuceó Júpiter, pero acto seguido su mirada regresó al cadáver de la japonesa.

Coralina saltó sobre él, le consoló acogiendo en su pecho la cara cubierta de sangre del investigador, le susurró y le trató de convencer de algo, pero él solo entendía retazos de palabras.

Le oía decir que tenían que darse prisa y que más tarde se lo aclararía todo.

Le oía hablar de un coche preparado que les aguardaba.

Le oía decirle que le quería.

Entonces le sostuvo en el camino escaleras abajo, hacia el aire libre, que ya no le parecía puro y claro, sino preñado de un hedor a cadáver que le seguía como una bandada de gordos y oscuros pájaros.

Resurrección

Los dos centinelas de la puerta se echaron a un lado saltando alocadamente cuando Coralina pisó a fondo el acelerador y atravesó la salida a gran velocidad. Sonó un estallido, el de un disparo de advertencia, pero para entonces la camioneta ya había pasado precipitadamente ante ellos, adentrándose en la Viale Vaticano, y derrapaba por un volantazo de Coralina hacia la izquierda para penetrar abruptamente en la concurrida Via de Porta Cavalleggeri. Dos vehículos lo esquivaron entre el chirrido de sus neumáticos, pero Coralina los ignoró, estabilizó el coche con una maniobra temeraria y puso pies en polvorosa en dirección a Civitavecchia.

—Teníamos... que haber intentado... esto antes —farfulló Júpiter, aunque dudaba que Coralina hubiera podido oírle. Tenía la frente cubierta de sudor, y los labios le temblaban. En realidad aún no había asimilado lo que acababan de hacer.

El investigador estaba más echado que sentado en el asiento del copiloto. A su alrededor, aun ahora, todo parecía girar y tambalearse. Tenía ganas de vomitar, pero había recuperado suficientemente el sentido como para reprimir el ansia. Toda la furgoneta apestaba a la sangre de Cassinelli, a sudor y a muerte. La ropa de Júpiter estaba húmeda y se le pegaba al cuerpo de forma muy desagradable.

—Para en alguna parte... —jadeó, inerte—. Da igual dónde, voy a echar hasta la primera papilla.

Coralina asintió. Tenía aspecto de encontrarse en estado de
shock
. Agarraba el volante como si quisiera arrancarlo de cuajo, no tenía color en la cara. Tras desahogarse con el aluvión de palabras de la torre, había comenzado a entender que había matado a un hombre y, probablemente, puesto en peligro a una docena más al violar el puesto de vigilancia de la puerta sur del Vaticano.

Avanzaron durante largo rato sin pronunciar una palabra, hasta que los edificios a ambos lados de la calzada comenzaron a abrir amplias franjas de territorio desierto. Coralina giró a la derecha para adentrarse en una estrecha vereda que finalmente llevaba hasta lo que parecía una zanja olvidada. Los hoyos del suelo estaban llenos de agua salobre, pero Júpiter no se quejó. Era lo mejor que podría encontrar dada su situación y su estado. Se quitó la ropa, la arrojó hecha un ovillo a un montón de ortigas y se metió hasta la garganta en el líquido pardo. Se sumergía una y otra vez, restregándose y frotándose como un loco, hasta que logró librarse del último resto de Cassinelli.

Tenía la sensación de que también debía limpiarse el recuerdo de la muerte de Miwa. Veía su pequeño cuerpo inerte ante él una y otra vez, su cuello roto, sus ojos abiertos de par en par. Había hecho negocios con los Adeptos, por supuesto, pero no los había traicionado ante el conciliábulo. Se había equivocado con ella y había evitado que disparara una vez más a Cassinelli. Se culpaba de su muerte.

Cuando volvió, desnudo y helado hasta el coche, Coralina le esperaba con una manta gris de lana, en la que solía envolver los libros que transportaba. Le puso el cobertor sobre los hombros, le ayudó a secarse y a subir de nuevo al asiento del copiloto, como si fuera un niño. Ella misma se hundió, extenuada, tras el volante, pero no hizo amago de encender el motor. Quería hablar, pero no estaba segura de que él estuviera en situación de hacerlo... o siquiera de que quisiera hacerlo.

Júpiter tenía el presentimiento de que debía decir algo agradable, algún tipo de expresión de agradecimiento o de afecto, pero no se le ocurría nada adecuado. Coralina debía de haber visto el cuerpo muerto de Miwa, y sin duda le preguntaría por ello, pero se sentía incapaz de hablar del tema, por lo que decidió adelantarse.

—¿Cómo lograste entrar?

Una sonrisa triste se pintó en su rostro, como un leve toque de su antigua preocupación. Le contó que había descubierto la cara de Cassinelli en la foto. Le habló del pedido de libros del cardenal Merenda, y cómo había engañado a los vigilantes mostrándoles los documentos del prelado. Acto seguido se había dirigido al jardín, ignorando el riesgo a que el jefe de los guardas la reconociera y diera la alarma. Al acudir al convento de Mater Ecclesiae, nadie le había abierto la puerta, tras lo cual había vagado sin rumbo hasta que había visto a Cassinelli en el coche eléctrico y le había seguido. Primero había dudado si entrar tras él en la torre, pero entonces había escuchado el disparo y había subido corriendo.

Júpiter le cogió la mano y la apretó.

—Tienes las manos frías —le dijo ella—. Espera, voy a encender el motor y así pongo la calefacción.

—No —repuso él, en voz baja, mientras le miraba a los ojos. No quería que le soltara la mano, quería sentir el calor de su piel.

Su proximidad le dio las fuerzas para hablarle sobre lo ocurrido en la torre. La joven le dio el tiempo suficiente para explicarse, y no le interrumpió con preguntas. Una vez terminó su narración, marcado por un agotamiento no solo físico, ella se inclinó sobre él y le besó.

El primer impulso de Júpiter fue echarse para atrás, estando tan fresco como estaba el recuerdo del beso que Miwa le había dado, tan calculado como todo lo que alguna vez había obtenido de ella, pero sintió que en realidad eso no era lo que quería. Dudó durante un instante, luego sacó un brazo de debajo de la manta, rodeó a Coralina con él y le devolvió el beso con una intensidad desesperada.

Finalmente ella separó sonriendo sus labios de los de él y puso en marcha el coche, pero Júpiter no lograba apartar los ojos de la joven.

Coralina se dio cuenta y se removió inquieta en su asiento.

—¿Era un mal momento?

—No, era el mejor.

Ella volvió a sonreír, esta vez con franca alegría, hizo girar la camioneta, tomó de nuevo el camino de gravilla hasta la calle y torció en dirección este. Hacia el mar, hacia el aeropuerto de Fiumicino.

Tras un rato, ella preguntó:

—¿Qué es lo que Cassinelli decía de unos... esqueletos?

—Huesos —respondió Júpiter—. Algo relacionado con el fragmento... Entre los huesos, creo.

—Es una pista para llegar a la puerta, ¿no? —repuso ella, mirando al retrovisor.

—¿Nos sigue alguien? —preguntó Júpiter, alarmado, y miró hacia atrás.

—No —dijo ella y respiró hondo—. Creo que no. Solo soy precavida —le miró fugazmente y retomó el rumbo de la circulación—. ¿Qué crees tú que significa lo que dijo Cassinelli de la segunda puerta?

—No lo sé... Yo estaba bastante... confuso. A lo mejor le entendí mal.

—Ahora ya da igual.

—¿A
dónde vamos?

—Al aeropuerto. Desapareceremos de aquí. Será a las monjas a quien les toque vérselas con Estacado y Trojan.

Júpiter alzó una punta de la manta.

—¿A qué aeropuerto me vas a llevar así?

—Hay tiendas allí. Esperas en el coche y yo te compro trapitos nuevos.

En las pocas horas que habían pasado separados, Coralina había experimentado una profunda transformación. Parecía más resuelta, podría decirse que curtida ante las dificultades. Cuando ella le habló de Santino, y de la muerte del chófer, Júpiter entendió por lo que había pasado la muchacha.

Llegaron a la autopista, y poco después Coralina tomaba la salida al aeropuerto. Júpiter siguió envuelto en la manta, sentado en el coche, mientras ella le conseguía ropa nueva. Tres cuartos de hora después apareció finalmente por la ventana del copiloto con una bolsa de una tienda del aeropuerto llena a reventar. Los vaqueros le estaban ligeramente grandes, la camisa un poco estrecha por los hombros, pero la amplia cazadora que le había comprado lo disimulaba todo con eficacia. Había traído incluso unos zapatos que, para su sorpresa, le cuadraban a la perfección.

—Las mujeres saben calcular ese tipo de cosas —se limitó a decir.

Mientras él se vestía, ella sacó dos billetes del bolsillo de su sudadera y los agitó ante sus ojos.

—El vuelo sale en hora y media.

—¿A dónde?

Arqueó una ceja sonriendo.

—¿No irás a arrepentirte?

—Definitivamente, no.

Separó uno de los billetes y se lo colocó ante la nariz.

—¿Atenas? —preguntó—. ¿Por qué exactamente Atenas?

—Tengo amigos trabajando allí. Nos podemos esconder con ellos una temporada. Quiero decir, en caso de que sea necesario... Imagino que Estacado procurará encubrir lo sucedido en la torre —de pronto, pareció venirse abajo, puesto que hasta ahora no se había podido permitir pensar en aquello—. No querrás irte a casa, ¿verdad?

Él negó con la cabeza.

—Como tú misma me dijiste hace un par de días, allí solo me espera una casa vacía.

—Es un comentario muy amargo.

—Solo un poco desorientado... Atenas está bien.

Ella dio la impresión de sentirse más aliviada, como si hubiera esperado seriamente que él se negara a irse con ella. Guardó los billetes, y las miradas de ambos volvieron a cruzarse. Él vio que algo la preocupaba.

—¿Qué podemos hacer, aparte de huir? —preguntó ella.

—No tenemos elección, ¿verdad?

Coralina asintió, mostrándose de acuerdo, y miró por encima del mar de capotas hasta uno de los lejanos edificios del aeropuerto. Tras él, despegaba un avión que se alejaba flotando pesadamente por el cielo azul metálico.

—Vamos.

La joven le cogió de la mano mientras ambos ponían rumbo a la terminal esquivando los coches aparcados.

—¿Has descubierto algo de la Shuvani? —le preguntó Júpiter.

Los dedos de la muchacha se crisparon entre los de él.

—He buscado por todos los aeropuertos, pero nadie la conoce.

El trayecto a pie duró casi veinte minutos, por lo que Júpiter entendió con claridad la velocidad a la que Coralina debió de efectuar todas las compras para haber regresado al coche en tan poco tiempo. Por el camino, él le fue informando de lo que había descubierto, por boca de Trojan, acerca de la Casa de Dédalo y del proceso de «laberintización» que, al parecer, se producía cuando alguien abría la puerta a las
Carceri
. Coralina recordó entonces que ella también había tenido la sensación, un par de días antes, de que el Trastevere había querido ayudarla: se lo había contado en la bañera, ya en casa.

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