La conspiración del Vaticano (42 page)

BOOK: La conspiración del Vaticano
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Miwa. «¿Miwa?». Ella le cogió de la mano y tiró de él.

—Tenemos que seguir. Aquí pueden vernos.

Con cada nueva bocanada de aire iba cayendo en un estupor más profundo, como si estuviera sumergido en un profundo mar, muy por debajo de un cielo permanentemente despejado, hasta que, finalmente, lograba sacar la cabeza del agua, retirarse las gotas de los ojos con un par de parpadeos y contemplar el entorno con toda claridad.

No se estaba engañando. Miwa estaba frente a él. Miwa, la que tan abruptamente había desaparecido de su vida, como el recuerdo de un sueño a primera hora de la mañana. Grácil como un dibujo a plumilla, con el cabello brillante y negro cayéndole hasta el talle. Llevaba puestos unos vaqueros y una chaqueta estrecha que le llegaba hasta la cadera, con el cuello forrado de piel. En su cinturón brillaba una pequeña pistola plateada. Se sorprendió de fijarse en esos detalles en tal situación. Su percepción se había vuelto loca; las pequeñeces le parecían grandes y relevantes, mientras que lo más cercano se deshacía ante sus ojos.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó con voz entrecortada. Tenía calor, y la garganta le ardía como si tuviera un fuerte resfriado.

—Aún no —ella tiró de él, desde la pared en la que estaba apoyado, y de repente le preocupó tanto mantenerse erguido sobre sus propias piernas como para hacer más preguntas.

La siguió por una hilera de árboles, después por un matorral. En una ocasión llegó a ver en la cercanía un grupo de sacerdotes vestidos de negro, sumidos en una intensa conversación. Después, el jardín volvió a quedarse aparentemente desierto.

Miwa le llevó dando un rodeo por edificios, cruces de caminos y pequeñas plazoletas, inclinados siempre tras arbustos y matas. Tras un grupo de azaleas se encontraron con uno de los guardas, pero el hombre no pareció darse cuenta de su presencia.

Finalmente, llegaron hasta el alto muro de ladrillo que dividía el jardín por el este. Antiguamente pertenecía a la fortificación del recinto, cuando el Vaticano se extendía más allá de las fronteras de la ciudad-estado de Roma. Aún se conservaban dos de las antiguas torres y una parte del muro. Sobre una de ellas, un par de cientos de metros más al norte, se hallaba la antena emisora de Radio Vaticana.

Miwa llevó a Júpiter hacia el sur, en dirección a la segunda torre. El Torrione de San Giovanni parecía abandonado, sin ningún vigilante guardando la puerta. Sobre la entrada, se encontraban representados aquellos a quienes debía el nombre: san Juan Bautista y san Juan Evangelista. Miwa sacó un manojo de llaves del bolsillo, miró precipitadamente a su alrededor una vez más, abrió la puerta y empujó a Júpiter a su interior. Ella se deslizó tras él por la rendija abierta, volvió a cerrar la puerta y echó la llave. El manojo desapareció en su chaqueta.

—¿De dónde las has sacado? —le preguntó Júpiter.

Miwa siguió caminando.

—Robadas del despacho de Trojan —dijo, encarándosele a escasa distancia—. Como la jeringuilla.

La siguió escaleras arriba hasta una habitación cuya estrecha ventana apuntaba al este. Tras un grupo de árboles podía distinguirse el helipuerto del Vaticano, después la muralla y, más allá, la fachada marrón claro de la ciudad. El seductor panorama le pareció a Júpiter propio de otro mundo. Coralina estaba en algún lugar ahí fuera. Suponiendo que hubiera logrado huir.

El recuerdo de Coralina se emborronó cuando Miwa se inclinó hacia él y le besó. Ella apretó los labios contra los de él, como si fuera algo que hubiera añorado desde hacía tiempo. Júpiter no opuso resistencia, al verse tan sorprendido como complacido. Sin embargo, en seguida se forzó a mantener una distancia que veía que se le escapaba más y más.

Ella le había dejado, le había robado, le había arruinado y había destruido su carrera. Había hecho todo eso para acabar con él, y todo ello sin ninguna explicación, sin ninguna confrontación, ni siquiera una llamada. Igual que una araña, había creado todo un capullo a su alrededor, lo había amordazado a conciencia y lo había aislado del mundo exterior y, siendo honesto consigo mismo, Júpiter se había sentado a esperar el momento en que ella le clavara finalmente sus colmillos y acabara definitivamente con su letargo.

Pero entonces, la Shuvani le había llamado. Había ido hasta Roma, había encontrado un nuevo objetivo profesional, una meta. Había vuelto a ver a Coralina. Coralina, quien ya con quince años estaba arrebatadora en su camisón multicolor, era ahora toda una mujer.

Se apartó de Miwa.

—No —susurró.

—Te he echado de menos.

Él apartó la mirada y se volvió hacia la ventana.

—¿Y qué?

En realidad no sentía curiosidad ninguna, solo confusión. Hacía tiempo que la situación le había sobrepasado. Como Miwa no contestaba de inmediato, se volvió hacia ella, con las manos apoyadas en la ventana, y la miró tan fijamente como pudo. Era como si su rostro flotara, como una flor sobre la superficie de un charco negro.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Salvarte —respondió con voz queda. Sus mejillas se tiñeron de un rojo intenso, como si se avergonzara de esa confesión—. Me he enterado esta mañana de lo que estaba pasando. ¡Oh, Júpiter...! Casi acaban contigo.

—No serían los primeros.

Ella arqueó una ceja, como si no esperara tanto sarcasmo de él.

—Sigues enfadado conmigo. Claro. En algún momento te lo explicaré todo, cuando tengamos tiempo, pero otros... —dudó antes de continuar—. He cometido errores, lo sé.

—¿Errores? —él rió con amargura y agitó la mano torpemente señalando la pistola que le sobresalía a la mujer bajo el dobladillo de la chaqueta—. Podrías haberme pegado un tiro tranquilamente, eso habría hecho las cosas mucho más fáciles.

Miwa torció los labios.

—No seas tan patético, no te pega nada. Las relaciones se rompen, son cosas que pasan. No somos la primera pareja que termina.

—¡Pero no así! ¡No de esa manera! —estaba furioso, pero era un tipo de ira fría, casi impasible, que le creaba una sensación de superioridad tan potencialmente engañosa como peligrosa. Lo cierto es que se sentía demasiado débil como para iniciar cualquier tipo de conflicto—. Aún no me has contado qué estabas buscando en el Vaticano —añadió, un poco más calmado.

—No te gustaría —respondió ella.

—Ah, ¿no? —quiso acercarse a ella, pero seguían temblándole las rodillas. Irritado consigo mismo, permaneció quieto junto a la ventana—. ¿Estás haciendo tratos con Trojan y los demás?

Ella frunció el ceño como solía hacer tan a menudo cuando él decía algo evidentemente estúpido... o al menos que ella considerara como tal.

—¿Es eso lo que crees?

—¿Después de todo lo que has hecho? Créeme, Miwa, no quieres oír lo que realmente pienso.

Ella sonrió con suavidad.

—Estás enfadado. Tienes todas las razones para estarlo. Yo... me disculpo.

—¿Que te disculpas? —no podía asimilar lo que estaba oyendo—. ¿Y crees que con eso todo volverá a ser como antes?

—No —repuso ella, categórica—. Estoy sinceramente arrepentida de la forma en que me separé de ti. Lo único que querría sería que me perdonaras.

—Por el amor de Dios, Miwa... —había algo que no estaba bien. Desesperado, trató de ordenar el caos de su mente. Estaba a punto de dar con algo, de caer en la cuenta de algo, pero no lograba averiguar el qué.

En lugar de eso, siguió preguntando:

—¿Qué estás haciendo aquí realmente?

—¿En serio quieres oír la verdad?

—¡Maldita sea, Miwa!

Ella respiró hondo.

—Como quieras. Tu amiga, la Shuvani, me llamó.

Durante un momento la miró incrédulo, después, se rió.

—Oh, vamos, tendrás que inventarte algo mejor que eso para...

—Es la verdad —le interrumpió ella—. Ella me llamó. Siempre supo dónde localizarme, pero ya sabes que yo nunca le gusté, así que no quería que tú contactaras conmigo.

—¿Y como no le gustabas nada, te llamó?

—No... Fue porque necesitaba ayuda. Porque pensaba que tú no la ayudarías más.

—¿Que no la ayudaría más? Yo...

—¡Escúchame, Júpiter! La Shuvani necesitaba dinero. Tenía claro que el fragmento tenía algún valor. Tú estabas aquí para aconsejarla.
¿Y
qué es lo que hiciste? Te metiste en esa estúpida historia con Piranesi, las
Carceri
, y ese cónclave secreto. La Shuvani entendió que tú no venderías el fragmento, no hasta no tener las cosas claras. Cambió el fragmento por otro y me llamó para que le ayudara a colocarlo en el mercado. Puede que yo no le gustara, pero sabía que yo conocía a suficiente gente como para conseguirle una pequeña fortuna. Por eso vine a Roma. Por el cuarenta por ciento de comisión.

Fue como si alguien le quitara el suelo bajo los pies.

—Al menos a mí me ofrecía el cincuenta por ciento —exclamó, débilmente, solo por decir algo.

Ella asintió, impasible.

—El cincuenta por ciento de nada, contra el cuarenta por ciento de... mucho. Desde mi punto de vista, mi trato era mucho mejor.

Un helicóptero pasó cerca, en la calle, y en un primer momento Júpiter pensó que aterrizaría en la pista frente a la ventana. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que se trataba de un vehículo policial, que sobrevolaba el jardín, y un segundo después desaparecía de vista.

—Estaba en Milán cuando me llamó —continuó Miwa—. Solo tardé un par de horas en llegar, y otras dos en colarme en el Vaticano.

Júpiter intentó seguir su narración como buenamente pudo, pero su capacidad de comprensión seguía siendo muy lenta. De vez en cuando se repetían de forma manifiesta los ataques de vértigo.

—Has dicho que querías vender el fragmento. Entonces, ¿para qué has venido al Vaticano?

Miwa sonrió con picardía.

—Lo cierto es que eso me facilitaba más las cosas. Pensé en quién podía estar más interesado en pujar por el fragmento.

—¿Los Adeptos?

—¿Quién si no?

—¡Pero mataron a Babio! ¿Cómo podrías tener la certeza de que te iban a poner en la mano un fajo de billetes y te iban a dejar marchar?

—La Shuvani me contó un par de cosas sobre esos Adeptos. Vosotros dos, Coralina y tú, cometisteis el error de medirlos a todos por el mismo rasero, sin embargo, hay diferencias que para mí quedaron claras muy rápido. El cardenal Von Thaden y su secretario, ese Landini, son los culpables de lo de Babio, pero no todos los Adeptos son asesinos sin escrúpulos. Los dos Estacado son distintos... igual que Trojan.

—Oh, claro, Trojan... El pulcro profesor se conformó con arrojarme a ese agujero con una sonrisa en los labios, hasta que me asfixiara o me arrancara yo mismo la carne de los huesos.

—No creo que fuera a dejarte morir —respondió Miwa—. A mí me pareció un hombre razonable y justo. Y un auténtico genio.

—¿Has visto sus bosquejos?

Asintió.

—He venido a cerrar un trato con él, hemos negociado, y he aprovechado la ocasión para deleitarme con sus dibujos. Es magnífico... Aunque tal vez poco realista.

—Entonces... el fragmento... tú se lo...

—Vendí. Sí, por supuesto. ¿Qué creías?

Él apartó la mirada, abrió ligeramente la ventana y respiró un poco de aquel aire frío.

—¿Dónde está la Shuvani ahora?

—La última vez que la vi, estaba en el hospital.

—Janus dijo que ya no seguía allí.

—Probablemente le dieron el alta. Se recuperaba bien, por lo que pude apreciar. Un milagro, teniendo en cuenta que saltó por la ventana.

—Eso habría que agradecérselo a tus nuevos amigos.

La mirada de la mujer se oscureció.

—Esos no son mis nuevos amigos. He hecho negocios con ellos, sí, ¿y qué? Hace algún tiempo tú hubieras hecho lo mismo sin pensar —se acercó a él y le agarró del antebrazo—. Maldita sea, Júpiter... Solo porque quieras echarme la culpa de todo, ignoras el hecho de que tú mismo te has convertido en otra persona. ¿De verdad crees que tus clientes te abandonaron solo por culpa mía? ¡No te engañes! Al principio solo se preocuparon un poco; estaban algo intranquilos y nada más. Entonces ocurrió lo de Barcelona. ¡No fui yo quien le pegó una paliza a esa mujer! ¡Fuiste tú! Y ahora mismo no estás, precisamente, en una posición que te permita volver a llevar a cabo negocios demasiado convencionales. Hasta los ciegos podrían ver qué es lo que pasa contigo.

Él quería que lo dejara, que cerrara la boca de una vez, pero no lograba reunir fuerzas suficientes como para decírselo.

Las manos que apoyaba sobre los antebrazos de Júpiter parecían quemarle como acero al rojo vivo. Tenía razón en todo lo que estaba diciendo. Era un fracasado.

—Trojan me recibió hoy por la noche —continuó ella—. Él me pagó y yo le di el fragmento. Salió el tema de que Coralina y tú habíais estado vagabundeando por el Vaticano. Pensé que quizá necesitarías mi ayuda, le conté una historia sobre problemas con mi hotel y él, todo un caballero, me permitió alojarme en una de las casas de invitados. Entonces vine aquí. Por lo que se ve, tengo buen olfato.

—Me alegra oír el gran concepto que tienes de mí.

—No, no tiene nada que ver contigo. Te has enfrentado a la gente equivocada, y además frente a la puerta de su casa. Casi nadie saldría sano y salvo de algo así.

—¿Aparte de ti?

Miwa agitó la cabeza con ademán negativo.

—No he intentado quitarles algo que era suyo. Les he hecho una oferta y la han aceptado. Nada más. No tienen ningún motivo para eliminarme. El dinero no les importa en lo más mínimo. Vosotros tres, Coralina, la Shuvani y tú, podríais haberlo hecho todo mucho más fácil, pero teníais que haceros los héroes.

«Se me olvidan las cosas. Hay algo sobre lo que debería preguntarle, ¡pero no logro recordar el qué!».

Ella acercó el rostro al de él.

—Miwa, yo...

—Calla —susurró ella. Entonces le besó.

Se dijo a sí mismo que estaba demasiado débil como para defenderse. Había pasado un año entero añorándola, y ahora estaba allí, la Miwa de siempre, un poco más fría, pero tan increíblemente seductora como siempre. Antaño había pensado en alguna ocasión que el de que fuera asiática tenía relación con el hecho de que a él le resultara tan complicado leer sus intenciones.

Pero no era eso.

En realidad, se había rendido completamente, igual que en su primer encuentro en Reikiavik. Le bastaba con presionar un botón, y todos los antiguos sentimientos volvían a estar allí, recuerdos de esos dos años en los que habían sido inseparables.

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