La conspiración del Vaticano (38 page)

BOOK: La conspiración del Vaticano
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Volvió a mirar hacia atrás. El chófer se aproximaba, y el otro desconocido corría justo detrás de él. Si no encontraban pronto una forma de dejarlos atrás, los alcanzarían. Eso si Santino no tenía algún otro as en la manga, cosa de la que ella estaba completamente segura. En cualquier caso, con el abrecartas que aún tenía guardado en el bolsillo del pantalón, no podía esperar hacer gran cosa.

—¡Por allí abajo! —le ordenó el monje, cojeando por un tejadillo. Las tejas crujieron peligrosamente, y lo hicieron aún más cuando Coralina le siguió, pero aguantaron su peso.

Lo que más le preocupaba era que ninguno de los dos hombres a sus espaldas realizaban intento ninguno de convencerlos verbalmente de que se rindieran. Debían de estar completamente seguros de que los fugitivos no tenían salida. Si Coralina hubiera sido sincera consigo misma, si hubiera tenido tiempo de serlo, habría llegado a la misma conclusión.

Llegaron a la parte más elevada del tejado. Santino dudó durante un segundo y esperó a que Coralina le alcanzara. Cuando estuvo junto a él, le indicó en voz baja que realizara un amplio arco al descender por el otro lado. Ella paseó la mirada con atención por la empinada superficie, pero no pudo descubrir nada que le llamara la atención.

Se dirigió hacia la derecha, aproximándose peligrosamente al borde del tejado. Se encontraban sobre un almacén que limitaba con un patio tras la Via del Governo Vecchio. Estaban a dos pisos de altura. No reconoció el edificio a primera vista, pues en su mente reinaba un notable caos. Sin embargo, barruntó que se trataría de uno de los incontables talleres de vespas que existían en aquel barrio, naves con olor a lubricante y a humo en los que la gente joven trucaba los motores de sus vehículos en las tardes libres. Un vistazo al fondo del patio bastó para confirmar su suposición: depositados allí abajo se encontraba un montón de neumáticos desechados.

Entonces, reconoció al final del tejado las varas metálicas de una escalera de emergencia que llevaban hasta el patio. Esa debía de ser la vía que el monje había descubierto explorando. Una vez estuvieran allí abajo, sería más fácil huir de sus perseguidores.

Cuando se volvió a mirar, Santino seguía en el frontón. Lucía de nuevo aquella extraña sonrisa que no concordaba con su situación.

—¡Santino! —le llamó, mientras sujetaba la escalera—. Maldita sea, ¿a qué espera?

Tras él, al otro lado del caballete, comenzaban a asomar la cabeza y el torso de los dos extraños. Santino se frotó las rodillas de sus debilitadas piernas como si le dolieran: un truco para hacer que sus perseguidores se confiaran. Entonces, salió cojeando hasta la mitad del tejado.

Coralina se quedó muy quieta, no podía hacer otra cosa. Vio lo que ocurriría, sabía lo que él estaba haciendo, y se preguntó por qué lo hacía.

Las tejas temblaron bajo los pies de Santino, y entonces Coralina se dio cuenta de que eran de un tono más oscuro que aquellas sobre las que habían estado corriendo. Parecían estropeadas, corroídas por la humedad. Podridas.

El chófer y los dos hombres saltaron sobre el caballete siguiendo a Santino. La distancia entre ellos y el monje no sobrepasaría los cuatro metros, igual que de él a ella.

Coralina permanecía petrificada junto a las varas de la escalera, sobre las que apoyaba, muy rígida, una mano. A su espalda se abría la caída hasta el patio, pero solo tenía ojos para los tres hombres.

Santino ya casi había llegado hasta donde ella le aguardaba, cuando sonó un estruendo similar al de un estallido, como el de un trozo de madera que se rompe por el efecto de una violencia incalculable.

«¡Vigas! ¡Una viga del tejado!».

El hombre tras el chófer se quedó de una pieza. El terror se le pintó en la cara, después vino el pánico absoluto. Soltó un grito mientras se hundía en medio del tejado entre un ruido ensordecedor, como si una bola de demolición hubiera chocado con un muro cerca de allí. Como en una toma a cámara lenta de un trampolín, el tejado se vino abajo con un ruido lastimero, dejando tras de sí un cráter de polvo y piedra, y madera salpicada por doquier.

Santino fue más rápido... pero tropezó. Cayó de bruces a tres pasos de distancia de ella, y tras unos instantes, la joven se dio cuenta de que se había lanzado intencionadamente sobre su estómago.

El chófer entendió que Santino les había tendido una trampa. Dio un salto y cayó a un brazo de distancia del monje sobre el tejado desmoronado, mientras el segundo hombre desaparecía bajo el techo con un espantoso grito. El tejado, entonces, se hundió con él.

Una nube de polvo se alzó como un hongo radiactivo de color arena, y se expandió después por toda la cubierta, cubriendo durante unos segundos el cielo y los tejados contiguos. Coralina se aferró entre chillidos a la escalera, perdió brevemente la sujeción, pero seguidamente la recuperó. Se le aceleró el pulso de forma tan dolorosa, tan sonora, como si el corazón se le fuera a salir del pecho. Ante ella, entre la nube de polvo, apareció una figura que avanzaba en su dirección: Santino. Iba a dirigirse a su encuentro para comprobar su seguridad, cuando en ese momento alguien le agarró por detrás y tiró de él.

—¡Santino! —se inclinó hacia adelante a pesar del peligro. El fragmento de tejado, de unos tres metros, que aún permanecía hasta abrirse el precipicio, era una cornisa dentada de aristas cortadas y fragmentadas, si bien no se podía apreciar la magnitud de la destrucción por el polvo que aún la cubría. Solo una cosa era segura: el segundo hombre ya no estaba allí, pues había caído con buena parte de las tejas, simplemente había desaparecido, como una marioneta en un teatro de títeres.

Al igual que su compañero, el techado en decadencia había arrastrado al chófer, pero quedaba patente que este había logrado sujetarse al borde del mismo.

La rodilla derecha de Santino estaba doblada, mientras la pierna izquierda soportaba el duro cepo de la mano del chófer. Coralina tanteó el terreno frente a ella, temerosa de que en cualquier momento el resto de la cubierta pudiera venirse abajo. Alargó la mano con la intención de sujetar a Santino.

Sin embargo el monje se limitaba a sonreír y agitaba la cabeza.

Entonces, tomó impulso hacia atrás, empujó con todas sus fuerzas contra el desprevenido chófer, y juntos desaparecieron en el abismo.

«¡No!».

Coralina dio un traspiés hacia adelante, presa de la desesperación, luchó por recuperar el equilibrio durante unos segundos y oyó entonces un fuerte estrépito, que indicaba que los dos cuerpos chocaban contra el suelo, a ocho o diez metros de profundidad. Con sus últimas fuerzas, recobró el autocontrol y se agarró a las varas de la escalera de emergencias con los brazos extendidos.

Durante un buen rato permaneció simplemente acuclillada, hecha un ovillo junto al filo del tejado, abrazada a la barandilla de la escalera de incendios, escuchando el suave crepitar de los trocitos de piedra. Mientras el polvo se posaba, oyó voces histéricas en el patio, y a alguien que, sin dejar de chillar, llamaba a la policía y a una ambulancia, completamente fuera de sí, igual que se sentía ella por dentro, solo que estaba demasiado agotada y débil como para expresarlo abiertamente.

Finalmente reunió fuerzas suficientes para comenzar a descender por la escalera de incendios hasta el patio que, lentamente, se iba llenando de gente, mientras otros intentaban abrirse paso entre los curiosos. Alguien la vio y la llamó, le dijo que debía quedarse allí, pero la joven no le prestó atención. En lugar de eso, se sumergió entre la marea de personas, echó un último vistazo a la puerta de la sala, vio los cuerpos retorcidos entre una montaña de escombros y vigas, pasó por la fuerza entre la afluencia de mirones, llegó a la calle y se marchó corriendo tan rápido como pudo.

El espíritu de Júpiter estaba rodeado por una negrura profunda y abrumadora. Lo primero que pensó fue que debía de estar muerto. Se había ahogado, sin duda, e incluso ahora le costaba respirar. En cualquier caso, probablemente ya no le era necesario, al menos no allí, dondequiera que estuviera.

No sabía cómo había llegado a ese lugar. Conservaba vagos recuerdos del dolor, de los espasmos, de unas manos invisibles que le aprisionaban la garganta.

«La sangre bajo las uñas».

Recordaba la fuerza con la que su estómago quería salirse del cuerpo, volverse del revés, estrujarse y revolverse.

«La sangre bajo las uñas. Tu propia sangre».

El picor seguía allí, se lo había llevado consigo. Quizá le habían trasladado a otro lugar para dejarlo en cuarentena. «El hombre al que una picazón envió al más allá», era algo como para cabrearse de verdad.

—¡Despierte!

Una mano le sacudió la cara, y por primera vez aquel dolor fue más vivo y real que el de sus recuerdos. Muy doloroso.

Abrió los ojos y de inmediato se llevó los dedos a la piel de sus antebrazos, de su garganta, de sus mejillas. El picor era casi insoportable.

Volvió a respirar. No como antes, pero lo suficiente como para sobrevivir, al menos de momento.

La fantasmal cara de Landini sonreía justo frente a él. Sus fantasmales y pálidas manos le agitaban, mientras sus fantasmales ojos se clavaban en los suyos.

—¡Vamos! ¡Le están esperando!

Júpiter intentó levantar la cabeza, pero el cráneo le pesaba, repentinamente, una tonelada, y estaba seguro de que si lo movía, simple y llanamente se le caería rodando por los hombros y a saber dónde acabaría, como una antigua bala de cañón de las que exhiben entre las almenas de los castillos-museo.

—¡Quieren hablar con usted!

Cerró la mano en un puño y se planteó, aún atontado, si sería un buen momento para hundirlo en el espectral y desagradable semblante de Landini. Antes de poder llegar a una conclusión, sintió una bofetada más. Después otra, y otra.

Los párpados de Júpiter centellearon e intentó respirar hondo. Landini debió de pensar que estaba hiperventilando, porque soltó una ristra de maldiciones, desapareció durante un instante de la vista de Júpiter y regresó con una jeringuilla llena hasta la mitad.

—Mire —dijo Landini—, ya se lo doy.

—¿Qué... qué es eso? —eran sus primeras palabras pronunciadas en voz alta tras quinientos años de sueño profundo, quinientos años en el sarcófago de un faraón egipcio. El retorno del muerto viviente.

—Un antihistamínico —respondió Landini—, para su alergia.

Júpiter no lo entendía. ¿Acaso no era Landini el mismo al que tenía que agradecerle su estado actual?

—¿Por qué hace esto?

—¡No mueva el brazo!

El pinchazo le dolió, y la inyección le quemó como el infierno, aunque ninguna de las dos cosas era prueba irrefutable de que Landini no supiera lo que estaba haciendo. Sin embargo, tras unos segundos, Júpiter comenzó a respirar mejor, y la comezón remitió ligeramente. Por supuesto, no mejoró del todo. El investigador estaba convencido de que Landini se había preocupado de evitar su completa recuperación. No obstante, se sentía mejor, lo suficiente como para comprender que el mareo, el malestar y el horroroso dolor de cabeza no se debían únicamente a la alergia, sino también al alcohol. Ninguna inyección del mundo podría hacer nada contra eso.

—¿Dónde estoy?

—¿A usted qué le parece?

Júpiter intentó nuevamente levantar la cabeza, y en esta ocasión se dio cuenta de que todo a su alrededor resplandecía con un brillo blanco.

—Pues yo diría que estoy de culo, Landini. Concretamente en el suyo, por lo que se ve.

El albino miró a Júpiter anonadado. ¡Qué triunfo más asombroso era para él que Landini no captara la sutil ironía de su fino humor!

Se le aclaró la vista y se le volvió a nublar de nuevo antes de, finalmente, recuperar por completo la percepción, como si alguien jugara con el control de nitidez de su cabeza. Vio, así, que se encontraba en un aseo decorado con azulejos. Nada de mármol, solo cerámica barata. Evidentemente ya no se encontraban en los aposentos privados del Papa.

Aún conservaba una sensación molesta en la piel, como si estuviera sentado encima de un hormiguero. Júpiter se rascaba, se frotaba y se raspaba, pero no sentía alivio. Además debía procurar no inspirar o expirar demasiado fuerte: calculaba que su faringe estaba abierta solo hasta la mitad, y debía seguir luchando contra un inminente ataque de tos. Sin embargo, haberse rendido solo habría puesto las cosas más difíciles. Ahogarse en su propio vómito no era una perspectiva hermosa.

Estaba desnudo, y tenía el pelo y el cuerpo empapado. Junto a él, en el suelo, se encontraba la manguera con la que lo habían rociado. Viscosas manchas rojas flotaban a su alrededor, restos de vino devuelto, pero tan diluido en agua como para no resultar peligroso.

Landini le tiró de la pierna. Su rostro reflejaba el asco que le producía y renovaba la sensación de satisfacción de Júpiter. Estaba demasiado débil como para atacar de alguna forma al albino, por lo que debía conformarse con ese tipo de pequeños triunfos.

—Tenemos ropa seca para usted —dijo Landini, mientras le sacaba del aseo hacia un pasillo vacío.

Júpiter dedujo que se encontraría en algún punto del sótano del Vaticano. El entorno palpitaba, se contraía, se expandía, se volvía borroso y recobraba la nitidez de forma tan brutal que la visión le quemaba los ojos. A cada paso a ciegas que daba con ayuda de Landini, le iba asaltando el miedo a quedarse sin aliento. El breve trayecto hasta una de las puertas más cercanas le pareció una carrera de resistencia.

El albino le empujó sin delicadeza alguna dentro de un pequeño cuarto trastero lleno de folios de papel en blanco amontonados en pilas de un metro de alto. Sobre una de ellas se encontraba su ropa, hecha un ovillo (sus pantalones, su camisa, su camiseta interior), todo limpio pero aún húmedo por un tiempo de secado evidentemente insuficiente.

—¿Qué hora es? —preguntó Júpiter con voz tomada.

—Mediodía —respondió Landini sucintamente—. No ha estado mucho tiempo inconsciente. El profesor Trojan le ha dado mucha importancia a que usted dispusiera de su propia ropa. Lo consideraba una cuestión de buenas maneras.

Júpiter se vistió con torpeza, se tambaleó y amenazó con caerse, pero finalmente recuperó el control. No lo hacía tanto por Landini (el albino le había humillado ya tanto que una caída más no supondría gran diferencia), como por su propia autoestima. El orgullo siempre había sido para él un concepto abstracto y pasado de moda, pero ahora comenzaba a comprender lo que significaba conservarlo cuando todo lo demás había perdido su valor. Ya no le quedaba ninguna otra cosa.

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