La conspiración del Vaticano (37 page)

BOOK: La conspiración del Vaticano
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—¿Júpiter? Como...

—Sí, como el dios.

Santino asintió una vez más, como si aquello lo explicara todo.

—Me dijo que viniera aquí si sabía algo de Cristoforo.

—Cristoforo está muerto —replicó ella con frialdad. Una expresión de duelo ensombreció el rostro del monje, pero en él no se reflejaba la sorpresa.

—¿Cómo murió?

—Le asesinaron —respondió impaciente—. ¿Qué es lo que quiere, Santino?

—Sabe más de Cristoforo que yo, pero no he venido por eso. He venido porque yo... —inclinó la cabeza con pesar—. Porque necesito ayuda.

Coralina resopló con amargura.

—¿Ayuda? ¡Mire a su alrededor! ¿Le da la sensación de que estoy en posición de ayudar a nadie?

—¿Dónde está Júpiter ahora?

—No está aquí, está en el Vaticano. Los ojos de Santino, ya de por sí hundidos y sombríos, parecieron desaparecer aún más entre sus cuencas, tan oscuras eran las sombras que se proyectaban sobre sus rasgos.

—Entonces, ¿le han cogido?

Coralina frunció el ceño. ¿Sabría algo de los Adeptos? ¿Era de ellos de quienes huía cuando Júpiter se lo encontró? Decidió confiar en el monje, al menos a esa distancia.

—Los Adeptos a la Sombra —confirmó ella, pero no recibió más que incomprensión.

—¿Se llaman así? —preguntó el monje, aturdido—. Son los esclavos del toro, ¿verdad?

No cabía duda de que no estaba bien de la cabeza. Júpiter le había descrito sus impresiones del religioso pero, o bien le había restado importancia al estado mental de Santino, o este había empeorado rápidamente desde entonces. Su mirada y sus gestos exudaban una paranoia alucinada, que se reflejaba incluso en su postura: parecía agotado, pero preparado para huir en cualquier momento como un animal del desierto repostando en un aislado oasis.

Coralina no respondió a su pregunta, sino que añadió:

—Deberíamos subir. Nos estamos jugando el tipo aquí abajo —al ver que él no reaccionaba, continuó—, por la humedad.

Daba la impresión de que el significado de las palabras le llegaba a Santino con retraso, pero tras unos segundos, asintió mostrando su aprobación.

Coralina iluminó el pasillo frente a él.

—Usted primero.

El monje se dio la vuelta y vadeó en dirección a la escalera. Sus movimientos eran extraños. Coralina pensó, en primer lugar, que se debía al agua, pero después se dio cuenta de que el hombre cojeaba ligeramente. Le siguió sin disminuir la distancia. El hecho de que probablemente la única persona que estuviera de su parte hubiera perdido la razón de forma tan evidente no hacía más aceptable su situación.

La joven se arrastró escaleras arriba, con sus ropas empapadas.

—Siga hacia arriba —dirigió al monje—. Calculo que quedarán un par de toallas que podremos utilizar.

Cuando llegaron al segundo piso, hizo que él se quedara en el pasillo mientras ella entraba en el baño de la Shuvani para buscar toallas secas. Cogió un montón de ellas, le puso a Santino en las manos la mitad y después le llevó al cuarto de estar.

El monje depositó tímidamente los paños sobre la mesa, cogió la que se encontraba más arriba y la desdobló con extremo cuidado, como si fuera un objeto digno de veneración para, con gran torpeza, frotarse ligeramente con ella la ropa mojada.

Coralina dudó un segundo antes de dejarlo solo nuevamente para ir al baño. Encontró revolviendo en la lavadora unos vaqueros secos, además de uno de sus forros polares favoritos, con capucha. Tras dudarlo un segundo, cogió otro más y se lo llevó a Santino. Ella solía utilizar jerseys y camisetas de la talla XL, amplias y flexibles, por lo que le sentarían bien al huesudo religioso. Para sus empapados pantalones, no obstante, no tenía recambio.

En un primer momento no le gustó nada cambiarse de ropa ante los ojos de Santino, pero después se dio cuenta de que la situación era aún más extraña y desagradable para él de lo que era para ella. Después de todo era un monje, así que miró rápidamente al suelo con cierta consternación, mientras ella se quitaba los vaqueros empapados y mostraba sus piernas desnudas. Probablemente hacía años que no había visto a una mujer sin ropa.

Como si le hubiera leído el pensamiento, repuso el religioso con voz queda:

—Solo he cuidado de hombres, nunca de mujeres, ¿sabe?

Se puso los pantalones secos y se subió la cremallera.

—¿En qué abadía vive usted?

—Ahora ya... en ninguna. He dejado la orden.

—¿Cuál? ¿El monasterio capuchino de la Via Veneto?

Santino asintió.

—Conozco la iglesia —dijo ella—, Santa Maria della Concezione. Cuando era niña fui a visitar el osario.

El monje se desabrochó la sucia camisa, se la quitó y la dobló con cuidado. Su torso desnudo tenía un aspecto seco y macilento. Su piel era muy clara, como si nunca la hubiera tocado un rayo de sol.

—En los últimos años, el osario se ha convertido en una atracción turística.

Coralina le volvió la espalda, mientras se quitaba la parte de arriba de sus empapadas prendas, se secaba y se ponía la sudadera. Cuando se dio nuevamente la vuelta, el religioso ya estaba completamente vestido.

Ella quería comprobar lo antes posible lo que el filtro fotográfico de Fabio podía mostrar, para lo cual pretendía visitar uno de los cibercafés de la ciudad, y no hizo intención de disimular en ningún momento su impaciencia mientras se dirigía a la escalera.

—¿Lo sabe? —preguntó Santino de repente.

—¿Qué es lo que debería saber?

—La verdad sobre el toro. Sobre Cristoforo. Sobre la escalera interminable.

Ella se sentó sobre el reposabrazos de un sillón y le miró fijamente.

—Ese tema del toro...

—Lo sé —la interrumpió Santino—. Cree que estoy loco. Sin embargo, hay cosas que no me he imaginado. He visto las grabaciones que hicieron los demás; los vídeos de Remeo. Las imágenes de la escalera. ¡Eso no me lo inventé!

La joven no tenía la más mínima idea de lo que le estaba hablando.

—Escuche, no sé qué tiene que ver eso con Júpiter o con los Adeptos. Ni siquiera con Cristoforo.

—Cristoforo conocía la llave —dijo Santino—. Le cuidé durante años, y él la dibujó para mí. De memoria, en medio de ese dibujo. Siempre repetía la misma frase...

—«Siempre es de noche en la Casa de Dédalo» —dijo Coralina en voz baja.

Santino alzó la cabeza sorprendido.

—Esas eran exactamente sus palabras. Dijo que tenía la llave aquí arriba, en la cabeza, y entonces la dibujó. Yo no lo creí, ¿sabe usted? Al menos durante bastante tiempo, pero entonces, un día, hablando del tema con el hermano Remeo, había cosas... cosas que encajaban... cierta información... y por eso hice una copia de la llave. Cristoforo había confiado en mí. Le mostré la llave y se puso furioso. Gritaba y se golpeaba, y decía cosas sin sentido. Entonces, desapareció de repente. No pudimos retenerlo.

Abajo, en la calle, sonó el ruido de la puerta de un coche al cerrarse. Después otra.

Coralina se levantó.

—¿Ha oído eso? —no esperó a su respuesta, sino que corrió a la habitación anterior y miró por la ventana. Vio el techo negro de un vehículo. Era una limusina.

Desde el piso inferior se oyó un crujido estridente.

—Es el cristal de la puerta de la tienda —aventuró ella.

—Ya vienen —susurró Santino, pero su voz sonaba tranquila, casi indiferente—. Nos matarán —era una afirmación sencilla en un tono de voz propio de un comentario sobre un inminente chaparrón.

Corrió hacia la escalera, pensando detenidamente. Entonces, empujó a Santino hacia la sala de estar.

—¡Salga por la puerta de cristal, rápido! Desde la terraza podrá subir al tejado. ¡Vamos, márchese ya!

—¿Y qué pasa con usted?

Escuchó los sonidos del piso de abajo: oyó el chasquido de los cristales que crepitaban bajo las suelas de los zapatos.

—Hay una cosa que tengo que hacer. ¡Corra!

No esperó a comprobar si él había seguido sus instrucciones; salió deprisa, pero tan suavemente como pudo, y bajó por las escaleras.

—Se los encontrará —susurró a su espalda Santino, alterado.

—¡Desaparezca de una vez! —respondió ella con brusquedad.

La joven pudo oír cómo él regresaba al cuarto de estar, y entonces se concentró plenamente en los sonidos del piso inferior. Reconoció dos voces, sin entender lo que decían. El cristal dejó de crujir, lo que significaba que ya estaban todos en la tienda.

Coralina llegó al descansillo del primer piso. Allí se encontraba un disperso montón de libros, el mismo con el que la Shuvani había tropezado un par de días antes, justo a la llegada de Júpiter. El encargo del cardenal Merenda. En aquel momento, que a Coralina le parecía tan lejano ya como si hubiera ocurrido hace años, le había dicho a su abuela que llevaría el pedido al Vaticano tan pronto como fuera posible. El recuerdo le dolió como una puñalada. Entonces no podía ni imaginarse cómo se desarrollarían las cosas.

Algo traqueteó en el piso de abajo, y alguien tropezó y soltó una maldición en una lengua dura y áspera.

Coralina contuvo la respiración, nerviosa. Su mirada vagó por la dispersa pila de libros buscando... algo.

Lo encontró en el mismo momento en que un desagradable crujido se extendió por las escaleras. ¡Estaban subiendo!

Coralina cogió su hallazgo: una sencilla hoja de papel, con la lista manuscrita de los títulos solicitados por el cardenal que la Shuvani debía enviarle. Junto a su firma relucía, de forma llamativa, un sello de lacre a la antigua usanza.

Con el documento ya en la mano, Coralina se precipitó escaleras arriba. Por el rabillo del ojo percibió cómo alguien se aproximaba a la curva de la escalera, una enorme figura negra que parecía atónita de ver a Coralina subir los peldaños.

La joven pudo escuchar cómo los dos hombres, en el piso de abajo, emprendían la persecución: pesados pasos sobre los escalones de madera, un grito de llamada que ella no logró entender.

Llegó al segundo piso, atravesó rauda la sala hasta la terraza. Santino no estaba en ninguna parte. Por la ventana comprobó que las dos sombras se aproximaban, que entraban ya en la sala de estar, tras ella.

Ya sin aliento, metió el escrito de Merenda junto al CD-ROM en el bolsillo de su pantalón y saltó por la estrecha escalerilla de acero que llevaba de la terraza al tejado. Había sido allí donde Júpiter la había sorprendido en pleno paseo sonámbulo. El sol de la mañana surgió, incandescente, en una grieta entre el muro de nubes y tiñó los tejados de oro líquido. A su alrededor se extendía un mar de ladrillos, torreones y frontones en tonos pardos y ocres. Sobre uno de los edificios vecinos, metidas en su cobertizo, las palomas comenzaron a chillar como si presintiera el peligro cercano.

Santino se encontraba allí, cerca de una verja, junto a la cual se abría un precipicio hacia la calle.

—¡No es por ahí! —le llamó ella, jadeante—. ¡Por aquí!

Señaló a la derecha, donde el tejado de su casa desembocaba en el de un edificio cercano. ¡Casi! Entre ambos había una profunda separación, de una anchura no mayor a metro y medio. Coralina se dio la vuelta donde estaba, y esperó a que Santino la siguiera.

El monje, no obstante, permanecía inmutable ante la verja, observando el vacío, entonces alzó la vista hacia ella... y sonrió.

Los desconcertados ojos de Coralina se desviaron cuando sus perseguidores aparecieron presurosos por la escalerilla metálica. Reconoció al primero de ellos: era el chófer, el hombre que había llevado al profesor Trojan en la silla de ruedas hasta el salón del Portal de Dédalo. El segundo vestía un mono negro. No era mucho menos voluminoso que el chófer, quizá algo más estrecho de hombros. Su rostro permanecía impasible y carente de expresión, ni siquiera de particular interés. Desde la perspectiva de Coralina, eran los rasgos de un hombre que hacía lo que se le decía, de alguien que actuaba sin ningún lastre moral. Aquello le aterró aún más que la arrogante sonrisa del chófer.

—¡Santino! —bramó ella—. ¡Venga!

Si el monje se demoraba más, los dos intrusos le cortarían el paso. Finalmente se puso en marcha, cojeando hacia ella a una velocidad asombrosa y sin borrar esa peculiar sonrisa de sus labios, extrañamente amable, casi amistosa. Durante un instante, se sintió tan aturdida por aquello que le costó trabajo reaccionar. Entonces, dio un par de vueltas, cogió carrerilla con los últimos dos pasos y saltó en una gran zancada sobre la separación entre los edificios. Tras el impacto contra el poco pronunciado tejadillo sintió cómo se resbalaba, pero tras unos segundos recobró la serenidad y siguió corriendo.

Santino la siguió, y saltó casi tanto como ella, a pesar de su pierna inválida. Le esperó, le dejó correr a él por delante ascendiendo por el tejadillo hasta el caballete y, después, tejado abajo. Le resultaba hasta cierto punto inquietante la decisión con que Santino encontraba siempre el camino correcto, evitando las tejas podridas y dando un hábil rodeo para esquivar un tragaluz oculto tras un saliente. Era como si conociera los tejados a la perfección, como si ya hubiera estado allí y hubiera preparado una ruta de huida.

«¡Por supuesto!», pensó ella, atónita. ¿Sería posible que hubiera estado más tiempo en la casa que ella? ¿Que hubiera sido el primero en llegar y hubiera sondeado toda la zona? Debía de haber aprendido a hacerlo después de sus huidas de quienquiera que fuera. Podría ser un monje, y tener aspecto enfermo y débil, pero en ese momento Coralina se dio cuenta de que Santino sabía exactamente lo que estaba haciendo.

El chófer y el segundo hombre les pisaban los talones. Ambos cruzaron la hendidura sin ningún esfuerzo, si bien el desconocido del mono negro estuvo cerca de perder el equilibrio cuando una de las tejas bajo sus pies cedió, resbaló por el tejado y cayó al vacío. Se repuso sin demasiada dificultad y continuó la persecución a dos o tres pasos de distancia del chófer.

—Por allí —jadeó Santino, señalando a la izquierda.

Coralina dudó sobre si seguirle y señaló la dirección contraria.

—¿Qué pasa con la puerta de allí?

Era una entrada a un habitáculo de hormigón con forma de cilindro colocado sobre un tejado y que, probablemente, llevaba a las escaleras del edificio.

—Está cerrada —siseó Santino girando a la izquierda.

Coralina le siguió. Definitivamente había estado allí arriba.

Corrieron por una superficie plagada de excrementos de gato. En una esquina había un montón de plumas blancas pegadas a la sucia cubierta alquitranada del tejado. Un par de huesos de ave yacían esparcidos en las cercanías.

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