La conspiración del Vaticano (33 page)

BOOK: La conspiración del Vaticano
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—De acuerdo —dijo Júpiter—. ¿Y qué hay de usted, Janus? Alguien tiene que guiarnos al embalse.

—¡Por supuesto! —si el religioso hubiera adoptado un tono solo un poco más irónico, Júpiter habría deducido que les iba a hacer ir a ellos dos solos.

Cassinelli buscó una cuerda fuerte y lo suficientemente gruesa como para sostener a un hombre. Janus exigió que Júpiter y Coralina se ataran dos más alrededor del torso, para poder tirarse al agua en caso de necesidad.

—Aunque entonces no me haría muchas ilusiones de que saliera bien —añadió—, porque la resaca es verdaderamente tremenda.

Coralina abrazó a Cassinelli a modo de despedida. El primer contacto le había puesto ya nervioso, por lo que se limitó a devolverle unas palmaditas de ánimo en la espalda.

—Lo hará bien —dijo. Su sonrisa era tan amplia como la de un gorila. Le tendió también la mano a Júpiter y se la estrechó largamente—. Que tengan mucha suerte, Dios quiere ayudarlos.

Deslizaron de nuevo la trampilla hacia un lado y avanzaron agachados por el tubo de ventilación hasta que llegaron a un conducto más amplio, en el que Júpiter, finalmente, pudo volver a erguirse. Aunque no había ningún indicio de que los siguieran o de que los estuvieran vigilando, hablaban únicamente a susurros.

—¿Por qué nadie ha intentado abrir el portal? —preguntó Júpiter sobre la marcha.

—Si fuera un miembro de la Iglesia, ¿abriría usted la puerta del infierno?

—Mientras nadie lo compruebe, no se podrá saber si lo que hay ahí abajo es realmente el infierno.

—No, por supuesto que no. Actualmente ni siquiera es una idea que se tome demasiado en serio, pero eso, para ser exactos, solo haría las cosas mucho peores.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Los Adeptos no son los únicos que conocen la existencia de la puerta. El Papa, los cardenales, un montón de personas están informadas del tema. Dese cuenta de que, durante siglos, se creyó que esa era realmente la puerta del infierno, y su existencia, un cimiento secreto de la Iglesia católica. Mientras esto no repercuta al exterior, el secreto estará seguro. Sin embargo, imagine que esa puerta llegara a conocerse... La comunidad científica se interesaría por ella y querrían iniciar investigaciones. Se sabría que, en algún momento, se construyó el Vaticano como sello, por lo que el interés en lo que se encuentra tras la puerta no haría sino aumentar. ¿Y qué ocurriría si de verdad se abriera y tras ella estuviera... la nada? O quizá un sistema de grutas, o una sala, o un par de mazmorras como las de los aguafuertes de Piranesi. Pero no el infierno. ¿Qué le podrían contar en ese caso a la infinidad de millones de creyentes? ¿Que la Iglesia está basada en un error? ¿Que no hay ningún infierno, o al menos no en ese lugar? ¿Pueden imaginarse el escarnio a nivel mundial, si el Papa se encuentra ante un micrófono y se ve obligado a admitir que sus precursores se equivocaron al erigir el Vaticano para bloquear esa puerta? —Janus agitó enérgicamente la cabeza—. Desde el punto de vista de la Iglesia, la existencia del Portal de Dédalo debe permanecer para siempre en secreto, y por supuesto tampoco se puede intentar abrir. Y, ya que hablamos del tema, lo mismo se aplica a la segunda puerta, que Piranesi descubrió y que quizá abriera. Si alguien la atravesara, si se enviaran expediciones y alguien abriera empujando la puerta principal desde el otro lado... Entiéndanlo, ¡la Iglesia no lo puede permitir! Por eso le ha encargado a los Adeptos a la Sombra que se ocupen de defender el secreto, sin importar a qué precio.

Coralina rompió inesperadamente su silencio.

—¿Por qué lo llaman el Portal de Dédalo?

—Cristoforo —añadió Júpiter— habló de algo que llamaba la Casa de Dédalo.

—La Casa de Dédalo... —repitió Janus—. Entonces, también lo sabía.

—¿El qué?

—La leyenda, el antiguo dicho, el mito... Como quiera usted llamarlo.

Janus se detuvo frente a una oquedad en la pared y les indicó a Júpiter y Coralina que entraran. Al otro lado encontraron un pasillo, cuyas paredes aparecían cubiertas con musgo seco.

—Bueno, ya se pueden imaginar —prosiguió el religioso—, que siempre ha habido un montón de rumores por el Vaticano acerca de la puerta y lo que se encontraba tras ella. Algunas de esas historias no eran más que deseos piadosos, locuras propagadas por un par de sabelotodos, mientras que otras eran más objetivas, ideas propias del racionalismo creciente. No obstante, también se dieron algunas tan disparatadas que casi hasta podrían ser verdad, como la que dice que se trata de la entrada al infierno. Una de ellas está relacionada con la historia de Dédalo, el constructor, y de su legado... Saben quién era Dédalo, ¿verdad?

Júpiter y Coralina asintieron en silencio.

—Entonces también sabrán que su rastro se perdió, tras su fuga de Creta y la muerte de su hijo Icaro, en la Italia actual.

—En la costa de Sicilia —completó Coralina.

Janus hizo que la luz de su linterna recorriera las paredes con rapidez.

—Cuenta una leyenda que, desde allí, Dédalo se dirigió hacia el norte. Se dice que, tras un largo peregrinaje, se perdió en las regiones más pobladas, en el antiguo Lacio, y que fue allí, en este mismo lugar, donde levantó una construcción titánica, su legado para la humanidad.

—¿Las
Carceri
? —preguntó Júpiter.

—Sí, si queremos seguir utilizando la terminología de Piranesi. El laberinto más grande que jamás se haya construido, subterráneo e incalculablemente inmenso, a un nivel inédito e inconcebible. Tan grande, que la Iglesia podría llegar a creerlo el infierno.

—¿Usted se cree esa historia? —dijo Coralina, contemplando el perfil del religioso.

—Al menos Cristoforo lo creía, ya que hablaba de la Casa de Dédalo, ¿no creen? —repuso Janus, encarando a Coralina con una sonrisa ladina—. Por supuesto no es más que lo que usted dice... una historia. Tan solo una de tantas, surgidas en torno al portal a lo largo de los siglos. El infierno, las
Carceri
, la Casa de Dédalo... Al final, termina por no haber diferencia, al menos si no conseguimos encontrar la segunda puerta y darla a conocer a la opinión pública.

Coralina se paró en seco.

—¿Es eso lo que pretende?

—Entre otras cosas. ¿Qué era lo que pensaba? —Janus se detuvo un instante, pero continuó caminando cuando vio que Coralina reanudaba también la marcha.

—El nombre del Portal de Dédalo, ¿es la denominación oficial de la puerta? —quiso saber Júpiter.

—Hay otro par de ellas, pero la mayoría de las personas que conocemos la existencia de la puerta la llamamos así. Hay una leyenda que dice que el espíritu de Dédalo continúa vagando por el laberinto subterráneo, esperando a que lo liberen.

—¿Y qué sucederá entonces? —suspiró Coralina—. ¿El tantas veces prometido fin del mundo?

Jano negó con la cabeza.

—Su reconstrucción. El mundo se erigirá de nuevo de acuerdo con la imagen del constructor. Se «laberintizará», digamos.

Desde la distancia llegaban ligeros rumores.

—¿Es el embalse? —preguntó Júpiter.

—Ya casi estamos allí —dijo Janus, asintiendo.

Poco después, el ruido del agua se volvió ensordecedor. Janus les guio a través de una puerta en forma de arco que ya conocían. Tras ella, más allá de una pasarela enrejada, se abría el abismo del depósito. La superficie oscura del agua se retorcía a cinco metros por debajo de ellos mientras que, de la apertura en la pared opuesta, surgía una cascada que se precipitaba hacia el abismo.

El puente tenía una anchura de unos dos metros. En el lado opuesto del abismo, a la misma altura, se encontraba la hendidura de la que surgía el torrente que alimentaba el embalse. El agua nacía de un canalón en medio de la grieta, y a izquierda y derecha se iniciaban cornisas transitables. Ese era el único punto donde la burda mampostería podría ofrecer las condiciones adecuadas para que la ancleta se enganchara.

La distancia entre la pasarela y la abertura era de unos siete u ocho metros. Si se resbalaban durante el descenso, caerían al depósito y el impacto los mataría.

Júpiter no había arrojado una ancleta jamás en su vida, y su primer intento tuvo un resultado deplorable. A partir de la octava o novena vez, empezó a lograr alcanzar la entrada, si bien el ancla acababa cada vez en las rugientes aguas, que la arrastraban.

Fue necesaria casi media hora hasta que las puntas de acero se engancharon finalmente en las junturas de una de las dos cornisas. Los tres tiraron de la soga para probar la resistencia, pero el ancla no se movió: aparentemente, estaba bien sujeta.

Tensaron la soga y ataron el extremo a una cañería tan ancha como un ser humano. Janus tomó las otras dos cuerdas que le había dado Cassinelli y les entregó una a cada uno. Después, les ayudó a anudárselas sobre el pecho, bajo las axilas. Su idea era poder atraerlos de vuelta a la zona seca en caso de necesidad mediante esas cuerdas de más.

Júpiter presentía que la fuerza de un solo hombre no bastaría para rescatar a otro ser humano del torbellino, por lo que se pusieron de acuerdo por adelantado en que sería Coralina la primera en trepar. Si ella caía, entre Janus y él podrían arrastrarla fuera del agua. Con un poco de suerte, podría maniobrar con ayuda de las cuerdas hasta un saliente del muro que se alzaba muy por debajo de la pasarela, a la altura del nivel del agua. Por los puntales de la verja, Júpiter se dio cuenta de que el embalse contaba con una segunda salida.

Besó a Coralina y le deseó suerte; después, ella se ató la cuerda en torno al cuerpo, bien tirante, y se deslizó por encima del borde de la verja. Un fuerte tirón recorrió la soga cuando se balanceó sobre el vacío, sosteniéndose con las dos manos. El pulso de Júpiter se aceleró, mientras observaba cómo la joven iba avanzando lentamente.

Repentinamente le asaltaron las dudas. Él no tenía ningún tipo de experiencia en este tipo de actividades físicas, ¿tendría suficiente fuerza como para cubrir ocho metros de distancia de esa forma?

Coralina cumplió con su parte de forma asombrosamente eficaz. No tardó en tener cubierta más de la mitad del recorrido, sin mostrar ningún tipo de agotamiento. Júpiter y Janus no decían ni una sola palabra, se limitaban a contemplar como hipnotizados a la mujer que se deslizaba sobre el abismo. Aferraban el extremo del cabo de seguridad con fuerza, para poder reaccionar con presteza en caso de que Coralina perdiera el equilibrio, aunque nada indicaba en ese preciso momento que se fuera a dar el caso. Júpiter había podido comprobar con anterioridad la fuerza y la agilidad felina de la joven, y ya entonces le habían impresionado notablemente.

El último tramo era el más peligroso. En los dos metros finales, la soga se aproximaba peligrosamente a la cascada artificial. En caso de que Coralina perdiera pie y quedara atrapada en la corriente, el agua la arrastraría sin remedio.

La joven, no obstante, evitó el peligro con brillantez. Poco después, alcanzaba el muro situado bajo el borde exterior de la abertura, donde residía una nueva dificultad: puesto que la ancleta estaba enganchada en la propia cornisa, la joven tenía que escalar metro y medio por la pared desnuda para llegar al saliente. Las cuerdas se clavaron en sus antebrazos cuando la muchacha se apoyó en ellas para impulsarse hacia arriba, mientras las puntas de sus pies se iban colocando con habilidad en los huecos más profundos de la pared.

Mientras Júpiter contemplaba con qué facilidad Coralina superaba estos obstáculos, su propio asombro casi hizo que olvidara el miedo que sentía por la seguridad de la muchacha. Sin embargo, cuanto más observaba la destreza necesaria para llegar hasta la hendidura, más dudaba de sí mismo. No podía ni creerse que hubiera sido él mismo quien había propuesto aquella vía de escape.

Finalmente, Coralina se encontró en lugar seguro. Se detuvo durante un instante, sentada al borde de la cornisa y respiró hondo un par de veces. Después, se levantó y sonrió a sus dos espectadores del otro lado del abismo de forma un tanto forzada, hasta que sacó de su cinturón la linterna de Janus. Dio algunos pasos en la oscuridad, pero no tardó en volver al borde del precipicio, donde se encogió de hombros.

—Parece que está todo en orden —dijo—. ¡Ahora te toca a ti, Júpiter!

El estruendo de la cascada ahogó prácticamente por completo sus palabras, por lo que el investigador tuvo que adivinar más de lo que realmente oyó.

Janus le dio una palmada de aliento en el hombro.

—¡Lo va a lograr! Cuando llegue hasta allí, solo tiene que seguir el túnel. Tras un par de metros, encontrará, en la pared de la derecha, una vía que asciende. Sigan por la escalera que encontrarán allí. Acaba en una sección del alcantarillado local, y a partir de allí no deberían tener problemas para encontrar una salida —dio un tirón para comprobar los nudos sobre el pecho de Júpiter—. Hace un par de años, realicé el viaje opuesto con un par de compañeros. Descendimos desde la calle y llegamos hasta donde se encuentra ahora su amiga, pero el abismo ha impedido que, desde entonces, ese camino se volviera a recorrer.

Júpiter miró brevemente la revuelta superficie del agua.

—Entiendo.

Janus alzó la mano y le hizo una señal a Coralina.

—¡Su amigo ya va para allá! —dijo, en voz alta.

Ella asintió. Tras el velo de niebla que se levantaba con el golpeteo de la cascada, parecía muy pálida, casi una aparición.

Júpiter se dio ánimos, agarró la cuerda y se deslizó, tras un segundo de duda, por la pasarela. Un dolor espantoso le recorrió todo el cuerpo cuando se vio repentinamente libre de sustento, sobre la nada. Fueron dos o tres segundos de horror, en los que casi parecía que le iban a arrancar los brazos a la altura de los hombros, hasta que los músculos de las extremidades se acostumbraron al peso. Comenzó a avanzar con precaución extrema, los cabos de seguridad en torno a su pecho le cortaban la respiración y le asaltó el deseo irreal de soltar ambas manos de la cuerda y tirar de aquella que le aprisionaba el torso. Finalmente, controló su pánico y, con él, el dolor. El lento avance sobre el vacío continuó.

Coralina le gritó algo con la probable intención de estimularle, pero él no logró oír qué decía, tan solo vio el movimiento de sus labios, como a cámara lenta.

Debido al mayor peso, la soga estaba mucho más tensa que cuando ella realizó el mismo recorrido, y el investigador se dio cuenta de que tendría que escalar mucha más pared que la muchacha. Esta perspectiva le hizo dudar aún más: comenzaba a sentir la certeza de que no lo lograría, de que la ancleta se desprendería o la soga se soltaría.

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