La conspiración del Vaticano (29 page)

BOOK: La conspiración del Vaticano
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—¿Que tú qué?

Ella calló un instante antes de continuar hablando.

—Cambié el fragmento de cerámica de la taleguilla por un trozo de plato roto. No quería que se lo vendieras a Babio —hizo una pausa, antes de continuar—. Lo siento.

Júpiter intentó mantenerse sereno, pero el pánico le dominaba. Desde que había perdido la potestad de la plancha, el fragmento había sido su única garantía contra Estacado. Si ya no lo tenían...

—¿Dónde está? —preguntó en voz baja, alejándose de Coralina y Janus para que no leyeran la verdad en su rostro.

—Está aquí conmigo, en el hospital. Lo tenía cuando me... caí de la ventana.

—Escóndelo, y no digas dónde. Puede que la línea esté pinchada —miró a Janus.

—Es improbable, pero no imposible —repuso el religioso.

Júpiter siguió hablando con la Shuvani.

—Es posible que Estacado ya esté enterado, así que es importante que mantengas la calma. Pregúntales a los médicos si pueden trasladarte a otra habitación. ¿Podrás hacerlo?

—Claro.

—De acuerdo —Júpiter evitó la mirada suplicante de Coralina—. Volveremos a ponernos en contacto contigo.

—Mucha suerte —dijo la Shuvani —y... Júpiter, lo siento de verdad. Díselo también a Coralina.

—Lo haré.

La Shuvani colgó.

—¿Qué ocurre? —la preocupación de Coralina, que se había apaciguado un tanto, se recrudeció como una llamarada.

Él no respondió; se limito a lanzarle el móvil a Janus, sacó el saco de cuero y dejó caer su contenido encima de la mesa.

—¿Qué se supone que es eso? —preguntó Coralina, cuando lo vio.

Era un trozo de plato de porcelana de color violeta, de tamaño similar al fragmento encontrado en la cámara de Piranesi.

Júpiter, furioso, dio un manotazo al pedazo de cerámica que cayó de la mesa y rebotó en el suelo con un suave ruido.

—Júpiter —dijo Coralina con tono suplicante mientras le atraía hacia ella agarrándole con ambas manos—. ¿Qué demonios significa eso?

Él cogió aire y se lo explicó. Janus escuchaba en silencio.

La Shuvani colgó el auricular y respiró hondo. Desde su llegada al hospital había hiperventilado dos veces, y no quería pasar por una tercera.

Júpiter tenía razón. Lo primero que tenía que hacer era pedir su traslado a otra habitación, incluso a otro hospital pero, ¿con qué justificación?

Le habría gustado poder mirar por la ventana, a pesar de que en la calle ya hubiera caído la oscuridad, pero las cortinas grises de la habitación estaban corridas. En algunas ocasiones, por la noche, sobre su terraza, había contemplado el mar de luces de la ciudad, refulgiendo como si un pedazo de cielo estrellado se hubiera posado sobre la colina del antiguo Lacio. En momentos como ese había podido sentir el aliento de la historia alzándose entre los antiguos edificios y calles; percibirlo como algo físico, que rodeaba su espíritu y ponía las cosas en su justo lugar. Los problemas, daba igual de qué tipo, resultaban de golpe mucho más pequeños e insignificantes que los que aquella ciudad había experimentado en sus dos mil años de historia. Pequeñas y grandes catástrofes que habían azotado Roma, que habían refinado sus edificios y sus torres, para, al final, no haber cambiado nada, pues la ciudad seguía reposando majestuosa sobre sus colinas. Para la Shuvani, estos pensamientos eran muy reconfortantes.

Alargó la mano hacia el botón de llamada a la enfermera, pero dudó antes de pulsarlo. Se encontraba en una habitación individual que nunca podría pagar. Nadie le había preguntado por la liquidez de su seguro. La última vez que había estado en un hospital había sido cuando le habían extirpado un apéndice a los diecinueve años; sin embargo, sabía lo suficiente de cuidados médicos gitanos como para saber a ciencia cierta que a una anciana con un par de contusiones la ingresaban, por lo general, en una habitación compartida.

Sin embargo, ella se encontraba sola en aquel cuarto. Si algo le ocurría, no se enteraría nadie.

La mirada de la mujer cayó sobre una cruz de madera colocada encima de la puerta. Un sudor frío surgió de cada poro de su piel. Estaba en un hospital católico.

Sus pensamientos se superpusieron unos sobre otros. No cabía duda de que se encontraba en una trampa. No le permitirían salir de esa habitación ni de esa clínica. Había una buena razón por la cual se encontraba precisamente allí, y era que alguien se había molestado en hacerlo posible. Alguien que ella conocía, y que no tendría pinchado el teléfono de Júpiter y Coralina, sino el suyo. Alguien que ahora sabía que el fragmento se encontraba en su habitación.

Apartó la mano temblorosa del botón de llamada, pero a pesar de ello, la puerta se abrió.

«Domovoi», pensó ella petrificada.

Sin embargo, no fue Trojan quien entró en la habitación, sino una mujer joven.

—Buenas tardes —dijo, sonriendo, mientras cerraba la puerta tras de sí.

De nuevo hacia abajo.

Janus les precedía por una escalera que descendía desde el sótano del Monastero Mater Ecclesiae. Tras atravesar una puerta de madera que podría haberles conducido perfectamente a una cámara del tesoro medieval, llegaron a una sala de reuniones. Era más pequeña que el comedor, y se iluminaba gracias a una araña de velas titilantes.

—Esta sala está insonorizada —les explicó Janus antes de continuar—. Es segura... o al menos tanto como pueda serlo cualquier estancia dentro del Vaticano.

Las ocho religiosas del monasterio se encontraban sentadas en torno a una mesa. Llamaba la atención la juventud de la mayoría, pues apenas había alguna que sobrepasara los cuarenta años. Júpiter sabía lo suficiente sobre ese tipo de conventos como para entender que la estructura de edad de Mater Ecclesiae era algo más que inusual. El grupo de mujeres observaba a sus invitados con la expectación pintada en sus rostros.

En medio de la mesa se encontraba la plancha de cobre, que relucía con un tono ocre bajo la luz de las velas.

—¿Los amigos de los que nos habló son ellas? —susurró Júpiter a Janus.

—Los mejores que pude encontrar.

«Maravilloso», pensó el investigador, sumido en agrios pensamientos. Sus aliados, sus únicos aliados en una guerra contra un pacto secreto que ya contaba con más miembros de los que él tenía constancia, eran ocho monjas. Con cada revelación que Janus les hacía, sus opciones de abandonar alguna vez el Vaticano con vida parecían desvanecerse un poco más. Una mirada en dirección a Coralina le confirmó que la misma idea le rondaba la mente.

—Tomen asiento —les ofreció Janus, señalando dos sillas libres frente a la mesa. Los ojos de las silenciosas monjas les seguían según se iban sentando. Júpiter se iba sintiendo cada vez más incómodo, y le hubiera gustado que Janus dejara de repetir lo seguros que se encontraban en aquel lugar.

—Les prometí una explicación —dijo el tosco sacerdote que, aunque también disponía de silla, permanecía de pie—. Ha llegado el momento de cumplir mi promesa.

—¿Por qué? —preguntó Coralina abiertamente—. ¿De qué nos tiene que poner al corriente? Ya sabe que no tenemos el fragmento, y ahora la plancha está en su poder —añadió, señalando el grabado de la decimoséptima
Carceri
.

Janus asintió, como si hubiera esperado ese comentario.

—Ustedes fueron los primeros en tener en sus manos el fragmento y la plancha. Por ello mismo, creo que tienen derecho, en cierta forma, a conocer la verdad.

—Queríamos venderlos —replicó Coralina con tono sombrío—, eso es todo. Nos interesaba el dinero y nada más. No vamos a hacernos matar por ningún tipo de compromiso moral, y ni mucho menos por ningún alzamiento revolucionario en el Vaticano, así que si es eso lo que están buscando, olvídenlo —dijo, y se volvió hacia Júpiter, que le sonreía, tratando de animarla. Cuando se ponía nerviosa, se le formaba una arruguita de tensión en las comisuras de la nariz.

Las monjas se miraron, inseguras, hasta que finalmente volvieron todas los ojos hacia la abadesa.

—No han entendido nada —repuso Diana, tomando la palabra—. ¿Por qué no escuchan antes de sacar conclusiones?

Júpiter colocó una mano sobre el muslo de Coralina en un gesto tranquilizador. La abadesa tenía razón. Podían tomar una decisión una vez Janus les hubiera contado todo.

—Como quieran —dijo a los religiosos—. Adelante.

Janus miró a Diana con gesto pensativo y, seguidamente, comenzó su explicación sin dejar de pasear de un lado para otro tras el grupo de monjas.

—Los Adeptos a la Sombra se formaron en el siglo XVIII. Al principio no adoptaron ese nombre, lo tomaron después. Era un grupo de seis hombres jóvenes, que se habían consagrado al estudio de las antiguas ruinas; estudiantes y maestros que buscaban un mensaje oculto en la arquitectura de tiempos pasados. Un mensaje secreto y misterioso —Janus cesó la marcha y miró intensamente a Coralina—. ¿Ha oído hablar alguna vez de Fulcanelli?

—Un pseudónimo —contestó Coralina—. En realidad era un alquimista francés, cuyo nombre real no se ha llegado a constatar con absoluta seguridad. A principios del siglo XX publicó un libro con el que intentaba demostrar que la arquitectura de las catedrales góticas no son más que una especie de grimorio, de libro de magia hecho de piedra.

—Le mystère des cathedrales
—reconoció Janus, asintiendo. Júpiter recordó que ese había sido el libro que entró a buscar en la tienda de la Shuvani, hacía diez años—. Las conclusiones de Fulcanelli causaron un gran revuelo entre la comunidad intelectual de la época. Pues háganse una idea: los Adeptos a la Sombra sostenían una teoría parecida con un siglo y medio de anterioridad, y aplicada a los edificios de la antigüedad, en vez de a los monumentos medievales. Los principios serían los mismos: los místicos y magos habrían intentado, a lo largo de las diferentes edades y eras, transmitir sus secretos y conocimientos... ¡en piedra!

Si Fulcanelli tenía fijación con los alquimistas medievales, los Adeptos, por su parte, dedicaron sus investigaciones no solo a la época de los romanos y los griegos, no..., fueron mucho más atrás en el tiempo. Para ello, estudiaron las tumbas etruscas y documentaron la influencia de este pueblo sobre las prácticas ocultistas de la Edad Antigua. Creo que conocen lo suficiente de Piranesi como para imaginarse que él fue uno de los miembros fundadores de los Adeptos.

Júpiter recordó las explicaciones de Coralina en casa de la Shuvani; lo que le había contado sobre la obsesión del grabador por la arquitectura etrusca. Las propias
Carceri
estaban inspiradas en este tipo de construcción, como una visión panorámica de una imaginaria edificación etrusca.

Janus continuó con su narración:

—Los Adeptos investigaron aquí, en Roma, pero también en otras regiones de Italia y el sur de Europa. Entre ellos se encontraban, como ya se imaginarán, muchos teólogos, y uno de ellos contaba con acceso a los archivos del Vaticano. Allí descubrió una antigua vasija de la época minoica. Hacía tiempo que se había olvidado cómo había llegado hasta allí; quizá habría sido un regalo a la Iglesia de algún cristiano de origen griego, siglos atrás. La vasija estaba cubierta por ambas caras con una espiral de jeroglíficos desconocidos, y además se había grabado por uno de sus lados un texto ilegible muy posterior a la época original del objeto. Han visto el fragmento, así que saben de lo que hablo. Una pieza valiosa, sin duda, pero para los Adeptos albergaba, ante todo, un valor simbólico. Al principio era, más que nada, un juguete, un objeto en torno al cual realizar sus encuentros, de la misma forma que otras alianzas secretas se reunían en torno a un compás y una escuadra, o una réplica del Santo Grial. No debemos olvidar que se trataba de hombres jóvenes, algunos de apenas veinte años, con muchos pájaros en la cabeza.

»Transcurrieron muchos años, durante los cuales, el cuenco robado de los archivos del Vaticano sirvió a los Adeptos como símbolo, y fue en esa época en la que se dieron ese nombre. Entonces, uno de ellos, nuestro amigo Piranesi, descifró el texto de la vasija. Supuestamente fracasó en su intento de decodificar también el jeroglífico, o al menos nada indica que llegara a resolver su significado, pues era demasiado antiguo, y los signos demasiado ambiguos como para extraer un mensaje exacto. Pero al menos contaban con el escrito grabado entre los jeroglíficos. Se añadiría con posterioridad, y su significado sería mucho más fácil de descifrar para alguien que ya llevara años trabajando en artes gráficas y caligrafía. Piranesi dio con algo, pero decidió no informar de ello a los restantes Adeptos. Al parecer, consideró que el vínculo que unía a sus amigos era frágil, y no quiso arriesgarse a que el mensaje secreto acabara saliendo a la luz por culpa de una disputa entre ellos.

»Sin embargo, debido precisamente a estas desavenencias, el cuenco del reino de Minos acabó segmentado en seis fragmentos. La destrucción de este símbolo propició la aparición de una nueva alianza y la consecución de un pacto: cada Adepto conservaría un fragmento en custodia. Acordaron que, tras la muerte de cada miembro, debía devolverse su fragmento, para que, con el paso de las décadas, la vasija volviera a reunificarse. Aquel que sobreviviera a los demás debería unir su pedazo a los restantes, para recuperar el secreto. Los seis realizaron un juramento —Janus sonrió con indulgencia—. Ideas absurdas, como dije. La gente joven tiende a hacer cosas así cuando se encierra en una habitación. Hasta entonces, los Adeptos habían sido algo así como un tipo de asociación estudiantil centrada en la arquitectura y el ocultismo, pero ahora se habían comprometido a mantener un auténtico pacto secreto. Tenían un símbolo y un juramento, y al menos uno de ellos, Piranesi, albergaba un profundo secreto. Por ese motivo, eligió para sí el fragmento que, como él mismo sabía, incluía la parte más importante del mensaje codificado, y sin el cual el resto de pedazos carecía de valor.

»Nuevamente transcurrieron los años, y volvió a producirse un gran acontecimiento. Debía de ser en torno a 1748 ó 1749. En aquel tiempo, Piranesi tenía la intención de publicar su ciclo de las
Carceri
. No se encontraba todavía en la treintena, y la insensatez de la juventud aún no había desaparecido del todo, por lo que cometió el error de revelarles a los demás Adeptos su secreto. Debió de pensar que era un buen momento, sobre todo porque sus grabados eran una prueba de que él ya había resuelto el enigma.

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