Read La conspiración del Vaticano Online
Authors: Kai Meyer
Estacado se enfrentó a su ironía con una mirada picara.
—Después de que los etruscos conquistaran Roma en el 650 a. C., enterraron a sus muertos en esta zona. Resulta interesante que un par de siglos después dieran sepultura al cuerpo de san Pedro justamente aquí. Cuando se erigió la primera basílica sobre su tumba, cuatro siglos después, no se sabía en realidad que este terreno ya era sagrado en la época de los héroes y de los credos politeístas.
Júpiter apenas escuchaba. Observaba incómodo el exterior a través de los cristales empapados. Años atrás, al igual que la mayoría de los viajeros que visitaban Roma, había puesto los pies en la Basílica de San Pedro y había paseado por los Jardines Vaticanos. El recinto en el que se encontraban ahora, no obstante, le era desconocido: no estaba abierto al público. A pesar de ello, reconocía algún que otro edificio que había podido ver en fotografías o por televisión. Dejaron atrás la maciza construcción redonda que componía el Banco del Vaticano y, justo detrás, el Palacio Papal, de colores ocres, en cuyos pisos superiores se encontraba la residencia privada del Santo Padre.
—Todo lo que se sabe de los etruscos se ha descubierto a través de sus tumbas —continuó Estacado, como si fuera un antiguo maestro de escuela—. En ellas dejaron las huellas de su civilización, de su vida, de su magia. Era un pueblo lleno de secretos, con profundos conocimientos del mundo en que vivían.
Estacado atravesó el arco de acceso al pie de un elevado bloque de edificios, giró el coche y lo aparcó de forma que su lado derecho quedó situado cerca de un grupo de árboles y arbustos.
—Por favor, salgan del coche y colóquense rápido a la sombra de los árboles. No me gustaría que alguien los reconociera por casualidad.
Júpiter se giró para mirar a Coralina, y ella le contestó con una inclinación de cabeza: «Está todo bien, no te preocupes. Hagámoslo».
Salieron y se lanzaron bajo las ramas más bajas. Desde allí vieron con consternación cómo Estacado se demoraba en el coche unos instantes, cogía un teléfono móvil y presionaba una tecla de llamado automático. Dijo un par de palabras, asintió satisfecho y salió del vehículo.
—¿Con quién hablaba? —inquirió Júpiter.
—Con alguien de confianza —respondió Estacado. El investigador iba convenciéndose de que el español le estaba cogiendo gusto al ambiente conspiratorio y misterioso—. Está todo preparado para ustedes.
Atravesó una puerta de madera hasta un pasillo con cubierta abovedada. Júpiter llevaba la plancha de impresión, y Coralina se mantenía muy cerca de él. No hablaban, pero de vez en cuando intercambiaban alguna mirada rápida para darse ánimo mutuamente.
Cruzaron varias esquinas sin encontrarse con una sola persona. Los pasillos estaban sumidos en una media penumbra difusa, interrumpida únicamente aquí y allá por las luces de emergencia. Estacado les explicó que había preferido no encender las lámparas para no llamar la atención innecesariamente.
De forma esporádica, aparecían hornacinas con figuras de santos que los observaban con sus ojos sin pupilas. Coralina se apretó inconscientemente contra Júpiter, pero al darse cuenta, reculó y mantuvo las distancias.
Al otro lado de la ventana había un pequeño patio con una zona cubierta de césped.
—Es el Patio de los Papagayos —explicó Estacado.
—Conozco este edificio —murmuró Coralina a su acompañante—. He entregado un par de libros al cardenal Merenda aquí, alguna vez. Por lo que se ve, estamos en medio de la residencia vaticana.
—En la Biblioteca Vaticana —señaló Estacado, que había oído sus palabras— o, lo que es lo mismo, en el reino de mi hermano. Pronto estarán en lugar seguro.
Descendió por una ancha escalera que concluía en un pasillo con suelos de linóleo.
—Es uno de los múltiples sótanos de la biblioteca —apuntó Estacado—. Es aconsejable no vagar por aquí solo... Es fácil perderse.
Torcieron nuevas esquinas, bajaron dos escaleras más y llegaron, finalmente, a un cuarto, cuya puerta se mantenía abierta. Una luz difusa caía dispersa por todo el perímetro y formaba rectángulos amarillos en el suelo del pasillo.
—Bien —dijo Estacado—, aquí estamos. Pueden pasar aquí la noche. La siguiente también, si así lo desean.
Júpiter permanecía en la entrada.
—Imagino que querrá llevarse la plancha.
—No creo que sea necesario —repuso Estacado, con una ligera sonrisa—. ¿Les resultaría de su agrado mañana por la mañana analizar conmigo esta valiosa pieza? Quizá pueda llamar su atención sobre un par de interesantes detalles en los que puede que no hayan reparado.
—¿Se refiere a la llave? —preguntó Coralina, sin rodeos. Júpiter pensó en la copia que ella había encargado, y se preguntó si Estacado sabría algo del tema.
Durante un instante, la mirada del español se perdió en la distancia.
—Sí, la llave —dijo, pensativo—. Ese será un tema a tratar, no cabe duda.
Júpiter y Coralina entraron en la habitación. Era un cuarto espacioso, demasiado para dos personas. Dos camas plegables estaban preparadas y pertrechadas con ropa adecuada. Para no darle un aspecto demasiado similar al de una celda, habían colocado en una mesa un magnífico ramo de flores. Júpiter pensó que parecía que las acabaran de traer del entierro de alguien, pero Coralina se inclinó para olerlas.
—Están frescas —comentó, sin mostrarse impresionada.
—Les dejo solos —dijo Estacado—. Tras esa cortina pueden encontrar un lavabo, un inodoro y una ducha. En otras ocasiones han estudiado aquí eruditos procedentes de las regiones más remotas de la cristiandad: hombres de África y Asia que vinieron a realizar estudios a la residencia vaticana. Mientras tanto, se hospedaban, como es natural, en estancias oficiales.
—¿Nos van a encerrar aquí? —preguntó Coralina, a lo que Júpiter añadió, lacónico:
—Por nuestra propia seguridad, por supuesto.
—¿Por qué debería hacer eso? —Estacado parpadeó, atónito. Salió del cuarto agitando la cabeza y señaló, al pasar, la llave colocada en el lado interior de la puerta—. Es para ustedes.
Les deseó buenas noches y les dejó solos. Durante largo rato siguieron oyendo los pasos, cada vez más lejanos, resonando por los vacíos corredores, hasta que reinó el silencio.
Júpiter buscó algún sitio donde colocar la plancha, pero terminó dejándola encima de la mesa. Por poco vuelca el jarrón con las flores, pero Coralina lo sujetó con un rápido movimiento y dejó atónito al investigador, que constató la rapidez de sus reflejos.
—¿Y ahora? —preguntó ella mientras se sentaba en una de las sencillas sillas de la estancia—. Estamos justo donde nunca quisimos estar.
Júpiter asintió, pensativo, y después se dirigió a cerrar cautelosamente la puerta, procurando no provocar ecos en los pasillos subterráneos.
Coralina sacó su teléfono móvil e hizo amago de llamar al número de la Shuvani, pero un vistazo a la pantalla le disuadió de esa idea.
—No hay cobertura —dijo, en voz baja, y lanzó el aparato desilusionada contra una de las camas.
Júpiter se dejó caer con un suspiro sobre una de las camas.
—¿De verdad esperabas otra cosa?
Coralina apoyó los codos sobre el borde de la mesa y se sujetó la cara con las manos. Silenciosa, miró a Júpiter. No dijo una palabra, simplemente se limitó a observarle, como si luchara con sus propios pensamientos.
Si le gustó lo que descubrió es algo que no reveló. En un momento determinado, cerró los ojos y se quedó dormida en esa posición, rígida y erguida como una de las estatuas de los pisos superiores, e igual de misteriosa que ellas.
Júpiter se despertó sin ser consciente de cuándo se había quedado dormido. Seguía llevando el abrigo, estaba tumbado atravesado encima de la cama y se helaba de frío. Una corriente de aire glaciar entraba por la puerta abierta del sótano, transportando un ligero aroma a trementina.
La mano de Júpiter se deslizó hacia la taleguilla de cuero. Permanecía aún en el bolsillo de su chaqueta, de la misma forma que la plancha seguía sobre la mesa.
Coralina había desaparecido.
Ya no se encontraba en la silla, y su cama estaba intacta. La llamó por su nombre en dirección a la cortina del baño, pero no hubo ningún movimiento ni respuesta.
Asustado, saltó de la cama y se dirigió apresuradamente hacia la puerta. El pasillo se abría perezosamente ante él, completamente vacío. Las lámparas del techo proyectaban su pálida luz a bastante distancia sobre el linóleo, pero entre medias reinaba la oscuridad, como si hubiera tramos de suelo hundidos en pequeños y negros abismos.
—¿Coralina?
Ninguna respuesta.
Le invadió el pánico. Se habían dejado llevar por Estacado como el ganado al matadero, pero él y su gente habrían venido y...
La llave seguía fija en la cara interior de la puerta.
Júpiter la vio primero de manera accidental, pero al echarle un segundo vistazo entendió lo que eso significaba, y un escalofrío le recorrió la espalda.
Coralina había abandonado la habitación voluntariamente. ¿Habría oído algo inusual? ¿Le habrían hecho salir del cuarto? No, en cualquiera de los dos casos, él se habría despertado.
De pronto, cayó en la cuenta. Ante sus ojos se repitió la escena de su primera noche en Roma, cuando la había encontrado en el tejado, a solo un paso de una caída mortal hacia el vacío.
Estaba caminando sonámbula de nuevo. Precisamente ahora y en ese lugar.
Miró el reloj: poco más de la una. No había dormido mucho. Si se había despertado por un ruido provocado por Coralina, no podía encontrarse muy lejos, pero entonces, ¿no tendría que haberla visto por el pasillo? En ese caso sería también posible que ella llevara ya un buen rato en pie.
Entre improperios y maldiciones, se lanzó sobre la mesa para hacer algo del todo inútil: coger la plancha y meterla bajo el colchón de su cama. Cualquiera que fuera a buscarla la encontraría en seguida, pero después de todo lo que había ocurrido, le desagradaba la idea de dejarla abiertamente encima de la mesa. Volvió a colocar la bolsa en el bolsillo de su abrigo. Si Estacado tenía razón, los Adeptos irían tras el fragmento antes que tras ninguna otra cosa, por lo que con el hallazgo de la plancha al menos no obtendrían una victoria completa.
Tomó la llave, cerró la puerta desde fuera y cogió el camino de la derecha. Ignoraba si Coralina habría optado por esa dirección, pero prefirió confiar en su instinto, y en la porción de suerte que le correspondía.
Era imposible divisar el final del pasillo en el confuso abanico de luces y sombras que lo cubría. A un lado y a otro aparecían incontables puertas, probablemente archivos de la biblioteca. Todas estaban cerradas.
Finalmente, dio con un mamparo ignífugo que podía sellarse con una ruleta como la escotilla de un submarino. Estaba abierta de par en par.
Tras ella, se encontraba un salón subterráneo. En las estanterías, que se alzaban hasta el techo, había miles y miles de libros. El olor a papel viejo y a quebradizas cubiertas de cuero era embriagador.
Júpiter encontró junto a la entrada un viejo interruptor de ruleta con el que pudo poner en marcha la iluminación principal. Al principio parecía crear más sombras que luz.
—¿Coralina? —susurró, sin obtener respuesta. Había algo diferente en esta sala, y tardó un momento en descubrir de qué se trataba: al contrario que en el resto del sótano, en esta estancia no había eco, sus pasos ni siquiera resonaban ligeramente. Las librerías, ordenadas en prietas hileras como cuerpos en un depósito de cadáveres, amortiguaban cualquier sonido.
Atravesó lentamente un pasillo que iba sorteando filas de estanterías a izquierda y derecha, y de vez en cuando iba volviendo la vista atrás. Cada vez que creía percibir un movimiento por el rabillo del ojo, descubría con dos simples vistazos que no se trataba más que de un remolino de polvo danzando bajo las lámparas. El camino se bifurcaba más atrás en varios pasillos laterales, más estrechos, pero él decidió adentrarse aún más en aquel laberinto de conocimiento añejo.
El malestar que sintió aquella noche en la tienda de la Shuvani se repetía en esta ocasión, multiplicado. La vasta cantidad de libros le inquietaba. Era casi como si los millones de argumentos entre los distintos lomos de los libros trataran de persuadirle de que hiciera cosas que él se negaba a hacer. Los libros eran parte de su trabajo, de su vida, pero eso no cambiaba la relación de amor-odio que sentía por ellos. De la misma manera que cualquiera huiría de una jauría humana, Júpiter procuraba evitar las grandes acumulaciones de libros. Le producían el mismo respeto que a cualquier otra persona le crearía un hipnotizador: conocía su poder para seducir, para influenciar, para cambiar a la gente. En su interior albergaba la secreta creencia de que ni siquiera era necesario abrir uno para liberar al genio de la lámpara.
Tras veinte metros y medio de recorrido, en los que había encontrado numerosas bifurcaciones pero ninguna pista de Coralina, decidió, a pesar de su inseguridad, penetrar aún más en el laberinto de librerías. Pensó en Dédalo y en el cordón de Ariadna, y deseó haber contado con un hilo parecido al que ella le llevó a su querido Teseo o, al menos, de poder elegir, con algún equivalente moderno. Incluso puestos a soñar, ¿qué tal un arma, algo con lo que pudiera defenderse en caso de necesidad? Algo que no fuera un viejo y pesado libro a cuyo mero contacto sintiera que tratara de imponerse a su voluntad como una oscura y ancestral maldición.
Giró a la derecha en un pasillo lateral, el noveno, o quizá el décimo que se había abierto en aquel flanco; y se encontró tras un par de metros con un cruce, y nada más que libros. Tomos y más tomos. Se sintió, de repente, muy pequeño y frágil.
—¿Coralina? —repitió su nombre dos y tres veces, sin éxito. ¿Dónde estaba?
Otro cruce. Nuevamente eligió el camino de la derecha, pues su sentido de la orientación le decía que de esa forma volvería a encontrar la entrada, o al menos una de las paredes ocultas tras las estanterías, tan altas que llegaban al techo.
No tardó en concluir que nunca encontraría a Coralina de esa manera. Quizá hacía tiempo que había regresado y dormía plácidamente en la cama. Ella le había contado que era algo que le ocurría con frecuencia: se despertaba por la mañana en su dormitorio y apenas recordaba haber salido de él por la noche. Es posible que fuera eso lo que le ocurriera hoy, que después se rieran juntos y esperaran hasta que Estacado llegara, para desvelar con él los secretos de la plancha de cobre.