La conspiración del Vaticano (23 page)

BOOK: La conspiración del Vaticano
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Júpiter recapituló.

—¿Los Adeptos a la Sombra? —dijo, y se volvió a Coralina—. ¿Te dice algo ese nombre?

—No.

—Les contaré más cosas sobre ellos —añadió Estacado—, pero más tarde. Primero tienen que salir de aquí.

—¿Quiere que nos vayamos con usted? No pensará en serio que somos tan estúpidos...

Un rayo de furia se encendió en la mirada de Estacado.

—¿De verdad quiere que discutamos sobre estupideces? ¿Creían sinceramente que los expertos del Vaticano no tenían ninguna forma de comprobar si se habían encontrado más planchas en la cámara secreta? —miró a Coralina con ademán lleno de reproches—. Usted es la restauradora, conoce los medios técnicos con los que se analizan este tipo de descubrimientos. Hemos tardado dos días, pero hemos podido comprobar, sin ninguna duda, que había algo más guardado en uno de los nichos del muro. Algo que, de repente, ya no estaba. ¿Cómo ha podido ser tan ingenua como para subestimar así a la Iglesia? —bufó con desdén—. Sería absolutamente hilarante si la situación no fuera tan endiabladamente grave.

Coralina quiso responder, furiosa, pero Estacado no le dio opción a ello. Se volvió hacia Júpiter y continuó sin interrupción su reprimenda:

—¿Y usted? Por el amor de Dios, enseñarle el fragmento precisamente a ese Babio... ¿Sabía que había hecho fotos? Siendo bondadoso diré que en menos de un día ya se las había mostrado a media Roma, ¡y me habla usted de estupidez!

—En efecto —murmuró la Shuvani, invisible tras la estantería.

—¿Por qué querría usted ayudarnos? —repuso Júpiter, sin prestarla atención.

—Digamos que soy un gran admirador del arte de Piranesi. Me repugna que una de sus obras sea el motivo de crímenes tan terribles. De hecho, aún no hemos hablado de la muerte de aquel anciano pintor —la forma en que lo dijo daba a entender que culpaba a Júpiter y Coralina de aquello. Quizá no le faltaba razón.

—¡Un admirador de Piranesi! —bufó Coralina, y señaló la puerta—. Será mejor que se vaya,
signore
Estacado.

—¡No, espere! —la Shuvani apareció de entre las estanterías. La penumbra grisácea parecía envejecerla varios años.

—¿La voz de la razón? —preguntó Estacado con tonillo irónico.

Coralina suspiró.

—Lo dudo.

—Nunca dejaría mi tienda tirada —dijo la Shuvani—, pero si de verdad quiere ayudar a mis chicos, que sea lo que Dios quiera.

—¡Abuela! —exclamó Coralina furiosa—. Él es...

—Ha mencionado a los Adeptos a la Sombra —le interrumpió la Shuvani—. Si ellos están detrás de todo esto, tendréis que aprovechar cualquier ayuda que se os ofrezca.

Júpiter y Coralina intercambiaron una mirada de preocupación.

—¿Qué sabes tú de esos Adeptos?

—Conocí a uno de ellos en una ocasión —respondió la anciana, bajando la voz.

—¡Escúchenme! —insistió Estacado con impaciencia—. Deben desaparecer, y además de ustedes, también el fragmento y la plancha. Puedo llevarles a un lugar seguro. Ya habrá tiempo luego para explicaciones.

—¿Por qué deberíamos creerle? —preguntó Júpiter.

—Me temo que no tienen elección. Si permanecen aquí, pagarán su descubrimiento muy caro.

—Usted podría ser uno de ellos —exclamó Coralina—. Quizá quiere sacarnos de la ciudad solo para poder eliminarnos con tranquilidad.

—¿De verdad cree eso? —Estacado parpadeó irritado—. ¿Habrían confiado en mí más fácilmente si tuviera el aspecto de un vagabundo, o de un viejo pintor loco?

Júpiter se sorprendió pensando que Estacado tenía razón. Si el hermano del cardenal se hubiera presentado vestido con harapos, con una barba poblada y restos de tiza bajo las uñas, quizá le hubieran tomado por alguien tan excéntrico como Cristoforo, pero desde luego no por un enemigo, al menos no a primera vista.

—Imagino que no podrá usted darnos alguna garantía —dijo—. Algo que nos ayudara a poder confiar en usted...

—No les pido que confíen en mí —respondió Estacado con frialdad—. Me conformo con que comprendan que no tienen mejor opción que yo. Los Adeptos no dudarán tanto.

—Id con ellos —dijo la Shuvani—. Y llevaos la plancha y el fragmento.

—¿Y qué pasa contigo? —preguntó Coralina.

—Me quedo en la tienda. Nunca renunciaré a esta casa.

—Entonces yo también me quedo —anunció su nieta con voz decidida.

—¡No! Los Adeptos no me harán nada —la Shuvani miró a Estacado con ojos penetrantes—. Que sea precisamente esa gente quien está detrás de todo explica muchas cosas. También sé por qué seguimos con vida.

—Disculpe un segundo —Júpiter llevó a la Shuvani tras las estanterías, y Coralina les siguió, rápida como un rayo.

—Tienes que decirnos lo que sabes —dijo, y vio cómo los ojos de la anciana gitana se cubrían con un velo de lágrimas. Sin embargo, no podía permitirse tener en consideración sus sentimientos.

—Hace ya mucho tiempo de eso —replicó ella, con cansancio—. Hace veinticinco años, justo nada más llegar a Roma.

Hubo alguien, un arquitecto checo. Él y yo tuvimos..., bueno, estábamos muy unidos. En un momento dado descubrí que pertenecía a una especie de sociedad secreta llamada los Adeptos a la Sombra. Se puso furioso cuando se enteró de que yo lo sabía, y poco después todo acabó entre nosotros.

—¿Y sigue en Roma? —preguntó Coralina.

—Sí.

Las palabras de Babio asaltaron la memoria de Júpiter: «La Shuvani tuvo un amante que la embrujó y la cortejó».

—¿Le has vuelto a ver alguna vez? —quiso saber Coralina.

—Solo de lejos, aunque sé que de vez en cuando me compra algún libro. Por supuesto a través de terceros.

—¿Cómo de peligroso puede ser un hombre que nunca se ha atrevido a presentarse cara a cara delante de su ex?

La Shuvani agitó, turbada, la cabeza.

—Eso no tiene nada que ver. Está enfermo, creo que tiene algún tipo de dolencia ósea. Está postrado en una silla de ruedas.

Júpiter sintió que se le escapaba el aire de los pulmones.

—¿Cómo se llama?

Coralina le miró sorprendida. Él le había hablado de los dos hombres del palacio de Cristoforo, y ahora le asaltaba la misma idea.

—Domovoi Trojan —dijo la Shuvani—. Profesor Domovoi Trojan.

—El principal arquitecto del Vaticano —indicó a su espalda la voz de Estacado—, uno de los hombres más poderosos en los entresijos de la Iglesia, y eso a pesar de tratarse únicamente de un trabajador seglar a las órdenes de la Santa Sede.

—Igual que usted, ¿no es así? —repuso Júpiter, cortante.

Estacado no prestó ninguna atención a aquella observación.

—Trojan es el responsable de todos los proyectos arquitectónicos del Vaticano. La Capilla Sixtina y la fachada de la Basílica de San Pedro se restauraron bajo su dirección. Su carrera marcha mejor de lo que lo hace él —Estacado arrugó la nariz—. Las malas lenguas de la Santa Sede le llaman el Albert Speer del Santo Padre.

Coralina seguía mostrando desconfianza hacia el desconocido.

—¿Le conoce bien?

—Lo suficiente como para poder confirmar las palabras de su abuela —respondió Estacado—. Trojan es uno de los Adeptos a la Sombra, un hombre importante dentro de la jerarquía de esa sociedad —avispado, se dirigió a la Shuvani—. ¿Cree usted de verdad que él les ha dejado en paz hasta ahora, a usted y a sus dos protegidos, por el recuerdo de sus años en común? Bueno, en realidad es algo que concuerda con su personalidad. Es un romántico incurable.

—Eso casi me lo hace simpático —dijo Coralina, corrosiva, dirigiéndose a Estacado.

El español perdió la paciencia.

—Bien, entonces quédense aquí. Seguro que no tardarán en conocer al profesor Trojan en persona.

Hizo ademán de marcharse, pero en esta ocasión la Shuvani pasó por entre Júpiter y Coralina y agarró el hombro del hombre con su gigantesca mano.

—¡Espere! Estos dos van con usted.

—No sé si... —empezó Júpiter, pero la Shuvani le cortó.

—Tú te encargarás de la seguridad de Coralina —le encargó la anciana, imperativa—. He cometido errores, demasiados errores. Ayudarás a mi chiquitina, ¿verdad que sí?

—¡Ya no soy una niña, abuela! —sus palabras podrían querer expresar indignación, pero la voz de Coralina era incapaz de disimular completamente la tristeza que albergaba. Abrazó a la Shuvani—. Ven con nosotros. Por favor.

—No —era solo una palabra, pero Júpiter sabía que la decisión de la anciana era irrevocable. Era gitana, al fin y al cabo, demasiado como para ceder fácilmente algo que albergara en el corazón. Su nieta y su casa eran todo lo que le quedaba: como sabía que no podría retener a Coralina, su determinación a arriesgarlo todo por la tienda se volvía aún más fuerte.

—Coged el fragmento y la plancha —exigió Estacado y añadió, mirando a Júpiter—. Sé que no le gusta, pero solo hay un lugar en el que pueda protegerles a usted y a sus hallazgos.

—Aún no nos ha explicado qué lugar es ese —señaló Coralina.

—Mi residencia —respondió Estacado—, el Vaticano.

Antes de que Júpiter pudiera replicar, la Shuvani le aferró el brazo con aire suplicante.

—Por favor —susurró, con voz muerta.

La lluvia no amainaba. Gruesos goterones caían sobre el parabrisas del Mercedes negro que Estacado conducía en dirección norte. Las guirnaldas de luces que iluminaban la noche de Roma brillaban sobre ellos, borrosas tras el telón de lluvia, colocadas como centelleantes coronas resplandecientes.

Júpiter estaba sentado en el asiento del copiloto. Su mano derecha, cerrada y prieta, reposaba en el bolsillo del abrigo en el que guardaba el saco de cuero con el pedazo de cerámica por el que había muerto Babio. Al principio se había dedicado a vigilar a Estacado por el rabillo del ojo, pero tras el primer kilómetro había perdido el pudor y observaba abiertamente su perfil.

—Sé que esta situación les puede resultar un tanto paradójica —dijo Estacado sin apartar la vista de la calle. Las luces traseras del coche anterior se descomponían en pequeñas partículas rojas sobre la luna mojada—. En su situación, el Vaticano les parecerá el lugar más peligroso posible pero, créanme, allí no les buscarán ni a ustedes, ni muchísimo menos su tesoro.

—¿Qué sabe usted del fragmento? —preguntó Coralina, inclinándose hacia los asientos delanteros. La plancha, envuelta en cuero, reposaba junto a ella en la parte de atrás del automóvil.

—Es parte de un objeto que los Adeptos llaman simplemente la vasija.

—¿Como una especie de objeto sagrado?

—Es algo así como una reliquia —precisó Estacado—. Un artefacto muy, muy antiguo que, tiempo atrás, se dividió en varios fragmentos. Los Adeptos han ido recuperando todos los pedazos a lo largo de los siglos, con la excepción de este.

—¿Por qué se ocultaba en la cámara de Piranesi? —preguntó Júpiter.

—Porque él mismo fue en su tiempo parte de la alianza —respondió Estacado—. Tengan un poco de paciencia, les contaré todo sobre los Adeptos y la vasija cuando estemos en un lugar un poco más tranquilo.

Como si alguien hubiera querido enfatizar sus palabras, una vespa oscura surgió como disparada desde una bocacalle lateral, se cruzó por delante suyo y desapareció rápidamente en la lluvia. Estacado frenó en seco para evitar la colisión.

Júpiter se asustó tanto como Coralina, pero él se esforzó por no demostrar su nerviosismo. Mientras Estacado volvía a acelerar, le preguntó:

—¿Qué es lo que espera de nosotros a cambio de su ayuda? ¿La plancha? ¿El fragmento? ¿Ambos?

—Eso son cosas que ya tengo, ¿no? —un brillo de ironía se reflejó en los ojos de Estacado cuando respondió al comentario de Júpiter—. Si de verdad mereciera su desconfianza, ¿no cree usted que me resultaría mucho más fácil llevarme ambos objetos en este preciso instante?

La mano de Júpiter aferró imperceptiblemente la taleguilla que llevaba en el bolsillo.

—Tendría que desembarazarse de dos cadáveres. Un harapiento artista callejero puede caerse al río sin que ello levante demasiadas sospechas, pero con nosotros dos eso sería un poco más complicado.

El español mostró cierta satisfacción.

—Si de verdad hubiera hecho matar al tal Cristoforo, no le hubieran encontrado nunca.

—Es extraño —replicó Coralina, mordaz—, pero por primera vez, le creo a pie juntillas.

Atravesaron Ponte Umberto, pasaron junto al Palacio de Justicia y cruzaron, seguidamente, por Via Crescenzio hasta Via di Porta Angelica, que discurría por el extremo oriental del Vaticano. Las murallas que rodeaban el Estado de la Iglesia debían alcanzar en ese punto unos cinco o seis metros de alto, y se coronaban con una verja de una altura superior a un hombre, rematada con afiladas puntas de acero. Era imposible atravesarlo sin el equipamiento adecuado, tanto para entrar como para salir. Además, numerosos vigilantes uniformados mantenían su atención cuidadosamente centrada en cada sección del muro.

Al final de la calle, cerca del acceso a la columnata de la plaza de San Pedro, se encontraba, colocado por el flanco derecho, el cuartel de la Guardia Suiza. Inmediatamente por delante suyo había colocada una poderosa puerta enrejada, flanqueada de columnas, sobre las que un grupo de águilas de piedra vigilaba la calle. La Porta de Santa Anna permanecía abierta a pesar de la hora tardía.

Dos guardas les hicieron el alto, para dejarles pasar en cuanto reconocieron a Estacado, sin preocuparse de sus acompañantes. Después de que el Mercedes atravesara el portón, Júpiter observó a más hombres, fornidos y con el llamativo uniforme de los Svizzeri, cuyos motivos de fantasía contrastaban fuertemente con las metralletas que portaban con correas colgadas del hombro.

—No sé si sabrán —comenzó Estacado, mientras el automóvil circulaba a velocidad de peatón por las adoquinadas calles de la ciudad-estado— que justo aquí, donde más tarde se erigiría el Vaticano, se encontraba una gigantesca necrópolis etrusca. Roma se fundó en torno al 750 a. C., pero por aquel entonces, los edificios que componían la ciudad se emplazaban en la orilla derecha del río, exclusivamente. En este lado, en la ribera izquierda, no había más que tierras yermas. Cuando los romanos trataron de plantar viñedos aquí, solo cosecharon acederas. Tácito lo expuso con palabras más bellas: «Cuando bebes el vino del Vaticano, bebes ponzoña» —Estacado rió—. Aún hoy sigue siendo verdad.

—Parece sentirse usted aquí como en casa —señaló Coralina.

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