La conspiración del Vaticano (25 page)

BOOK: La conspiración del Vaticano
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Por supuesto para eso tenía que estar Coralina en su cama, y algo en su interior le decía a Júpiter que ese no era el caso. Habría sido demasiado fácil, y absolutamente nada había sido fácil en los últimos días: ni su llegada a Roma, ni el recuerdo de Miwa, ni mucho menos sus sentimientos por Coralina. Repentinamente se dio cuenta de que no solo estaba preocupado por ella, sino que la añoraba. Extrañaba su risa, su solemnidad, su cinismo, sus respuestas impertinentes. ¿Era la influencia de los libros lo que le hacía albergar tales pensamientos? Miró rápidamente el lomo del volumen más cercano, y comprobó que no se trataba de
Romeo y Julieta
, ni de ningún otro gran romance literario. Tan solo un título en latín que hacía referencia a la teología, a los dogmas y sus interpretaciones. No, no era por los libros. Echaba de menos a Coralina porque la quería, y de repente no resultaba tan difícil admitirlo.

Entonces, de un segundo para otro, las luces se apagaron.

La oscuridad se expandió entre las librerías. Las sombras se volvieron más grandes, más profundas, más amenazadoras. Júpiter se aferró instintivamente al puntal de una librería, agarrándose fuertemente como un náufrago que temiera que la oscuridad pudiera arrancarlo de allí como una ola del océano y llevarlo a la deriva en un mar de libros y más libros.

Las luces de emergencia zumbaban como un lejano enjambre de insectos, y de hecho las únicas lámparas se encontraban tan lejos las unas de las otras que no alcanzaban más que a bañar en una pálida luz amarillenta una de cada tres o cuatro hileras laterales.

Finalmente, tras apenas un minuto, esas luces también se apagaron.

La oscuridad era absoluta. Todo el entorno estaba cubierto por una densa tiniebla, y por primera vez Júpiter fue plenamente consciente de que se encontraba a dos pisos bajo tierra, en un lugar que no podía ser más oscuro. Nuevamente sintió una punzada de pánico. Estaba rodeado de millones de libros, atrapado en una cripta de papel, y no tenía la más remota idea de en qué dirección debía ir. La oscuridad era de este tipo de negrura que temen los niños cuando bajan al sótano; esa oscuridad que nunca experimentan, solo temen, como un peligro imaginario existente solo en su fantasía. Sin embargo allí, en aquel salón, la tiniebla era, por primera vez, tangible, vívida, y arrastraba los temores infantiles de Júpiter a la superficie, directamente desde el centro de su subconsciente. Durante varios segundos le agitaron terribles temblores, hasta que la razón recuperó el control y le obligó a reflexionar.

La luz se había apagado. Alguien la había apagado.

El nombre de Coralina le asomó a los labios, pero en el último momento lo reprimió. No podía haber sido Coralina. Cabía la posibilidad de que, en sueños, se hubiera servido del interruptor giratorio para apagar las luces principales, pero nunca hubiera tocado los fusibles de las luces de emergencia. Alguien había desactivado todas las lámparas intencionadamente, alguien que sabía que Júpiter estaba allí.

Tanteó con cuidado toda la superficie de la estantería, sintió el frío cuero de los lomos en las puntas de los dedos y trató de concentrarse en averiguar cuál sería la vía más rápida hacia el pasillo principal. Había girado dos veces a la derecha. Si se volvía nuevamente en esa dirección en el próximo cruce, debería alcanzar inevitablemente el camino que buscaba; eso sí, las estanterías no estaban colocadas como un tablero de ajedrez, con vías rectas y transversales que se cruzaran en ángulo recto.

«No te vuelvas loco», se dijo, pero todas las protestas de su razón fueron en vano. Oyó un ruido, como un martilleo rápido, como... ¡un trote! ¡El sonido de unos cascos contra el suelo!

El investigador permaneció quieto, muy tenso, con el oído aguzado.

El sonido había desaparecido. Ya no escuchaba ni trote ni pasos humanos. Lo libros amortiguaban cada ruido, de forma que incluso su propio aliento resonaba en sus oídos como algo ajeno y mecánico.

¡Volvían! ¡Los cascos! Júpiter no le salió al paso. Sonaba como un ejército de caballería al galope, aún muy lejos pero aproximándose, cada vez más cerca.

Entonces, volvió a acallarse.

Júpiter se reprochó su actitud, se dijo que todo lo estaba creando él, que todo lo que oía existía únicamente en su cabeza. «No hagas ruido, continúa, no abras la boca: Alguien podría oírte. Por ejemplo, quienquiera que hubiera apagado la luz. Alguien que ha puesto la vista en ti».

Sus dedos llegaron al final de la estantería. Durante unos segundos, palpó solo el vacío, hasta que sus dedos rozaron repentinamente algo blando, cálido, maleable. Algo que se escurrió rápidamente, pero algo diferente le aferró la muñeca con fuerza. Eran unos dedos finos, dedos de mujer.

—¿Coralina? —susurró, sin aliento.

—Shhhhh —chistó ella—. No hagas ruido.

—¿Qué ocurre?

—Hay alguien aquí.

Una vez más, prestó atención a la oscuridad. Al principio no oyó nada, pero entonces, muy despacio, se le fue haciendo más nítido un sonido real, ligero y regular, casi al unísono con el ritmo de su respiración. Eran pasos, como mucho a dos o tres hileras de distancia.

Tan solo podía vislumbrar la silueta de Coralina, pero ella seguía sosteniendo su muñeca, entre imperativa y ansiosa. Escuchó la respiración de la muchacha, y casi parecía que la estuviera conteniendo de tan grande como era el silencio que la rodeaba. La de él, por el contrario, resultaba ruidosa y torpe, su corazón le latía fuertemente en el pecho como el mecanismo de muelle de un viejo reloj de pie.

Los pasos provenían de la izquierda, por lo que ambos se encaminaron cuidadosamente en la dirección opuesta. A los pocos metros, tropezaron con una librería que no debería haber estado allí de acuerdo con el teórico orden sistemático que Júpiter proponía.

Se vieron obligados, pues, a girar a la izquierda. Los dedos de Coralina soltaron el antebrazo del investigador, y este aprovechó la ocasión para tomarle de la mano. De este modo, avanzaron silenciosamente, deteniéndose solo en algunas ocasiones para prestar oído a los pasos de aquel tercero que debía encontrarse en algún rincón de entre la oscuridad. Sin embargo, ya no lograron percibir nada, ni unos pasos, ni el rumor de su ropa.

El extraño los aguardaba, callado y quieto, en el siguiente cruce. Júpiter fue el primero en darse cuenta, en percibir su presencia sin haberlo visto realmente. Se detuvo en seco, echó a Coralina hacia atrás y preguntó en voz alta a la negrura:

—¿Quién eres?

Coralina le apretó la mano.

—Júpiter, ¿qué...?

—Me llamo Janus —dijo una voz masculina, a escasos dos metros de donde se encontraban ellos.

—¿Janus? ¿Es un apellido?

—No, me llamo solo Janus —repuso el hombre—. ¡Síganme!

—¿Que le sigamos? —exclamó Júpiter lanzando una amarga risotada—. Quizá primero nos pueda aclarar qué es lo que quiere de nosotros.

—Salvarles la vida —su tono de voz era seco, en claro contraste con el timbre moderado y cultivado de Estacado.

—Puede que me equivoque —dijo Coralina con frialdad—, pero la expresión «salvar la vida» se repite mucho desde ayer por la tarde.

—Es usted muy graciosa —respondió el hombre sin el más mínimo atisbo de humor—, pero pregúntese durante cuánto tiempo podrá serlo. Yo he desconectado las luces principales para que no pudiera verse desde el pasillo que ustedes estaban aquí, pero los fusibles de las luces de emergencia... eso no he sido yo. Fueron ellos. Lo que significa que deben de estar a punto de llegar.

—¿Los Adeptos a la Sombra?

—Los matarifes de Estacado, da igual el nombre que le den.

Aún más que la inquietud general y la preocupación por Coralina, lo que más irritaba a Júpiter era el hecho de no poder ver a su interlocutor. Confiar en un extraño era una cosa, pero en alguien invisible, era otra muy diferente.

—Vengan —insistió Janus, y sonó un paso en la oscuridad—, no tenemos más tiempo.

—Denos una sola razón para creerle.

—Estacado les ha mentido. Fue un error confiar en él.

—¿Por qué deberíamos volver a cometer el mismo error? —repuso Coralina, obstinada.

—Si permanecen aquí más tiempo, la primera vez será, de hecho, la última vez en que puedan equivocarse. No les dará la oportunidad de tomar ninguna otra decisión.

—Eso no tiene ningún sentido —sostuvo Júpiter—. Estacado pudo habernos matado hace tiempo.

—Estacado no es Landini —replicó Janus, y fue la referencia a ese nombre lo que dejó perplejo a Júpiter—. Landini reacciona imprudentemente. Fue quien hizo matar al pintor antes de que Estacado pudiera intervenir. Este odia la violencia gratuita; si mata, lo hace con estilo, y nunca dejaría que una muerte pusiera en peligro sus planes. Por eso los ha traído hasta aquí, para sopesarlos con seguridad, para apartarlos de la vista pública y tomarse con ustedes todo el tiempo que él considere necesario —Janus dudó antes de continuar—. Sin embargo, hay un problema. En este preciso instante, su gente está registrando la habitación que reservó para ustedes, pero no encontrarán la plancha allí.

—Está... —empezó Júpiter, justo antes de que le interrumpieran.

—Ya no, no en el lugar donde usted la dejó —repuso Janus—. De momento la he trasladado a otro escondrijo cercano.

—¿Usted tiene la plancha? —exclamó Coralina.

—Créame, cuando comprenda usted todas las conexiones y relaciones implicadas, apreciará lo que he hecho. Y ahora... ¡vengan de una vez conmigo!

Júpiter apretó la mano de Coralina en la oscuridad y deseó poder ver su rostro. Le hubiera gustado poder compartir la responsabilidad de la decisión con ella. Como la muchacha se mantenía en silencio, preguntó:

—¿A dónde nos lleva?

—En primer lugar, lejos de aquí, a un escondite donde los Adeptos no puedan encontrarlos.

Coralina respiró hondo.

—De acuerdo —dijo sin emoción—. Vamos.

Júpiter sintió que la muchacha se sobresaltaba.

—No se asuste —le pidió Janus—. Le cojo de la mano para guiarla fuera de aquí.

—Entiendo —respondió ella.

El peculiar extraño parecía tener un don evidente para encontrar el camino en la oscuridad. Aunque erraron en repetidas ocasiones, terminaron por encontrar la vía principal. La escotilla permanecía abierta y las luces de emergencia del exterior estaban apagadas, pero en la distancia aparecían diminutos puntos de luz que delataban la presencia de linternas. Janus tenía razón. Los hombres de Estacado registraban la habitación.

—Rápido, dense prisa —exclamó Janus mientras les guiaba fuera de la puerta, giraba a la derecha unos metros después y penetraba corriendo en un nuevo pasillo.

Unos veinte pasos después, las luces de emergencia volvieron a refulgir, y se encontraron envueltos en un pálido resplandor. Los hombres de Estacado debían de haber vuelto a conectar los fusibles para facilitar la búsqueda de los dos fugados.

Esto les permitió echar un primer vistazo a su guía. El tono de voz tan grave de Janus resultó ser engañoso. Era más bajo que Coralina, tenía los hombros anchos y padecía un ligero sobrepeso. Su cabello era completamente blanco y encrespado, y mostraba aspecto de no haber conocido la mano de un peluquero desde hacía meses. En su mejilla izquierda lucía una cicatriz mal curada que descendía hasta la garganta y desaparecía bajo el cuello vuelto de su jersey, de color negro. Júpiter calculó que tendría unos cincuenta años, lo que no concordaba del todo con las zapatillas altas de deporte que llevaba. Para rematar, padecía un desagradable herpes en la comisura de la boca.

—Por aquí —susurró Janus, y señaló una puerta entornada. Tras ella, se encontraba una especie de cuarto trastero repleto de armarios de persiana y archivadores. Un estrecho pasillo llevaba hasta la pared opuesta.

—Tengan cuidado de no caerse —dijo Janus parándose.

Un segundo después, Júpiter y Coralina vieron la abertura cuadrada en el suelo.

—¿A dónde va? —inquirió Júpiter.

—¿A dónde cree que va? —respondió Janus malhumorado—. Al piso inferior, por supuesto. A una antigua vía de abastecimiento.

—¿Cuántos pisos subterráneos tiene este lugar?

Janus dejó escapar una sonrisa misteriosa, que trazó un arco macabro en la cicatriz de su mejilla, pero no respondió.

—Salte —le dijo a Júpiter mostrando la oscura trampilla—, y después usted —añadió, dirigiéndose a Coralina.

—¿De verdad espera —bufó Júpiter— que saltemos a un agujero del que no podemos ver el final?

—Yo mismo le empujaría si fuera una cabeza más alto —repuso Janus, mordaz—. Bueno, quizá dos cabezas más alto.

Júpiter se dio cuenta de que las maneras de Janus causaban una fuerte impresión en Coralina. Parecía gustarle sin apenas conocerle, una situación radicalmente opuesta a lo sucedido con Estacado. Se desprendió de ambos hombres, avanzó hacia la abertura y, medio volviéndose, dijo a Júpiter:

—Tampoco tenemos nada que perder, ¿verdad?

—¿Qué hay de nuestras vidas? —señaló él, pero ya era tarde. Instintivamente, echó la mano hacia adelante pero no agarró más que la nada. En seguida oyó la voz de Coralina que surgía desde el suelo.

—Está bien; todo en orden —susurraba.

Janus dedicó a Júpiter una sonrisa socarrona y le indicó con la cabeza que siguiera a Coralina.

—¡Hágalo de una vez!

Júpiter suspiró y saltó al vacío.

La caída fue más corta de lo que él esperaba. Coralina le cogió del brazo, aunque no era necesario, y él supo apreciar el gesto. Juntos, se echaron a un lado y abrieron espacio para Janus, que los siguió un instante después.

—No puedo tirar de la trampilla del techo desde aquí abajo —dijo, tan pronto como se unió a ellos—, lo que significa que más tarde o más temprano descubrirán por dónde hemos salido. Tenemos que darnos prisa.

También allí había luces de emergencia, pero tan espaciadas entre sí que su aparición molestaba más de lo que ayudaba. Janus, no obstante, parecía conocer a la perfección cada metro de aquel sótano, y por tanto los guiaba sin esfuerzo en la oscuridad. Una vez les hizo trepar por una verja de hierro abierta afirmada a la pared hasta la altura del pecho; en otra, bajaron por una escalera oxidada que llegaba un piso más abajo; el cuarto, desde que iniciaron el descenso junto a Estacado.

—¿Oyes eso? —preguntó Coralina a Júpiter.

—Es agua —se le adelantó Janus—. Nos acercamos al embalse subterráneo. Cuando lleguemos a él, estaremos seguros; al menos de momento.

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