Read La conspiración del Vaticano Online
Authors: Kai Meyer
Lentamente, Santino se incorporó, metió el equipo en la bolsa de viaje y echó a andar por la orilla del Tíber.
No estaba preparado para mirar de nuevo, ni lo estaría nunca. Había visto demasiado. Nunca entendería de dónde había sacado Remeo las fuerzas para subir de nuevo las escaleras y entregarle las cintas de vídeo.
«La fuerza de la locura», pensó Santino, «sí, justo eso, la fuerza de un demente».
Santino cogió impulso, después, arrojó la bolsa al río con todas sus fuerzas. Mudo e inmóvil, se quedó contemplando como esta se hundía en las aguas negras como la pez.
Coralina recorría arriba y abajo el cuarto de estar de la Shuvani, presa de los nervios.
—Tenemos que deshacernos de ellos —dijo por tercera vez en escasos minutos—. Del fragmento, y también de la plancha de bronce. ¡Quiero esas cosas fuera de mi casa!
Júpiter observó el reflejo de Coralina en la puerta de cristal del jardín. Fuera ya había oscurecido, y a través de la espesura vegetal relucía aquí y allá la iluminación de las casas vecinas. Se sentó en el sillón orejero de cuero de la Shuvani y se sintió extrañamente protegido entre las formas semicirculares del respaldo.
—Es demasiado tarde —dijo él—. Quienes quieran que hayan matado a Babio saben que tenemos el fragmento. Nos han visto en el café con él —y añadió, en voz más baja—. Para ser sincero, lo que me extraña es que aún no hayan dado la cara.
La Shuvani asintió, en gesto de conformidad. Se sentó en la mesa y, con su mano carnosa, comenzó a hacer girar un vaso de vino.
—¿Por qué han intentado compraros el fragmento a través de Babio? Habría sido más fácil capturaros a vosotros y quitaros el pedazo.
Coralina se quedó quieta, y miró enfáticamente a Júpiter por el reflejo del cristal de la ventana.
—Quizá Babio dijo la verdad.
—¿Babio? —dijo la Shuvani forzando una tos—. Siento mucho lo que le ha pasado, pero ese hombrecillo nunca estuvo del todo familiarizado con el concepto de verdad.
—Al contrario que tú, ¿no? —señaló Júpiter con sequedad.
Coralina se giró y bufó a su abuela.
—¿Pero de verdad eres tan ingenua? Babio está muerto porque nosotros robamos la plancha y el fragmento.
—¿Me echas la culpa de su muerte?
—A los tres. ¡Maldita sea, juzgas a Babio y no eres capaz de ser honesta contigo misma!
La Shuvani evitó la mirada de Coralina y enmudeció.
Su nieta dio un paso hacia ella y se colocó las manos en la cintura, con el rostro enrojecido y acalorado por la furia.
—Podría no ser verdad, simple y llanamente —susurró, se volvió bruscamente y devolvió la mirada a la ventana.
—Tienes razón —añadió Júpiter, abatido—, Babio no mintió. Quizá quería sinceramente comprarnos el fragmento para salvarnos la vida. Si le hubiera escuchado, ahora no estaría muerto.
—¡No! —replicó la Shuvani, firme—. Esa gente le habría matado igual de una forma u otra, después de que él se lo hubiera entregado.
—Tenemos que desaparecer de Roma —repuso Coralina.
Júpiter meditó unos segundos antes de dar la réplica.
—Creo que estaremos seguros mientras tengamos el fragmento. Podríamos destrozarlos. Sea lo que sea esa cosa para ellos, parece valer lo suficiente como para que asesinar a Babio no les suponga un riesgo.
—¿Y qué pasa si secuestran a uno de nosotros? —su voz delataba tanto desamparo como ira—. ¿Y si amenazan con matarte, Júpiter? ¿Crees que no les daría el fragmento entonces? Después de eso podrían mandarnos a todos a criar malvas —inspiró profundamente y prosiguió, imperceptiblemente más calmada—. Por el amor de Dios, no hacemos más que especular y especular... ¡Tiene que haber algo que podamos hacer! —se amasó impaciente su largo cabello en la nuca para después recogerlo sin más en el cuello—. No podemos quedarnos aquí sentados simplemente esperando hasta que alguien aparezca y nos apunte a la cara con un arma.
Júpiter se levantó e hizo amago de rodearla, indeciso, con el brazo, pero entonces la Shuvani se levantó de golpe y alzó la mano.
—Shhhhhh —chistó, llevándose un dedo a los labios—. No hagáis ruido.
Júpiter y Coralina intercambiaron una mirada alarmada.
—¿Qué pasa?
—¡Silencio! —insistió la Shuvani, antes de escuchar atentamente; después asintió—. He oído un ruido, abajo, en la puerta de la tienda.
—¿Tienes clientes que vengan a estas horas? —preguntó Júpiter.
—Ni siquiera tengo clientes que vengan de día —repuso la Shuvani, haciendo gala de un humor muy negro.
Coralina miró hacia la escalera.
—¿Creéis que son ellos?
—No sé por qué se iban a molestar en utilizar el timbre.
Sonó de nuevo, pero en esta ocasión lo oyeron todos.
—Iré a ver —dijo Júpiter.
—¡No! —exclamó Coralina mientras le asía el antebrazo—. ¡No vayas!
—¿Crees que podremos escondernos aquí mucho tiempo?
Ella titubeó un segundo.
—Bien —se decidió finalmente—, entonces iré contigo.
Júpiter iba a protestar, pero vio refulgir en los ojos de la muchacha una decisión inamovible, como una corriente eléctrica, y supo que sería incapaz de convencerla. Así pues, aceptó con un sucinto «de acuerdo».
La Shuvani les siguió hasta la escalera.
—¡Tened cuidado! —les dijo. Después, se apresuró hacia la cocina, rebuscó con mirada ansiosa hasta que encontró entre los platos sucios una sartén y probó a tomarla como si fuera un hacha de guerra.
Júpiter y Coralina descendieron por los escalones. En las dos plantas de la tienda, reinaba un silencio sepulcral. En la oscuridad entre las estanterías podría haber oculta, sin esfuerzo, una docena de intrusos, pero los dos prefirieron no encender la luz. No querían que nadie pudiera comprobar hacia dónde se dirigían.
En la planta baja, había más estanterías que obstaculizaban la visión de la puerta de la tienda desde la escalera. Júpiter y Coralina atravesaron las grandes hileras de librerías hasta que lograron una buena panorámica del acceso al comercio.
Había empezado a llover; era un chaparrón repentino de los que Roma vive en cualquier época del año. La mayoría de ellos se resuelve con rapidez, para alivio de aquellos que no cuenten con un paraguas en el momento justo, pues la intensidad de los aguaceros romanos compensa su corta duración con su capacidad para empaparlo todo.
El hombre que aguardaba en la puerta sostenía un paraguas abierto que le ocultaba la cabeza. Era un modelo sencillo y negro, que creaba una oscura sombra sobre el rostro y el torso del desconocido. Las gotas de lluvia que escurrían creaban un manto translúcido en la puerta de cristal. La luz de una sola farola cercana permitió a Júpiter constatar que aquel hombre no llevaba abrigo, tan solo un traje oscuro.
—¿Lo conoces? —susurró el investigador.
—No puedo verle la cara —respondió Coralina, encogiéndose de hombros.
Júpiter pensó en el misterioso profesor y en su chófer, pero ninguno de los dos concordaba con aquel que tenían en frente: el anciano estaba postrado en una silla de ruedas, y su gorila era considerablemente más fornido que la figura de la tienda.
—¿Tiene pinta de ser alguien capaz de pegarle un tiro a otra persona a plena luz del día frente al Panteón? —preguntó Coralina, dudosa—. ¿Y con silenciador?
Júpiter torció la comisura de los labios.
—Me temo que mis experiencias con ese tipo de personas se limitan a las novelas de John Le Carré —mientras hablaba, sintió que sus palabras ya no se correspondían con la realidad. Había estado en el
palazzo
cuando lo prendieron fuego, y había visto actuar a sus enemigos: habían enviado a tres hombres vestidos con monos oscuros para reducir un edificio a cenizas; por lo que cabía esperar que se tomaran, al menos, las mismas molestias para matar a tres personas.
Compartió sus pensamientos con Coralina, y ella asintió.
—Suena convincente.
—¿Lo suficientemente convincente como para poner nuestra vida en juego?
—¿Tenemos alguna otra opción?
Júpiter se puso en pie sin vacilar.
—Quédate aquí escondida. Iré yo.
Ella titubeó, pero finalmente le cedió la llave.
—Toma —le dijo—, pero ten cuidado, ¿vale?
El asintió con gesto breve y se encaminó a la entrada. La tensión hacía que le doliera todo el cuerpo. Debía haber estado completamente concentrado, preparado para echarse a un lado ante el más mínimo gesto del extraño, pero por alguna razón no acababa de conseguirlo. Estaba como hipnotizado por el peligro, lo que le daba a la situación general una nota de irrealidad.
Encendió el farol de la entrada, que iluminaba también el interior desde el cristal de la puerta, lo que permitió que el hombre del paraguas pudiera verlo definitivamente.
Júpiter introdujo la llave en la cerradura y la giró.
El desconocido volteó el paraguas para cruzar la mirada con Júpiter. El velo de lluvia que resbalaba por el cristal deformaba su expresión, haciendo parecer casi como si llorara. Era solo una ilusión.
Júpiter abrió la puerta, que hizo tintinear la campanilla de latón sobre la entrada.
El hombre alzó el paraguas un poco más.
—Buenas tardes —dijo, y su tono de voz hizo que su formal saludo pareciera casi cordial—. ¿Me permite que entre?
—¿Qué quiere?
—Hablar con usted.
—¿Está solo?
—En efecto.
Júpiter pensó que aquel hombre se parecía a los mayordomos ingleses de las películas antiguas en blanco y negro: un hombre mayor y amistoso, educado, delgado, de porte erguido hasta lo llamativo, cabellos grises, cuello blanco almidonado, pañuelo de seda en la garganta recogido con un broche blanco de marfil. La empuñadura del paraguas era del mismo material.
Júpiter se apartó y le dejó pasar.
El hombre manipulaba el paraguas con cierto desamparo.
—Quizá debería quedarme aquí. No quisiera que se mojaran sus libros.
Coralina surgió de detrás de la estantería.
—Allí delante, junto a la puerta, tiene un jarrón de pie. Puede meter su paraguas allí.
El hombre encontró el recipiente, agradeció a Coralina la indicación con un gesto y dijo:
—Muy amable, muchas gracias.
Júpiter intentó deducir si Coralina había abandonado su escondite porque conocía a aquel extraño o porque este tenía aspecto inofensivo. Como no consiguió averiguar nada con un simple vistazo, devolvió la mirada al desconocido.
—¿Es usted un cliente habitual?
—Lamento decir que no. De hecho, he de admitir que es la primera vez que estoy aquí.
—Entonces es posible que el rótulo con los horarios de apertura que hay en la puerta no se lea bien por culpa de la lluvia.
—¡Oh! Puede estar usted seguro de que el cartel era del todo legible —el hombre realizó una reverencia en dirección a Coralina y, seguidamente, saludó también a Júpiter con una inclinación de cabeza—. Permítanme que me presente. Me llamo Estacado —dijo, ofreciendo la mano a Júpiter, que este aceptó, inseguro—, Felipe Estacado.
—¿El cardenal Estacado? —inquirió Coralina, atónita.
El hombre hizo un gesto de negación mientras sonreía.
—Su hermano. Al contrario que él, no soy un dignatario de la Iglesia —de ser realmente hermano del cardenal, debía de tener nacionalidad española, aunque hablaba sin ningún acento.
Júpiter controló el impulso de dar un paso hacia atrás. Estaba convencido de que sería un error dejar pasar libremente a Estacado.
—El cardenal Estacado ostenta el cargo de bibliotecario y archivero de la curia —expuso Coralina, dirigiéndose a Júpiter—. Es el director de la Biblioteca Vaticana.
—Desde niño, mi hermano mostró una gran devoción por los libros —añadió Estacado con satisfacción—. Es un interés que ambos compartimos. Podría decirse que le ayudo con sus labores. La dirección de la Biblioteca Vaticana exige muchísimo tiempo, como pueden ustedes imaginarse. Hace algunos años me pidió que viniera a Roma, y yo atendí su llamada.
Júpiter examinó al visitante con franca desconfianza.
—Y esta noche se le ha ocurrido de repente que le faltaba un determinado libro y se le ha ocurrido a usted que podría ir a echar un vistazo a esa encantadora tiendecita del casco antiguo.
—No —repuso Estacado, impasible—, estoy aquí por el fragmento; y también por la plancha de impresión, por supuesto.
—Tras la muerte de Amadeo Babio, esperábamos, para serle sincero, una visita algo menos cortés.
—Su sarcasmo puede corresponderse absolutamente con su punto de vista, joven, pero créame si le digo que ha errado el objetivo de su ataque.
—¿Por qué?
—Quiero hacerles una oferta.
Coralina le miró con gesto adusto.
—Sería la segunda en el día de hoy. Dese cuenta de que la primera no fue demasiado bien recibida.
—No soy su enemigo —repuso Estacado, y su mirada acarició entre las sombras las librerías de la tienda—. No le tocaría un pelo a alguien que amara los libros.
—Es una suerte para usted, entonces, que Babio solo coleccionara estatuas.
—No he tenido nada que ver con el asesinato de su amigo. Presentía que iba a ocurrir, pero no soy culpable del mismo.
—En ese caso su advertencia llega un poco tarde.
—No estoy aquí para advertirles de nada. Tampoco creo que sea necesario, ¿verdad? No, como ya les he dicho, estoy aquí para ofrecerles algo.
—¿Dinero? —la voz de la Shuvani surgió de improviso por entre las sombras. Júpiter se preguntó cómo era posible que una mujer tan voluminosa como ella hubiera sido capaz de descender por las escaleras sin que nadie lo advirtiera.
Estacado intentó vislumbrar a la anciana gitana, pero ella se mantuvo oculta en la tiniebla, tras Coralina.
—No, dinero no —respondió—. Seguridad.
—¿De quién?
—Ya saben de quién.
—Eso no es verdad —repuso Júpiter—. No sabemos absolutamente nada. Solo que hay alguna persona del Vaticano involucrada en el tema y, para ser sinceros, eso no es algo que aumente, precisamente, su credibilidad.
—Tienen razón —exclamó Estacado con un suspiro— pero, ¿por qué debería mentirles? Nadie del Vaticano es su enemigo.
Coralina se le acercó.
—Díganos quién mató a Babio. ¿Quién tiene tanto interés en el fragmento?
—Los Adeptos a la Sombra —repuso el español—. Imagino que no habrán oído hablar de ellos.