La conspiración del Vaticano (9 page)

BOOK: La conspiración del Vaticano
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Su picardía le confundía y le ponía francamente nervioso. Ella esperaba que él se preocupara por ella, pero al mismo tiempo rechazaba que él expresara su malestar abiertamente o tratara de influenciarla de alguna manera.

Se sintió obligado a sonreír, pero rápidamente volvió la vista hacia otro lado. Los tejados de Roma brillaban bajo el negro cielo nocturno. La luz de la luna se derramaba por la superficie en una neblina metálica, como una plateada montaña rusa de tejados inclinados y chimeneas, de amplias terrazas con emparrados y estrechos valles de ladrillo, parcialmente ocultos; cuerdas de tender a rebosar y palomares. Varias generaciones de antenas de televisión clavadas apuntando al cielo como osamentas en un cementerio de elefantes. Campanarios, chimeneas, almenas y cornisas se extendían recortando la oscuridad. Vacíos andamios de acero, abandonados por las tropas de albañiles en su tiempo de descanso, se elevaban hacia los tejados, que apenas podrían soportar su propio peso. Sólidas torres de pisos con ascensor competían con los esbeltos edificios sacros. Ventanas arqueadas, pabellones columnados y pilares apuntados propagaban el sublime aura de historia, cúpulas y palmeras de aspecto casi oriental. Hortalizas creciendo en tinas de cinc, muebles de jardín barnizados y marquesinas amarillentas conformaban todo un mundo en las alturas, por encima de la ciudad, completamente ajeno a la actividad de las profundidades. Por el día, todo relucía en cálidos colores ocres, pardos y rojizos, pero por la noche, la corona de la ciudad dormitaba extrañamente sublime.

Júpiter contempló atentamente a Coralina.

—Seguro que subes aquí a menudo.

—Aquí siempre me siento segura. Algo así como... libre. ¿Te parece una tontería?

—En absoluto.

—Seguro que sí. Pero supongo que es el precio de la verdad.

Júpiter reflexionaba sobre lo que habría querido decir con esas palabras, cuando ella se colocó de puntillas frente a él y le besó en la mejilla.

—Gracias por salvarme.

—Antes has dicho que no te habrías caído.

—Y no lo habría hecho —respondió, traviesa—, pero tuviste miedo por mí, y eso también cuenta.

Cuando retrocedió, sus pezones estaban erectos por el frío. Ella se dio cuenta y tiró algo azorada del dobladillo de su camisón para dejarlo más holgado.

—Será mejor que volvamos aquí cuando haga un poco más de calor —dijo, y sin mediar más palabra comenzó a descender por la escalera. Júpiter se iba sintiendo terriblemente viejo mientras la seguía, bajando cada uno en un escalón distinto.

Con igual presteza alcanzó la muchacha la escalera del sótano, guardándole una considerable ventaja y sin esperar a ver si él la seguía; ella ya sabía que lo estaba haciendo.

Para cuando Júpiter llegó a su habitación, hacía mucho que Coralina había desaparecido en su cuarto y había cerrado la puerta tras de sí.

El enano

Il Tevere biondo
, el rubio Tíber. La arena y el barro confieren al río esa peculiar tonalidad mientras se desliza por los Apeninos, atraviesa serpenteando Umbría y el Lacio hasta que llega a Roma y desemboca en mar abierto.

Mientras Júpiter caminaba con Coralina por el paseo fluvial, llegó a la conclusión de que aquel no era sino un ejemplo más de lo que conformaba Italia en su conjunto: todo era
bello
, todo era hermoso porque sí. El Tíber bajaba entremezclado con todo tipo de contaminantes, e incluso en los últimos años se habían producido muertes por infecciones contraídas tras bañarse en sus aguas, y sin embargo nadie lo llamaba «el sucio Tíber», o «el emponzoñado Tíber», no. Era el rubio Tíber, aun cuando su color ya no era más genuino que el del cabello de las tenderas de la Piazza di Spagna.

—Me gustaría enseñarle el fragmento a un conocido mío —comentó Júpiter según se iban aproximando pausadamente a la iglesia de Piranesi. Llevaba guardado el saquito de cuero con la pieza de cerámica en el bolsillo de su abrigo.

—¿Qué conocido?

—Amedeo Babio. ¿Has oído hablar de él?

Coralina frunció el ceño.

—¿El enano?

—Babio puede ser pequeño, pero conoce a fondo el arte antiguo, mejor que ninguna otra persona que conozca.

—La Shuvani no tiene demasiado buen concepto de él.

—Es un sentimiento mutuo —sentenció Júpiter encogiéndose de hombros—. ¿Algún problema al respecto?

—Para mí, por lo menos, no.

Coralina llevaba un grueso forro polar con capucha. A ratos tiritaba y se frotaba los brazos con las manos. A Júpiter le resultaba inconcebible que aquella mañana, bajo el sol resplandeciente, la joven pudiera tener más frío que la noche anterior, en que había permanecido medio desnuda en el tejado de la casa.

—Babio ha sido durante veinte años uno de los marchantes de arte más respetados de la ciudad —comentó él—. Quizá no es el que tenga la clientela más conocida, pero sí una de las más fuertes económicamente.

—¿Con mercancías legales?

Él esbozó una vaga sonrisa.

—En la medida de lo posible.

—Deduzco que ya has trabajado con él.

—Hace seis o siete años —asintió—, uno de mis clientes, un coleccionista de Lisboa, me pidió que comprobara la autenticidad de una pieza concreta. Me presenté frente a Babio con unas cuantas fotos y se las mostré.

—¿Y era auténtica? —dijo ella, mirándole de perfil mientras caminaba a su lado.

—Babio me echó.

—¿Y eso por qué?

—Dijo que no peritaba para nadie que no le permitiera al menos una vez ver en persona el objeto original.

—No podía exigirte que viajaras con semejante pieza por toda Europa.

—No me lo exigió. Le dio esa opción a mi cliente. Según él, era lo máximo que podía hacer por nosotros.

—¿Daros esa opción? —Coralina sacudió la cabeza.

—Babio dijo, además, algo que yo consideré particularmente inteligente. Aseguró que una obra de arte es auténtica en tanto en cuanto su contemplación produzca auténtica felicidad. Ninguna fotografía, por buena que fuera, podría provocar esa sensación, ese instante en el que casi puedes sentir con las manos cómo algo te está conmoviendo hasta lo más profundo del corazón. No tiene nada que ver con la antigüedad o el origen de una obra, solo con la emoción que produce.

Coralina arrugó la nariz.

—No suena muy profesional.

—Evidentemente en la universidad te enseñan otras cosas, pero con el paso de los años irás entendiendo lo que quiero decir.

—¡Oh! Muchísimas gracias, «tiito» Júpiter —exclamó ella con sorna.

Él se rió con suavidad, pero no dijo nada.

Descendieron por la escalera que llevaba del paseo fluvial a la plaza de la iglesia de Santa Sabina, el primero de los tres templos vecinos. Santa María del Priorato cerraba este triunvirato de piedra. Júpiter y Coralina tomaron una calle hacia el sur, y poco después llegaban hasta la iglesia de Piranesi.

Unas dos docenas de personas se habían arremolinado en torno al portal. Júpiter había leído esa misma mañana en el periódico la noticia del hallazgo de las dieciséis planchas de cobre, y se preguntaba por qué los responsables se habrían dado tanta prisa en informar a los medios. En el Vaticano no debían de haberse planteado la posibilidad de que los curiosos interesados en el arte y los turistas asediarían la iglesia para poder echar un vistazo a la cámara secreta. Júpiter reconoció de un simple vistazo a un par de conocidos coleccionistas locales y a dos profesores de Historia del Arte de la universidad, con los que había tratado esporádicamente en ocasiones anteriores. Coralina y él se vieron atravesados por numerosas miradas cuando se acercaron al gentío, pero nadie pareció reconocerles, algo que Júpiter agradeció.

Cerca del portal había aparcada una larguísima limusina negra con los cristales tintados. Júpiter se fijó en que la puerta del conductor estaba ligeramente abierta. De ella sobresalía una pierna apoyada en el suelo, como si el chófer del vehículo quisiera apuntalar los adoquines con el pie. Una pernera negra y un zapato igualmente negro y cuidadosamente lustrado. Caro todo, en cualquier caso.

—¡Mira eso! —se escandalizó Coralina señalando el portal. Alguien había colocado una cinta de plástico amarillo para impedir la entrada a los curiosos. Tras ella se encontraban dos hombres, fornidos guardaespaldas con el pelo muy corto y un auricular colgando de la oreja.

—¿Qué demonios es lo que te sorprende?

Ella le miró como si hubiera dicho alguna estupidez, y sus ojos negros brillaron con belicosidad.

—Basta con mirar a esos tipos para saber que no me dejarán pasar.

Él sonrió con indulgencia.

—La iglesia no es tuya.

—¡Yo he realizado los trabajos previos! —respondió furiosa—. ¡Soy parte del equipo de restauración!

Júpiter comprendió que ella se iría enfureciendo aún más hasta que pasara algo, así que se acercó a ella con presteza, la apartó murmurando disculpas entre la multitud y la guió hasta un callejón mientras Coralina le seguía indignada, como si fuera, de hecho, la legítima propietaria de aquellos viejos muros. Él comprendía su enfermizo orgullo, pero también sabía que en circunstancias como aquellas no serviría de nada hacerse la ofendida.

La muchacha se desembarazó de él y corrió a hablar con uno de los dos guardianes. El rostro del hombre no mostraba ningún tipo de emoción, y poseía tal autocontrol que ni siquiera bajó la mirada hacia ella. Era todo autoridad y frialdad.

El intercambio de palabras fue breve. En pocos segundos, Coralina recibió la confirmación de aquello que temía: los vigilantes tenían la orden de no dejar pasar a nadie en la iglesia, ni siquiera a la responsable del admirable hallazgo.

Uno de los curiosos había oído quién era, y empezó a asediarla a preguntas. Júpiter hizo lo que pudo para protegerla de aquel insistente acosador, mientras Coralina trataba de persuadir al guarda, que se limitó a dar dos pasos a un lado y dejó de prestarle cualquier atención.

Furibunda, abandonó a Júpiter entre la marea de curiosos, se abrió paso a empujones entre la multitud y, finalmente, se paró a una distancia prudencial. Júpiter la siguió con dificultad.

—¡No me trates como a una colegiala estúpida! —cuando se volvió hacia él, las lágrimas de rabia comenzaban a asomar por sus ojos—. ¡Yo lo descubrí! Tengo todo el maldito derecho a continuar las investigaciones en la iglesia.

—Quizá sería mejor —comenzó él, bajando la voz— no dejarse ver por aquí durante una temporada. Cuanto más llames la atención, más desconfiarán de ti.

—¿Por qué deberían hacerlo? —susurró irritada—. Tienen las dieciséis planchas, no echarán de menos la decimoséptima.

—¿Cuántos nichos había en la pared de la cámara?

—Más de veinte —bufó ella, rabiosa—. ¿De verdad creías que no había pensado en ello?

Júpiter se dio cuenta de que la joven estaba a punto de desatar su cólera sobre él.

—Lo siento —repuso, conciliador—. No creas que te subestimo, solo quiero estar seguro del número.

Ella asintió, pero él vio que sus pensamientos vagaban ya en otra dirección. Su mirada se dirigía a la limusina negra.

—La matrícula —murmuró finalmente.

—¿Qué pasa con ella?

—Ese coche pertenece al Vaticano.

—¿Y? Habrán enviado a alguien.

Le llamó, no obstante, la atención que el chófer aún permaneciera con la pierna por fuera de la puerta. Repiqueteaba con el pie contra los adoquines como si esperara impaciente. Sin embargo, cuando Júpiter se fijó bien, descubrió que el pie no se agitaba de nerviosismo, sino que en realidad estaba aplastando algo, una hilera de hormigas que, provenientes de las rendijas del suelo, se dirigía al coche.

Era imposible ver nada más de aquel hombre tras las oscuras lunetas, ni siquiera su contorno.

—No es el coche del cardenal Von Thaden —exclamó Coralina sin apartar la vista del vehículo.

—¿Von Thaden? —preguntó él con ansia—. ¿Quién es ese?

—Leonard Von Thaden. Arzobispo sueco. Es el director de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la moderna Inquisición —miró atentamente a Júpiter, y por primera vez pudo constatar que había preocupación en la voz de la muchacha. Poco a poco comenzó a comprender por qué.

—El armario ropero de detrás de la barrera me ha dicho que Von Thaden supervisaría los restantes trabajos en la iglesia —prosiguió ella.

—¿Y qué tiene que ver la Inquisición con tu descubrimiento?

—Eso es justo lo que me pregunto yo —se apoyaba aleatoriamente en un pie o en otro—. Es muy extraño, ¿no crees?

Júpiter repasó con la mirada el automóvil y tuvo el inquietante presentimiento de que ella era capaz de leerle la mente.

—¿Y dices que ese no es su coche?

—Conozco el parque móvil de los cardenales. Todo el que tenga algún tipo de relación con el Vaticano se lo sabe de memoria, y por eso estoy segura de que ese no es el coche de Von Thaden.

Él se encogió de hombros, algo confuso.

—¿Entonces?

Coralina quiso aproximarse a la limusina, pero Júpiter se lo impidió.

—¡No, espera! Ya has llamado bastante la atención frente al portal. Será mejor que desaparezcamos de aquí.

Ella le miró sorprendida durante un instante, como si hubiera hecho un comentario enteramente fuera de lugar, pero después asintió dubitativa. Iba a decir algo cuando su mirada se volvió de nuevo hacia la iglesia.

—Demasiado tarde —susurró.

Júpiter se volvió y vio a un hombre aproximarse hacia ellos desde el tumulto de gente de la entrada. Debía de tener poco más de treinta años y su cabello era rubio claro, casi blanco. Su piel mostraba una carencia igualmente llamativa de pigmento.

—¿Quién es ese? —murmuró Júpiter.

—Landini, el colaborador más cercano de Von Thaden.

—¿No es un poco joven para eso?

Coralina no respondió, pues Landini se encontraba ya lo suficientemente cerca como para oír parte de la contestación. Una sonrisa juvenil se dibujó en el rostro del religioso cuando llegó finalmente hasta ella. Apenas dirigió a Júpiter una leve mirada antes de concentrar toda su atención en la muchacha.

—Buenos días. Me acabo de enterar de que estaba usted aquí.

Júpiter vio cómo el rostro de Coralina se iluminaba. Claramente esperaba oír que lo del portal había sido un mero malentendido. Devolvió a Landini el apretón de manos que este le ofreció como saludo y se mostró aún más alegre. Molesto, Júpiter tuvo que reconocer que, a pesar de su peculiar aspecto, había algo de cautivador en él.

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