Read La conspiración del Vaticano Online
Authors: Kai Meyer
—No, lo sabe tan bien como yo —respondió Júpiter mientras negaba con la cabeza—. Me refiero a que los Adeptos trabajan por encargo de la Santa Sede. Janus dijo que su objetivo era encubrir la existencia de las
Carceri
, la Casa de Dédalo o comoquiera que llamen a ese lugar, pero yo no me lo creo. Usted ha dicho que Landini no era más que un peón pero, ¿qué hay de usted, profesor? ¿Por qué se embarcó en todo esto?
—¿Por curiosidad, quizá?
Júpiter sentía cómo la concentración en un tema concreto estabilizaba su pensamiento. Seguía mareado, pero poco a poco comenzaba a lograr razonar con más claridad.
—Curiosidad... Sí, quizá. Durante un tiempo. Pero usted lleva muchos años en Roma, y como miembro de los Adeptos. ¿Satisfaría su curiosidad que esas dos puertas, el Portal de Dédalo y la puerta trasera de Piranesi, permanecieran cerradas? No, profesor, no me lo creo.
Trojan detuvo la silla junto a él, le examinó de cerca sin mostrar ninguna expresión y después se dio la vuelta y avanzó hacia la pared. Allí, con ayuda del asidero que recorría la habitación, comenzó a ponerse en pie penosamente.
—Dígame lo que ve —le exigió, una vez hubo logrado colocarse relativamente recto, aferrando la barra con dedos temblorosos—. ¡Vamos, dígalo! ¿Qué es lo que ve?
Júpiter respiró hondo.
—Un hombre enfermo.
Trojan asintió.
—¿Eso es todo?
—¿Qué quiere decir?
—¿Le han dicho alguna vez cuál es mi sobrenombre?
Júpiter pensó durante un segundo antes de recordar.
—El Albert Speer de...
—De la Santa Sede, correcto —terminó Trojan—. Speer era el arquitecto de Hitler. El hombre que reconstruiría para él primero Berlín, luego el resto del mundo. ¿Y sabe por qué las malas lenguas me han dado ese nombre?
Júpiter negó con la cabeza.
—Porque en una ocasión, tan solo una vez, en prácticamente cuarenta años, se me ocurrió sugerir un par de modificaciones fundamentales en la estructura de ese maldito cementerio de allí afuera —dijo, señalando con un amargo movimiento de cabeza a la ventana.
—Con cementerio se refiere...
—Al Vaticano, por supuesto. La Curia nunca me perdonó esa propuesta. ¡Entienda, Júpiter, que aquí nunca cambia nada! Para los cardenales fue como si alguien intentara reescribir el primer mandamiento. Se puede conservar, se puede reconstruir o mejorar, pero nunca se hace nada nuevo.
—¿Y eso le frustra?
Trojan dejó escapar un arisco bufido, tan sonoro que llegó a sorprender a Júpiter.
—Soy bueno en lo que hago. Durante años he dirigido a incontables artistas en los trabajos de restauración, he hecho posible que las obras de Miguel Ángel relucieran e incluso, cuando nadie miraba, he llegado a mejorarlas un poco. El Santo Padre me lo agradece y por eso pone a mi disposición todo esto —soltó una mano de la barra e hizo un gesto que abarcaba toda la habitación. Tras un momento, entendió Júpiter que Trojan no se refería al cuarto, sino a los esbozos de las paredes.
Se levantó, tembloroso, inseguro, pero demasiado interesado como para volverse a dejar caer en el sillón, y avanzó arrastrando los pies hasta Trojan. Allí permanecieron, uno al lado del otro, en situación similar, sin ser capaces de sostenerse por la fuerza de sus piernas, el uno debilitado por la enfermedad, el otro por la broma alérgica que su propio cuerpo le gastaba.
Visto de cerca, Júpiter pudo comprobar que los dibujos se trataban de bosquejos de inmensos edificios, grandes y magníficos, con incontables cúpulas y torres, y detalladas formas de estuco, ni modernos, ni antiguos, sino un conglomerado de estilos diferentes conectados los unos con los otros de tal forma que crearan algo completamente nuevo y fresco. Lo que vio ante sí era, nada más y nada menos, que la concepción renovada del Vaticano de Trojan.
La cúpula de San Pedro estaba rodeada de un nuevo edificio, más alto, pero sin resultar cargante a pesar de su suntuosidad; macizo, pero sin ofrecer un aspecto intimidatorio ante el espectador. Júpiter recorrió asombrado las paredes, sin poder apartar la vista de todos aquellos bosquejos, bocetos y planos. El profesor le seguía, colocando lateralmente un pie detrás del otro, como un náufrago agarrándose al mástil. Las rodillas del anciano temblaban visiblemente. Los huesecillos de las manos se le volvían blancos por la fuerza con la que tenía que aferrarse a la barandilla para mantenerse de pie. Sin embargo, Trojan estaba demasiado orgulloso de su visión de un nuevo y mejorado Vaticano como para recibir la aprobación de Júpiter desde la silla de ruedas. En su mente, se encontraba ante la nueva cara del catolicismo, festiva, atractiva, el centro de un incontenible estallido de alegría.
—Es fantástico —dijo Júpiter, con voz apagada. Hablaba en serio, a pesar del rechazo que le producían Trojan y los Adeptos. Aquellos bosquejos no podían compararse con nada que se hubiera construido en las últimas décadas. Trojan era un genio, y durante un instante Júpiter creyó entender por lo que el profesor estaba pasando, tras todos aquellos años de espera, deseando encontrarse en el mismo grupo que Miguel Ángel, Bernini y Domenico Fontana, ser un arquitecto del Vaticano, alzarse sobre la historia en el Olimpo del arte.
El investigador alcanzó el final de la pared, apartó casi contra su voluntad la vista de los dibujos y se encaró con Trojan.
El anciano se había detenido un metro por detrás suyo. Había vuelto a inclinar la cabeza hacia atrás y presionaba el pañuelo bajo la nariz. Júpiter comprobó cómo la sangre desbordaba la seda blanca, y se dio cuenta de que algunos de los dibujos presentaban pequeños puntos de color pardo: sangre que el propio Trojan había vertido sobre su trabajo. El arte había sometido a la salud en su objetivo de levantar un mundo nuevo. El profesor era un genuino Demiurgo, y eso le diferenciaba completamente de todos los autoproclamados «entendidos» en arte con los que Júpiter había tratado hasta entonces. Incluso los propios artistas que había conocido no dejaban de ser, al final, consumidores, que absorbían lo antiguo y lo reproducían, en ocasiones con más talento, en otras sin remedio. Sin embargo, no había conocido a nadie cuya imaginación alcanzara a plantear algo como lo que ahora colgaba de esas paredes.
—¿Sigue esperando hacerlo realidad algún día? —preguntó Júpiter.
Trojan se quitó el pañuelo, pero de su nariz seguía manando la sangre.
—Lo haré realidad —afirmó con determinación, y volvió a colocarse el pañuelo en su lugar.
—Usted trabaja con los Adeptos para hacerlo posible. ¡Se preocupa de que la Casa de Dédalo siga siendo un secreto, y a cambio espera que le autoricen a llevar a cabo sus planes!
Trojan no respondió, sino que se limitó a sonreír debajo de su sanguinolento pañuelo de seda. Sujetándose al asidero con una mano, puso rumbo hacia la silla de ruedas con lamentable lentitud.
Júpiter le observaba. No hizo ademán de ayudar al anciano en ningún momento. Saltaba continuamente del horror al asombro. Un genio atrapado en el cuerpo de un lisiado.
—¿Qué es lo que hay en realidad tras del Portal de Dédalo? —preguntó Júpiter—. Usted lo sabe, ¿verdad?
—¿Por qué debería? —jadeó Trojan, avanzando un poco más.
—Lleva muchos años en el Vaticano. No me diga que nunca ha consultado el archivo. ¿O acaso Cristoforo lo hizo por usted? ¿Por eso perdió la razón?
El profesor siguió colocando con gran esfuerzo un pie junto al otro, con la cara hacia la pared, y el sanguinolento y arrugado pañuelo en la mano derecha.
—Cristoforo —susurró negando con la cabeza—, ese loco.
—¿Qué fue lo que descubrió?
—La llave. Pero eso ya lo sabe usted. La impresión completa de la decimoséptima plancha y, al menos eso aseguraba, apuntes secretos de Piranesi sobre lo que nos aguardaba en realidad si abríamos la Casa de Dédalo. Lo destruyó antes de que ninguna otra persona pudiera leerlo, pero no fue capaz de mantener la boca cerrada.
—¿Eliminó Cristoforo entonces la llave del grabado? ¿Para que a nadie se le ocurriera utilizarla?
El profesor se encontraba aún a tres metros de su silla. Con cada paso que daba le resultaba más difícil moverse.
—¿De verdad es necesario que le responda?
Júpiter se situó junto a la silla y colocó una mano en el respaldo; no quería que pareciera que se estaba apoyando, a pesar de que era eso exactamente lo que estaba haciendo.
—¿Qué es lo que hay allí abajo?
—Algo inconcebible —susurró Trojan—. Un poder más grande que...
—¡No me venga con esos disparates esotéricos, profesor!
Trojan se paró y le miró lleno de cólera.
—¿Disparates? Joven, no sabe de lo que habla.
—Entonces, dígamelo de una vez.
El anciano volvió a ponerse en marcha.
—El legado de Dédalo —dijo—. Puede que sea su fantasma. O quizá su maldición. Quizá sea algo para lo que no exista una palabra.
—Pero ha dicho que Piranesi lo describió.
—Piranesi abrió la puerta secundaria. La atravesó y bajó a las profundidades. La puerta permaneció abierta un corto espacio de tiempo, y a pesar de todo, algo escapó. La comparación más fácil sería con un virus —Trojan llegó a la silla de ruedas y se dejó caer sobre ella con un gemido—. Mucho mejor.
—Con un virus quiere decir... ¿algo parecido a las maldiciones de los faraones? —Júpiter soltó el respaldo, pues se sentía incómodo tan próximo al profesor. Esforzándose por mantenerse recto, dirigió sus pasos al sillón, y se sentó. De pronto, el mareo arreció en forma de un fortísimo ataque de vértigo que le dominó hasta que recuperó finalmente el equilibrio muy poco a poco.
—No, nada parecido a una bacteria, o a un hongo, ni nada del estilo —respondió Trojan, mientras colocaba la silla de ruedas tras el escritorio—. Nada que pudiera infectar o matar a un hombre —trató de alzar su taza de té, se dio cuenta de lo mucho que temblaba y la volvió a dejar en el mismo sitio—. No es algo que afecte a las personas, sino a los edificios.
—No lo entiendo.
—Piranesi describió el proceso. Intentó incluso dibujarlo, pero Cristoforo quemó toda la documentación. Por eso le expulsé del Vaticano. Quizá eso le demuestre que no soy un asesino. La muerte de Cristoforo entra en la lista de Landini. ¿No cree que yo podría haberlo hecho matar mucho antes?
—¿Qué quiere decir con eso... eso de que afecta a los edificios?
Trojan bufó con desgana ante la evidente falta de interés de Júpiter por su intento de autodefensa.
—Piranesi abrió la puerta, bajó y, cuando regresó de nuevo a la luz, a la superficie, todo había cambiado. La ciudad era diferente. Piranesi se perdió en calles que días antes se sabía de memoria. Las viviendas habían cambiado, los cruces ya no existían, en su lugar habían aparecido otros. Pero casi nadie parecía notarlo. Algunos se equivocaban, pero lo achacaban a errores propios. ¿Se ha encontrado alguna vez en un lugar que creía conocer? Por supuesto, a todos nos ha pasado. ¿Y ha pensado alguna vez quizá aquel lugar haya podido cambiar? No, seguro que creyó que era cosa suya. Pues eso mismo hacemos todos. A la gente le tranquiliza pensar que estaban distraídos o que tomaron un desvío equivocado —Trojan realizó un segundo intento con la taza, y en esa ocasión logró probar un sorbo. Con una sonrisa de satisfacción, volvió a dejarla sobre la mesa—. Piranesi tenía otro punto de vista. Cuando regresó de la Casa de Dédalo, también se perdió, pero casi nadie conocía la ciudad tan bien como él, no había apenas un ángulo que no hubiera dibujado o grabado en cobre. Eran tan solo pequeños cambios: una esquina equivocada aquí, una nueva bifurcación por allá, un bloque de pisos que antes solía estar un par de metros más a la derecha o a la izquierda. Pero eran cambios, sin ninguna duda, y Piranesi llegó a la conclusión de que tenían algo que ver con la Casa de Dédalo, o con las
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, como las llamó usted. El creía que, por cada momento que pasó al otro lado de la puerta, se produjo una «laberintización» de la ciudad, que acabó cuando cerró de nuevo la puerta —Trojan suspiró—, A eso me refería cuando hablaba de un virus. Ataca un lugar y lo modifica, lo ramifica, lo enmaraña. Lo convierte en un laberinto.
Júpiter había escuchado atentamente, en parte porque sentía que le desviaba la atención de la vertiginosa estancia y de las palpitantes paredes, además del terrible picor que comenzaba de nuevo.
Recordó su primer viaje desde el aeropuerto hasta la iglesia, en que el joven taxista se perdió, mientras juraba que era la primera vez en su vida que le había ocurrido. Recordó también las estanterías de la biblioteca subterránea del Vaticano, que habían cambiado y se habían desplazado mientras él buscaba una salida.
Recordaba también el trote salvaje que había escuchado en la distancia, y el confuso discurso de Santino acerca de un toro que le perseguía.
—¿Había algo... inusual que Piranesi hubiera descrito? —preguntó, con precaución—. ¿Alguna otra cosa que le llamara la atención?
En los ojos de Trojan se iluminó una sonrisa.
—¡Usted también se ha dado cuenta! Es eso, ¿verdad? Se ha perdido en la ciudad, como tantas otras personas en los últimos días. ¡Y ha oído algo!
Júpiter dudó, luego asintió despacio.
—Pero, ¿qué era?
La mirada del profesor relucía de entusiasmo, y habló más rápido, movido por la excitación y el nerviosismo.
—Piranesi nunca dijo una palabra sobre el tema, aunque fue él mismo quien dio con el antiguo mito. El mito del arquitecto Dédalo que aquí, en este mismo lugar, construyó la mayor de todas las obras de arquitectura.
—¿Cree que la leyenda es cierta? ¿Que fue el propio Dédalo el que construyó, en realidad, las
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?
—Hay muchos indicios de ello. La laberintización, el trote y el bramido del toro, que muchos de nosotros hemos oído..., o del Minotauro, si finalmente nos decidimos a decirlo. Porque ya había pensado en ello, ¿verdad?
Como Júpiter no contestaba, el profesor continuó:
—Quiero contarle lo que creo, es más, ¡de lo que estoy convencido! —carraspeó, escupió y se limpió descuidadamente con el dorso de la mano algunas gotas de sangre del labio superior—. Dédalo aterrizó en Sicilia como nos dice la leyenda. Se dirigió al norte, llegó hasta aquí y se puso al servicio de los habitantes del Lacio. Entre sus planes se encontraba levantar el mayor templo de todos los tiempos.
—¿Es eso técnicamente posible? —le interrumpió Júpiter.