La conspiración del Vaticano (30 page)

BOOK: La conspiración del Vaticano
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—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Júpiter—. ¿Qué deberían demostrar las
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?

—Un poco de paciencia —replicó Janus—. Pronto lo entenderán todo. En cualquier caso, la cuestión es que Piranesi convocó una reunión del pacto e informó a los otros de que había decodificado el texto y había descubierto con ello algo increíble: la ubicación de un lugar secreto, que ya había visitado y que había inmortalizado en sus grabados.

Coralina le miró con ojos como platos.

—¿Quiere decir que las
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existían en realidad? ¿Que eran edificios auténticos?

—Así es —respondió Janus.

—Pero eso es absurdo —exclamó Júpiter—. Un edificio así estaría ampliamente documentado, sobre todo si después se destruyó.

—No se destruyó. Las
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siguen existiendo actualmente. Nos acercamos al clímax de nuestra historia.

Júpiter iba replicar enojado, pero Coralina le instó a que callara con un gesto.

—Muchas gracias —le dijo Janus, con satisfacción—. Escuchen primero toda la historia. Después pueden extraer sus propias conclusiones.

Júpiter asintió a regañadientes.

—Piranesi le relató a los demás Adeptos que años atrás había descifrado el texto de la vasija, y que gracias a ella había descubierto cómo llegar hasta una puerta oculta, que daba acceso a una grandiosa construcción subterránea. Sin embargo, se abstuvo de compartir con sus amigos la ubicación exacta de aquella puerta. Pueden imaginarse que ellos no se lo tomaron demasiado bien. Piranesi había decidido, por ello, abandonar la alianza de los Adeptos y continuar las investigaciones por su cuenta. Probablemente esperaba obtener beneficios, no solo creativos, sino también financieros. Ya había estado allí en una ocasión, o al menos eso aseguró, y así se había documentado para sus aguafuertes, utilizando lo que había descubierto, de la misma manera que, con anterioridad, había inmortalizado las ruinas de Roma en sus obras. Los Adeptos no lograron ponerle precio a sus conocimientos. Afirmó que ya no poseía el fragmento de la vasija que era necesario para la resolución del texto, por lo que los demás Adeptos no tenían ninguna oportunidad de decodificar la inscripción.

»Así, volvió a dejarlos, entre las maldiciones y amenazas de sus antiguos compañeros, y casi de inmediato publicó la primera edición de las
Carceri
. Lo extraño es que no se tiene constancia de que Piranesi volviera a atravesar la puerta secreta. No solo protegió su secreto con el más absoluto silencio, sino que renunció a obtener beneficios económicos de él. Para ser sincero, dudo que fueran simplemente las amenazas de los otros Adeptos las que se lo impidieran... No, Piranesi debió de tener alguna razón para temer por su vida, y no creo que fueran un par de insultos de sus antiguos compañeros. Lo cierto es que, debido al catastrófico final de sus relaciones con estos influyentes personajes, Piranesi vio cómo su carrera como arquitecto se truncaba para siempre.

»Sin embargo, vivió con desahogo de sus grabados, y en 1760 decidió reeditar y retocar sus
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, y añadir tres láminas más a la colección. Produjo, además, un decimoséptimo aguafuerte, este que vemos ante nosotros, con la silueta de una llave que, de esta forma, legaba a las siguientes generaciones.

—¿Quiere decir con eso —preguntó Coralina— que esa es la llave a las auténticas
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?

—En efecto —expuso Janus—. La plancha contiene la llave, de la misma manera que el fragmento es la última pieza del rompecabezas que conforma el plano hacia la entrada.

—Por lo tanto, Estacado y los demás necesitan ambas cosas —dijo Júpiter—, Todo este tiempo han perseguido la puerta secreta.

Janus se estiró con satisfacción y chasqueó los nudillos.

—Esa entrada se encuentra aquí, en algún punto del Vaticano. Ya saben casi tanto como yo sobre esta cuestión.

—¿Aún quedan más secretos? —Coralina había comprobado que todos los demás parecían convencidos con las explicaciones del religioso.

—Déjeme terminar mi narración, antes de que todos demos el siguiente paso —le rogó Janus—. La historia de los Adeptos, como ya sabrán, no terminó con la retirada de Piranesi del pacto. De hecho, se fue relacionando más y más con la Iglesia católica. Como les dije, había entre ellos algunos teólogos, y fueron ellos quienes convencieron a los demás de que el lugar que Piranesi había descubierto podía tratarse, en realidad, de nada más y nada menos que el mismísimo infierno.

—Por el amor de Dios —gimió Júpiter.

—Ahora es fácil reírse de esa idea, al menos para alguien que la ve desde fuera —exclamó Janus—, pero, créame, era una cuestión como para tomársela en serio, tal y como los Adeptos han venido haciendo hasta la fecha. Mientras el fragmento de Piranesi permaneció desaparecido, la alianza, impelida por el juramento, no pudo relajarse ni un momento. Así, surgió una nueva generación de Adeptos, y luego otra, y otra. Las antiguas reglas se olvidaron, o se fueron modificando según el criterio individual. De seis miembros, pasaron a ser diez; y de diez, finalmente, a una docena, pues hacía tiempo que los cinco fragmentos restantes se habían unido para descifrar el código de su inscripción. Dejó de ser simplemente un símbolo, o una identificación de pertenencia al pacto. Es probable que ya hayan decodificado hace tiempo el texto, con la excepción del fragmento que les falta, y que en él figuren datos importantes sobre la localización del lugar secreto. La pieza que ustedes descubrieron en la iglesia de Piranesi es también la última restante —concluyó Janus señalando la plancha de bronce—. Sin olvidar, por supuesto, la llave.

Júpiter meditó un momento, intentando digerir toda esa información nueva y confusa a partes iguales. Finalmente, preguntó:

—¿Cómo dio Cristoforo con el grabado?

—Cristoforo era, como ya saben, el restaurador más respetado del Vaticano. Tenía acceso a los archivos secretos situados bajo el Patio de los Papagayos. Por lo que parece, allí dio con una reproducción de la decimoséptima plancha. No tengo la más remota idea de cómo llego la lámina hasta allí y por qué nadie lo sabía; la cuestión es que Cristoforo no le enseñó a nadie su descubrimiento, pero tampoco fue capaz de mantener la boca cerrada. Le habló del tema a unos y a otros, y las noticias del sensacional hallazgo no tardaron en llegar a oídos de los Adeptos. Sospecharon en seguida, debido a sus anteriores investigaciones del entorno de Piranesi, cuál sería el secreto que ocultaría el decimoséptimo grabado: probablemente uno de sus hijos lo habría visto en alguna ocasión y se lo habría transmitido a sus descendientes, y estos a los suyos y así, indefinidamente.

»Se le exigió a Cristoforo que entregara la lámina, pero él se negó y destruyó la impresión antes de que nadie pudiera examinarla. Aseguraba que no había ninguna llave en la imagen, tal y como él mismo la representó. Sospecho que trataron de sonsacarle información de forma violenta, y él perdió definitivamente la razón. No se atrevieron a matarle porque esperaban poder terminar descifrando el secreto algún día, así que en lugar de ello, le expulsaron del Vaticano.

»Cristoforo estaba loco, eso es cierto, pero también sabía muy bien cómo podía devolverles la jugada a sus torturadores: cubriendo Roma de copias de la decimoséptima impresión, siempre sin la llave, como comprenderán. Debió de hacerlo hasta que a Landini y los demás terminó hirviéndoles la sangre. Seguro que matarle finalmente les produjo una particular satisfacción: en cuanto apareció la decimoséptima plancha, ya no necesitaron más a Cristoforo y pudieron librarse de él.

—¿Cómo llegó hasta los Archivos Vaticanos la impresión? —quiso saber Júpiter.

—Si quieren saber mi opinión, yo creo que fue el propio Piranesi quien lo metió allí furtivamente. Siempre fue un ególatra, algo en lo que todos sus contemporáneos han estado de acuerdo, y es evidente que quiso divertirse un poco a costa de los Adeptos. Había dejado un cebo colgando delante de sus narices y pretendía observar cómo los otros corrían en círculos. Aparentemente calculó que la impresión se descubriría mucho antes, cuando él aún seguía con vida, pero nunca llegó a saber que el hallazgo se produjo más de doscientos años después —Janus hizo un gesto inquieto con la mano—. Pero todo son teorías, ¿entienden?, aunque sinceramente lo considero una posibilidad real. También deben darse cuenta que la alianza nunca había sido tan peligrosa como ahora. No creo que Piranesi llegara nunca a temer realmente a los Adeptos. No, él temía otra cosa, algo que le impidió volver a penetrar en las
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por segunda vez.

—Eso significa —dijo Júpiter, atando los cabos de la narración del religioso—, que Estacado sabe que la decimoséptima plancha contiene, de alguna forma, la llave de la puerta secreta, y también sabe que el fragmento le guiaría hasta la puerta en cuestión —hizo una breve pausa, antes de terminar de explicar sus pensamientos—. Pero, todo esto, ¿para qué? ¿Qué esperan encontrar los Adeptos cuando den con la puerta y la abran? Quiero decir, debe de haber algo más, aparte de un orgullo desmedido, herido porque Piranesi se rió ante las narices de los antecesores de Estacado. Y desde luego algo más que mero interés arqueológico.

—Es cierto —puntualizó Janus—, pero no olvide que los Adeptos actuales tienen puestos importantes en el Vaticano. Todo lo que hacen, lo hacen, en cierta forma, por la supervivencia de la Iglesia católica. ¿Y si la Iglesia hubiera sabido de la existencia de este edificio inmemorial desde hacía siglos, mucho tiempo antes de que Piranesi lo descubriera? ¿Y si, como ya he dicho, se tratara de la manifestación física del infierno? Piensen que estamos hablando de la Edad Media, un campo de cultivo ideal para la superstición y el fanatismo religioso. Las
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reales se descubrieron por aquel entonces, y alguien tomó la determinación de mantener su existencia en secreto y sellar la entrada, además de enterrarlo bajo la más magnífica de las construcciones de la cristiandad, la enorme basílica que, desde entonces, estaría destinada a mantener toda esta cuestión en la sombra, una catedral de tales dimensiones que su boato anulara cualquier recuerdo de las instalaciones paganas que albergaba en sus cimientos.

—Eso no tiene sentido —respondió Coralina—. La Basílica de San Pedro no se levantó encima de la nada. Cuando se iniciaron sus trabajos de construcción en el siglo XVI, se encontraba ya en el mismo emplazamiento una basílica de doce siglos de antigüedad.

—Efectivamente —puntualizó Janus—. La Basílica de Constantino, erigida en el siglo IV. Se construyó sobre terreno etrusco, en un lugar en el que, inicialmente, se hallaba un inmenso cementerio etrusco y, por supuesto, la tumba de san Pedro. Probablemente fueron los propios etruscos, o sus antecesores, quienes levantaron las
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. ¿Y si los primeros cristianos que llegaron y encontraron la entrada, la tomaron por la puerta del infierno y emplazaron por ello la más sagrada de todas sus reliquias allí, como una especie de vigía?

—¿De verdad cree —exclamó Júpiter— que los huesos de san Pedro se enterraron aquí para guardar las puertas del infierno?

—Así es. En los mitos cristianos, Pedro se ha venido considerando el custodio de la puerta más importante de todas. El decide quién puede entrar en el Reino de Dios y quién es expulsado. No es imposible que una parte de la verdad quedara reflejada en la leyenda —se interrumpió brevemente, pues había perdido el hilo de la narración. En cuanto lo retomó, prosiguió con su relato—. Algún tiempo después, no obstante, surgieron las dudas acerca de la autenticidad de los huesos, y por ello se decidió, durante el Renacimiento, crear un sello nuevo y mejor. El papa Julio II derribó la vieja basílica e hizo construir una nueva catedral, la más magnífica de cuantas habían existido hasta la época. El edificio se terminó en 1626, en que Urbano VIII efectuó la consagración de la cúpula. Así se creyó que la supuesta entrada al infierno habría quedado sellada para siempre. Hasta que, y con ello retomamos la historia de los Adeptos, Piranesi descifró la inscripción de la vasija y descubrió la segunda entrada.

—¿Una segunda entrada? —Coralina alternó su mirada perpleja de Júpiter a Janus—. Pero si dijo que...

—La puerta de la que hemos estado hablando hasta ahora, la que Piranesi descubrió y que, probablemente, utilizó, no es la entrada principal de las
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.

Júpiter sacudió resignado la cabeza.

—La historia no acabará de volverse plausible del todo mientras siga dando saltos en la narración cada cinco minutos.

Janus y la abadesa cruzaron brevemente la mirada. La mano de Diana, que durante todo ese tiempo había permanecido tranquilamente posada sobre la mesa, se cerró en un puño. Un murmullo casi imperceptible circuló entre las religiosas. Finalmente, la abadesa asintió con gran suavidad.

—¿Necesitan pruebas? —Janus suspiró como alguien que acaba de tomar una decisión de trascendencia insospechada—. Quizá tengan razón... Quizá ya es hora de enseñarles algo.

El Portal de Dédalo

Diana les hizo traer uniformes de monja y les pidió que se los pusieran. Júpiter y Coralina encontraron la situación bastante grotesca. Júpiter en particular consideraba que tenía el aspecto de un cómico televisivo mal disfrazado para una ridícula escena humorística. Sin embargo, finalmente reconoció que aquella vestimenta, de noche, cumplía su objetivo. Ningún guardia se atrevería a molestar a una monja, y mientras no se encontraran cara a cara con ningún Adepto, el truco funcionaría.

Los tres abandonaron el monasterio por la puerta de atrás. Janus les guiaba en la oscuridad, mientras Diana y las siete religiosas quedaban atrás.

—No se preocupen, no está lejos de aquí —les explicó Janus, mientras pasaban frente a la fuente del águila.

También él lucía un uniforme, cuyo dobladillo arrastraba por el suelo: había tenido que elegir entre un traje que le quedaba bien de largo, pero que no casaba con su amplio volumen, y otro en el que cabía con más comodidad, pero para el que era demasiado bajo. Había optado por la segunda opción, y ahora debía prestar atención para no tropezarse. Su rostro, no obstante, permanecía, al igual que los de Júpiter y Coralina, oculto bajo la sombra de la cofia.

En esta ocasión transitaron por el camino embaldosado. Vestidos como estaban con prendas propias de religiosas, solo habrían conseguido llamar innecesariamente la atención correteando campo a través entre matorrales y árboles.

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